El Cono
Por encima de las vides sólo asoman la cabeza y el sucio gorro del chiquillo, pero detrás de él unas nubéculas blancas, tupidas, quedan suspendidas en el quieto aire, marcando el sendero igual que el penacho de una locomotora traza la vía. Toñín camina pataleando y chapoteando en la tierra arenosa como si fuera agua de charco. Le encanta hundir los pies en este colchón blando y salir todo cubierto del polvo blanco.
Se para, y arranca un racimo de uvas apretadas como escamas de pina. Al tocarlas se borra la fina pelusilla. Las mordisquea. Salta un zumo morado, casi negro, y le salpica.
Toñín tiene la carita siempre un poco asombrada, con ojos muy abiertos, y, además, pintarrajeada de polvo, negruzca de sol y de sudor. Los tendones de su cuello flaco hacen un hoyo en la nuca. Toñín tiene diez años. Lleva pantalones de pana atados con cordel en la cintura y los tobillos; le cuelgan en bolsas absurdas, porque son pantalones de hombre. Toñín es un hombre. Trabaja en la dehesa del señor marqués, allá donde el Tajo da la vuelta a la isla de álamos.
Cuando el río estaba buscando una salida hacia el mar, se perdió en un bosque de álamos, dio una ancha curva entre las raíces monstruosas y salió al sitio donde había entrado. Quedó una isla cercada por las lentas aguas.
La dehesa del marqués no está en la isla. En la isla no hay más que álamos y patos salvajes. Los patos vienen de lejos, de río arriba y río abajo, para anidar en los huecos entre las raíces y enseñar a nadar a sus crías en el remanso. Hay una temporada en la que cazadores bajan el río en botes, sin meter ruido, y cuando llegan a la isla, el aire se llena de tiros y de alas asustadas. Pero esto pasa solamente una vez por año, cuando ha terminado la cosecha de la uva. El resto del tiempo hay paz.
A veces el guardabosque pasa por la otra ribera, con la escopeta en bandolera. Si hace mucho calor, se queda un rato frente a la isla. Cuelga su sombrero redondo con la escarapela en el cañón, respira la frescura de los álamos y del agua, y se lía un pitillo grueso como un dedo suyo.
Toñín es un hombre ya, porque gana un jornal. Cada sábado el cajero de la finca, en su jaula alambrada, grita el nombre de Toñín y le paga seis reales, un real por cada día de trabajo. Le paga en monedas de cobre, que hacen un montón tan grande que no cabe en la mano. Nunca han tenido que poner una multa a Toñín por arrancar uvas. Al chico de la tía Eulalia le pusieron una, le quitaron dos reales de la paga la primera vez que le pescaron. La segunda vez no sólo le echaron, sino que se llevó una tremenda paliza del cabo de la Guardia Civil, un hombretón con unos bigotes brillantes y negros como betún. Pero Toñín sabe cómo portarse para tener uvas. Se va al señor Juan, el capataz, se coloca en frente de él parado en un solo pie como lo hacen las cigüeñas, y pregunta: «Es que, señor Juan..., ¿puedo tomarme un racimo?» Porque el viejo siempre dice: «Yo nunca tolero que arranquen ni una sola uva. Tienen que pedírmelo antes.» Si Toñín se está comiendo el racimo tan descaradamente es porque el señor Juan le ha dado permiso.
Son unas uvas negras que después de la cosecha se arrojan a una prensa hidráulica que las estruja entre dos planchas de hierro hasta que hayan escupido la última gota de jugo. Después, el señor Manuel, el bodeguero, vierte el mosto en los enormes conos del lagar, donde empieza a bullir y echar espuma como si estuviera encima de la lumbre. Cada día el señor Manuel saca un poco del mosto por la espita de cada cono para catarlo, y cuando se marcha a la cama está borracho.
Ahora mismo el padre de Toñín estará en el vientre de un cono, fregándolo con agua salada para quitar el orujo y la basura del vino del año anterior. Un cono es una tina de madera más alta que la casa donde vive Toñín, en forma de un cono truncado, muy ancho en la base y muy estrecho en la boca, allá arriba. En el lagar de la bodega hay diez conos donde cabe todo el vino que produce la dehesa.
Una vez Toñín entró en un cono por la portezuela que hay abajo, y por la que tienen que colarse los hombres cuando hay que limpiarlo. Traía la comida para el padre, que estaba sentado en el suelo con tres compañeros, esperando la llegada de Toñín. Antonio, el padre, vertió el caldo en una fuente, y los cuatro iban metiendo la cuchara en torno. Con cada cucharada comían una rebanada de pan clavada en la punta de la navaja. Todo olía a mosto, y la pared del cono tenía color morado.
La casita de Toñín está en lo alto del cerro. Antonio la había construido cuando casó. El mismo lo había hecho todo, desde mezclar el barro con agua para el adobe, hasta enjalbegar los muros. Ahora, bajo el sol de agosto, relumbran de un blanco que hace daño a los ojos. Dentro hay un rincón con el hogar, una chimenea de campana cuyo agujero, arriba, deja entrar el sol a mediodía y el agua cada vez que llueve. Bajo la ceniza, el rescoldo queda ardiendo día y noche, alimentándose de paja y sarmientos. Cuando llueve, las primeras gotas que caen en la caliente ceniza se convierten en bolitas diminutas que saltan y chillan como si les doliera la quemadura. En el marco de la puerta hay una cortina de arpillera que muestra un escudo de armas y las letras: «Azúcar de primera calidad, 100 kg.»
Toñín entra en casa saltando como un pajarito.
—Madre, dame la comida para padre.
Fuencisla, con fláccidos pechos colgando encima de su vientre de preñada, extiende un trapo limpio en la mesa de pino. Sobre él coloca una fuente, dentro de la fuente, el puchero con el cocido, y por encima de todo, un pan. Ata las cuatro puntas del trapo con sumo cuidado.
—Toma, pero que no me lo dejes caer, golfo...
Toñín pasa la mano por debajo del doble nudo y baja la cuesta corriendo. Nada de chapotear en el polvo del sendero a través del viñedo: tiene prisa. En el aire no hay más nube que la pluma del azulado humo subiendo de la chimenea de la casona. Toñín saborea el olorcillo que sale del puchero, y la boca se le hace agua. Pronto estarán comiendo cocido dentro del cono, su padre y él. Entrará a gatas por la puertecilla y se sentará en cuclillas, y mirará hacia arriba, a la negra boca del cono por la que se ve una viga bañada en un chorro de luz.
Antonio insertó su cuerpo en la puertecilla, arrastrándose por el suelo con brazos, piernas, pecho y vientre, como un cocodrilo. Una vez dentro del cono se estiró para deshacer los nudos de los músculos. El piso estaba tapizado por un cieno negro, viscoso. Antonio se puso de pie. Un ligero vapor subía del lodo. Sentía un nudo en la garganta y carraspeó. No veía nada, cegado por el brusco cambio del sol de mediodía a la oscuridad. Levantó el rostro hacia el orificio a lo alto, unos diez metros encima. Vio un disco luminoso que empezó a girar y se multiplicó en discos y anillos de luz, todos girando.
La acción del ácido carbónico es rápida. Antonio se tumbó y consiguió forzar su cabeza a través de la puertecilla. Le sacaron Manuel, el bodeguero, con Mariano y Pepe. Una vez de pie, Antonio se tambaleó. Vomitó. Los compañeros le ayudaron a salir al patio, donde el sol sacaba chispas a los cantos, la fragua estaba hecha una negra cueva con un refulgor rojo en el fondo y un campaneo de martillos, y las gallinas picoteaban.
Antonio boqueaba y jadeaba, hasta que Manuel le trajo un vaso grande de vino.
—Toma, bebe y quédate aquí quieto... Ya me lo sabía que es imposible limpiarlos antes de secarse la madera y evaporarse el gas.
En la puerta de la oficina apareció el hijo del amo, fustigándose las polainas con un latiguito que tenía para los perros.
Llamó:
—Eh, tú, ¿qué pasa? ¿Os estáis rascando las tripas? ¿No tenéis trabajo?
Manuel se quitó la gorra y cruzó al lado de don Rafael. Era Manuel un magnífico ejemplar de macho, con unas mandíbulas poderosas y unos dientes pequeños, agudos y blancos como los de un cachorro de mastín. Los músculos de sus brazos desnudos resaltaban lisos y relucientes como pan trenzado listo para el horno, y al andar sus muslos moldeaban la tiesa pana de los pantalones.
Esperándole, el señorito Rafael mecía sus estrechas caderas en un movimiento de sorna. El surco entre las aletas de la nariz y la boca se hizo más duro.
—Bueno, ¿qué os pasa?
—Lo que he dicho que iba a pasar, señorito. Que el cono está lleno de gas. Apenas pudimos sacar a Antonio. Por el momento tenemos que esperar con la limpieza, sí, señor. No hay nada que hacer.
—¿Te crees tú que os iré pagando el jornal para que os podáis pegar la gran vida? Tenéis que limpiar los conos ahora mismo. Están abiertos arriba, y esto basta para airearlos. Lo que sois es una manga de cobardes y holgazanes.
—Pero, señorito, el caso es que el gas se queda abajo, cerca del piso.
—Pues quitarlo soplando.
Se fue a Antonio, que se puso de pie laboriosamente.
—Y tú, ¿qué haces? Un tío como tú, ¡desmayándose como una niña cursi!
—Es imposible volver dentro ahora, señorito.
—¿Ah, sí? Pero da la casualidad que esta dehesa es un negocio, no una casa de caridad. Necesito los conos listos hoy mismo. ¿Que no puedes? Muy bien. Pues vete a la oficina y cobra por los días que has trabajado, y ya está.
—Señorito Rafael...
—Nada, nada. O esto, o vuelves al cono. Como tú quieras.
—Al menos nos meteremos con otro, quizá esté más seco.
Otra vez Antonio se echó en el suelo y se hundió en las entrañas de un cono. Agachándose, le gritó el señorito Rafael:
—Ahora, ¿cómo quedamos? ¿Te aguantas o no?
Contestó una doble voz, como la de un ventrílocuo, un vozarrón amplificado por el hueco embudo del cono y retumbando por las vigas del techo, y una voz débil filtrándose por la portezuela a ras del suelo:
—¡Me aguanto!
Mariano y Pepe seguían a Antonio, lentamente, a gatas, mientras el bodeguero trajo dos cubos llenos de agua con sosa y tres cepillos de raíces, de larguísimos mangos. Dentro del cono hubo un pataleo que sonaba a tambor de tribu salvaje. Se cortó en seco al caer algo pesado. Manuel dejó los cubos rodando por el suelo y asomó la cabeza por la portezuela. Detrás de él, el señorito Rafael se quedó contemplando este cuerpo de repente decapitado. Aceleró el ritmo con que azotaba sus polainas.
Salió del agujero la cabeza de Antonio, cara morada, ojos desorbitados y ensangrentados. Cuando todo el cuerpo estuvo inerte al lado del cono, las moscas atacaron en enjambre los pies desnudos untados de una pasta fermentada cuyo olor las enloquecía.
Manuel rugió:
—Maldita sea, señorito, ¡échele una mano! Se están asfixiando los otros dos... ¡Sáquele al menos fuera, al aire!
Don Rafael se inclinó, pero el hombre le dio asco. Se sentía incapaz de tocar tanta suciedad. Desde la puerta de la bodega pidió socorro, y acudieron gentes. Pepe y Mariano estaban mareados y se bamboleaban, pero salieron al patio por sus propias fuerzas. A Antonio le tuvieron que sacar de la bodega entre cuatro. Su cuerpo, con brazos y piernas colgando, era como un fardo desatado. Un mozo de cuadra recostó la cabeza oscilante en una jamba del portal y se quitó la gorra:
—¡Que en Dios descanse!
Al entrar en el desierto patio, Toñín se quedó asombrado por tanto silencio. No había nadie, sólo unos pollitos dormitaban en el polvo de un rincón, a la sombra. La puerta grande del lagar estaba abierta, la nave quieta. El chiquillo bajó los escalones de piedra y gritó: «¡Padre!» Las sonoras panzas de los diez conos contestaron con un largo murmullo. Le entró miedo. Hubiera querido llorar.
En el quicio de la puerta, Manuel, el bodeguero, se encaró con el niño.
—Ven acá, Toñín, hijito. Tu padre ha tenido que salir al viñedo, así que tú y yo vamos a comer juntos. ¿Qué nos has traído?
Pasó su pesado brazo por los hombros de Toñín y le empujó hacia la fragua vacía, tenebrosa. Se sentaron a horcajadas en una viga gruesa que había en el suelo. Manuel cortó rebanadas de pan, vertió el caldo encima, y se pusieron a comer.
—Señor Manuel, ¿puedo meterme dentro de un cono después de comer?
Levantó la cabeza. Vio que el señor Manuel tenía los dientes apretados en la cuchara y los ojos rebosando agua.
—¡Que te vayas al cuerno, ladrón! Ahora me he quemado la lengua con el caldo, y tú te estás riendo de mí como un diablo...
El chico se reía tanto que el caldo se le escapaba de los labios en burbujas.
[1] Publicado como «The Man in the Wine Cone» en Lilliput (Gran Bretaña), febrero de 1943. Emitido por la radio de la BBC, entre el 2 y el 3 de agosto de 1945.
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