Buscador del Blog

2

lunes, 16 de enero de 2012

Como si acabase de ocurrir

Manuel Andújar
(1913-1994)

De Los lugares vacíos (1971)
En la cercanía de la ciudad, su prolongación casi, las vueltas y revueltas de la playa como caireles espumosos, desplegaba la vega su vestidura verde y dorada y avanzaba los plantíos feraces y sus cañares y arbolillos al filo de las montañas. Abundaban allí, en cantarina distribución, las aguas de acequia. Se integraban y ramificaban riachuelos y arroyos. Contrastaban el césped —e incluso bordeaban los estercoleros— sencillas flores en pocos y destacados tonos: rojor de amapolas polvorientas y claveles de tiesto, solemne morado de violetas, grávido blanquiamarillo de las margaritas.
En aquella plenitud habían surgido los Viveros, en un paraje dominante. Debido a la incuria municipal estaban consagrados a la previsora diestra de Dios. El guarda que oficialmente los custodiaba, más apegado al existir regalón, rara vez los recorría. Eso sí, entonces, «de servicio», exhibía la teatral tercerola y se prendía, en lo pectoral de la cazadora, la placa de su autoridad.
A este lugar, de modesta belleza, se encaminaba mi familia todos los domingos, primavera y verano, como si rindiera un tributo al sol, al indispensable retozar de la prole y a la comida copiosa. Programa sin sorpresas: improvisábamos un mecedor, cantábamos a coro, jugábamos al escondite, a las carreras, a prendas y adivinanzas. Luego, en figuración de círculo, honrábamos la «pipirrana» (ensalada con huevos cocidos, tomate reventón, aceitunas negras, rajas de embutido, más cogollos de lechuga y sus porciones de apio). Para seguir con el arroz de conejo y rematar con racimos de uvas golosas, moscateles, a discreción. Tras lo cual, invencible propensión a la siesta, a entornar muy lentamente los ojos, a ver pasar las nubes en el lienzo lavado del cielo, cada vez más fatigadas y borrosas, en nuestra percepción, lastrada por la bruma del semisueño.
Sólo un chiquillo díscolo y replicador, como yo, participaba de mala gana en tales excursiones de ordenanza paternal. Ya entonces, nuncio de mis venideros infortunios, me distinguía por una terca tendencia a la soledad, a la crítica —capricho orgulloso—, al prurito de diferenciarme de todo ser común y corriente. Defecto capital que en aquella época no se manifestaba con los signos escandalosos que hoy me achacan, gracias a la saludable pedagogía de los azotes administrados, tan oportuna y sonoramente, y por los que jamás podré expresar adecuada gratitud.
A los once años, que si excluyen juicio no descartan cierto ágil entendimiento, sobrados motivos tenía para sentir una creciente aversión por las «saludables» expediciones. Que no es fácil hacer comprender a los mayores que su respetable presidencia nos impedía cometer diabluras y trastadas a nuestro sabor. Además, la asistencia, a veces numerosa, de veraneantes y aburridos de la ciudad les quitaba encanto. Prefería masticar una onza de chocolate a lomos de un tronco derrumbado y sin que nadie me importunase.
Este suplicio, el de marchar los domingos en comitiva con la parentela y a paso reglamentario de escuadrón, desmerecía, en mi precoz concepto, de la hermosura y misterios de los Viveros, que en días de labor serían maravillosos. Y uno podría brincar y rodar, o tumbarse, a su entero y libre gusto.
La idea me rondó una temporada y se apoderó de mi voluntad. Decidí realizarla, pese a los inconvenientes del probable castigo y descrédito, y del factor sorpresa.
Un lunes de mayo pedí «aparte» al maestro y con el más hipócrita de los semblantes y muecas de dolor le informé en voz baja...
—Vete pronto a tu casa, por veredas, donde haya sitios propicios. Hoy a régimen, y mañana curado. Si quieres, mando a Pepe para que te acompañe.
—No se moleste, faltaría más. Le prometo repasar la lección.
A escasos doscientos metros de la escuela emprendí un trotecillo apresurado, luego arranqué a correr. Saltaba jubiloso las acequias, crucé, arrastrándome, la enramada de carambucos, disparé algunas piedras a las vacas que pastaban en un prado de alfalfa segada y salí a la carretera, que atravesé en flecha.
Desde un montículo, pasado el caserío, se divisaban los clareados bosquecillos de los Viveros, sus plazoletas naturales tupidas de maleza, sus plácidos rincones, aquellas cuevas que tanto me atraían.
Respiré gozosamente, me golpeé la frente. Reía a caño abierto.
—¡Lejos la aritmética, la geografía, doña Isabel la Católica, las materias primas... y el copón!
La palabrota, malsonante, terrible, impía, se rebelaba, fulminadora.
—Es mucho descaro, tendré que confesarlo.
Pero soplaba un airecillo alegre y acariciador que inflamaba las mangas de la camisa. Entre el barro un sapo balanceaba, para la escapatoria, sus patas de repulsiva elasticidad. Rachas de brisa curvaban los juncos de las orillas. Sentía sobre mí la magna extensión del firmamento. Y que yo, aun siendo pequeño, era el único habitante de tanta tierra, el único que la veía y la pisaba.
No es de extrañar que fisgonease —alternándolo con silbidos a los pájaros, locas acrobacias sin testigos, coplillas cantadas al tuntún— a todo lo ancho y largo de los Viveros sin encontrar un alma. Mientras, apretaba el sol de mediodía, me notaba sudoroso y cansado, con esa laxitud de los que se embriagan de atmósfera pura. Busqué un lugar sombreado, casi oculto por unos matorrales, gratos en frescores por la proximidad del manantial.
Pasaron así unos minutos. La misma paz, inalterada ausencia humana en el contorno. Inopinadamente troncharon la calma. En la otra orilla separaban, a tirones bruscos, el ramaje espeso, unas pedrezuelas se precipitaron hasta la quieta ribera, chirrió el senderillo de grava y me llegó, cual un escalofrío, el eco sigiloso y diminuto de una respiración abrasada.
Procuré, instintivamente, no moverme, no hacer ruido. Y dirigí la mirada a mi desconocido acompañante. Era una mujer flaca, de cuerpo acortezado, entrada en años, despeinado el cabello fibroso, vestida de medio luto. Apenas lograba distinguir sus facciones; sólo aprehendí la silueta aplanada, el desgonce de los hombros, el áspero pellejo oscuro de las manos. Y su quemado brillo.
Mi curiosidad, excitada, me fijaba al lugar. ¿Quién sería? No acertaba a explicarme su presencia. Ella no iba a la escuela, ni tenía veleidades de escapatoria. Concentré la atención, espié sus ademanes nerviosos. Después, en ráfagas, el triángulo caprino de la frente, los zapatos de tacón bajo.
Se sentó en un banco rústico —dos pilastras y un tablón que se balancea— y extrajo del seno una libreta de tapas charoladas, que empezó a hojear tras frote y calado de gafas. Debía escribir algo a lápiz, una nota breve. Hice acopio de memoria: ciertos rasgos característicos se relacionaban con apreciaciones, arrumbadas en la mente, de tía Adela. Me indicaban que no se trataba de una forastera, sino de persona afincada y cimentada en la vega. La identifiqué, sobre todo, por el grotesco ladeo de la mandíbula.
Cortó mi tenaz evocación el caminar firme de una mujer, que se acercaba a la anciana. Se saludaron —por la tirantez de los gestos, con nula efusión— y hablaron casi en cuchicheo, aunque se mantenían ligeramente separadas. La «nueva», con traza de huérfana, pañuelo de colorines terciado el pecho, comenzó a manotear con violencia mal reprimida.
Me distraje unos segundos, giré la cabeza hacia una columna de humo que se enroscaba por el horizonte luminoso y cuando volví los ojos a la singular pareja la escena había cambiado, para mi sobresalto. La «escuálida» yacía en la vereda, destrozado y sangrante el cráneo, en tanto que la agresora, paralizada después del ataque, mantenía aún el brazo armado con el amocafre.
Registró después el cuerpo de la víctima, le rajó la bata por el busto y sacó un amasijo de papeles y billetes. Revisó afanosamente los primeros y rompió a trizas uno, no sin antes escudriñarlo, fascinada. Luego, introdujo dinero y documentos en la mustia canal de los senos muertos y arrastró el cadáver al riachuelo, y con un esfuerzo rabioso, asqueado, lo lanzó a la mansa, delgada corriente. Se lavó las huellas y marcas con un ademán de repugnancia y se alejó de allí, tardo el andar.
Yo estaba aturdido: un manojo de temblores. Me acurruqué en un hoyo, incapaz de raciocinio, sacudido por un espanto jadeante, como si hubiera recorrido cien leguas sin una pausa.
De manera suave e irremisible, con siniestra dulzura, las aguas reconducían el despojo a la orilla desde donde fui testigo del súbito y feroz ataque. Me bastaría alargar los dedos y palparía las carnes inertes. Parecía que me bastoneaban las coyunturas. Irresistiblemente sugestionados, mis ojos se clavaron en las vidriosas pupilas gatunas. ¡Y creed que no las olvido!
Escuché nuevamente —casualidad, capricho, maniobra del azar que nos gobierna— el dejillo murmurador de tía Adela, que recibió sepultura el día de Reyes.
—¡Mal rayo me parta! Que un hombre sea usurero, ruin es, aunque de barro nos amasaron. ¡Pero una mujer, Virgen del Carmen! No tiene perdón. Merece que la machaquen como a un alacrán. Y le gana en ponzoña. «Esa» no irá al cielo, a menos que Dios se haya vuelto mochales.
Así la describió: el vestido de medio luto (lleva duelo vergonzante), las gafas de montura lañada (por más que remiende el alma con oraciones, en el Juicio Final...).
Sacudí mi estupor, igual que un perro mojado, y me deslicé, friolento, al camino real, entonces todavía carretera labriega.
Para mi madre apañé la disculpa.
—Estaba enfermo. No quise asustar y aguardé a la hora del almuerzo. Vine a paso de tortuga. Me acostaría. ¡Qué pinchazos en las sienes! ¡Están bailando los muebles!
En mi dormitorio, corridas las persianas, denso olor a romero en búcaro; se escuchaban, sedantes, los rumores acompasados de la casa. Por el comedor, contiguo, se expande la tos de mi padre. Seguidamente el leve chasquido del papel de fumar. Debía liar los pitillos, racionados, de la semana. Mi madre empezó a pedalear, energía siempre dosificada, en la «Singer». Se detenía, a veces, ansiosa de palique.
—Va para el mes que asesinaron a doña Francisca y todavía no averiguan nada. Según mi prima, la gente, para sus adentros, se alegró. Es que no tenía caridad.
—Alguien que le debería. ¡Eran tantos! Y doña Francisca exigía que le pagasen, en su plazo, a tocateja. O mandaba al abogadillo buitre.
Se interpone un silencio cansino.
—¿Dónde dejaste la yesca?
—¡Qué preguntas! En el aparador, junto a la fuente sopera.
Seis campanadas de la tarde.
—Descargará tormenta... ¡Cuántos nubarrones crecidos de morros!
—El muchacho ha mejorado. Pronto le darán de alta. Una enfermedad rara la suya.
—Murrias de la edad. Como espiga...
—Ven, quieren conocerte.
En el poyo, bajo el emparrado, junto a mi madre, que para marzo anunciaba el tercer hermano y por ello estaba chupada de pómulos y de un humor veleta, la «otra». Sofoqué un grito, conseguí no exteriorizar aquella sorpresa espeluznante. ¡Aún la veía esgrimiendo el amocafre!
Y era de voz suave, apiñonada la tez. Sólo el intermitente parpadeo medroso, la veta helada de tiniebla que filtraban sus labios apretados.
Serían vecinos. Arrendaron el cortijo. Les fue bien con su huerta, allí por los Viveros. A fuerza de privaciones y de deslomarse prosperarán. Ella también cuida del gallinero. Y como es hormiga, vende, en persona, los huevos por los alrededores. Tienen un hijo, más o menos de tu talla. Ojalá lleguéis a ser amigos.
Sonreía la «otra». Ya no podía negarme a lo inevitable, pero juré que los rehuiría.
—Muy callado el mocito.
—Cuando hay visitas. Pero si toma confianza se gasta sus desplantes y por falta de alegar no lo ahorcarán.
Han transcurrido años y años. Salí del cascarón, mantuve utopías, tropecé con idólatras y esbirros. Supe, por experiencias y faenas, de los países del destierro. Adquirí estado y se argamasaron nuevas inquietudes, añejos escepticismos.
Pero ciertas noches, en que no logro que el sueño me conduzca a sus dominios, lo recuerdo. Como si acabase de ocurrir, como si flotara en el riachuelo próximo, aún caliente, el cadáver de doña Francisca, la usurera.
(1959)

No hay comentarios:

Publicar un comentario