De Sobre el piélago (1952)
En un rincón del laboratorio, sin que nadie se diera cuenta, ocurrió un hecho imprevisto e incomprensible.
Pero, lo cierto es que pasó y que permaneció. Quedó allí como un depósito o proyecto de posibilidades, como quedan en el nido los huevos, y si quedó así es porque eso es lo que era, y porque allí lo había puesto quien lo había engendrado. Ensayando por primera vez la conducta de las especies animales, saliendo dramáticamente de su inmarcesible quietud, había llevado a cabo esa empresa, o, más bien, esa misión, o más bien, ese acto, el Cero.
Conviene advertir una cosa: fue necesaria una elaboración de siglos para que llegara a producirse un hecho así. Las eras antiguas habían dado centauros o elfos según la latitud geográfica, y más tarde la Fe , con su inagotable potencia estelar, había desparramado constelaciones de milagros por toda la oscuridad del mundo.
El proceso siempre había sido el mismo: elementos naturales trascendidos a lo sobrenatural, pero en este caso el proceso fue inverso. Las criaturas extranaturales se acumulaban de tal modo en el laboratorio, y sobre todo eran nombradas tan innumerables veces en el transcurso del día y de la noche por el profesor Bela Stein, que la onda traumatúrgica –patrimonio de toda palabra– que emitían sus nombres llegó a alcanzar el grado vital de la frecuencia, el latido.
Y no fue, claro está, en ninguna de las otras nueve cifras donde pudo plasmarse el prodigio, porque esas cifras, a pesar de su naturaleza abstracta, tienen la facultad de posarse sobre las cosas, de identificarse, por la fuerza copulativa de la memoria, con cualquier forma concreta, y quedan así como maculadas, fluctuando entre diversas polarizaciones híbridas.
El Cero carece de esa condición: no puede en modo alguno ayuntarse con ninguna de las representaciones que pueblan el mundo objetivo, su cuerpo, por decirlo de algún modo, no tiene nada en común con los demás elementos que componen el universo, si no es la impenetrabilidad. El Cero es él mismo un universo cerrado, homogéneo, intacto, y ninguna acción humana puede mermarle o añadirle un ápice.
Pues bien, en el seno de este orbe exento, no es posible decir que germinó, pero sí que despertó una fuerza, o, más bien, que respondió al "fiat" de su nombre.
Responder, tampoco es el término exacto, porque la invisible existencia que se originó en él no pudo ser contemplada por su creador: no pudo éste, después de haberla hecho, ver si era buena o mala. No vio nada porque fue Nada lo que llegó a existir. Sería larga y fuera de lugar una exposición detallada de todo el "proceso físico", tal como aconteció, pero omitirla enteramente es imposible; así pues, intentaré la más somera, sin poner demasiado empeño en que sea la más comprensible: muy al contrario, me esforzaré en lograr una más o menos cifrada, pues nadie ignora el peligro de la divulgación.
Pongamos como ejemplo algunas formas habituales al pensamiento: una estatua, un león, un áncora.
Pero primero es inevitable un largo inciso. Si digo más arriba: el proceso físico, debo advertir que, en el tema que nos ocupa, es preciso usar expresiones semejantes a las que empleaba la física cuando se hablaba de cuatro elementos, simples, sensibles, tangibles. Aunque la física de nuestros días ha llegado a dividir y subdividir el producto de sus pesquisas hasta dar con el mínimum concebible y dentro de ese mínimum ha abierto espacios siderales y ha encontrado en ellos fuerzas de poder sísmico, para explicar el fenómeno que nos ocupa, basta con hablar del Cero en su plenitud elemental, de la noción "cero" desnuda, o, simplemente, ceñida por el anillo que la presenta.
Así pues, si tomamos las nociones de estatua, león o áncora, igualmente explícitas y las seguimos en su devenir, las veremos alterarse o descomponerse, sufrir algo como una oxidación que las corroe, como un orín que las ataca, es decir que veremos a la noción estatua ir perdiendo, molécula por molécula, sus diferentes cualidades sustanciales: primero transformándose esas cualidades en otras nuevas y, al fin, sucumbiendo, simplemente en aniquilamiento progresivo.
No sé si esto está claro, pero en concreto: "estatua", empezó por transformar primero su finalidad: lo que estaba hecho para "ídolo, símbolo, imagen", devino "obra". Luego, lo que en la obra era "sentido", se convirtió en "valor". Pero en la noción estatua la realidad corpórea conservó por mucho tiempo su cualidad intrínseca de "sentido", porque en ella, de hecho, la forma es puro sentido, así pues, las primeras transformaciones fueron simples y concatenadas, como procesos biológicos normales; luego, la forma, la línea misma, verbo de la materia, empezó a ser atacada de cuestionabilidad, empezó a no poder sostener una sobre otra las partículas que la integraban, a desecarse de toda cohesión vital, hasta desmoronarse y dislocarse perdiendo el sentido o cobrando un sentido informe.
Semejantes en todo fueron los destinos de las otras nociones señaladas y de cualquier otra que pudiéramos señalar. "León", perdió toda fertilidad heroica y toda sugestión heráldica, quedando confinado en la mera zoología. "Áncora", enteramente ahuecada por el termite destructor de la constancia, acabó no pudiendo soportar en su débil cáscara el peso de la mano de la doncella teologal y derivando hacia su total extinción, se transformó en simple insignia, permitida a cualquiera, etcétera, etcétera...
Con lo dicho basta para comprender que toda cosa o ente al pasar por el laboratorio daba espectros de su presente, total o casi totalmente negativos.
El trabajo del profesor Bela Stein y de sus discípulos consistía principalmente en sumar –ejercitándose tenazmente en la adición sin dar mayor importancia a la adhesión– las libres y desvinculadas sustancias para ensayar con los resultados combinaciones nuevas. Este cotidiano y obstinado laborar marcaba, como los alvéolos de un panal, su constante: cero, cero, cero... cero, cero, cero... y la afluencia imponderable, la supersaturación del ambiente llegó a crear en el Cero una preñez. El Cero, ojo, oído, boca y sexo un solo órgano, palpitó lleno de sí mismo.
Naturalmente, hubo cierto período embrionario, cierto proceso de maduración, pero no duró más del tiempo necesario para que se organizasen ciertas leyes. Inmediatamente llegó el momento en que a espaldas de todos, en el ámbito de la soledad que posee el justo grado de temperatura y de jugosidad fértil, la necesaria vibración de oscuridad luminosa para que pueda darse en él la eclosión de lo fatal, el Cero dejó caer tres frutos sin peso. Frutos que eran ya seres perfectos, adultos, acabados en todas sus formas y funciones.
Dije al principio que había puesto tres huevos, pero en realidad esto no explica el fenómeno más que de un modo visual: el Cero, una forma ovoide, arrojó de sí tres formas idénticas mediante una contracción espasmódica –resorte inusitado y abrupto con el que la vida pone en marcha el mecanismo de sus imposiciones–. Pero estos tres frutos del cero eran seres vivíparos. Al brotar, como brotan los anillos de humo de la pipa, aparecieron retraídos y como compactos, pero en seguida se distendieron, desenvolviendo su estructura anular. Crecieron hasta un cierto punto, se dilataron sin romper su coherente elasticidad, sin deshacerse en ráfagas como los anillos de humo que van sutilizando hasta disiparse sus vetas de ágata azul. Estos seres adquirieron rápidamente su total desarrollo, limitado y limitador; impenetrables y por completo refractarios a la mezcla con materia alguna.
No es necesario decir que su invisibilidad era absoluta y aunque evidentemente no eran sensibles al tacto, su presencia sin delatarse de modo explícito se hacía notar, originando fenómenos que, al percibirlos, cada individuo los imaginaba originados por su propio organismo.
Los primeros en sufrir la influencia fueron, naturalmente, los discípulos del profesor Bela Stein. No él, circunstancia sumamente curiosa.
A veces, al cruzar la inmensa nave del laboratorio, al ir a abrir un fichero, al hacer funcionar los conmutadores que regulaban la corriente de muflas y hornillos, una especie de ausencia turbaba el ánimo de alguno de aquellos jóvenes estudiosos, le dejaba en suspenso, como si un olvido repentino del cometido en que se empleaba retardase su acción, pero pronto comprendía que no existía tal olvido y llevaba a cabo su tarea con toda exactitud, sin dejar de contemplar mientras tanto el invisible abismo que intuía.
Cada uno de ellos encontró en lo que creía su padecimiento manifestaciones afines con su naturaleza, y ciertas sensaciones que habían creído experimentar en el momento del insospechado contacto tomaban en ellos carácter de fijación obsesiva. El más joven creía notar algo como una ventosa en medio del pecho, poco más arriba del diafragma, que le hacía sentir una invencible apatía por la función respiratoria. Su repugnancia por aquel constante efecto de succión le hacía intolerable el simple acto de aspirar el oxígeno. Los más eminentes tisiólogos no pudieron comprender lo que le pasaba.
Otro experimentó un día como una paralización en los tobillos. Se sentó rápidamente, levantó un pie y vio que la articulación conservaba su juego normal en cualquier sentido: levantó el otro y comprobó que estaba igualmente. Sin embargo en su caminar de cuando en cuando había como una falla. Procuró observar si se manifestaba con intervalos regulares y contó los pasos, pero unas veces tardaba mucho y otras poco en reaparecer.
Y cuando aparecía, siempre en momentos en que no tenía la atención puesta en ello, lo que experimentaba era como un conflicto mental de sus pies. El acto habitual de echar el uno delante del otro se le hacía problemático, como si el palmo de suelo más próximo donde le correspondía apoyar la planta fuese de estabilidad dudosa, o más bien como en ese palmo de tierra no existiese.
Hubo otro discípulo que experimentó repentinos ataques de ceguera. Apenas podía explicar cómo en un momento dado dejaba de ver los objetos que estaba mirando, pero si no acertaba a explicarlo era porque su confusión iba unida a un carácter irascible.
En resumen, no consiguió nadie averiguar la causa de estos fenómenos.
Hicieron mil hipótesis y lo único que llegaron a afirmar fue que estos jóvenes eran nuevos mártires de la ciencia. Se habló de un sinfín de radiaciones, de evaporaciones, de sustancias tóxicas y patógenas de todos los géneros, pero los jóvenes fueron sometidos a rigurosos exámenes y se vio que todos sus órganos y tejidos conservaban la más perfecta normalidad.
El hecho en realidad era el siguiente: los tres engendros que el Cero había concebido circulaban libres por el laboratorio, nadie les impedía posarse sobre los objetos ni cruzarse en el camino de los que se movían en las diversas actividades del trabajo. Ellos, por su propia naturaleza, tenían la posibilidad de avanzar en cualquier sentido, mediante movimientos contractivos semejantes a los de la medusa. Subían y bajaban y se desplazaban en todas las direcciones posibles. Iban siempre uno detrás de otro como las argollas que corren por una misma barra y sus movimientos eran unánimes, o más bien podría decirse que una misma y única facultad de movimiento era dada a los tres.
Más importante es todavía señalar que una misma y única intención los animaba, pues evidentemente sus actos no carecían de intención. Así como en la esfera de lo material una vasija en la que se ha hecho el vacío se opone tenazmente a ser destapada, así como al romper la ampolla de una lámpara eléctrica ocurren precipitaciones violentas, detonantes, en estos tres seres o demonios, pues su origen estrictamente espiritual permite darles ese nombre, había una forzosa avidez que podríamos considerar como el movimiento centrípeto que constituía su acción. ¿Podríamos decir con ciertas reservas su nutrición? Acaso, puesto que al posarse como insensibles vampiros sobre un ser viviente originaban en ese ser una descarga sorda de voluntad que caía en ellos y desaparecía asimilada, esto es, anonadada.
Poseían también otro movimiento centrífugo o de repulsión que como un instinto o más bien ley de conservación les permitía huir ante cualquier corriente cuya precipitación pudiera llegar a serles destructora. De aquí sus diferentes efectos sobre la naturaleza espiritual de unos u otros individuos. Inocuos por completo para el profesor Bela Stein, podían rozarle, envolverle, precederle o seguirle sin que la mente del sabio sufriese desequilibrio en sus energías, sería posible decir que circulaban por ella, la penetraban o la alojaban en su hueco, sin que se originase choque ni reacción, como cuando se mezclan dos sangres aptas para ser trasfundidas.
Los discípulos antes citados fueron las víctimas indefensas, pero habíamos olvidado mencionar a otro discípulo que permaneció inmune por razones igualmente claras. Este joven, de naturaleza místicamente ígnea, llevaba acumulada una carga de voluntad tan poderosa que los tres vampiros le evitaban y si alguna vez eran rozados por él, en uno de sus movimientos bruscos y avasalladores, se escurrían retorciéndose por el insoportable contacto, como las gotas de agua que caen en una plancha ardiendo.
Creo haber señalado los puntos fundamentales de este hecho singular, los efectos pueden relatarse en dos palabras.
El discípulo más joven llegó a vivir utilizando sólo en el trabajo la mano derecha: con la izquierda se apretaba constantemente la parte inferior del esternón, pues si la apartaba sentía en el acto la ventosa posada en aquel lugar. El insomnio llegó a enloquecerle, temía que si se dejaba vencer por el sueño la ventosa haría presa en su pecho absorbiéndole los pulmones, y al fin en la madrugada de una noche indescriptible se quitó del pecho la mano izquierda y con la derecha se apoyó en el lugar justo, el cañón de una pistola.
El siguiente no tuvo que tomar decisión alguna, un día al bajar la escalera de hierro que daba a una azotea destinada a observatorio sintió sus pies invenciblemente paralizados, en el momento mismo en que uno de ellos estaba en el aire para descender al escalón siguiente, y sin equilibrio ni voluntad para recuperarlo, rodó los mortales peldaños como un cuerpo inerte.
El tercero, permanentemente animado por un furor que ansiaba comunicar, pretendía explicar con demostraciones insensatas que no veía los objetos que tenía delante. Para ello, cogía con toda precisión cualquier instrumento y le daba un empleo desusado, argumentando que obraba así porque no podía discernir la naturaleza de la cosa que había tomado. No obstante, en sus manipulaciones no demostraba torpeza ni titubeo, hasta que un día mezcló en un recipiente dos materias inconciliables y voló el laboratorio que se pulverizó oscureciendo la luz como las cenizas del Vesubio en el viento.
Los tres demonios, naturalmente, no sucumbieron; quedaron libres y se lanzaron al mundo, llenándolo con su omnipresencia. La rapidez de su ataque era sólo comparable a la del rayo o la del pensamiento. Se cernían un instante sobre los seres y les caían alrededor apresándoles, girándoles en torno como la bobina alrededor del huso y oprimiéndoles, contrayéndose hasta ligarles y paralizarles, siempre con precisión más despiadada en las partes más débiles o sensibles.
Eso fue todo, nadie ignora las terribles consecuencias, las olas de locura y de crimen que arrastraron a los hombres, o más bien en las que los hombres se abandonaron una vez agotados los remedios comunes, cuando ni el alcohol ni la velocidad ni ningún género de placer sirvieron ya para borrar la sensación de aquellos que una vez habían sido apresados por el triple demonio, en todos aquellos cuya voluntad había sido desangrada por las tres fuerzas ávidas: "Icada, Nevda, Diada".
No es posible dejar en este relato, cuya veracidad no necesita ser decantada, algo tan importante como los tres nombres que le sirven de título sin una explicación minuciosa de su sentido y origen. No pretenda nadie encontrarlos en ninguna de las mitologías remotas, orientales, bárbaras o americanas. No es ésta una leyenda atribuida a determinados entes cuya actuación o existencia sea posible perseguir por otros derroteros de la investigación, ni mucho menos –esto es lo que más importa dejar señalado– es el relato anterior una ficción urdida con las reglas del arte para lograr la pura emoción del misterio alrededor de tres nombres felizmente hallados. No, estos tres nombres aparecieron, pero no como las palabras fatídicas sobre el muro que contemplaba el festín profano. Aparecieron, simplemente, lánguidamente trazados en un pliego de papel entre otras palabras comunes.
¿Cuántas veces habrán aparecido? Es imposible calcularlo. Millones, trillones de veces a través de los siglos y en todos los puntos del globo pues su sentido es universal y tienen equivalentes en todas las lenguas. Lo que es posible es que esta vez haya sido la primera que se han pronunciado. Tuvieron que darse circunstancias afines entre sí, tuvo que ser una misma potencia mediúmnica la que guió la mano que llegó a trazarlos y el ojo que pudo leerlos, pues en realidad estos tres nombres sólo aparecen como deformaciones, como dislocaciones de las letras que formaban una misma palabra. Aparecieron solamente como fenómenos gráficos, causados por oscilaciones, dirían los grafólogos, por sacudidas que recorren el camino desde la corteza del cerebro hasta la mano en determinados momentos. Momentos en que la mente, creyendo discurrir lúcida, intenta expresar con las palabras cotidianas estados supremos, y las palabras se rompen, las letras dividen sus rasgos, la pluma salta, deja espacios donde debía seguir el trazo, lo curva o lo alarga inopinadamente y en general, la escritura bajo ese signo resulta ininteligible. Pero si conseguimos leerla, si llegamos a seguir, sin desechar la ilación lógica de los conceptos, dejándola nada más como un cañamazo sobre el que la pasión borda su color y su claroscuro, las verídicas fantasmagorías que el temblor y la hiperestesia del tacto graban en los signos, que deberían ser y casi no son letras, contemplamos desnuda, descubierta la tortuosa prole del íncubo que se escapa de su prisión, que rebasa su nocturnidad.
¿Quién no conoce los enanos, los puñales, los rasgos apolíneos, los signos fálicos, las serpientes, los garfios y los vanos, los abismos?
Los tres nombres "Icada, Nevda, Diada" no estaban compuestos de esas imágenes, sino de letras que se habían dislocado, roto, contrahecho, sólo lo suficiente, como para que pudieran ser leídos al primer golpe de vista. Después de oídos, después de pronunciados por la mente, la deducción lógica de la palabra que se había desarticulado para crearlos no hizo más que corroborar su sentido, patente desde un principio. La mano que había trazado aquellos signos había creído escribir: "Nada, Nada, Nada"... y este contrasentido que implica reiterar tal palabra sólo ocurre cuando se oye latir la "Nada" como única realidad superviviente.
Si decimos "nada", concebimos la Nada como un lugar, con su paisaje de oscuridad y olvido, pero si decimos "nada", "nada", "nada", la concebimos como un triple ser, como una triple avidez, como una triple persona sin rostro: como la trinidad del tedio.
Así, la fuerza que guía la mano en sus errores infalibles, rompió y desarticuló las letras, haciendo que en la primera palabra el rasgo inicial de la ene quedase aislado, semejando una "i", y que el siguiente, en lugar de formar su complemento paralelo a él, se curvase hacia la "a", tomando el aspecto de una "ce". En la segunda palabra, la "ene" se conservó pero la "a" se dividió, formando con su primera mitad una especie de lazada, semejante a una "e" y con la segunda, un rasgo más curvo y cerrado de lo correspondiente que podía tener el aspecto de una "v". En la tercera, sin duda ese fenómeno tan frecuente en los estados de impaciencia que consiste en anticipar la letra más rotunda, la de la última sílaba, se bosquejó en el primer rasgo de la "ene": un garfio superfluo, un rasgo vertical indebidamente alto, un espacio, un segundo rasgo a la mitad última de la "ene", de tamaño igual a las letras subsiguientes.
Ésta es la descripción detallada de cómo se manifestó el fenómeno gráficamente. Es cierto que, al leer, los tres nombres fueron pronunciados mentalmente con toda claridad, sin el menor titubeo, es cierto que al mismo tiempo las palabras, o más bien la palabra que querían representar resonó con la misma claridad indubitable.
Reconocerlos como tales nombres era cosa tan poco extraordinaria como comprender cualquier desusada sustantivación de un adjetivo. Pero al mismo tiempo que aparecían como existencias demoníacas, como formas de voluntad, como palpitantes máquinas de la mente, su historia en la historia, su física en la física, su presencia reforzadora del presente, se dibujaron rigurosas, netas, cargadas de minuciosa complejidad, de cuyo acervo inagotable es elemental esquema el relato anterior.
Pero si insisto en señalar la incalculable minucia de los detalles revelados no quisiera dar la impresión de una deducción ordenada en la que uno tras otro fueran apareciendo. No, así como Mahoma al ser requerido por el Ángel para emprender su viaje místico vio que Gabriel derribaba con el ala un vaso que estaba a la cabecera de su cama y partió con él, atravesó los espacios, contempló la geometría de los cielos y estudió la modestia de las criaturas del Edén, volviendo a tiempo aún para impedir que el agua se derramara, igualmente estos nombres en el universo, su génesis, su conducta, su estela, por decirlo de algún modo, pues un surco inmenso va detrás de ellos, se revelaron en no más tiempo del necesario para pronunciar mentalmente las siete sílabas de que constan.
Unos segundos antes su existencia no había sido personificada ante la conciencia, unos segundos después, la realidad de su vacío había emergido como las burbujas que deja escapar un pez subiendo de lo profundo y que explotan en la superficie del pensamiento.
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