UNA humilde corona,
dulce Enrique Menéndez,
de eternas siemprevivas
quisiera entretejerte,
que sobre tu sepulcro
calladas balanceen
sus espigados tallos
al soplo del nordeste.
Tú que amabas las flores
de tu huerto obediente,
tu huerto que en tu ausencia
tristemente florece,
acéptame estas pocas
florecillas silvestres
regadas de mis lágrimas
entre mis manos leves.
Flores de cada día
que corté amargamente
de mis pobres jardines
efímeros y estériles,
flores de cada hora
que mi tierra me ofrece
para adornar altares,
para decorar sienes.
Y qué ara más bendita
que tu sepulcro agreste,
divina jaula triste
cin cantor que la alegre.
Y a qué sienes ceñir
corona de laureles
como a estas tuyas nuevas
que ya nunca encanecen.
Aquí,pues, te las dejo
desmayadas y flébiles,
pero a nadie le digas
que hoy he venido a verte.
Los días van pasando.
Van pasando los meses.
Las flores y los pájaros
han vuelto y tú no vuelves.
Te arrancó de nosotros
la burlona muerte,
y desde entonces prisas
huertos siempre perennes.
Abajo, los poetas,
jardineros terrestres,
cantamos y cortamos
las flores del poniente.
Las del alba tú sólo
las cosechas celeste,
del jardín de la vida
tras el mar de la muerte.
Te fuiste tú y seguimos
torpemente vivientes.
Qué vergüenza vivir
cuando los buenos mueren.
Toma estas flores tristes,
dulce Enrique Menéndez,
pero a nadie le digas
que hoy he venido a verte
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