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lunes, 24 de febrero de 2025

OLAS DE MAR {Relatos}

 

 



 

Andrés Galindo

 

Ondas do mar de Vigo,

se vistes meu amigo?

E ai Deus!, se verra cedo?

Ondas do mar levado,

se vistes meu amado?

E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amigo,

o por que eu sospiro?

E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amado

por que ei gran cuidado?

E ai Deus!, se verra cedo?

Martin Codax (trovador gallego, siglo XIII)

 

Encendió el dispositivo, escribió “Nathan Adler” en el destinatario y luego quedó en pausa unos segundos. Después de un suspiro tecleó las primeras palabras.

¿Cuánto más debo esperarte, Nathan?

Inevitablemente, volvió a suspirar y no supo si aquellas palabras sonarían como un reproche o como un lamento de esperanza. De ninguna manera podía sonar a reproche; era el último mensaje que le escribía.

Se quedó mirando a las olas del mar, ese viejo mar que pronto se la tragaría, mientras recordaba aquella tarde en que se conocieron. Era un día soleado y en la calle la gente paseaba alegre y despreocupada. Nada parecía presagiar lo que pasaría hoy, treinta años más tarde. Recordaba también aquella mañana en la plaza del Sol cuando fueron felices compartiendo un crème brûlée mientras las prostitutas y los ladronzuelos daban vueltas por ahí, esperando cazar una presa. A ellos no les importaba nada, sólo la felicidad del instante. ¿Y qué tal la noche en que entraron a esa terrible obra de teatro en donde una mujer era ultrajada con unas tijeras al rojo vivo? Nathan recordó: esa podría ser Santa Teresa.

Pero yo salí corriendo, esperando que todo eso sólo fuera una pesadilla. Tú me alcanzaste y secaste mi llanto. Nos fuimos a casa y a los pocos días te subiste a esa estúpida nave para no volver. Todavía en el hangar te dije que no me dejaras, que no me sacrificaras, pero eran más grandes tus sueños de ver las estrellas, las estrellas y el Mar de la tranquilidad. Dijiste que volverías y yo lo he querido creer todos estos años. Por eso te escribo ahora que este mundo esta por hacerse añicos.

No podía dejar que las palabras sonaran agresivas, que fueran un reproche o un lamento. Alguna vez él había sentenciado que lo último que le queda al ser humano es la dignidad y con ella debe morir. De una manera honorable, pensó Alfonsina, como los samuráis, aquellos guerreros mitológicos que tanto te gustaban.

Tenía que ser breve y no dejar que el llanto le ganara en la última hora. Así que borró las primeras líneas y comenzó de nuevo, aún sin saber bien a bien si las palabras serían las correctas o si acaso alguna vez le llegarían a Nathan.

“Querido Nath, no sé si este mensaje te llegará algún día. Desde hace diez años he estado mirando al cielo todas las noches, por si alguna vez aparecía tu nave en el firmamento. Ayer ha sido la última. No creas que ya no te quiero. Claro que me he vuelto a casar y he vuelto a quedarme sola y sé que nada de eso me reclamarías porque siempre dijiste que tenía derecho a hacer lo que me diera la gana y, bueno, sabes que realmente nunca necesité la aprobación de nadie, ni de ti ni de nadie. Pero el corazón se manda solo y… Pero las pequeñeces de una sola persona ahora no vienen a cuento, no ahora que la Tierra se quiebra. Algo he sido feliz este tiempo; aquí, yo conmigo, yo con él; yo pensando que aún estás en alguna parte. Me gusta soñar que cumpliste tu meta y que llegaste al Mar de la tranquilidad, esa zona inhóspita de la Luna en la que pocos se atreven y, hasta ahora, de la que nadie ha vuelto. Sé que estás ahí porque te pienso y te siento.

“Siempre pensé que todo esto de la tercera guerra sería una broma o un cuento de ciencia ficción. Todo esto parecía tan remoto hace treinta años, Nath, treinta años. Y mira ahora, hace un par de meses, escondida debajo de los escombros de mi propia casa, vi cómo se llevaban a mi marido a un campo de concentración. ¿Podrías creer eso? Un maldito campo de concentración en estos tiempos. La humanidad es así, supongo, renovando sus viejas costumbres, sus viejos miedos y sus más profundos instintos. Ayer las redes anunciaron el infierno tan temido: después de todo, alguien al fin ha apretado el botón.

“Nath, cuando vuelvas, porque sé que algún día estarás de vuelta, el planeta que dejaste ya no existirá; acaso será un montón de piedras flotando en el espacio. Y, bueno, ya sabes, los gobiernos de todo el mundo anunciaron que protegerán a su población. Vemos videos de gente subiendo en masa a las naves salvavidas. Pero tenías razón, a esos no les importamos, todo es una ficción y los únicos que se salvan en realidad son los ricos y poderosos. Yo estos días he visto desaparecer o suicidarse a amigos y seres queridos, pero no he sabido de ninguno que llegue a una de esas míticas naves que nos llevarán a mundos mejores. ¿Existen los finales felices, Nath?

“Al frente ya sólo me quedan las olas del mar, este mar; y algo me alegra saber que, al fin, volveremos a estar juntos; porque me gusta imaginar que el vasto universo apenas es un punto en la mano de un dios cruel y misterioso, y el espacio entre mi desierto y tu mar apenas es un árbol floreciente”.


Capitán Nathan Adler llamando a la Tierra. Repito, capitán Nathan Adler llamando a la Tierra. Del otro lado sólo se escucha ruido, un ruido ensordecedor. ¿Alguien reconocerá mi voz todavía? ¿Alguien podrá escucharme?

Envió el mensaje por tercera vez y en seguida guardó silencio. En su viejo dispositivo apareció una notificación de mensaje, el primero después de todos estos años de naufragio, sobreviviendo en las colonias salvajes del lado oscuro de la Luna. No te preocupes, querida Alfonsina, ya voy de regreso a casa. Pronto volveremos a estar juntos.

 

FIN


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