La casa de mi tío Anselmo estaba en la cima de un cerro batido por todos los vientos, y esquinaba con la iglesia, frente a frente a la vieja casa señorial. Eran los tres únicos edificios que había en la placita amurallada que en tiempos fue patio de armas del castillo. La casa era baja, de un piso, lisa y vieja, con muros ciclópeos, huraña y sombría como un desafío a la iglesia y al palacio, a la torre alegre y airosa y al escudo esculpido sobre el ancho y severo portalón. Los grandes clavos de cobre embutidos en la maciza puerta de encina brillaban como oro rojizo y la cerradura de hierro forjado chispeaba como plata pulida, en un guiño burlón hacia las losas de piedra carcomida de la silenciosa plaza, entre cuyas grietas brotaba la hierba.
Mi tía Gloria me abrió y me condujo a lo largo de un pasillo oscuro y húmedo hasta una puerta cerrada. Golpeó con los nudillos:
—¡Ave María Purísima!
—Sin pecado concebida. ¡Adelante!
Entré y avancé, pisando blandamente sobre pellejos de cordero, hacia una sombra que se movía entre las sombras.
—Siéntate. No te asustes, que no te voy a comer.
La voz era cascada y chillona. Me senté en el borde de una silla, sintiendo sobre mí una mirada escrutadora y forzándome a sostenerla cara a cara. Veía un viejo gorro de seda negra con una borla verde, una negra americana con manguitos negros de algodón hasta los codos, y contra este fondo negro dos manos largas, pálidas y frías, y una cara larga, blancuzca y oval, como un huevo.
—Parece que tú eres el menos estúpido de la familia. Yo no he tenido hijos.
Ahora se iban detallando las grises cejas espesas, el bigote blanco teñido de tabaco, los ojillos castaños y la nariz afilada que caía en curva buscando reunirse con el mentón agudo.
—He oído que te gustan los libros.
—Sí, mucho.
—Se dice: «Sí, señor» —se frotó las manos—. Bien, bien. Yo tengo muchos libros aquí; buenos libros. Voy a hacerte un regalo.
Se levantó y rebuscó entre los innumerables volúmenes alineados a lo largo de las paredes desde el suelo hasta el techo. Visto de espaldas, con su chaqueta de alpaca negra colgando de los hombros anchos y huesudos, sus piernas flacas y largas flotando dentro del trasero de los negros pantalones de lanilla, parecía inmensamente viejo y poderoso. Por encima del cuello de la americana desbordaban unos tufos rizosos de pelo blanco. Parecían afirmar esta fuerza bárbara y aún viva, oculta bajo la ropa toda negra.
—Toma éstos —me dio tres libros viejos, despidiéndose de ellos con una mirada doliente.
—Muchas gracias, tío.
—Nada de gracias. Te los doy porque esta gente no sabe leer... ¿Estás asustado de mí, no? ¿Qué te han contado del tío Anselmo?
—Nada, tío.
—Nada, ¿eh? ¡Como si no supiera quiénes son los míos! —se frotaba las manos una contra otra, suavemente, sin cesar—. ¿Tú sabes que yo una vez fui un gran abogado en Madrid? Después me hicieron juez. Al final me convertí en notario. Primero salvé a muchos granujas de que les ahorcaran; después ahorqué a muchos granujas; al fin me ganaba la vida haciendo testamentos. Un testamento es la última granujada que un hombre comete en este mundo, pero las leyes son como el Credo, ayudan a la gente a morir a gusto. Para algunos he sido un buen abogado porque salvaba granujas de la horca, un buen juez porque les hacía ahorcar y un buen notario porque evitaba pleitos. Para otros era malo por las mismas razones. Apréndete esta lección: si das limosnas, unos dirán que eres caritativo, otros que sostienes borrachos. ¡Qué importa! Cuando me cansé de tanta estupidez me encerré aquí con mis libros a vivir en paz y gracia de Dios. ¿Has leído el Quijote? ¡No importa! ¿Qué te han contado de mí?
—Nada, tío.
—No lo creo. ¿No te han dicho que si no fuera por mí serías rico y noble?'
Vino a mi memoria un recuerdo lejano:
—Hace años, cuando el centenario de la guerra de la Independencia, mi madre nos contó una noche que la familia de padre había sido noble y rica y que usted tenía los documentos que le probaban. Y que cuando Napoleón entró en España la familia quedó pobre.
Atravesó la sala chancleando en sus zapatillas de alfombra verde hasta alcanzar un viejo bargueño de pulidos herrajes. Sacó de allí un grueso rollo de papeles:
—Sí. Aquí está la riqueza. Mira estos papeles para que puedas decir que has tenido el señorío una vez en tus manos.
Me fue enseñando títulos de propiedad, cuentas de la vieja dehesa, recibos de diezmos, vales del ejército de Napoleón, salvoconductos y pasaportes —tal vez de mi tatarabuelo—, cartas en francés y en español con la tinta ya gris y los sellos de lacre roídos. Después de leerme un gran número de párrafos confusos paró de repente, ató una cinta negra como su ropa alrededor del legajo y lo volvió a encerrar en el bargueño.
—Ahora vamos a comer —dijo.
La comida fue un ritual solemne. Mi tío se enderezó en su sillón frailuno, una figura enjuta, trazó una cruz en el aire y pronunció una Benedicte con voz agresiva. Comía con pulcritud exquisita, cazando la más diminuta miga de pan que cayera en el blanco mantel, y separando la más insignificante fibra de carne de los huesos con una destreza minuciosa. Después de la comida sacó del bolsillo una moneda de cobre brillante:
—El gobierno debería obligar a cada uno que recibe una moneda a limpiarla hasta que brillara como nueva. Tal como el dinero es, sólo llevamos mierda en los bolsillos. Las monedas se ponen negras porque las manos por las que pasan están sucias. ¿O las ensucia el dinero? Qué importa, yo no voy a cambiar el mundo más que en lo que de mí dependa.
-—Papá, no te excites —dijo su hija.
—No me excito. Le he estado contando al chico que un testamento es la última granujada que la gente comete en este mundo. He hecho el mío y por una vez será un testamento honrado. Vente conmigo al despacho, chico. ¿Fumas? ¿No? Mentira. Tienes los dedos sucios de nicotina. Líate un pitillo, muchacho...
»Oh, sí, el señorío —continuó-—. Ser amo y señor. Tener siervos, seres de una raza inferior. En su iglesia, tus antepasados tenían sillas de nogal a ambos lados del altar mayor; sillas forradas de terciopelo y con su escudo de armas tallado. Nombraban al capellán y éste componía sermones en su honor. No eran malos, no. Daban pan y casa a todos los que les servían. Sólo aquellos que no querían servir... Bien, se les echaba a latigazos. ¡Qué importa! Un día los soldados de Napoleón vinieron y echaron de allí a los señores. Los siervos se quedaron atrás defendiendo las tierras, las tierras de los señores, con sus fusiles y sus cuerpos. A los señores les dieron pasaportes y llegaron aquí como mendigos, sin más riquezas que este atado de papeles. Tuvieron que trabajar. Tu bisabuelo fue zapatero de viejo, uno de sus hermanos, sastre; tu abuelo hacía carros. Pero todos se decían unos a otros y de padre a hijo: «Somos los señores del Valle de Aran, y cuando todas las guerras hayan terminado, presentaremos nuestros documentos y haremos valer nuestros derechos. Nos devolverán nuestras tierras y nuestro señorío...» Se iban muriendo y los papeles se iban pasando de mano en mano, hasta que llegaron aquí con mi viejo Quijote. ¿Te gustaría ser el señor y amo de tierras y siervos?
—No sé, tío. De todas maneras, aquello ya pasó. Ya no hay señores.
—¿Conque se acabó, eh? Mira enfrente, al palacio de los «señores» del pueblo. ¿Ya no hay señores? Oh, el pueblo es rico y los señores son buena gente. Su puerta está abierta para el que necesite ayuda. El pueblo es feliz. ¿Pero tú sabes por lo que tiene que pasar el pueblo para ser feliz? ¿Lo sabes, sobrino?
—No, señor.
—Tiene que retorcérsele primero el alma de dolor, tiene la sequía que quemar sus tierras, tiene que estar muriendo uno de los suyos, tiene que agobiarle el usurero. Sólo entonces puede un hombre empuñar el aldabón de esa puerta y arquear su espinazo y mendigar: «Señor, por el amor de Dios, sálveme.» Entonces el señor llama a la esposa y celebran consejo muy serios: «Es un buen hombre, va a misa, no bebe, no fuma. Sería una vergüenza no hacerlo. Debemos ayudarle.» Y le dan treinta dineros de plata... Yo podía haber sido el señor del Valle de Aran. Tu abuelo y el hermano de tu abuelo murieron y yo era el que quedaba en línea recta. Hace diez años que podía ser el señor del Valle de Aran. Es un valle hermoso entre montañas... Señor, líbranos de la tentación... No. No. Por veinte años he mantenido esta batalla...
Colocó sobre la mesa un viejo Quijote, lo hojeó, lo cerró, y después rezó en voz alta:
—«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus partufles de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino...»
Su voz cascada hizo sonar las viejas palabras de Cervantes como si las fuera arrancando de sus propias entrañas, como si él mismo estuviera dando forma a su propia figura. Se apartó del libro:
—No, no más señores —me miró de frente entre los ojos, y dijo—: Ésta es una lección. Hay sólo un camino para ganar la gloria de Dios; y este camino es ser un hombre. No, sobrino, no. No tendrás esta herencia, menos aún que los otros, que la desean más que tú. Porque es necesario que entre los pobres haya hombres inteligentes. Y ahora déjame. Voy a dormir mi siesta. No duermo mucho en las noches.
Mi tío abuelo Anselmo murió doce años después, en 1925. Todos los parientes fuimos a enterrar su cuerpo, que no era más que un puñado de grandes huesos dentro de un traje negro. Después nos reunimos a oír su última voluntad y su testamento en la sala de la casa, con sus paredes colgadas de viejo brocado, su suelo de losas cubierto con gruesa estera de esparto bajo las negras vigas cruzadas.
—«... La casa, la tierra, las higueras, la viña, los muebles y el dinero dejo a mi hija Gloria...»
»Ahora sigue un párrafo —dijo el notario, limpiando el sudor de su frente— que..., bueno, señores, siento decirlo, pero el difunto era un hombre de ideas un poco raras: "Es mi voluntad que mi sobrino nieto Arturo escoja una docena de libros, los que más le gusten. Después, todos mis libros y papeles, incluyendo los que están en el bargueño, deben quemarse. En el bargueño están los títulos de propiedad del antiguo señorío de mi familia. Es mi voluntad que nadie los lea, ni menos aún los use. Esto es lo que me manda mi conciencia. Con ello abro a mis herederos el camino hacia Dios y hacia los hombres. Cuando mis antecesores vinieron aquí y empezaron a trabajar en oficios humildes, aprendieron el valor de un trozo de pan y el de la amistad. Cuando dieron una limosna sacrificaron lo que habían ganado con su propio esfuerzo. Cuando veían injusticias, se rebelaban. Cuando dejaron de ser nobles, se convirtieron en hombres. Es mi voluntad que sigan siendo hombres."
»Señores, ésta es la parte más importante del testamento del difunto —dijo el notario—. Me interrumpo para decirles lo que ustedes ya conocen, desde luego: aun antes de que este testamento fuera hecho, los títulos de propiedad de las tierras perdidas en la guerra de la Independencia habían caducado. Para ser exactos, estos papeles perdieron su validez en 1908. Y ahora continúo...
Conforme a su deseo, quemamos los papeles y los libros del viejo hidalgo en el corral de su casa.
[1] Editado con anterioridad en “Los Anales de Buenos Aires” el 12 de febrero de 1947, aunque ya había sido emitido entre 30 y 31 de agosto de 1945 por la radio de la BBC.
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