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lunes, 16 de enero de 2012

Para la próxima figura de barro

De Los lugares vacíos (1971)
Tuve que frenar bruscamente. Corría, presa ya de la velocidad, ajustado al carril izquierdo, cuando se encendió, con violencia insólita en la mañana, el disco rojo. Como si la hubieran arrojado desde una secreta víscera del espacio, la redonda gota de sangre, sola allí. ¿Sería del mismo color la que circuló por las venas de Alberto Lisano? Ha muerto, todavía vigoroso, relativamente joven. Graciela, al salir, me besó distraída, y fue —paso menudo, de perdiz vieja— a cerrar la puerta del garaje. Estaban despintadas, la puerta y mi mujer.
Ha muerto, pues, Alberto Lisano. Inverosímil, un portento. Sin embargo, yo he dormido a mis anchas, desayuné con apetito. Mi «último modelo», de lujo, es el más llamativo entre todos los autos de la fila.
Queda atrás el Estadio de la Ciudad de los Deportes. En la emisora de turno, los compases que rubrican una marcha militar, «estimulante», según el calificativo de esos niños bárbaros, los gringos. ¡Se atravesó el condenado “pesero” y maniobré, para no chocar, en un palmo de terreno! Casi increíble. Nueva mirada al reloj. Me lo fabricaron especialmente en Suiza. Bailan en la esfera tres agujas. Apenas las nueve, una de las horas en que la Avenida Insurgentes se congestiona de vehículos, con cargamento de oficinistas tímidos que van al centro a ver si alcanzan a chequear la tarjeta de la esclavitud. Yo no lo hice jamás en México, no me sometí. Preferí la calle y el riesgo. Por algo he triunfado.
¡Son tan agresivas hoy las señales del tráfico! ¿O que me lo parecen? Empiezo a detenerme y mi mano apenas oprime el volante. Mi mano, la garra peluda, un signo de la fiera. Se baña la piel blanca con ese coágulo amarillo. oro sucio que zigzaguea.
Hermosos los árboles de esta acera. De niño —aquellos tiempos bobos— me gustaba reconocerlos, los bautizaba, uno por uno, en mi barrio. Sin olvidar los apellido De personajes heroicos, de amigos y parientes. Con ventaja de que, al oscurecer, les hablaba y adivinaba que iban a responderme, porque yo me lo inventaba todo ¡Qué memoria la mía! Es miércoles y quincena. Me pasarán a firmar un montón de cheques. No faltará el de abogado sinuoso, el tal Ramírez. Caro me cuesta, pero hábil para el tejemaneje y me arregló, untando las ruedas la demanda en Conciliación y Arbitraje.
¡Se cruzó, ruletero, naturalmente! Lo esquivé y adelanté. Hay que demostrarle que una pulga no desafía a un estupendo caballo de carreras. Cambio de marcha y otro quiebro. No soy el de antes. La guerra y el exilio y la perra lucha para situarse, a empujones, que nadie te ayuda, curten a cualquiera. Tengo mi industria, casa propia, cuenta en dólares, pólizas de seguros. Los que me critican son unos ilusos sin redaños para imponerse, los recuece la envidia. Yo fui, yo representé, yo escribí ...¡Valientes humos! Siempre con sus historias de grandezas, devorados por la nostalgia de los rincones en que nacieron.
Se me va el santo al cielo. Por un tris no abollo la salpicadera. El licenciado Ramírez ha intimado conmigo, admite dos «casas chicas». Me estorban los tipejos. ¿Y no está uno en su derecho? Pedían el oro y el moro los angelitos. Aprenderán. El hambre enseña.
Aunque se alimenten, «nomas», de tantitos fríjoles y tortillas. Este sábado rondarán la pulquería, chasqueando lengua. Se terminó el purgatorio de la cruda, los lunes. Desde el puente —lástima que el Viaducto no me lleve derecho a la fábrica— el edificio de la esquina de Nuevo León tiene un aspecto de barco para turistas ricos. ¡Qué diferencia con el Sinaia, el armatoste que nos desembarcó en Veracruz! Nos llamaban «refugiados», vociferaba en los cafés, los más insignificantes detalles típicos eran motivo de admiración. Nos taladraba los oídos, todavía, el ulular de las sirenas anunciando los bombardeos. Me imagino esos departamentos tronchados por una explosión, en llamas la gasolinera de la esquina.
¿Por qué me rondan y angustian los recuerdos? En unos minutos más me aliviarán las preocupaciones del trabajo. El negocio no lo aparenta, pero vale mucho dinero.
De continuar la racha favorable, techaré el patio y lo convertiré en taller adicional. Yo, de «patrono»: maldición gitana. En el despacho me asomo a veces al balcón —paisaje de Nonoalco—, para descansar de la monserga de la nómina, de las ventas, de las relaciones y controles de producción. Millares de piezas de plástico, con «mi» marca registrada. Son artículos económicos, prácticos, limpios, que me agrada palpar a escondidas. De regreso, en la florería de la Glorieta, le compraré un ramo de veles a Graciela sin pretexto alguno, porque sí. La emocionaré con una sorpresa amable, y se me enroscará cuello. ¡Papacito chulo!
Los hijos me quieren. ¿Entenderán después, cuando crezcan, al padre? Les proporcionaré las mayores comodidades, estudiarán en los mejores colegios de Estados Unidos o del Canadá. Ganas me dan de sacar las fotos de la cartera y de estacionar en una transversal para recrearme en ellos. Pero sería inútil y ridículo.
¿Habrá en mí, muy adentro, una insatisfacción que ni sospechan? Esa voz amarga que en ocasiones, mientras Graciela alienta a mi lado, en el reino de los blandos sueños, se filtra por los muros y me hostiga con su pregunta única: ¿has conseguido la felicidad; significa una verdadera paz tu existencia; acaso «eres»? ¿Te acuerdas de Miguel, el orador de la Juventud, el republicano ingenuo.
¿Tú no recibes cartas de España?
Nos animaban, entonces, aspiraciones irreales. Me figuraba que contribuía a la redención de la humanidad explotada, que en España se salvaba, también, de la miseria, de la indignidad y del fanatismo, por nuestro esfuerzo, gracias a nuestra dedicación. Ilusión desaforada. Por fortuna, el fantasma comparece de tarde en tarde.
Será cuestión de pensarlo. Me convienen unas vacaciones a lo marqués. Y necesito recobrar energías. Roma, Japón o Río de Janeiro, a elegir. Alberto Lísano ha muerto, un «refugiado». Alardeaba de consecuencia, de sus ideas mes. ¿Por qué lo consulté, por qué recurrí a él, precisamente? Cosas del despistado de Navarrete. Le expuse el caso, dispuesto a pagarle, sin regateos, los honorarios que fijase. Yo no le proponía nada inmoral ni extraordinario, simplemente lo común y corriente. Despedir a unos obre­ros que no rinden, evitar el gasto de la indemnización legal, que inflaban con una serie de peticiones absurdas.
Lísano lo rechazó secamente. «Él no se prestaba a iniquidades.» Y, al marcharse, escupió la frase que no se me borra: «Y usted ¿es de los nuestros? Para lo que desea sobran granujas».
Doblo con precaución a la derecha y acerco el auto a la banqueta. Casi escucho el resuello de la gente que aguarda, el taconeo impaciente de las mecanógrafas retrasadas. Las fisonomías forman un conjunto en el que, de primera impresión, nada se distingue. Pero intuyo, de pronto, que en el grupo se encuentra «alguien», el individuo al que no debo mirar y cuyo vaho traspasa el cristal de la portezuela, sutil y amenazador. Resisto en vano. Y las mías tropiezan con unas pupilas quietas y oscuras, pavorosamente adscritas a una experiencia, que yacen en un rostro mestizo, con acusado trazo y tono indígenas. Un rostro que no es el de un hombre, sino el de toda su raza, como una estatua, piedra desenterrada, a la que hubieran disfrazado de overol. ¿Felipe Huerta, uno de los obreros que se me enfrentaron, el jefecillo, callado y terco?
Aunque simulo leer los apagados rótulos de neón —me coloqué a la izquierda, debía alejarme—, Felipe Huerta continúa en ese lugar dominante, apoyada la espalda, de cargador flaco, en un árbol. ¿Por qué no brillará rápidamente la señal? Goterones de sudor se me despeñan por las cejas.
Salí, humillado y furioso, del bufete de Lisano en busca de aire y ruido. ¿Podría coincidir con él sin aborrecerme más aún? En cueros, yo, pus y asco, ante ese ceño. Me había juzgado, me había sentenciado. Un sujeto de chamarra intenta sortear los vehículos y me obliga a un giro violento. Los mismos labios, delgados y despreciativos, del maldito Lisano.
Aquel mediodía, sentado en el auto, en una vereda de Chapultepec, invoqué a Dios. Años hacía que no había pronunciado esas cuatro letras, breves, capitales. Y le pedí, con ansia frenética, capaz de sacudir montañas, que lo destruyese, que aventara sus cenizas, que me librase del tormento de saber que vivía y de que sólo por ello me acusaba inexorablemente.
Lo imploré semanas enteras, dirigiéndome al vacío sin mezclar ya a Dios en aquel afán turbio y avasallador. Era como si el ser, lo que en mí fundió la naturaleza, se hubiese transformado en un puñal que se aprestaba a segar el hilo frágil que sostenía a Lisano sobre el abismo.
La obsesión crecía y me impulsaba a proyectar contra él, incesantemente, la voluntad cegadora. La pesadilla resurgía en la jornada y se instalaba en mí.
Al cabo pude eliminar ese anhelo torvo, aplaqué la inquietud, me reintegré a la normalidad.
Estaba casi curado, pero ayer se me interpuso Navarrete en la Avenida ]uárez. «¿No te enteraste? A una serie de compromisos se agregó lo de Lisano. Atender a la viuda, cuidar de la organización del entierro. Repentinamente le falló el corazón, lo clásico para nosotros en la meseta.»
Asimilado el primer golpe, repuesto de la sorpresa no le concedí mayor significación. Supuse que se trataba de un simple azar. Sólo en estos instantes comprendo Ignoraba que mi propósito poseyese el don —y el castigo— de matar. Facultad doblemente aniquiladora. Dios me llama para quitarme la carga de ese puñal. Yo soy puñal, hoja asesina, fílo feroz, pequeña punta en acecho. Arma que, esgrimida o disparada, sin que nadie lo advierta, paraliza la respiración, forja un misterio.
Avanzo por el canal del silencio, súbito y enorme. Han desaparecido las señales rojas, amarillas, verdes. Centenares de muñecos me miraban estupefactos. Sí, devolveré el puñal, su peso me hunde. La vía está despejada. Mi pie descansa, con una presión jubilosa, en el acelerador.
Filtro de ásperas nieblas es el mundo. Danzan en torno partículas de estrellas desahuciadas, átomos de luna. Los rayos del sol taladran mis sienes. A lo largo de estas manos mías el alto de los semáforos resplandece en cuerdas de sangre. Logro elevar los ojos, que se empañan con una parda y densa sombra. Distingo, después, nítidamente, cual relámpago, la estructura del camión.
En la oscilación de este mareo gigantesco percibo que el volante se ha incrustado en mi pecho. Siento que me pertenece. Robo, para la eternidad, la pieza principal del auto último modelo. Pero he dejado de ser un puñal. Retorna el vértigo acunador de la atmósfera y de las raíces, el vasto crujir doloroso de los huesos aplastados.
Un río plomizo, de aguas iracundas, se precipita hacia mí. No puedo escapar. Y lo acepto sumiso. La corriente me arrastrará con ternura salvaje. Mis pupilas serán dóciles oquedades para la próxima figura de barro.
(1959)

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