Andrés Galindo
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?
E ai Deus!, se verra cedo?
Ondas do mar levado,
se vistes meu amado?
E ai Deus!, se verra cedo?
Se vistes meu amigo,
o por que eu sospiro?
E ai Deus!, se verra cedo?
Se vistes meu amado
por que ei gran cuidado?
E ai Deus!, se verra cedo?
Martin Codax (trovador
gallego, siglo XIII)
Encendió el dispositivo, escribió “Nathan Adler” en el
destinatario y luego quedó en pausa unos segundos. Después de un suspiro tecleó
las primeras palabras.
¿Cuánto más debo esperarte, Nathan?
Inevitablemente, volvió a suspirar y no supo si aquellas
palabras sonarían como un reproche o como un lamento de esperanza. De ninguna
manera podía sonar a reproche; era el último mensaje que le escribía.
Se quedó mirando a las olas del mar, ese viejo mar que pronto
se la tragaría, mientras recordaba aquella tarde en que se conocieron. Era un
día soleado y en la calle la gente paseaba alegre y despreocupada. Nada parecía
presagiar lo que pasaría hoy, treinta años más tarde. Recordaba también aquella
mañana en la plaza del Sol cuando fueron felices compartiendo un crème brûlée
mientras las prostitutas y los ladronzuelos daban vueltas por ahí, esperando
cazar una presa. A ellos no les importaba nada, sólo la felicidad del instante.
¿Y qué tal la noche en que entraron a esa terrible obra de teatro en donde una
mujer era ultrajada con unas tijeras al rojo vivo? Nathan recordó: esa podría
ser Santa Teresa.
Pero yo salí corriendo, esperando que todo eso sólo fuera una
pesadilla. Tú me alcanzaste y secaste mi llanto. Nos fuimos a casa y a los
pocos días te subiste a esa estúpida nave para no volver. Todavía en el hangar
te dije que no me dejaras, que no me sacrificaras, pero eran más grandes tus
sueños de ver las estrellas, las estrellas y el Mar de la tranquilidad. Dijiste
que volverías y yo lo he querido creer todos estos años. Por eso te escribo
ahora que este mundo esta por hacerse añicos.
No podía dejar que las palabras sonaran agresivas, que fueran
un reproche o un lamento. Alguna vez él había sentenciado que lo último que le
queda al ser humano es la dignidad y con ella debe morir. De una manera
honorable, pensó Alfonsina, como los samuráis, aquellos guerreros mitológicos
que tanto te gustaban.
Tenía que ser breve y no dejar que el llanto le ganara en la
última hora. Así que borró las primeras líneas y comenzó de nuevo, aún sin
saber bien a bien si las palabras serían las correctas o si acaso alguna vez le
llegarían a Nathan.
“Querido Nath, no sé si este mensaje te llegará algún día.
Desde hace diez años he estado mirando al cielo todas las noches, por si alguna
vez aparecía tu nave en el firmamento. Ayer ha sido la última. No creas que ya
no te quiero. Claro que me he vuelto a casar y he vuelto a quedarme sola y sé
que nada de eso me reclamarías porque siempre dijiste que tenía derecho a hacer
lo que me diera la gana y, bueno, sabes que realmente nunca necesité la
aprobación de nadie, ni de ti ni de nadie. Pero el corazón se manda solo y…
Pero las pequeñeces de una sola persona ahora no vienen a cuento, no ahora que
la Tierra se quiebra. Algo he sido feliz este tiempo; aquí, yo conmigo, yo con
él; yo pensando que aún estás en alguna parte. Me gusta soñar que cumpliste tu
meta y que llegaste al Mar de la tranquilidad, esa zona inhóspita de la Luna en
la que pocos se atreven y, hasta ahora, de la que nadie ha vuelto. Sé que estás
ahí porque te pienso y te siento.
“Siempre pensé que todo esto de la tercera guerra sería una
broma o un cuento de ciencia ficción. Todo esto parecía tan remoto hace treinta
años, Nath, treinta años. Y mira ahora, hace un par de meses, escondida debajo
de los escombros de mi propia casa, vi cómo se llevaban a mi marido a un campo
de concentración. ¿Podrías creer eso? Un maldito campo de concentración en
estos tiempos. La humanidad es así, supongo, renovando sus viejas costumbres,
sus viejos miedos y sus más profundos instintos. Ayer las redes anunciaron el
infierno tan temido: después de todo, alguien al fin ha apretado el botón.
“Nath, cuando vuelvas, porque sé que algún día estarás de
vuelta, el planeta que dejaste ya no existirá; acaso será un montón de piedras
flotando en el espacio. Y, bueno, ya sabes, los gobiernos de todo el mundo
anunciaron que protegerán a su población. Vemos videos de gente subiendo en
masa a las naves salvavidas. Pero tenías razón, a esos no les importamos, todo
es una ficción y los únicos que se salvan en realidad son los ricos y
poderosos. Yo estos días he visto desaparecer o suicidarse a amigos y seres
queridos, pero no he sabido de ninguno que llegue a una de esas míticas naves
que nos llevarán a mundos mejores. ¿Existen los finales felices, Nath?
“Al frente ya sólo me quedan las olas del mar, este mar; y
algo me alegra saber que, al fin, volveremos a estar juntos; porque me gusta
imaginar que el vasto universo apenas es un punto en la mano de un dios cruel y
misterioso, y el espacio entre mi desierto y tu mar apenas es un árbol
floreciente”.
Capitán Nathan Adler llamando a la Tierra. Repito, capitán
Nathan Adler llamando a la Tierra. Del otro lado sólo se escucha ruido, un
ruido ensordecedor. ¿Alguien reconocerá mi voz todavía? ¿Alguien podrá
escucharme?
Envió el mensaje por tercera vez y en seguida guardó
silencio. En su viejo dispositivo apareció una notificación de mensaje, el
primero después de todos estos años de naufragio, sobreviviendo en las colonias
salvajes del lado oscuro de la Luna. No te preocupes, querida Alfonsina, ya voy
de regreso a casa. Pronto volveremos a estar juntos.
FIN

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