El centro de la pista
De El centro de la pista (1960)
Johnny acabó de amasar el rollito de plastilina y se lo pegó a la nariz aguileña. En los pómulos, su claro cutis inglés se había vuelto un rojo vivo, brillante como el de una buena manzana. Siempre estaba nervioso antes de salir a la pista, pero eso no le hacía cambiar la sagrada rutina del maquillaje. Lo primero era ponerse la nueva nariz, un bulbo con las ventanas muy abiertas hacia arriba. Después, untó la cara y el cuello con una grasienta pasta rojiza que espolvoreaba con una enorme mota. Aplastó contra el cráneo el pelo crespo y se puso la peluca, que le hacía una cabeza apepinada con la coronilla calva y una estúpida orla de pelos lacios en el cogote. Se pintó unos anchos círculos blancos alrededor de los ojos, tapándose las cejas, y dibujó dos líneas verticales que pasaban por el centro de cada ojo. Cubrió su amplia boca con unos labios postizos más anchos aún, cuya sonrisa escarlata se extendía hasta la mitad de las mejillas, y allí quedaba como suspendida. Luego espolvoreó una nubécula de talco y, al fin, encendió un pitillo, se volvió de espaldas al espejo y se enfundó en ropas informes, en las que hubieran cabido dos como él, grotescamente distintas de su traje ceñido de cada día.
Así, fumando y hablándome, seguía siendo el mismo bajo la máscara del payaso. Lo que estaba diciendo me interesaba menos que el desdoblamiento de sus gestos: sus labios, los de él, se movían dentro del borde interior de la pintura escarlata, mientras que su sonrisa fija se movía con los músculos de las mejillas y la mandíbula; los arcos de las cejas se perdían en los círculos blancos, pero dentro de ellos sus ojos grises seguían claros, serenos y muy serios.
Afuera, la banda empezó a tocar otra pieza. Johnny dio una chupetada al pitillo, y las comisuras de sus labios se hundieron en los surcos que había en sus mejillas. Se tanteó el cuello para asegurarse de que llevaba la medallita bien puesta. Y después cambió del todo, cambió la cara y los movimientos. Ya no estaba dividido en un «yo» y una máscara. Era un ser nuevo, entero: el payaso. La muda sonrisa de los otros artistas al verlo pasar por la sala de espera parecía prolongarse y volverse sonora en la carcajada del público que llenaba el circo. Aún sin salir de la sala, yo sabía lo que la gente veía: Johnny, después de brincar al centro de la arena, se había apoyado en su paraguas sin varillas y había caído por primera vez. El chillido alegre de algún niño surgió por encima del estruendo sordo de la muchedumbre. Con esto se cerraron las puertas de la sala. Ahora lo que penetraba a través de ellas no era más que un lejano zumbido, como el de un gigantesco motor.
No me daba la gana de ir a mirar las payasadas de Johnny; me las sabía de memoria. Prefería aguardarle aquí, en la sala. Después de su número pensaba hablar con él acerca de mi futura carrera en el circo. Necesitaba ganar dinero pronto. Esta vez Johnny tendría que aceptarme. Estaba bien que él me hablara de trabajo serio, caprichos, temperamento juvenil y no sé qué más. Yo había trabajado en serio, rompiéndome el cuerpo y el alma, ¿no tuve acaso un colapso nervioso que me dejó con temor a mi propio cerebro? Había trabajado en serio los últimos cinco años, desde que tenía trece, y ¿de qué me había servido en esta cochina sociedad burguesa? (La última vez que Johnny había escuchado un discurso mío con este tema me dijo que no tenía derecho a considerarme un fracasado, y menos aún derecho a convertirme en un fracasado.)
Mis ideas sobre lo que un payaso debía ser eran nuevas y originales. Fundiría mi máscara y mi verdadero yo en una personalidad distinta. Y después de haber hecho reír a esta gentuza que miraba la pista desde lo alto, les fustigaría, forzándoles a que les gustara.
La sala de espera estaba atiborrada con los atavíos de una familia de prestidigitadores chinos que se preparaba para su número. Había docenas de ellos, de todos tamaños. El padre —o ¿era el abuelo?— vestía el mismo traje bordado de ceremonia que el menor de los chiquillos —o ¿era una chiquilla?—. Cada uno llevaba en la cabeza un pesadísimo adorno construido en escalones como el tejado de una de esas pagodas de marfil que se encuentran en las tiendas de viejo. Y en el tinglado de sus varitas de bambú, mazas, cuchillos, abanicos, lámparas, aros y bolas de colorines, el gran gongo de bronce presidía, con el color del sol poniente de una tarde de neblina.
Se me ocurrió pensar que a lo mejor estos chinos prestidigitadores comían cucarachas fritas con arroz blanco, como hacía el viejo chino de las Filipinas al que de niño solía yo visitar en su portería, mientras mi tío José estaba enzarzado en largas conversaciones aburridas con el viejo general, arriba en el salón. Cuando me di cuenta de lo que estaba pensando me enfadé conmigo mismo: parecía demasiado infantil recordarlo en este momento.
Recobré la buena opinión de mí mismo, al ver a dos caballeros, ya viejecitos, cruzar por la sala de espera con rápidos pasitos para meterse de cabeza, uno en el camarín de la bailarina y el otro en el del bailarín. Los dos eran asiduos concurrentes; los conocía de frente y de espalda. Sin embargo, eran ajenos al circo, mientras yo era amigo de Johnny y estaba enterado del trabajo por dentro. Aunque perteneciera también al mundo exterior, el mío era el mundo normal, no el de los dos señoritos. Para ellos un artista de circo no podía ser otra cosa que una muchacha o un muchacho en malla. Fijaban su atención en un acróbata —siempre que fuera en malla—, pero un payaso les parecía algo para niños y gente vulgar, porque ellos eran demasiado imbéciles para poder reírse de sí mismos. Estos dos jamás disfrutarían de mi número de payaso. Pero ya encontraría yo mi público, el mío.
De chico, cuando el tío José me llevaba al circo cada jueves, día de cambio de programas, yo miraba con desdén el entusiasmo de otros muchachos que soñaban con ser acróbatas o domadores de leones. A mí me gustaba ir al circo porque era divertido el poder explicar todos los trucos a mi tío. El los contemplaba perplejo, como si fueran rompecabezas, con los ojos asombrados de campesino al que la sociedad nunca había cambiado más que la superficie de la piel. Y yo los miraba con los escépticos ojos de un colegial avisado y precoz.
Por ejemplo, había el hombre que hacía el looping-the-loop en una bicicleta. El tío José nunca se hartaba de exclamar al ver el milagro de que las ruedas se quedaran adheridas al interior del estrecho aro de madera, aun en el punto más alto de la vuelta; y a mí me encantaba la posibilidad de explicarle las leyes centrífugas y centrípetas que producían ese milagro. En aquellos tiempos yo tenía una explicación para todo. Ahora, con la experiencia de mis dieciocho años, me ruborizaba al recordar mi afirmación, dada con la más completa confianza, de que el secreto de los domadores de leones consistía en su fuerza magnética, que mantenían al precio de no beber alcohol de ninguna clase. Aquella domadora de leones el año pasado —la que dejó sueltos dos cachorros de león en su alcoba, uno de los cuales me arañaba las piernas desnudas mientras estaba en la cama con ella—, bueno, ella me había confiado su verdadero secreto profesional: la vejez de los leones y la estólida brutalidad del domador. Ahora sí sabía que el domar leones no tenía encanto —¡ni tampoco lo tenían las pulgas de los cachorros!—, y aunque había aprendido a respetar más los trucos, ya no creía en el magnetismo de los artistas del circo.
Debe de haber sido mi profesor de gimnasia, Novoa, el que despertó mi interés en el arte del payaso.
Cuando tenía unos catorce años y trabajaba de meritorio en el banco, en un sótano frío y sin luz natural, me puse tan flaco que mi madre pidió al médico cuya ropa lavaba que me reconociera. Su opinión fue que estaba en peligro de coger una tuberculosis. Me entró miedo. Cada vez que me veía en el espejo el pecho hundido y estrecho, tenía la visión de sangre brotándome de la boca. Si caía enfermo no tendría cura, al menos no en nuestra buhardilla. Por lo tanto tenía que dominar mi cuerpo. Me hice miembro del Club Atlético Español.
El club estaba alojado en una calleja del más mísero barrio de prostíbulos, y allí vegetaba en un sótano lóbrego. Algunas de las ventanas estaban protegidas por mamparas de alambre para que no entraran las ratas. Allá abajo, unos cuantos muchachos inexpertos intentaban unos ejercicios acrobáticos difíciles en las barras, escaleras y argollas esparcidas a lo largo de los sucios muros y del techo, y se hacían chichones en el suelo cubierto de esterillas nada espesas. El club pagaba a un profesor para dar dos clames nocturnas de gimnasia sueca, pero los socios tenían plena libertad para asistir a las clases o usar los aparatos a su gusto, y el resultado fue la anarquía.
Yo también tenía la intención de meterme con las argollas y barras. Pero la primera vez que el profesor me vio en calzoncillos y camiseta, se me echó encima como si fuera un caso clínico: «Si te llego a ver andando con los aparatos te rompo las narices. ¡No me vas a tocar ni uno, hijo mío!» Me examinó como si fuera una res enferma y prometió que me haría fuerte y sano si estaba dispuesto a seguirle en todo. Durante dos años me sometió a una rigurosa disciplina física, y no me dejó hacer nada más que ejercicios a paso de tortuga, así que cuando mi pecho empezó a desarrollarse ya me había enseñado a controlar y coordinar los músculos y a usarlos hasta el límite. Mientras tanto, Novoa y yo nos habíamos hecho amigos. Me contaba interminables historias de su vida de trapecista en el circo, en los tiempos en que su cuerpo menudo le permitía trabajar de «muchacha», haciendo atrevidos saltos mortales del trapecio a los brazos forzudos de una «madre».
La gran pena de Novoa era que nunca llegó a ser un payaso. Para él, el payaso era el alma y centro de un programa de circo, y había elaborado una teoría sobre su arte:
—Las únicas armas del payaso son la palabra y el gesto. Cosas como tocar la serenata de Toselli en un violín de bolsillo son malos trucos. Un payaso de verdad no hace música ni da volteretas. Pero tampoco le basta con hacer reír a la gente. Tiene que conmoverles, hacerles estremecer y después castigarles. Tiene que gritarles a la cara la sucia verdad sobre su sucia vida, pero de tal manera que no tengan más remedio que reírse tan irresistiblemente como los conejos fruncen sus hociquitos, si quieren ocultar su vergüenza y deshacerse de ella al mismo tiempo.
»El viejo Tony Grice era un gran payaso. Una vez dio la vuelta al ruedo, y en la primera fila vio a una dama elegante que había puesto un manguito grande con un perrillo chiquito dentro sobre el terciopelo que bordeaba su palco. Era una mujer fea, huesuda, con una cara de solterona avinagrada. Tony Grice se fue directamente al palco y sacó al perrito de su nido. "Por Dios, señora —dijo—, qué animalito más precioso, tan rico en su mantita roja y tan abrigado en toda esta piel... Señora, ¡la felicito de veras!" La mujer se sintió halagada y se inclinó cortésmente. Y entonces, de repente, dijo Tony: "Señora, ¿no necesita usted un criado?" Ella, claro, le preguntó con asombro qué quería decir con esto. Y Tony le contestó: "Es que yo sería tan dichoso siendo de su servidumbre. Imagínense —y con esto se volvió hacia el público— ¡qué bien debe esta señora tratar a sus criados si es así como trata a un perrito chiquitito!" La mujer hizo un escándalo, y el director pidió a Tony que se disculpara. Así que Tony Grice dijo: "Pero no entiendo..., he estado felicitando a esta señora por su perrito y su buen corazón y ¿ella se enfada conmigo? Pero ¿cómo habría podido imaginarme que dé a sus criados algo peor que una vida de perros?"
»E1 público se tronchó de risa, burlándose de esa vieja ridícula con su perrillo faldero y riéndose del tonto del payaso. Pero yo creo —dijo Novoa— que más de una dama de postín se acordaría de Tony Grice la próxima vez que regateara la comida a su doncella.
»Y Tony Grice hizo algo más en Madrid. La vieja reina madre era tan económica que la gente la llamaba tacaña. Una vez, cuando el rey era todavía un niño, vino a la función infantil el jueves de tarde. Tony preparó un número especial, pero cuando salió a la pista se portó como si el rey no estuviera presente. El director le chilló: “¿No ves que está Su Graciosa Majestad en el palco real? " Tony dobló el espinazo haciendo reverencias y dio sus excusas. Después se quedó mirando fijo al director, hasta que todo el mundo estuvo pendiente de lo que iba a decir. Y le preguntó: "¿Pero... os han pagado la entrada?" El rey se rió mucho, igual que los otros.
»Yo hubiera podido hacer cosas mejores aún —dijo Novoa—. Pero con este cuerpecito esmirriado que tengo, no había manera. —Era un hombrecito con algo de ratón, una cabeza pequeñita, ojillos vivarachos y rápidos movimientos—. Y, además, para hacer de payaso hay que ser inteligente y tener estudios. Yo aprendí a hacer el doble salto mortal antes de leer. Así que llegué a ser un buen acróbata, pero todavía no sé ni leer ni escribir bien. Tú harías un buen payaso, Arturo. Eres bastante alto, te he enseñado a tenerte derecho, y has ido a la escuela. Yo te puedo enseñar las triquiñuelas tan bien como cualquiera. Y tú puedes preparar un programa estupendo.
De esto hacía dos años. Entre tanto había ensayado algunas de mis ideas en parodias que escribí para Johnny y en números cortos para Pompoff. Salieron bien. Saldrían mejor si yo mismo representara mis propias invenciones. Me llamaría Bobby y me pondría un traje todo blanco con un sol amarillo muy grande bordado en la espalda de la blusa. Me pintaría mi ceja izquierda en un gran arco negro sobre la cara blanca y me pondría un monóculo. Entonces, cuando tuviera al público riéndose a carcajadas, se apagarían todas las luces y verían un esqueleto —pintado con fósforo— riendo con ellos y dando saltos locos. Salto mortal, salto de la muerte, era un buen término.
¿Cuándo había empezado a entrenar mi ceja izquierda, sujetando la derecha con un dedo y empujando hacia arriba la otra? A los chicos les gustaba con delirio mirarme cuando lo conseguí. Me había costado unas semanas de ensayo delante del espejo en casa, cuando no miraba mi madre.
Mi madre estaba preocupada por mis eternas inquietudes. Tenía miedo de que fuera a escapar de la rutina de la vida comercial. Tenía razón. La odiaba aun cuando me llenaba los bolsillos. Y ahora ya no me los llenaba. Había tenido que cerrar mi pequeña fábrica de juguetes, porque Felipe —si no fuera de mi familia, le hubiera arrojado al suelo aquel día, ¡le hubiera cogido por el pescuezo hasta hacerle saltar esos ojos de carnero que tiene!—se había aprovechado de su condición de apoderado y nos había causado una pérdida irreparable e innecesaria. Y así se acabó mi carrera de capitalista... Dentro de dos días convertiría en dinero lo poco que podíamos salvar de la liquidación del taller; y le pondría a mi madre una pequeña tienda. Estaría segura. No tendría que volver a lavar la ropa sucia de otros. Y yo no volvería al sucio comercio.
Ya me arreglaría con Johnny. Trabajaría con él, yo de payaso y él de augusto, que verdaderamente era más lo suyo, lo que él hacía mejor. Johnny y Bobby, Bobby y Johnny. ¿Por qué todos los payasos vienen de Inglaterra, como Tony Grice y Johnny? ¿Y por qué todos tienen que tener nombres ingleses? Mis saltos mortales (me había entrenado en la alfombra de estiércol seco detrás de los establos de la Granja Agrícola, hasta olía a vaquero) y mi don de arenga (ya no iba a mítines de los socialistas porque me dijeron que un dueño de fábrica no podía ser uno de ellos) me ayudarían a ser la estrella del programa.
En mi bolsillo llevaba la contestación a una de mis solicitudes de empleo. Me ofrecían un puesto de secretario en la fábrica de motores de Guadalajara. Esto podría resultar bastante mejor que el banco; aquellos señores tal vez pudieran utilizar mis conocimientos de mecánica y hasta era posible que me transfirieran al taller de construcciones.
Pero eso tampoco tenía sentido. Era la misma vida en todas partes: ser cortés, vestir un traje oscuro y cuello blanco y una corbata que le estrangula a uno; hacer su trabajo para tener unas horas libres por la tarde, ir con las chicas, beber un rato y dar unas vueltas. Yo no podría cambiar el mundo. Todos me decían que era una chiquillada pensar en cambiarlo. Había guerra, en la que millones morían en las trincheras..., y las fábricas españolas ganaban un dineral con suministros. Oh, sí, encontraría trabajo. Ya lo había encontrado, por haber sido tan imbécil y buscar empleo: por ser un dientecillo más en una rueda dentada. Detrás de las puertas-cerradas el zumbido subió a rugido, el motor del público a máxima velocidad. Johnny había terminado su número. Troté tras él a su camarín.
Johnny se quitó el traje de payaso y tiró las prendas al voleo, cayeran donde cayeran: la capa verde, tan grande que habría podido servir como colcha de una cama matrimonial; la chaqueta y el chaleco ingentes, los anchísimos pantalones, la cadena de reloj llena de colgaduras, el despertador y la herradura pintarrajeada de un morado chillón. La peluca con la calva se quedó revoloteando en el aire por un instante, antes de desplomarse sobre la mesa como cae una perdiz que ha recibido una carga de perdigones. Johnny se sentó en bragas y camiseta delante del tocador, jadeando como un perro, y empezó a quitarse de la cara y del cuello las capas de maquillaje, una tras otra.
—Nunca sabes dónde termina la pintura y dónde empieza el sudor. La gente no tiene idea de lo que significa el trabajar en la pista con todo este ropaje encima, en pleno mes de julio. La cara es lo peor. La pasta ésta no deja salir el sudor, y a veces crees que te va a dar un ataque de parálisis de un momento a otro. Te pica toda la piel, hasta que te parece que tienes hormigas corriéndote por la cara, y no puedes ni tocártela, por miedo de borrar la pintura. Es un oficio de marranos —me miró de soslayo—. No seas idiota, hijo. No te hagas payaso. Debes estar contento con trabajar en un sitio donde puedes poner en marcha el ventilador o quitarte la americana cuando te da la gana... ¡Qué lástima que no puedas seguir con el taller!
Yo había visto los caminitos que hacen las gotas de sudor en el polvoriento suelo de los camarines. Cada vez que un artista vuelve, terminado su número, va envuelto en un halo vaporoso que huele a macho cabrío, viene sacudiendo la cabeza y rociando gotas como un hisopo. Los acróbatas se arrancan las tupidas mallas de seda, ceñidas como fundas, y salen de ellas con el cuerpo todo encarnado, como si les hubieran despellejado, hasta que de repente la piel se les llena de un sudor agrio. Y la chaqueta del payaso, bordada y forrada para que el sudor no dejara manchas oscuras en la seda, estaba dura y pesada como el arnés de un caballo medieval.
Johnhy tenía razón en lo del ventilador. En el circo no había manera de escapar al olor a maquillaje grasiento, polvos de arroz, sudor y serrín. No había ventanas. Yo solía odiar el olor de la fábrica de juguetes, donde había que moldear la pasta de cartón antes que se enfriara la cola, y, por lo tanto, el taller se llenaba de los asquerosos vahos de cok caliente y papel mojado. No obstante, nuestro ventilador funcionaba todo el tiempo; yo salía al aire libre cuando quería; los obreros podían pararse y respirar siempre que les venía en gana. Y nadie está mirando a los que trabajan en un taller como miran los espectadores hacia el centro de la pista, con la mirada fija, inexorable.
Sin embargo, Johnny no se daba cuenta de lo aburrida que es una fábrica. La nuestra le gustó desde el primer día, y me había felicitado por haberla puesto en un momento en que la coyuntura del mercado la favorecía, ya que la guerra mundial había cortado las importaciones a España. A Johnny no sólo le parecía bien, sino admirablemente bien, que un joven de dieciocho años no tuviera otro propósito en la vida que fabricar unos estúpidos muñecos.
Debería tener mayor comprensión. Nos conocimos porque algunos de mis amigos acróbatas le habían contado maravillas de mi habilidad para moldear caras de barro; él me pidió que le hiciera una máscara de cartón especial para un número, y se entusiasmó con lo que había vertido en ella de mi propia imaginación, un tanto maliciosa. En aquellos días yo tuve el primer desengaño amargo en mi flamante carrera de hombre de negocios y me desahogué con él. Entonces sí me comprendía. En cambio ahora, cuando había pasado por contrariedades muchísimo mayores, lo único que me dijo era: «Qué lástima que no puedas seguir...»
Al principio la fábrica había ganado bastante dinero con el tipo corriente de muñecas, las de extáticos ojos azules, una boquita fría y ñoña, y rizos sedosos. Pero me puse a aprender a modelar barro, porque quería ofrecer a los chicos juguetes nuevos, algo más vivo que esas muñecas del montón. Sabía que me habían salido cosas originales. Llevé una colección de mis modelos a una de las grandes tiendas de Madrid y la mostré al gerente. El hombre era inteligente y vio enseguida a qué iba. Me dijo: «Esto está muy bien. Veo que usted conoce lo que gusta a los chicos. Pero, lo siento, no tendría venta. Sabe usted, no son los niños los que compran los juguetes, sino las mamas y los papas... Escúcheme y haga lo que le digo: siga fabricando esas muñecas blanco y rosa en cartón, algo como las que hacen los alemanes en celuloide. Y nada de intentar revolucionar el mercado. No lo conseguirá.» Me fui a otra tienda, les entregué mis modelos en consignación, y anduve por allí un par de días para ver con mis propios ojos las reacciones de los compradores. El gerente tenía razón. A los niños mis muñecos les gustaban por graciosos; a las madres no les gustaban por insólitos. Así es que tuve que volver a fabricar las insulsas muñecas que se vendían y dejaban dinero. Hasta que mi querido socio destrozó nuestra cuenta en el banco. Entretanto, la fábrica, siendo una empresa de familia, traía interminables broncas domésticas. Y estaba mi madre allí entre nosotros, los ojos llenos de temores, apaciguando, apaciguando y sufriendo.
Bueno, esto se había terminado. Lo dije a Johnny, para contestar, al fin, su sermón, y mientras hablaba, estaba escuchando mi propia voz ronca que repetía lo que yo había formulado en las noches pasadas:
—No sirvo para capitalista. No quiero explotar la estupidez y miseria de los demás, ni quiero que me exploten a mí. No puedo cambiar el mundo, al menos esto es lo que me dicen, y los socialistas me cuentan que no puedo estar con ellos después de haber sido uno de los patronos. Y ahora ¿qué? Tengo que hacer algo completamente distinto para enseñarle al mundo su verdadera cara. Lo aceptarán por la boca de un payaso que valga algo en su oficio, no lo aceptarían de un escritor.
—Vámonos, chiquito —dijo Johnny, que se había puesto su traje de calle mientras yo estaba absorto en mí mismo. (Pero, ¿por qué me llamó chiquito, sino para recordarme lo joven e inexperto que era?)—. Ven a beber una caña conmigo afuera en la plaza. Tengo mucho calor. Y tú también.
Nos sentamos en el pequeño parque de la plaza, bajo la frescura de los árboles, que respiraban hondos con todo su follaje.-Las fuertes luces del circo hacían resaltar las hojas y las ramas en un dibujo de encaje blanco y negro.
No solté el discurso que había preparado durante horas, y en que iba a definir mi futura asociación con Johnny en palabras tan claras que forzosamente tendría que estar de acuerdo sin más ni más. Primero, dejarle hablar a él. Dejarle repetir todos sus argumentos. Él no conocía el mundo al que quería que volviera yo. Pero yo lo conocía, y estaba decidido a escapar. Si no, al fin, podría atraparme y convertirme en un buen burguesito o un buen empleadito, y yo ¡quería estar vivo y peleando!
Mientras, Johnny me estaba predicando otro sermón:
—Sigo sin entender por qué quieres hacerte un payaso... El otro día me dijiste que querías estar en el circo con nosotros porque somos libres, andamos por el mundo, aprendemos idiomas y no nos quedamos estancados en un agujero. Pero, ¿sabes?, nosotros también estamos estancados en el agujero, bueno, en nuestro agujero. Da la casualidad que a mí me gusta, pero por esto no deja de ser un agujero. No somos libres. Trabajamos como locos. Y tú lo sabes. Sería otra cosa si hubieras leído historias del circo y creyeras que todo es oropel y emoción. Pero tú nos has visto trabajar. Entonces, ¿cómo te atreves a decir que nosotros somos una sola familia grande y que nos importa un bledo el mundo de fuera? No hay un mundo de fuera y otro de dentro. Siempre es el mismo, aunque cambien las formas de vida. Yo no sé hablar de la política de España o los problemas sociales como lo haces tú. A lo mejor dices que no los entiendo, porque sigo siendo un extranjero aun después de vivir tantos años en Madrid. Pero hay una cosa que sí entiendo. Sé que tú no serás un artista nunca, porque cuando hablas de hacerte payaso sólo piensas en resolver tus problemas personales. Y esto es lo mismo que cuando alguien intenta ser un escultor porque quiere ganar dinero y ser famoso, acabará esculpiendo mausoleos...
»Ya, ya, tú quieres ser un payaso bueno y original, ya lo sé. Las cositas que escribiste para mí no están mal del todo. Podrías llegar a ser un buen payaso. ¿Por qué no? Pero nunca serías muy bueno, ni tampoco serías libre, como ahora lo crees, ni escaparías a tu mundo. Dentro de tu traje de payaso hablarías como ese mundo todo el tiempo, discutirías con él, y terminarías siendo un infeliz... Bueno, sí, no te sientes feliz ahora. ¿Y qué? ¿Cómo podrías serlo si no has llegado a enfrentarte contigo mismo? Lo que no es posible es que simplemente dejes el trabajo, que es lo tuyo...
»Mira, en el circo hay solamente dos clases de gente: nosotros, que hemos nacido en él y hemos aprendido el oficio antes de conocer otras cosas; y unos pocos que han venido Dios sabe de dónde, como si hubieran caído del cielo. Nosotros somos los jornaleros del circo. Yo aprendí a dar volteretas entre dos hileras de sillas, así que me daba un trastazo cada vez que salía de la línea recta. Andreu llegó a ser un artista en el trapecio a fuerza de los azotes que le daba su padre. Y la chica de Andreu, que está bastante bien ahora, tenía un miedo feroz a las alturas, hasta que una vez la dejaron una noche entera colgando del trapecio más alto. La única manera de bajar era saltando a la red, y como la chica no se atrevía, apagaron todas las luces y la dejaron allá en lo alto, sola, con el guarda de noche debajo, en la pista. Y así es como todos aprendemos nuestro oficio. Más tarde, claro, se da uno cuenta de que no conoce otra cosa ni tiene otra profesión que la que le han metido en los huesos. Tú dirías que uno se siente apartado del mundo de fuera. Es entonces cuando el aplauso es una ayuda. Empieza a gustarte, y a lo mejor acabas siendo un artista de verdad..., bueno, digo, no tú. Quería decir uno de nosotros, cualquiera de nosotros, que lo ha pasado todo, las tundas y el trabajo y el aplauso.
»Pues los otros, los que nos llegan desde fuera, unos de ellos fracasan y se van, y otros resulta que son los más grandes artistas de todos. Pero esto pasa únicamente con los que vienen al circo sin pensar en ser libres y viajar y tener aplauso. Esas gentes son unos fanáticos. Vienen a nosotros con una idea fija y un plan, y si les quieres dar un consejo no te escuchan. No ven los riesgos, no piensan en lo que ganan y a dónde van. Ni siquiera ven al público. No se juntan con esa gran familia nuestra sobre la que estabas declamando. Son unos solitarios. Algunos trabajan por una miseria y dejan que un empresario los explote como le dé la gana, y entonces nosotros copiamos sus números y les hacemos la competencia. Ahí tienes a Leotard, el que inventó el trapecio volante. Le salieron tantos rivales que, al final, sólo le quedaban las ferias de los pueblos. Pero fue feliz toda su vida, porque veía que lo que él había creado seguía su curso. A los setenta todavía inventaba nuevas combinaciones y vueltas y las ensayaba. Toda su alma estaba allá en lo alto, en la cúpula del circo, y dormía y bebía y comía pensando en dos trapecios meciéndose...
»Tú no eres así. Tú piensas y quieres muchas cosas que no tienen nada que ver con el circo. Y no puedes ser uno de los nuestros, puesto que no te has criado entre nosotros. A ti te aburriría ser un jornalero del circo, un empleadito más, como sueles decir, o un pequeño capitalista, si tienes suerte. Volverías a alguna fábrica de juguetes o una oficina o algo así, y entonces sí sería el fracaso para ti. Lo siento, pero lo que pasa contigo es que estás demasiado preocupado contigo mismo y con el mundo. No eres tú quien está en el centro de la pista, ¿sabes?
Del interior del circo salió un confuso ruido, mezcla de una marcha estridente y de aplausos apagados. Se abrieron las tres grandes puertas. Unas veinte personas salieron corriendo, como si hubieran esperado ansiosos que bajara la cortina para poder alcanzar un tren. Luego se derramó la masa del público en tres densos ríos que se aclararon y mezclaron en la plaza con el clamor y remolino de las aguas de un canal al abrirse las compuertas. Pocos minutos después la plaza estaba desierta. Los arcos voltaicos encima de los tres portalones se apagaron. Quedaron incandescentes las bujías, radiando un flojo resplandor rojizo y escupiendo las últimas chispas.
—Si quieres entramos otra vez —dijo Johnny, cogiéndome el brazo como para consolarme—. Los Cuatro Águilas estarán probando su equipo.
No le contesté nada, pero me fui con él. Alrededor de la enorme pista las gradas estaban vacías. En la penumbra parecían las ruinas de un anfiteatro romano. La madera desnuda de los asientos estaba gris con el polvo, como si la arena flotante de un yermo la hubiera cubierto con una película. Los telones de boca del escenario habían sido levantados, y en el fondo del muro circular se veían los ladrillos tachonados con anillos de hierro. Unos mozos desenrollaban cables de acero trenzados, encima de las tablas, que retumbaban como un címbalo. Desde la negra altura del techo un vozarrón grito: «¡Listos!»
Arriba en la cúpula, entre destellos de los cristales de la linterna, se movían unas figuras borrosas, y hacia ellas subía el aire de la sala, caliente y espeso, en lentos jirones grisáceos. Una sirga cayó en el vacío. Alguien la ató a un cable de metal, y entonces empezó a desdoblarse la telaraña del trapecio triple. En la galería, debajo de la cúpula, unos hombres corrían detrás de alambres finos, los atraparon y los engancharon en el muro y en los pilares; zumbaban como cuerdas de harpa, daban trallazos como látigos. A dos metros encima de nuestras cabezas, otros mozos extendieron la red salvavidas, desde el escenario hasta las columnas del palco real. Éramos como unos insectos amenazados por una red monstruosa. ¡Mejor mirarlo desde una de las gradas!
Los cuatro trapecistas, en malla la mujer, en calzones y camiseta los hombres, treparon a lo alto por una cuerda de nudos. Algunas lámparas se encendieron bajo el techo, y los cables cimbreantes brillaron blancos. Llegaron al trapecio central los artistas y empezaron a probarlo, primero meciéndolo a un ritmo lento, después dándole bruscos empujones que llenaron el edificio vacío con reverberaciones sordas. Uno de los hombres dio una patada en el corazón de la telaraña, y los cables tiraron de las columnas, de los pilares, de las vigas de acero, hasta que todo gemía. El hombre gritó unas órdenes que el director del circo tradujo del francés al español: «Más flojo este cable..., más tenso ése...» Al fin, uno de los trapecistas saltó desde el punto más alto a la red, abajo, rebotando por la espalda. Le siguieron los otros tres, uno a uno. El último se hizo una bola y bajó dando vueltas en el aire. El equipo estaba listo.
Johnny y yo entramos otra vez en la pista, debajo de la red; los demás ya se apiñaban alrededor de una caja llena de botellas de cerveza. La muchacha trapecista bebía de la botella igual que nosotros, y unas burbujitas le caían en la pechuga. En una silla alguien había dejado un periódico abierto. En la primera línea, de enormes letras, había una cifra —30.000 o 50.000— no la podía distinguir. Tampoco tenía mucha importancia. Estábamos acostumbrados a cifras con cuatro ceros que indicaban el número de los muertos en batalla en Francia o Flandes. Ahora lo importante era que los cuatro trapecistas estaban salvos, hasta la función de mañana por la noche.
En los establos, al lado nuestro, pataleaban los caballos de los Melvilles. Yo trataba de no pensar en las fotografías de caballos destripados por la metralla.
Estábamos en el centro de la pista. Las gradas que subían tenebrosas al techo se deslizaban hacia fuera como los círculos en una charca, como si estuviéramos en el punto donde había caído la piedra.
—Johnny —dije—, siento haberte dejado hablar tanto tiempo sin decirte que he aceptado el empleo en la fábrica de motores de Guadalajara. Mañana iré a ver al gerente. No es más que un puesto en la oficina, pero tal vez me dejarán trabajar en el departamento de construcciones.
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