Buscador del Blog

2

lunes, 16 de enero de 2012

Visita irreprochable

De Secretos augurios (1981)
A despecho del calor, a plomada, indefectible mediado agosto, y a su reverberación, como lento tajo hiriente, y a los escasos márgenes previsibles de sombra y brisa, decidió aceptar todas las consecuencias del importante deceso y vistió traje de un neto color oscuro, seminegro, más cuello y puños almidonados, camisa blanca —de precepto— y corbata azul casi carbonoso, porque, al fin y al cabo, no era de la familia y sólo una prolongada amistad, derivada del paisanaje y de algunos tratos de fincas, le obligaba a esta manifestación de solemne condolencia.
Sin embargo, y ni siquiera necesitó contemplarse de refilón, en su escaparate preferido y cómplice, el de la sastrería, compuso el rostro para todo el transcurso de la grave circunstancia, por si alguien relacionado, conocido del difunto, lo atisbaba durante el trayecto. Dejó, sin contrariarlos, aquel su hundimiento de hombros, la propensión a la ligera joroba que le disminuía una ya corta estatura. Contribuiría al efecto, a la impresión mudamente responsoria, el natural tueste enclaustrado de su piel, haber oficiado tantos años en servicio de Notaría. De cierta manera, su asistencia ahora, el sacrificio de su esmerado desplazamiento, ¿no equivalía a trascender, dadivosamente, su función profesional y de ciudadano —o súbdito— circunspecto?
Al primer ronquido del motor se persignó con portentosa levedad.
Apenas reparaba en el desfile de los campos requemados, espectáculo de su ventanilla, por donde también surgían y se rezagaban las airosas manchas de chalets ajardinados y los bloques —un mucho carcelarios— de algunas urbanizaciones. Comenzaba a dominarle el sopor, un semisueño le abanicaba, y de modo inconsciente intentó que sus cabezadas fueran expresión del cansancio que sólo una moderada más tenaz tribulación concita. Al despertar encendía un cigarrillo y lo fumaba, a lentas inhalaciones, con temblequeo nervioso de los dedos, índices palmarios de su ánimo embargado.
Entornó los ojos para ignorar o reducir las figuras que le acompañaban «físicamente» y que no le provocasen un sentido de comunidad que en este caso mundano y frívolo sería. Rechazó parejamente imaginar el alivio de una fuente o las burbujas heladas de cualquier refresco, lo que le parecía lesivo para su actitud reverencial. Aunque le persistiera el sabor de arena recalentada en los labios gruesos, colgante el inferior, uno y otro descoloridos.
Al término del breve viaje, no se apresuró a bajar, cedió el paso, que no iba a dañar su severa compostura. Y descendió el penúltimo. Que ni por una extrema humildad debía llamar la atención.
Después, mesurado el andar, se dirigió a la parada de taxis, mientras el reloj del Ayuntamiento lanzaba las campanadas de su metálico rigor. (Se esforzó en que no le distrajeran, ni le retuviesen unos segundos, de su duelo formal, los giros de los vencejos y el aletear cantarín de los gorriones.) En tanto se acomodaba, inclinado, en el asiento trasero, consultó el papel con las indicaciones y el plano al reverso, torpe pero explícitamente trazado, y transmitió las necesarias noticias al chófer.
Un camino pedregoso, ascendente, de empalmadas curvas, en flanqueo de las laderas de la montaña plataformada. Únicamente lo entreveía, como cansinos los párpados, porque captó que el conductor le espiaba, perplejo por su silencio mohíno.
Lo demás fue relativamente normal (la verja de la espaciosa residencia, abierta de par en par, la profusión de escaleras que ajedrezaban el jardín y reptaban hasta las embocaduras de pisos, entresuelos y estancia; el deudo que someramente le recibió y guió; su descargo de las frases preparadas, ante la viuda, dama sí de conveniente aspecto tenso y goteadas lágrimas; los hijos, ellas y ellos, despechugados, en pantalones vaqueros, capaces rara vez de roncas exclamaciones y suspiros en fuelle; la retirada que le facilitó un pariente, en su auto, al regreso todavía con gesto ensimismado, contristado; igual que un alfilerazo secreto la máscara de la fisonomía del ilustre cliente, modelada en cera ... ).
Al reincorporarse a su hogar —acechó, hasta comprobar su salida, que la esposa no le molestaría—, se despojó de su entonada indumentaria y procuró recobrar comodidad y soltura. Pretendió sonreír, se creía liberado, pero no lo consiguió. Desde el espejo le miraba, envarado y atónito, quizá algo sardónico, otro hombre, que pugnaba, sin éxito, por conseguir una mueca no funeraria.
Pensó, deprimido, que cuando le llegara su óbito nadie, lo mismo que él, imbuido de su integral concepto de la suprema ceremonia, le devolvería aquella irreprochable visita de pésame.

No hay comentarios:

Publicar un comentario