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lunes, 2 de enero de 2012

ROSA CHACEL (1898-1994) Fueron testigos

Rosa Chacel
(1898-1994)

De Sobre el piélago (1952)
Había ya pasado un cierto tiempo después del mediodía, en realidad un tiempo enteramente incierto, más difícil de precisar que el que tarda una manzana en bajar de la rama a la tierra, pues en éste eran impalpables bloquecillos de piedra los que estaban bajando lentamente y asentándose en la calle.
Las máquinas que trabajaban en la demolición de una casa acababan de pararse. Los hombres habían caído rápidamente en el descanso, así como los cierres metálicos de almacenes y depósitos, y sólo habían quedado en el aire, fluctuantes y reacias a sedimentarse, las partículas de diferentes géneros y estructuras que componen el polvo. Entre éstas, de opaca y material pesantes, el incógnito tráfico de los olores: aceites, frutas mustias, cueros.
No había un alma viva en toda la calle. Sólo, a veces, dejaba asomar en el quicio de una puerta la mitad de su figura un joven sirio que vendía botones y cintas, ocupando media entrada de una casa con sus mercancías. La otra mitad del portal era oscura, la otra mitad del muchacho quedaba en la sombra. La que se asomaba al quicio de la puerta afrontaba el tiempo sin oasis del mediodía.
A lo lejos, en la calle apareció un hombre. Venía por la acera de enfrente a la puerta del sirio. No había nada de notable ni en su aspecto ni en sus ademanes: era, simplemente, un hombre que venía por la acera de enfrente. Sin embargo, al ir aproximándose, su modo de andar fue dejando de ser natural, fue acortando gradualmente el paso o, más bien, su paso fue haciéndose lento, cada vez más lento a medida que avanzaba, y al mismo tiempo fue inclinándose y tendiendo a caer hacia adelante como una vela reblandecida. Al fin, dos casas antes de llegar enfrente, cayó.
El muchacho no reaccionó en el primer momento. Esperó a ver si se levantaba. Pero viendo que no, fue a auxiliarle. Cruzó la calle, y a menos de un metro de distancia alargó la mano con intención de levantarle tirando de él por debajo del brazo. No llegó a tocarle. Detuvo la mano a un palmo de él, quedó un instante paralizado de terror, y al fin echó a correr hasta el almacén que estaba entreabierto. Había algunos obreros comiendo en las mesas y no quisieron hacerle caso. Le decían: "¿Quién es el que está borracho, él o tú?". Pero el sirio insistía, hasta que uno de ellos miró por la ventana y vio el bulto del hombre caído en el suelo.
Entonces fueron detrás del muchacho.
Suponían que era un accidentado.
Cuando estaban ya cerca, el sirio les retuvo diciéndoles: "¡Fíjense bien en lo que le pasa!".
El hombre no estaba enteramente inerte, no parecía tampoco que hiciera por levantarse, pero se removía, agitado por una especie de lucha, en la que se veía bien claro que no podía ganar. Porque al empezarse a ver bien claro lo que estaba pasándole, por esto mismo empezaba a ser totalmente incomprensible, humanamente inadmisible.
El terror había paralizado a los cuatro hombres, hasta que uno de ellos logró soltarse de la repugnante fascinación rompiendo la cadena que inmovilizaba sus nervios y que estaba tramada por sus nervios mismos, contraídos, rígidos. Con movimientos convulsos como los de un cable que ha llegado a saltar por excesiva tensión, el obrero que se había destacado del grupo dirigió sus pasos otra vez hacia el almacén y, una vez allí, hasta el teléfono. Le preguntaron qué pasaba, y respondió, pero su voz no era inteligible. Abrió la guía telefónica. Sus manos hacían temblar las hojas, impidiéndole ver los números. Alguien, una mujer, vino en su ayuda y adivinó, sin comprender sus palabras, lo que quería. Pasó atolondradamente las hojas, no encontró nada. Gritó para que viniese el almacenero a ayudarla y, entre los dos, arrebatando el teléfono de las manos del que estaba aferrado a él, pidieron la información de la central. Pero ninguno pudo retener en la memoria el número de la Asistencia Pública que la central había dado. Así, tuvieron que volver a llamar. Al fin, lograron la comunicación y pidieron una ambulancia, dando torpemente las señas del lugar donde se encontraban.
Entonces, todos los que estaban en el almacén fueron a comprobar aquello que se obstinaban en no entender.
Fueron todos, y el hombre que había ido al teléfono volvió con ellos.
Fueron el almacenero y los mozos, otros obreros con dos mujeres que al principio no habían atendido, y la que había acudido al teléfono que era la que trabajaba en la cocina. Rodearon al hombre caído que ya no era un hombre caído: ya no era un hombre.
Aquel removerse que en un principio pudo parecer la lucha contra algún mal espasmódico que le sacudía no se había aplacado enteramente, pero se había ido convirtiendo en un temblor semejante al que agita a una masa espesa cuando comienza la ebullición. Pues el hombre, en suma, ya no era más que eso: una masa sin contornos. Se había ido sumiendo en sí mismo, se había ido ablandando, de modo que los dedos de sus manos ya no eran independientes entre sí, sino que la mano era una masa de color oscuro que era todo el cuerpo, envuelto en el traje, pues traje y calzado sufrían idéntica transformación que el hombre mismo.
Todo ello iba pasando del estado sólido, de un ser vivo que aún alienta, a una viscosidad que retemblaba y delataba algún vapor encerrado en ella pugnando por escapar en una burbuja, turbia trasparencia de un ágata, tendiendo a volverse líquido, como las gotas de cera que se mantienen redondas porque el aire las comprime alrededor y les crea una película capaz de contener largo rato su masa sin dejarla extender.
Ya no conservaba relieve alguno que correspondiese a la forma que había tenido. Aquella forma quedaba aún acusada sólo por una especie de vetas que tardaban en borrarse del conjunto total, y naturalmente, este conjunto, al abandonar la solidez, se iba aplanando contra las losas, cubriendo un espacio cada vez más grande, hasta que, al fin, su falta de densidad fue haciéndole irregular el contorno, que acabó por romperse en aquellos puntos en que el nivel del suelo descendía, y se escurrió por entre las losas de la acera, buscando la cuneta. En aquel momento parecía que volvía a cobrar vida, esa vida con que los líquidos corren apresurados a ganar las partes más bajas, obedeciendo a una ley que el ojo humano no registra, y por eso parecen llenos de una sabiduría o de una voluntad que los conduce. Pero antes de llegar a la boca de la alcantarilla, se le vio detenerse y empezar a empaparse en la tierra. Parecía, primero, filtrarse por las junturas de las losas, y, después, la primera porción que quedaba sobre las planchas de granito empezó a reducirse como sumiéndose por los poros de la piedra.
Su ligereza llegó a ser entonces como la de esos líquidos muy volátiles cuya mancha, si se vierten en el suelo, empieza a mermar rápidamente por los bordes y desaparece sin dejar huella.
Antes de que hubiese llegado a desaparecer, se oyó la campanilla de la Ambulancia y el coche, doblando la esquina, vino a pararse junto al grupo de gente.
Los dos camilleros saltaron al suelo y empezaron a abrirse paso. Ya en el primer contacto con aquellas gentes que habían presenciado el prodigio hubo una ruda extrañeza por parte de unos y otros. Los que llegaban, empleaban el lenguaje usual. Preguntaban dónde estaba el hombre enfermo, si estaba aún vivo, quién se lo había llevado. Los que formaban el corro, no contestaban nada. Llevaban largo rato sin que entre sus labios, separados por el terror, pasase una sola palabra, y lo único que hicieron fue apartarse un poco para que llegasen y viesen. Pero los enfermeros exigían explicaciones. Miraban aquella mancha que se consumía por sí misma y no la reconocían como mancha de sangre. Estaban acostumbrados a encontrar en el sitio donde un hombre había caído la mancha que se vierte de las venas rotas, y aquella materia que estaban considerando no tenía el irrevocable carmesí que grita la piedad como la angustia o el poder sin límites, y las preguntas de aquellos hombres, que no lograban entrar en la comprensión total del hecho, se perdían sin respuesta, como meros ademanes de una realidad ineficiente.
Entre los que habían asistido desde el principio, el silencio era una guardia sobre las armas que no podía deponerlas antes de una total consumación. Sólo el hombre que había logrado romper la cárcel de aquel pasmo y había establecido el contacto con los de fuera había quedado sin poder volver a entrar en él y sin poder volver tampoco a ser libre. La voz de aquel hombre sonaba entre las preguntas, no porque las contestase, sino porque no podía callar. Su sonido no era articulado. Era como una campana que moviese el viento, era, como ya quedó dicho, una vibración convulsa, semejante a la de un alambre que salta por exceso de tensión.
Sin querer ceder a la estupefacción, aquellos hombres curtidos en el servicio de socorro temían el engaño.
Querían asegurarse de que no habían sufrido una burla, amenazando con investigaciones judiciales. Nadie les escuchaba. Los que tenían los ojos fijos en la pálida sombra que apenas se distinguía ya en las losas, lo más que hicieron fue alzarlos alguna vez hasta sus rostros, esperando verles ceder en su desconfianza. Pero los hombres resistían, hablaban de una mentira acordada entre aquel grupo de gentes para encubrir el delito de alguno de ellos, y al fin, viendo que de un momento a otro desaparecía el último resto material del fenómeno, que no tenían valor para juzgar ni para negar, hablaron de llevar algo de aquello para analizarlo, e intentaron acercarse para tomar un poco, sin saber cómo. Entonces, una de las mujeres se interpuso y gritó o, más bien, exhaló, pues su voz era como un soplo lejanísimo: "¡No lo toquen!".
Los hombres del socorro retrocedieron. Los del grupo dejaron escapar un rumor, una especie de rugido, rechazando amenazadoramente aquella intrusión que turbaba los últimos momentos en que el prodigio iba a desaparecer sin dejar rastro. No querían perder aquel instante en que el último matiz se borraría, en que el último punto en que el grano de la piedra fuese aún afectado por un tinte extraño recobraría su color. Querían palpar con la mirada el suelo después que no hubiese en él ni un solo testimonio de la existencia que había embebido. Y al fin llegó a no haberlo.
Entonces comprendieron que tenían que dispersarse, y el final, el definitivo y total término del hecho, empezó a conformarse a las distintas almas como a recipientes de formas diversas.
Efectos ilógicos al parecer, imprevisibles desde cualquier punto de vista exterior, porque sólo obedecían a reacciones químicas, a fenómenos, a resistencias o repulsiones. Así los hombres últimamente llegados, que habían asistido apenas al desarrollo del fenómeno y que por tanto carecían de datos para dar fe de él, empezaron a anhelar aquella fe, y con lo poco que habían visto empezaron a gritar su convencimiento. Otros, en cambio, habían agotado sus fuerzas soportando el proceso desde el principio al fin y, al comprobarlo totalmente extinguido, se sentían liberados de su inhumana opresión, y perezosamente querían no creer que habían visto.
Otros, trataban de armonizar lo que sabían cierto e increíble con las leyes de la razón ordinaria y decían que en el porvenir se progresaría lo suficiente como para encontrarle una explicación, o bien que había que aceptar las cosas vedadas al entendimiento que caían del cielo o de donde fuese.
El hombre de la voz que no podía reposar seguía delirando los gritos de su mudez, y de su garganta parecía a veces partir el mortuorio lamento de la hiena, a veces la azarosa armonía de las arpas colgadas al viento, a veces el acento de los profetas.
Todos se dispersaron por la ciudad y todos, menos éste, volvieron a sus vidas y faenas habituales, combatiendo unos el recuerdo hasta lograr lavarse de él, conservándolo otros con gratitud y temor.
Sólo éste, el hombre que creyendo nada más ver gritó para despertarse, rompió su orden cotidiano, enajenó su vida al insertarla en la rama de aquella creencia en cuyo sentido, hostil a la mente, exento de toda ejemplaridad, se nutría una savia de locura.
No quedó sobre las losas ni un aura que advirtiese a los pasajeros dónde ponían la planta. Desde su puerta, el joven sirio vigilaba el lugar sin perder la certeza de los palmos de tierra donde todo había acontecido y, aunque nunca llegó a dudar, en algunos momentos su certeza era más firme porque la corroboraban ciertos hechos que, repetidamente observados, constituían una respuesta muda, más que muda vaga o ambigua. Esa respuesta que se tiene al interpelar a aquello que sobrepasa las medidas humanas.
El muchacho veía a diario pasar sobre aquellas losas a los transeúntes ocupados en sus quehaceres y no esperaba de ellos ninguna señal. Pero cuando veía venir un perro aguardaba ansiosamente. Sabía que la pureza irracional tenía que ser sensible al magnetismo que se desprendiese de aquel trozo de suelo. Y aunque nunca obtuvo una confirmación contundente, nunca tampoco fue claramente defraudado en su suposición. No llegó nunca a sorprender en el animal un movimiento de retroceso o titubeo que le hiciera decir claramente: al llegar aquí no pasa. Y sin embargo era el caso que no pasaba. Siempre, como unos metros antes, se desviaba sin mirar, o bien, al llegar ya al límite justo, parecía atraído de pronto por cualquier desperdicio que iba a revolver y olfatear frívolamente. Nunca ninguno llegó a pararse en seco, a mirar derecho, como el hombre necesita mirar para ver.
Sólo logró sorprender en algunos una ligera crispación de la oreja o bien ese curvamiento rápido del lomo con el cual parece que hacen escurrir el miedo hasta la cola.
Nunca logró observar más. Pero esto siguió observándolo indefinidamente sin que sus ojos errasen en una pulgada. El lugar donde el prodigio se había logrado estaba tan bien delimitado en su memoria como la planta de un templo cuyos cimientos no pudieran ser gastados por los siglos. Y siguió atendiendo a sus mercancías sin que nadie notase el misterio que acechaba, porque todos creían que lo que brillaba en su mirada oriental era esa oscura lámpara de fe que arde en los ojos negros que bebieron la luz en sus fuentes.
Entraba ya en el año en que debía alcanzar el uso de la razón. Por esta causa mi madre empezó a dejarme un rato después de cenar sin obligarme a ir a la cama, pero el rato no era muy largo y siempre me acostaba contra mi voluntad.
En el despacho de mi padre sonaba la máquina de escribir. La puerta quedaba siempre entreabierta y yo me dormía oyendo la máquina puntear; al mismo tiempo les vigilaba entre sueños.
Desde mi cuarto no se veía el despacho, pero por las sombras que cruzaban el pasillo, por los crujidos de las sillas, por cualquier ruido ligero, tal como el de dejar una cucharilla sobre un plato, sabía todo lo que estaban haciendo y al mismo tiempo dormía; esto no me desvelaba. Sin embargo, fue justamente en aquella época cuando empecé a conocer el insomnio.
No creo que durase horas el tiempo que tardaba en conciliar el sueño, pero aquellos ratos de inquietud eran de un desabrimiento sin límites.
Una noche al ir a despedirme de mi padre vi sobre su mesa una hoja de papel cubierta de dibujos extraños.
Mi memoria conservó muy bien la sensación, pero no los detalles del hecho real. Por ejemplo: cada vez que recordaba aquello me parecía que ya desde la puerta había visto claramente la hoja con su laberinto de rayas rojas, azules y negras. Y también, al reconstruir la escena, cada vez veía con más certeza el movimiento rápido de mi padre guardando la hoja en la carpeta al oírme entrar.
Ha sido necesario que pasasen muchos años para que yo haya llegado a comprender, más bien a deducir, que estas impresiones eran enteramente falsas. Pude haber preguntado a mi padre qué era aquello: ni mi educación ni mi carácter me lo impedían. Pero no lo hice, porque lo que había visto me había sobrecogido.
Otra falsa impresión que conservé fue la de creer que aquella noche ya me acosté profundamente preocupado.
Seguramente no fue así; es probable que me llevase a la cama una inquietud y que pasase algún rato angustioso por haber inhibido mi curiosidad. Pero creo poder asegurar que no pensé nada en concreto.
Está ya todo demasiado lejos para alcanzar a ordenar los detalles cronológicamente, así que no puedo precisar cuál fue el segundo ni el tercero, pero sí que se sumaron en poco tiempo unos cuantos y que mi preocupación se estructuró sobre ellos.
En el despacho seguía oyéndose ruido de cucharillas de café, y a veces, ya muy tarde, el agradable resoplido de un sifón. Al levantarse, mi padre tenía cara de cansancio, y mi madre se veía que llevaba dentro de la cabeza una maquinación que yo adivinaba idéntica a la mía. Ponía en parangón el gesto de recelo y angustia que observaba en ella con las contrariedades que estaban al alcance de mi comprensión, y no convenía a ninguna.
Sólo se plegaba a aquello que era la preocupación mía.
Tampoco le pregunté nada. Pasé muchos días acechando la fijeza de su mirada, y cuando le hablaba, notaba una especie de retardamiento en sus respuestas, que siempre habían sido rápidas. Sabía que la presión que hacía mentalmente sobre ella acabaría por dar resultado.
Una mañana, al aparecer mi padre en el comedor, mi madre dijo como conclusión de todo lo que cualquiera de nosotros pudiera estar pensando:
—Te vas a volver loco con esas cosas.
Oír aquello me causó tal sobresalto que me ofuscó enteramente, y no vi con precisión la reacción que tanto deseaba ver. No estoy seguro de que mi padre sonriera ni de que su sonrisa fuera frívola ni de que la frivolidad fuera fingida. Sólo me di cuenta de que habían hablado de aquello. Y poco después entraba yo en el despacho subrepticiamente y encontraba en el cesto de los papeles trozos de hojas con dibujos, en pequeños pedazos, que no intentaré componer. No era necesario, porque una de las hojas estaba casi entera, hecha una pelota, y desdoblándola pude apreciar el trazado sin comprender nada. Observé solamente unos puntos negros, hechos con lápiz–plomo, de donde partían líneas negras también, y junto a ellas, en unas partes paralelas, en otras divergentes, líneas trazadas con el lápiz de dos minas, unas rojas, otras azules, que formaban como caminos o vías intrincadas.
No me sorprendió nadie en mi trabajo de investigación, y seguro de haberlo hecho a fondo quedé con la certeza de que aquello excedía en mucho a mis conocimientos.
Esperé que el ambiente de mi casa hiciera crisis, pues yo creía sentirlo excesivamente cargado; pero, contra mis suposiciones, fue aplacándose. Mi madre recobró su vivacidad, e incluso en alguno de los diálogos, siempre breves, que mantenían entre ellos sobre las dificultades prácticas de la vida la oí aventurar frases optimistas. Igual que antes sondeé el fondo de su ánimo y encontré aquella ráfaga de esperanza que, a juicio mío, tenía que provenir de lo mismo.
Durante un cierto tiempo viví con la seguridad de que en ello debía estar la clave de nuestra fortuna.
No me duró mucho la tranquilidad.
Una tarde llamaron a la puerta y la muchacha vino diciendo que un agente preguntaba por mi padre. Los dos se miraron consternados. En esto no puso nada mi imaginación. Titubearon un rato, fueron a salir al mismo tiempo, pero mi madre empujó a mi padre hacia dentro, indicándole con el gesto que guardase silencio, y salió ella sola.
Habló más de quince minutos con el agente en la antesala. Al final le hablaba en tono confidencial, como se habla a un pariente próximo. El agente se fue, saludándola cortésmente.
Yo estaba seguro de saber con qué se relacionaba la momentánea alarma, pero tuve que convencerme pronto de que no tocaba ni de pasada el tema de mis preocupaciones. Tuve que enterarme de que el peligro que acababa de conjurarse no era más que el pago, varias veces postergado, de un impuesto cualquiera.
Mi preocupación descendió nuevamente y pasó por todas las sinuosidades a que pueden dar origen las frases ambiguas y hasta los simples cambios de humor.
Recuerdo que aun tuvo otro momento culminante. Durante unos días hubo agitaciones públicas. Probablemente era época de elecciones. La prensa traía pormenores de atentados y fusilamientos, pero al oír leerlas sólo me aterraba la palabra "registro". La oí muchas veces y empecé a observar si mi padre echaba la llave al cajón de sus papeles, si trasladaba cosas de un sitio a otro, si dejaba algo en la carpeta. Después, en la cama, pensé que las llaves eran inútiles en un caso así, e igualmente todos los escondrijos habituales. Entonces me puse a imaginar lugares que no pudieran ser advertidos y que, en caso de serlo, no prestasen indicio alguno de contener un secreto. Los muebles y el entarimado no pasaron siquiera por mi cabeza. Las pastas de algún libro disimulado entre muchos ya me parecía mejor. Pero lo único que me inspiraba algo de confianza era el collar del perro. Pensaba que un plano trasladado a un papel muy fino podía ocultarse perfectamente entre el cuero y el fieltro que lo forraba, y que no había que hacer más que enseñar al perro a echarse a la calle, a la menor indicación. Al día siguiente de concebir este plan me puse a ensayarlo, y el perro aprendió pronto que cierto movimiento que yo hacía con la mano le ordenaba bajar a la calle, so pena de un grave castigo. Pocos días después empecé a temer que el truco fuese conocido. Dudé de que se me hubiese ocurrido a mí mismo. Creí más bien haberlo leído en algún cuento policiaco, y lo di al olvido.
La ciudad quedó otra vez en calma, y mi preocupación sucumbió por sí misma. Se agotó de pronto sin volver a reproducirse, y no porque hubiese nada que me sacase del error o que me descubriese la incógnita. La emoción perdió su eficiencia y dejó el lugar a otras cosas que el tiempo fue trayendo.
Detalles circunstanciales me hacen recordar con precisión la fecha: por esto sé que esta obsesión ocupó mi pensamiento durante varios meses entre los seis y los siete años.
Doblaba ya la edad que tenía entonces, cursaba el secundario, cuando un día, al revisar mi padre las notas del colegio, se le ocurrió comentar:
—Siempre tienes las notas más altas en dibujo geométrico.
Y empezó a hojear mis ejercicios, que eran perfectos.
Entonces volví a tener la certeza de que nuestros pensamientos concurrían. Sentí con toda seguridad que mi padre pensaba en "aquello", como si fuese un tema que nos hubiera ocupado minutos antes, y sobre todo como si la asociación de ideas fuese forzosa y exclusiva. Además, ningún misterio esta vez, ningún peligro aparecía al abordarlo. Contesté:
—El dibujo geométrico es lo que más me gusta, como a ti.
No he de reproducir la discusión ni describir el trabajo arqueológico que tuve que llevar a cabo en la memoria de mi padre. Cuando llegué a poner en pie el dibujo de la hoja con líneas de colores, mi padre rechazó todos los calificativos que yo le daba. Aquello no era un dibujo lineal. Aquello no era un plano: era un simple pasatiempo. Se retractó y dijo:
—Bueno, era un problema.
Y allí mismo, en el revés de las pastas de mi cuaderno, empezó a brotar el laberinto entrevisto.
Primero, tres puntos, separados entre sí por espacios como de dos centímetros. Debajo, otros tres, a igual distancia, componiendo entre todos una figura semejante al seis del dominó.
Tres de ellos eran tres fuentes, y los otros tres, tres pueblos. El problema consistía en hacer partir de cada fuente tres conducciones de agua que surtiesen a los tres pueblos.
Cada pueblo debía recibir tres ramales, uno de cada uno de las fuentes, sin que ninguno de ellos se cruzase con otro.
Cuando al día siguiente mi madre encontró el cuarto lleno de papeles cubiertos por inextricables madejas de líneas, gritó que era un disparate haberme contagiado tal locura. Mi padre entonces me dijo de modo terminante y tan natural como si su afirmación pudiera parecer verosímil:
—No insistas; es un problema sin solución.
Pretexto ingenuo fue lo único que me pareció.
¿Cómo podía no tener solución un problema tan bello en su planteamiento, tan regular, tan armonioso? Y sobre todo, ¿a quién puede ocurrírsele plantear un problema que no se puede resolver?, etcétera. Éstas eran mis reflexiones.
Incansablemente sobre el papel cuando estaba solo, y cuando había gente delante por medio de una gran concentración mental, perseguía la solución.
Mientras comíamos, en el tejido del mantel, mientras me bañaba, en las baldosas del suelo, elegía puntos alineados en forma conveniente y ensayaba alrededor de ellos el trazado de todos los caminos posibles. Otras veces, sin apoyo alguno en la realidad –para esto tenía que estar en la cama y en completo silencio–, lo planteaba mentalmente. Pero entonces no eran puntos: eran verdaderos pueblos y verdaderas fuentes. Para no confundirme en la red de conductos, una fuente mandaba sus ramales como arroyos bordeados de árboles, otra como canales encintados por márgenes de cemento, otra dentro de tubos hundidos en la tierra.
Este procedimiento lo empleaba cuando estaba ya cansado de la tensión especulativa, y en él me abandonaba sólo a la contemplación. Me alejaba de la finalidad perseguida y andaba vagando por allí.
No sé si aún estaré sufriendo el espejismo que sobre los recuerdos demasiado reverberantes hace brotar catedrales, cataratas o cordilleras, pero me siento impulsado a decir que, de meditar el problema, derivaba a vivir su atmósfera, su flora y su fauna.
Pues bien, en momentos así creía de pronto sorprender al sesgo una solución no intentada y saltaba otra vez a la prueba, dominado por el desvelo y seguro de haber alcanzado un chispazo de clarividencia fuera de lo natural.
Olvidaba anotar que no me limité a trabajar el problema sólo por mi cuenta. En el colegio hice a algunos compañeros de estudios participar de él.
Empecé dejándoles ver mis papeles e intrigándoles, sin aclararles nada.
En seguida, por el modo de manifestar su curiosidad, fui discerniendo los que merecían ser iniciados, y aun de aquellos que elegí al principio tuve que desechar varios. Pero uno o dos quedaron como verdaderos adictos. Al encontrarnos por la mañana nos rendíamos cuentas de las nuevas combinaciones ensayadas, que siempre habían sido en vano. Pero todos habíamos creído tocar la verdad en algún momento.
Entretanto, no había dejado de oír en mi casa alusiones, directas o indirectas. A veces implicaban una burla despiadada de mi obstinación, a veces llegaban a razonar manifiestamente la estupidez de empeñarse en no admitir que lo imposible es imposible.
Tales discursos no tuvieron nunca el menor peso en mi ánimo. No me paré a analizar lo que pudiera haber en ellos de razonable. Mientras el problema conservó la savia natural que da sustancia a la intuición, siguió rebrotando, y después, como la vez anterior, se mustió por sí mismo.
¿Doblé nuevamente la edad? Es posible. Sin duda estaba más cerca de los veinticinco que de los veinte años cuando no sé por qué azar surgió en mi cabeza el recuerdo del problema. Lo que sé es que no fue el problema lo que surgió, sino el recuerdo. Esta vez no apareció en mi memoria la imagen de su laberinto seductor. Apareció sólo el aura de un tiempo y de un lugar; en suma: apareció todo lo que llevo narrado.
Ahora, desde la cuarta etapa, que es la actual, recuerdo la tercera, que ya había sido sólo recuerdo, y sin alcanzar a reconstruir el porqué, seguramente accidental, de encontrarme en aquel sitio, veo con toda claridad en mi memoria cómo y dónde estaba yo en el momento que recordaba. Había junto a mi cabeza una cortinilla floreada que se recogía en el marco de la ventana. Fuera, detrás del cristal, un fleco de goterones que caían del alero. Y a lo lejos, al lado derecho, una montaña donde diversos nublados venían a agolparse, confundiéndose, chocando o sobrepasándose unos a otros. Enfrente, del otro lado de la mesa, un caballero venerable. Creo que no llegué a saber su nombre, pero recuerdo perfectamente las venas que se le transparentaban en los temporales, bajo la piel.
Habíamos guardado silencio durante toda la comida, pero en la sobremesa forzosa –el tren reposaba en la vía, se dividía, se alejaba, volvía al andén y nunca llegaba a estar compuesto– cruzamos algunas palabras.
Mientras tanto, mi comensal fue haciendo de una servilleta ranitas de papel. La conversación que sostuvimos fue una conversación corriente, sin llegar a lo trivial. Temas profesionales, con exposición de alguna opinión propia, por las dos partes. Todo el tiempo que duró la espera estuve recordando. Acaso la idea de pasatiempo, las manos del venerable caballero doblando cuidadosamente el papel de seda. No sé por qué, pero recordé las dos épocas de mi vida que llevo contadas. Naturalmente, no hablé de ello. Por debajo de una de esas conversaciones ponderadas que se sostienen en sociedad, sostuve el acaloramiento del clima cordial que mis recuerdos despertaban, evitando que mi vecino de mesa percibiera el desdoblamiento de mi imaginación, que se pluralizaba, no sólo en el rememorar, sino en vigilar el posible desdoblamiento de la suya, porque hablábamos acordes de los indiferentes menesteres del mundo, pero las miradas de los dos concurrían en las ranitas de papel que el caballero había puesto en el centro de la mesa como dioses lares.
El recuerdo, una vez, despertado, intentó dominarme de nuevo. Digo que intentó porque lo que no se repitió esta vez fue mi entrega. Alrededor de los numerosos afanes que llenaban entonces mi vida, mezclado a las impresiones de todo lo externo, a los hechos que determinaban mi conducta o la ajena, aparecía pertinazmente unas veces visto de un lado, otras de otro y siempre como un circuito cerrado.
En fin, preciso es decirlo: como un problema sin solución. Pero tampoco he de omitir que en el lugar que la antigua emoción había ocupado empezó a hervir un prurito de búsqueda, distinto, muy distinto del tesón especulativo. Era sólo del perro que se busca la cola. Y a veces, tras aquel ejercicio, me parecía alcanzar... No me parecía nada. Sucedía que después de haber recorrido con mi memoria toda el área del recuerdo, después de haberlo repasado en su conjunto y en cada una de sus partes, disipando el tiempo en revisar su carga psicológica, sus efectos y derivados sentimentales, surgía de pronto su poder abstracto o más bien desnudo.
Cuando la imagen del trazado, materialización del problema, pasaba por mi cabeza, ya no estaba animada del antiguo misterio, y ya no retenía tampoco en mi memoria, como en la etapa de las pruebas, el incalculable número de combinaciones intentadas que pudiese hacerme encontrar fidedigno el descubrimiento de una más. Sin embargo, de improviso, y sin apoyo alguno en la forma concreta, se me evidenciaba una apariencia indubitablemente intacta, que brillaba o más bien borbotaba como una risa incontenible.
Entonces me sentía también arrastrado por ella, pero no con la ingravidez de la esperanza, sino con la ansiedad de la sospecha.
Aún me queda por señalar que no llegué a coger el lápiz. Me faltó el valor o la confianza. La idea de alargar la mano hasta un objeto, respondiendo a aquella oscura certeza, me llenaba de un rubor insuperable. Ese rubor que se siente cuando se intenta repetir un signo demasiado amado y demasiado abandonado.
Ahora no he llegado a doblar la edad. No he esperado más que alrededor de diez años para decidirme a pensar en esto, pues afirmo que lo hago por voluntaria decisión. No cedo esta vez a evocación ninguna; mi mente no se encuentra en este punto encadenada por asociaciones de ningún género. Si no es que se obra en mí una proporción directa entre disociación y asociación.
Ésa sería mi única gloria.
En resumen: aún me queda el deber de decir que ahora puedo reflexionar en todo aquello y escribir estas páginas sin que al coger la pluma me haya envuelto el sonrojo que no superé cuando el problema me pedía una prueba más. Ahora tengo que anotar a la luz del mediodía que sé bien que el problema no tiene solución.
Y ésta es la última e imperecedera forma de mi constancia. Esa narración que atestigua cómo las cosas fueron, paso a paso, en su simple desarrollo, que he tratado de reproducir como fiel cronista.

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