De Los lugares vacíos (1971)
Discutían allí cerca, con visajes y dejos torcidos, mientras yo contemplaba un solo, liviano y desplegado pañuelo color perla, rodeado por todas partes, como una isla esponjosa, de ondulaciones aterciopeladas. A esos elementos y a una empalizada sernicircular, de cañas fielmente rústicas, reducíase el audaz escaparate.
Miré, sí, mientras los demás pasaron de largo, acompañados por rápidos y asustadizos parpadeos. Temerían que, al detenerse, por aquella luna, ante la retadora ostentación de sobriedad, habrían de sucumbir a un extemporáneo maleficio. ¿Me considerarían ya la víctima, el oscuro insecto que se fija en una luz y perece bajo su magnetismo?
Únicamente ella y él —la pareja, los polos, las letras enlazadas al minuto precario, sobre un palmo de asfalto— ignoraron mi presencia e inmovilidad, absurdas, el símbolo mortal del lujoso pañuelo solitario. Percibí la proyección de sus volúmenes, que distendían el vidrio recio, duradero. La tensión que habían establecido, que los ceñía y enfrentaba, me raspó la médula —aspereza de lija, dentera— y frotó en mí un total escalofrío.
—Te dejo, para siempre.
El silencio del varón fue tan hostil, de tal suerte implacable, que la novia o amante esparció, cual una tufarada de sudor, su estremecimiento patibulario.
El andar firme, indiferente, se inició hacia lo desconocido, descendió a lejanía. De implacable manera se amortiguaba y extinguió. Yo, aparentemente tranquilo.
Entonces, sin preámbulos, sobrevino un ruido seco y hueco. La abandonada se desplomó, con perfecta rigidez, casi a mis pies.
Se armó el corrillo.
—Está muerta.
—Y el tipo, tan fresco, embobado.
—Igual que un maniquí caído.
—Todavía es hermosa.
—El espantapájaros se hace el «longuis».
—Hay que llamar a la «autoridá».
—Y el tipo sin rechistar.
—Finge que lo han hipnotizado.
El pañuelo se irguió de su yacente exhibición, taladró el grueso vidrio y se anudó a mi cuello, cuando me hincaron diez dedos en los brazos.
—Síguenos. Tendrás que declarar.
Me tuteaban y perdí la esperanza. Todo era inverosímil y debía adaptarme.
—Moralmente, soy el asesino.
Y agregué unas palabras que no entendieron ni quise aclararles.
—Por prójimo y quieto, me detuve, no intervine, no previne.
Repetía, cada vez más apesadumbrado, en la cuna de los empujones:
—Moralmente, soy el asesino.
(1970)
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