Es un joven desgraciado como una rosa marchita, frescura y color le quita el sol que la ha marchitado. Apenas la sombra queda de la forma que perdió: Ya el olor se disipó, no hay quién volvérselo pueda. Huye de todo consuelo, que el infeliz no le tiene: Ni esperanza le mantiene, este grato don del cielo. En su profundo estupor y desesperada calma, ya no lisonjea su alma ni la gloria ni el honor. Como un volcán abrazado su adolescencia pasará, ¡cuán violento palpitará su corazón arrojado! Hoy para él todo está muerto que el corazón arrogante cayó frío en un instante y de tristeza cubierto. Otro hombre jamás ha habido que algún bien no haya gozado; más él siempre desgraciado y nunca dichoso ha sido. La esperanza ni una vez vino a alimentarle un rato; no tendrá un recuerdo grato con qué aliviar su vejez. Mírale, tierna doncella, mira aquella alma postrada; que enciende una tu mirada la vida que aún resta en ella. Para la piedad naciste, tu misión es la ternura; no seas con él tan dura; velo: casi ya no existe. Más ¿rehúsas doncella hermosa, dar fin a tan cruel tormento? ¿No te mueve ni un momento su desdicha lastimosa? Ya su mal está calmado. ¡Oh muerte! ¡Oh nada desierta! Abre, eternidad, tu puerta para que entre un desgraciado.
1831 |
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