EN LA
OSCURIDAD
Aglaia Berlutti
Cuando nació, la madre de Aura pensó que no tenía rostro. Era
el recuerdo más claro que tenía de las largas horas de parto, acostada en la
cama de la comadrona, con el dolor convertido en un animal vivo y radiante que
le carcomía el cuerpo entero. De pronto, el dolor cesó y la mujer que le
atendía levantó al bebé entre los brazos. “¡Está sanita y gorda!”, había dicho
con los brazos manchados de sangre y fluidos. Pero la madre sólo recordaba con
claridad el momento terrorífico en que miró la cabecita redonda y calva de Aura
y no reconoció el rostro. Solo era una superficie lisa, brillante y pegajosa
que se extendía desde la fontanela hasta el pequeño cuello regordete. El miedo
le invadió como una ola violenta e insoportable, le sacudió con tanta fuerza
que tuvo la impresión que el telón de la realidad se abría en dos partes. El
cuerpecito de la niña parecía flotar, retorcido, la piel roja y arrugada, en
medio de un espacio negro y blanco, en donde su rostro - que tantas veces había
imaginado - no existía o había dejado de existir.
-¡Sólo es la placenta! -gritó la comadrona - ¡Quédate quieta,
muchacha pendeja, o vas a agarrar un aire!
La madre de Aura jadeó, aturdida. La comadrona levantó su
mano gorda y roja y la pasó por el rostro de la niña. La placenta se deslizó
con facilidad, con un ruido como de succión, y de pronto la madre se encontró
mirando la carita de su hija, con la nariz chata del padre que no conocería y
la boquita de piñón que le recordaba a la suya. La niña se echó a llorar a
gritos, como liberada de un peso insoportable. Un grito a todo pulmón, que
pareció llenar la habitación y la mañana entera.
- Esos pulmones -se echó a reír la comadrona -, será fuerte.
Se acercó y le puso a la niña en el pecho desnudo con un
movimiento firme de su brazo gordo y hábil. Con la otra mano sostenía la
placenta, una medusa rota y transparente flotando hacia ninguna parte. La niña
berreaba con todas sus fuerzas, moviendo los bracitos sobre la cabeza. El
rostro contraído en una expresión casi tensa. Pero su madre solo tenía ojos
para el súbito milagro de su existencia, del hecho de haberla parido. Dos horas
antes, solo la forma abombada del vientre hinchado. Ahora era su hija.
-Está sanita -dijo en voz baja y ronca -, está bonita y
sanita.
-Te dije que dejaras la angustia -la Comadrona se secó el
sudor de la frente con la mano y un rastro de sangre le quedó sobre la sien -,
esa muchacha iba a nacer bien. ¡Ni que fuera la primera que traigo al mundo!
La madre de Aura pasó los dedos por el cuerpecito regordete,
las manitas abiertas y firmes que se aferraron a sus dedos con un ademán casi
urgente. La estrechó en un abrazo impaciente. La niña se acurrucó contra su
hombro y el llanto rabioso que la sacudía se volvió un leve murmullo. La
muchacha sintió que la niña reconocía el calor de su piel, como si se tratara
de un extraño vínculo entre ambas que nadie podía comprender en realidad. O eso
pensó, agotada y desorientada.
-Y verá doble - dijo la Comadrona-, la mantilla anuncia tres
ojos en vez de dos.
Levantó la placenta para que la Madre de Aura pudiera verla.
Pero la muchacha sacudió la cabeza, asqueada y aturdida. Apretó a la niña
contra el pecho con más fuerza. Era liviana, acuosa, frágil. Suya, pensó al
abrazarla. Unidas para siempre, una parte de la otra.
A los cinco años, Aura despertó llorando a gritos. Cuando su
madre corrió a su habitación, la encontró señalando la ciudad quince pisos más
abajo del pequeño apartamento en el que vivían. Su madre le tomó entre los
brazos y trató de consolarla, pero Aura gritaba a todo pulmón, señalando con el
dedo las luces intermitentes de la Caracas dormida.
-¡La gente se mata! -gritó en un chillido muy fino y
estridente- ¡La gente se mata allá abajo!
Era el 4 de febrero de 1992 y faltarían casi seis horas para
que la madre de Aura supiera lo que ocurría en la ciudad, la violencia que
recorría las calles y que había dejado en estado de sitio al país entero. Pero
por el momento sólo necesitaba tranquilizar a Aura, que gritaba y lloraba,
narrando detalle a detalle una pesadilla imposible de describir: hombres
uniformados que se disparaban entre sí, un viejo con una camiseta blanca que
caía al suelo con flores de sangre sobre el pecho, un animal monstruoso de
metal arremetiendo contra un edificio blanco y enorme. Su madre se limitaba a
escucharla aterrorizada, pero también fascinada. De nuevo, Aura parecía capaz
de traducir el mundo de una manera que apenas podía comprender.
Por supuesto, no era la primera vez que Aura hacia algo
semejante, pensó días más tarde, cuando la noticia del golpe de Estado contra
el Presidente Carlos Andrés Pérez estaba en todas las pantallas de televisión y
titulares de periódicos. Desde muy niña, Aura había tenido la extraña capacidad
de traducir la realidad de una manera distinta, tan por completo inexplicable
que, en ocasiones, su madre sentía verdadero terror de su niña, de sus ojos
enormes y alucinados, de la vocecita frágil que le hablaba de horrores
imaginarios que le dejaban sin respiración. Hablaba de atracos, asaltos,
balaceras, de muertes que su madre después descubría en las páginas de los
periódicos. Paralizada de asombro, ella leía las descripciones que ya conocía
de memoria, de los detalles que su hija le había explicado entre susurros, las
manitos sobre las rodillas, el cuerpecito temblando de una tensión insana e
imposible de contener. A veces, tenía la impresión de que la niña era una
especie de imagen movediza, una retorcida versión de un muñeco de ventrílocuo a
través de la cual se comunicaban fuerzas inexplicables. De sombras y espectros
que pululaban en las sombras, con el miedo ambivalente y torvo de los niños.
-Esas son ánimas -dijo una de sus vecinas en una ocasión-,
ánimas del purgatorio bendito. La niña las ve porque está chiquita. Y le
cuentan cosas.
La madre de Aura no sabía muy bien qué le había impulsado a
contar lo que Aura podía hacer a la mujer gorda y jovial con quien compartía
pasillo, pero ahora que lo había hecho le aliviaba escucharle. La mujer no
pareció sorprendida o aterrorizada por las pocas cosas que la muchacha atinó a
contarle sobre su hija.
-Cuando esté más grande, ya dejará de ver -dijo la mujer -;
es la edad, que es inocente. Después ya se olvidará de todo eso.
La madre de Aura recordó de pronto a la comadrona de su
pueblo. Al pensamiento terrorífico que su hija había nacido sin rostro.
Después, la sonrisa maliciosa de la mujer. “Verá doble”, había dicho unos pocos
minutos después que Aura había nacido. “La mantilla anuncia tres ojos en vez de
dos”. Le recorrió un escalofrío al recordar las palabras, sepultadas sobre años
de penurias y privaciones. Pero la escena estaba allí, fresca y recién
descubierta en su mente. Esa noche, la madre de Aura soñó con la placenta,
convertida en un monstruo enorme, transparente y peligroso que flotaba sobre el
cuerpo dormido de Aura. Palpitaba con una especie de luminosidad interna,
perenne, fría. Esta vez fue ella quien despertó con un grito atorado en la
garganta.
En una ocasión, Aura miró sobre el hombro y descubrió la
figura de un hombre de sombras de pie en la puerta de su habitación. Tenía
contornos borrosos, como si estuviera a punto de disolverse en la oscuridad. En
el lugar en el que debía encontrarse los ojos había dos puntos de luz
parpadeantes de un azul cristalino e imposible. Uno de los brazos de la
criatura de sombras estaba alzado hacia el dintel de la puerta, el otro parecía
desaparecer en el contorno de su cadera.
-¿Tú comes gente? -dijo Aura.
No tenía miedo. Lo había perdido hacía años, cuando las
figuras comenzaron a aparecer con regularidad en todos los lugares del pequeño
apartamento en que vivía, en las escaleras del viejo edificio, incluso en el
patio de la escuela. La escena siempre era la misma: la criatura la miraba (o
eso suponía Aura) y al final desaparecía en un parpadeo, como si nunca hubiese
estado allí. Con frecuencia, Aura tenía un poco de fiebre después de esos
episodios y se comenzó a preguntar si las personas de sombras hacían algo de
mirarla. Si de hecho podían comerla.
La criatura de sombras no respondía - ninguna lo había hecho
nunca - , sino que se movió con lentitud, en un vaivén antinatural que antes le
había provocado mucho, mucho miedo a Aura pero que ahora solo le despertaba
curiosidad. ¿Tenían huesos las personas de sombras? ¿Había algo que sostuviera
su figura? Lo miró acercarse y después, como solía ocurrir, simplemente no
estaba allí. Como si Aura hubiese imaginado su silueta extrañamente gibosa, sin
bordes definidos. Cuando se tocó la frente, percibió la fiebre en las sienes.
Como siempre.
Siete días antes que la madre de Aura muriera, ella fue a
visitarle. La mujer había vuelto al pueblo en el que nació y ahora vivía sus
últimos años en la casona desordenada y fea que había pertenecido a sus
desconocidos abuelos. Miró a Aura sorprendida, como si la reconociera, de pie
en la puerta del salón atestado de muebles viejos.
-Mija, ¿y a qué viene usted?
Aura suspiró. Las personas de sombras se movían de un lado a
otro al fondo del cuarto. Aparecían y desaparecían en las sombras. Los ojos
titilantes como los de los gatos, apareciendo entre el resplandor del metal
mellado y la madera mal lustrada. Aura no supo qué responder. Su madre chasqueó
la lengua y comprendió.
-¿Falta mucho tiempo? -dijo.
-Sí - mintió Aura. Y tuvo la impresión que su madre lo sabía.
La sepultó en el cementerio del pueblo, en el pequeño y
destartalado mausoleo de la familia. Allí yacían los abuelos que no habían
querido conocerla, el tio que le llamó a su madre “puta” por haber sido madre
soltera y la tía que le escribía cartas a escondidas. No había nadie más que
Aura, mientras el sepulturero arrojaba los paletones de tierra. El hombre con
la pala en mano y las figuras espectrales que flotaban, desdichadas e
ingrávidas entre las tumbas. Aura no las miró. Tenía miedo de reconocer a su madre
entre ellas.
El día en que Aura sufrió el derrame cerebral que casi la
mataría, lo supo unas horas antes que ocurriera. Una certeza fría y helada que
la aterrorizó, pero que después pudo más o menos controlar. Se vistió con ropa
limpia, caminó hacia el hospital a dos cuadras del viejo edificio en el que
vivía y esperó, con la resignación de las almas en penas. No tenía el dinero
suficiente para acudir a una clínica privada y tampoco sabía qué podría
explicar una vez que estuviera allí. ¿Que una de sus corazonadas le había
indicado que la vida tal y como la conocía había terminado? Sin duda, un alma
anónima perdida en el tiempo. De hecho, se preguntó si se convertiría en alguna
de ellas, si simplemente dejaría de existir, si el mundo se convertiría en una
especie de ilusión torcida sin explicación ni ritmo. Observó las sombras que
iban de un lado a otro, los ojos parpadeantes que se volvían hacia ella de vez
en cuando, que la miraban con una aterradora atención. ¿Me haría una de ellas?,
se preguntó con cierto sobresalto. Pero no tuvo tiempo para pensar en la
respuesta: el dolor llegó, una única punzada violenta y galvanizante. Mientras
perdía el control de las piernas y los brazos, agradeció que fuera rápido,
fulminante. Después llegó la oscuridad.
La habitación en que se encontraba confinada Aura olía mal,
una combinación de orines y mierda que le cerraba la garganta de pura
repugnancia. En realidad no había garganta que cerrar: el tubo de la
traqueotomía respiraba por ella y, a pesar del asco ingobernable que le
producía los olores del cuarto mal ventilado, poco podía hacer para evitarlo.
Colgaba en la cama como un peso muerto, la cabeza cruzada sobre la almohada,
cada vez más encogida y frágil. La única ventana mostraba el paisaje de una
Caracas arrasada, triste y violenta de la que Aura conocía todas las historias.
Había tres pacientes más en la habitación. Un viejo con un
enfisema crónico y una mujer más o menos de su edad, con la pierna repleta de
clavos y heridas. Las bacinillas eran suyas y el olor nauseabundo también. Las
enfermeras del hospital apenas aparecían por la habitación y cuando lo hacían
no se molestaban en asuntos tan triviales como limpiar los excrementos
pegoteados en la cama y los cuerpos de los pacientes. Mucho menos Juana, con su
rostro regordete y su uniforme gris y remendado. Para ella, el trabajo era poco
menos que un suplicio, un castigo, una forma de aplastar su voluntad bajo la
mano de aquellos inútiles que languidecían en las viejas camas rotas.
-Todos estos mierdas deberían estar muertos -le escuchó decir
Aura en una oportunidad-. ¿Qué gana el Gobierno cuidando a estos putos de
mierda? ¡Nada!
Aura miró cómo sacudía al viejo del enfisema y lo obligaba a
recoger sus propias sábanas y arrojarlas al suelo. El viejo estaba desnudo,
pellejo y piel arrugada sobre las articulaciones hinchadas. La mujer de la
pierna rota gritó y sacudió los brazos cuando Juana la empujó para limpiarle
las escaras de la espalda, que saltaron como pequeños volcanes de pus
pestilente. Cuando le tocó el turno a Aura, se quedó mirando al techo,
esperando que el horror pasara. La mujer se quedó de pie a un lado de la cama.
-¿Y tú, putica? ¿Por qué no te mueres de una vez, chica? - le
dio un sacudón y Aura rodó de lado, mostrando la espalda llagada y el culo
inflamado por la infección-. Mira cómo te has puesto. Marrana, puta.
El dolor fluyó lejano, como una serie de pequeñas sacudidas
que Aura apenas percibió. Lo que sí pudo sentir con claridad fue el odio de
Juana, sus manos violentas. La vio de joven, abofeteando enfermos. Escuchó a un
bebé que lloraba en una camilla. “Cállate, puto de mierda”. La mano enorme
sobre la cara del bebé, que comenzaba a asfixiarse. Un anciano que gimoteaba
atado a la cama de muelles de metal. Aura vio las imágenes y sintió el ramalazo
de un rencor recién nacido, de una sensación dura y plena que de pronto le despejó
la mente por primera vez desde que había llegado al pabellón de los
abandonados, seis meses atrás.
Aura comenzó a observar a Juana con mayor cuidado, aunque la
enfermera no parecía notarlo. ¿Por qué habría de hacerlo? Después de todo, la
mujer de la cama doce era una desahuciada, una loca de la calle que había
llegado sin identificación y sin dinero para ser mantenida por el hospital. Un
derrame cerebral la había reducido a un profundo estado vegetativo, o eso
suponía el médico de planta, un doctor comunal que no se molestó en hacer más
revisiones que una inestable tomografía y unas cuantas comprobaciones físicas.
Aura pasó a engrosar la estadística de enfermos incurables, sin familiares que
aguardaban la muerte en el pasillo ocho del hospital más viejo y pobre de
Caracas.
Pero a Aura eso no le importaba demasiado. Ya no, luego de
meses de enloquecer en la sepultura de su cuerpo. Ahora, liberada de toda
intención y propósito, yacía sobre la cama convertida en pura piel y pellejo,
esperando la muerte sin saber cómo o cuándo llegaría. Se preguntó si sus
percepciones también la habían abandonado, como todos los recuerdos de su vida,
como su pequeña existencia discreta en el viejo apartamento de la ciudad. Ahora
era una criatura anónima, siniestra, hundida detrás de un rostro paralizado,
sometida a los cables y aparatos que la mantenían con vida apenas. ¿Habría
alguien con el valor suficiente para desconectarlos todos a la vez, de poder?
Ella lo haría, sin duda. No le temblaría el pulso ni la intención.
Con Juana, descubrió que sus percepciones habían regresado en
toda su fuerza. Sabía lo que la mujer hacía en otras habitaciones. Sabía la
forma como maltrataba y golpeaba a pacientes que eran incapaces de defenderse
de su mano plana, de su autoridad, de su fuerza salvaje de puro odio. La veía
con el ojo de la mente, recorriendo habitaciones, robando, golpeando. El resto
de las enfermeras le temía o simplemente la ignoraba por completo. En medio de
la crisis que cruzaba la ventana que miraba hacia la ciudad, del país
desmoronándose paso a paso, del hambre y las carencias, las almas perdidas del
pabellón de los desahuciados eran insignificantes para el resto del mapa de las
cosas. Como si hubiesen dejado de existir o quizás nunca hubiesen existido.
Una tarde, Aura despertó de un sueño inquieto y encontró a
tres figuras negras rodeando su cara, con sus ojillos brillantes fijos en su
rostro. O eso le pareció. Uno era más alto que otro, el resto parecía flotar en
medio de las exiguas sombras de la luz que entraba por la ventana. Pero eran
ellas, sin duda, las criaturas que la acompañaban desde niña, que le contaban
sobre lo que ocurriría antes o después. Las que poblaban sus sueños. Ahora
simplemente estaban allí, como deudos en un funeral que aún no se realizaba.
Aura sintió que la fiebre le calentaba las sienes, la boca seca, el corazón
latiendo muy rápido. ¿Venían para presenciar su muerte?
De inmediato supo que no era así. O al menos fue el
pensamiento más claro que tuvo en medio del caótico desfile de imágenes y
sensaciones que la rodeaban con frecuencia. Supo que las criaturas vigilaban,
no sólo a ella, sino al resto de los enfermos del pabellón de los desahuciados.
Que se inclinaban sobre sus pechos flacos y consumidos para percibir el latir
de su corazón. Que rozaban con sus dedos de sombras las manos abiertas y
retorcidas contra los costados consumidos. Y como si de una revelación se tratara,
Aura comprendió lo que quizá siempre había sabido: se alimentaban de ellos. De
todos. Las figuras de sombras comían, devoraban de a poco a quienes escogían
como presa.
La frase le llegó a Aura sin parafernalia alguna, con una
cierta cadencia elegante que le recordó los libros que solía leer. Sintió miedo
¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que estoy aquí? Era la primera vez que se
hacía la pregunta desde… Tomó una bocanada de aire. La fiebre le calentaba las
mejillas, los labios resecos. Las criaturas de sombras siguieron observándola
hasta que de pronto simplemente no estuvieron allí.
Pero Aura sabía que volverían. Y lo hicieron. Ahora con más
frecuencia. Tanta, que no pasaba una hora sin que Aura percibiera sus
movimientos en los rincones nauseabundos de la habitación, como si formaran
parte de las grietas llenas de roña de las paredes. Los pacientes de la
habitación deliraban con fiebre alta, sacudían los brazos, se cagaban en las
sábanas empapadas de sudor y orina. Las criaturas contemplaban todo desde la
oscuridad, con una avidez corrosiva que Aura comenzó a comprender a fuerza de
observar.
Juana también volvía con más frecuencia que antes. Parecía
disfrutar de la tortura retorcida y selecta a la que sometía a los pacientes
del pabellón de desahuciados. En una ocasión abofeteó a Aura sólo por el placer
de hacerlo. Un manotón limpio, firme. La cabeza de la mujer chocó contra el
travesaño de la cama y allí se quedó, la frente hinchada contra los tubos de
aluminio abollados.
-Chica, tú sí aguantas -le susurró; el aliento dulce, casi
maternal -. ¿Tú no te quieres morir?
Aura apretó los dientes. O soñó que lo hacía. El rencor lento
y solapado que había sentido antes floreció como una hierba blanca y dura en
algún lugar de su mente. De nuevo percibió con claridad la violencia de la
mujer, su arrogancia, la violencia demencial que tanto la satisfacía y sostenía
algún grado de su tambaleante cordura. La vio de niña en un barrio de Caracas,
sentada en las piernas de un hombre que le abofeteaba mientras la tocaba entre
las piernas. “Si no te callas, voy a matar a tu mamacita”, la voz flotó desde
el pasado y se confundió con el olor de Juana, con su sudor rancio. Aura sintió
que el odio parpadeaba, se hacía incluso más fuerte, como si la conmiseración
lo alimentara. Juana soltó una carcajada, le pasó una mano por el hematoma de la
cara.
-Muérete, chica, esa cama ya la necesita alguien.
Las criaturas oscuras volvieron en tropel esa noche. Ya había
más de diez, o eso pudo contar Aura mientras la enfermera de la noche le
cambiaba las sondas con gesto lento y displicente. Diez o un poco más, se dijo
Aura. Y tan claras. Las formas de las cabezas definidas, los brazos
larguiruchos con los contornos claros, casi visibles los dedos de las manos. ¿A
qué se debía el cambio? Aura los contempló rodeando la cama de la mujer de la
pierna rota, que ahora gritaba y soltaba insultos por el dolor que ningún
sedante podía calmar. La rodeaban como una feligresía triste y lóbrega. Bebían
de ella.
Aura lo comprendió de pronto y con tanta claridad que, de
haber podido, habría soltado una carcajada. En lugar de eso, se quedó con la
cabeza ladeada observando la procesión de criaturas oscuras que rodeaban a la
mujer, que se inclinaban de a poco, como para escuchar mejor sus quejidos.
¿Sería posible?, pensó casi por accidente. ¿Era eso lo que ocurría? Recordó sus
terrores nocturnos. Recordó las pesadillas. La ciudad en llamas, los hombres
muertos. Su madre agonizando. Las figuras oscuras de pie, aguardando, los
brazos extendidos.
Se concentró todo lo que pudo en recordar a Juana. En la
sensación del golpe que le había propinado. Se concentró en el odio de la
mujer, en el suyo propio. Las figuras se volvieron al unísono. Una a una,
avanzaron hacia la cama. La rodearon como un pequeño arco oscuro, amontonándose
unas a otras, las sombras confundiéndose entre las sombras. Aura habría
sonreído de haber tenido control sobre su rostro. Habría sentido alivio si
tuviera otra cosa que miedo y ese profundo cansancio que la acompañaba a todas
partes. Pero también estaba el odio. Profundo, primitivo, ancestral.
Lo intentó una y otra vez hasta convencerse de que el odio no
sólo parecía atraer a las criaturas, sino también… ¿Qué? ¿Controlarlas? Esa no
era la palabra y la mente cansada y lastimada de Aura no podía encontrar la
correcta. Había algo dócil en la manera en que las criaturas se movían en la
oscuridad, en la forma en que se inclinaban sobre ella. Los ojillos brillantes
parpadeando con algo que parecía curiosidad pero que podía ser cualquier cosa.
Aura comenzó a notar que, además, las sombras tenían una cierta ¿voluntad? o
algo que las hacía seguir el rastro de odio con toda facilidad. Las vio cruzar
la habitación cuando la mujer de la pierna rota gritaba o el viejo gimoteaba de
angustia. Pero el odio era más fuerte. El odio era más persistente. El odio les
alimentaba mejor.
Un día Aura se concentró en el odio que había sentido la
primera vez que Juana le había curado las llagas de la espalda. Le había
arrancado las escaras con las uñas y después le había pasado un trapo con agua
caliente y alguna medicina. El dolor real -después de años de percibir las
sensaciones a distancia, sin sentido, envueltas en una asincronía inexplicable-
golpeó a Aura con tanta fuerza que la hizo tomar una bocanada de aire
desesperada, agónica. El mero recuerdo le hizo gemir: un sonido chirriante y extraño
que se extendió por la habitación como el tañir de una campana tenebrosa. La
enfermera de las tardes, joven y nerviosa, se apresuró a revisar las diferentes
sondas y tubos que la mantenían con vida. Pero Aura miraba fijamente a las
criaturas que rodeaban la cama. Una de ellas extendía el brazo con lentitud y
cuando rozó uno de los tubos que colgaban de la cama, éste se balanceó con
lentitud. Un movimiento suave, como si una vida interna la animara. Aura miró
el tubo mucho rato hasta que la enfermera joven le aplicó un sedante y se
durmió.
Esa noche tuvo un sueño. Se vio a sí misma como una niña muy
pequeña, sentada en el patio del colegio en el que había acudido durante la
infancia, llorando a gritos. El raspón en la rodilla era tan doloroso que
llenaba el mundo como un gran estallido. Y las figuras oscuras le rodeaban. Las
piedrecillas del jardín de yeso vibraban entre la oscuridad movediza. Vibraban
con fuerza, sin que nadie las moviera. Vibraban con fuerza mientras Aura seguía
gritando, a todo pulmón, llena de rabia y dolor.
Dos días después Juana volvió a la habitación. Era casi
medianoche y hacía mucho calor, tanto como para que la enfermera joven hubiese
dejado la única ventana de la habitación abierta. Aura de inmediato notó que la
mujer estaba borracha: zigzagueaba al caminar, reía en voz alta, una risa loca
y salvaje que le subía del pecho a borbotones. Golpeó la pierna enyesada y
cubierta de clavos de la mujer y la hizo aullar de dolor. Zarandeó al viejo
dormido hasta despertarlo y luego lo hizo llorar, tirando de los escasos mechones
de cabello con fuerza. Cuando se acercó a la cama de Aura, llevaba un cigarro
encendido. Aura percibió su calor antes que el roce del fuego en la piel,
lejano y amortiguado. Juana rio entre dientes, la sonrisa amplia y seca que la
hacía parecer una máscara rústica.
-Chica, y tú nada que te mueres -murmuró y apretó el
cigarrillo con más fuerza contra la piel apergaminada y amarillenta del brazo
de Aura-. ¡Muérete de una vez, coño! ¡Muérete!
-volvió a pegar el cigarro en la piel frágil de Aura y lo
retorció con cuidado. Aura continuó con los ojos abiertos, aterrorizada y
atrapada bajo el corpachón inmóvil que la mantenía con vida. Entonces llegó el
odio. Una ráfaga violenta y dura que la hizo jadear, como si buscara aire. Odio
tan radiante y frío que le iluminó la mente como nada lo había hecho hasta
entonces. El odio era como la mejor y más potente medicina. El odio era como un
sacudón amplio y seco que movía cada fibra de su mente. Juana la miró con los
ojos entrecerrados, la sonrisa ponzoñosa bailándole entre los labios.
-¿Te duele, no? Ay, coñita, ahora es que viene lo bueno.
Aura aspiró aire y el odio ascendió en su pecho como una
sensación real. Era real, sin duda, tanto como para que, de súbito, todas las
sombras de la habitación ondularan a su alrededor, se movieran con una lentitud
casi pesarosa hasta tomar la forma de figuras medio encorvadas. Ojos
brillantes, los brazos colgando junto al cuerpo. Entre los gritos de la mujer y
el llanto del viejo, las sombras daban vuelta sobre sí mismas, bailaban una
danza tan antigua como peligrosa. Pero el odio era más fuerte. El odio era
puro, recién salido de la tierra y del corazón del hombre. El odio era la
fuerza que movía el tiempo y el dolor.
Juana los sintió sin verlos, sin ser capaz de imaginar qué
ocurría a su alrededor. Sólo atinó a sentir la breve vibración de la multitud
que se movía en la habitación, que llenaba cada resquicio de la habitación con
un volumen invisible y mortal que Aura no podía comprender pero que sentía
envolverla, abrirse como un río caudaloso y amenazante. Las sombras estaban en
todas partes, empujaban unas a otras como una pared oscura infranqueable hacia
un horror inexpresable. Y Juana estaba atrapada entre ellas, sacudiendo los
brazos, tratando de respirar. Juana, cuyo odio también las alimentaba, cuyo
terror resultaba tan fuerte que atraía incluso sombras que ascendían por la
ventana abierta como volutas de humo lento y denso. Cuando tropezó y se golpeó
contra el alféizar de la ventana, gritó. Puro odio y miedo. Odio tan potente,
desesperado. Extendió las manos tratando de aferrarse a la madera, al
descansillo de yeso, pero las sombras volvieron sobre ella, cada vez más
abultadas, enormes, henchidas de su odio. Juana resbaló y lo último que Aura
distinguió de ella fue el rumor de su falda gris, flotando contra la noche como
un ave imposible y oscura.
Aura no podía cerrar los ojos, pero en medio del tumulto de
sombras tuvo la impresión de que lo hacía, en un lento suspiro de pura alegría
retorcida. Una sensación de triunfo que le estalló en el pecho como una forma
de placer.
El médico se inclinó sobre la mujer paralizada y contempló su
rostro cadavérico, los ojos abiertos, la mejilla hinchada. El brazo derecho,
puro pellejo amarillento, tenía dos marcas de cigarrillos bien visibles. El
hombre chasqueó la lengua, movió la cabeza afligido y cansado.
-Antes de matarse borracha, se ocupó de dejar huella -dijo en
voz baja; la enfermera joven lloraba contra un pañuelo de papel a su lado-. No
te preocupes, Aura. Nadie volverá a hacerte nada. Te lo juro.
El rostro de la mujer siguió siendo sólo una máscara sin
vida, fosilizada por la inmovilidad. Pero cuando la enfermera joven se inclinó
para mirar, tuvo la impresión que algo había cambiado en ella. Sintió un
escalofrío. Casi habría jurado que los ojos se movían para mirarla. Atentos.
Cubiertos de una fina oscuridad.
FIN
Tomado de Revista “Penumbria”
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