LA
MALDICIÓN DE LA CASA SOLARIEGA
John
Flanders
Los viejos londinenses que quieren
mandarle a uno al diablo cortésmente, dicen:
-¡Váyase a Berdmonsey!
Con una parte de la población de Kent, de
Surrey y de Middlesex, las gentes de Berdmonsey forman la clase estúpida de
Londres. Se caracterizan por una gran facilidad para la resignación.
-No somos malos, pero tenéis que
aceptarnos tal como somos -declaran, sonriendo de un modo que obliga a
perdonarles su falta de seso.
También Horace Hyslop era un pobre
imbécil. No sólo porque había nacido en aquel barrio, porque vivía en él y
pensaba acabar en él sus días, sino sobre todo porque era un solterón
impenitente. Y ello a pesar de las rubias de ojos azules de Berdmonsey, muchachas
que sin duda no brillaban tampoco por su inteligencia, pero que eran bonitas.
Para dirigirse desde la Abbey Street a
Dockhead hay que atravesar todo un laberinto de callejones de muy mala fama. En
una de ellas tenía su tienda de comestible Horace Hyslop.
Era una tienda sin pretensiones, pero en
ella podía adquirirse a precios razonables todo lo que era útil o comestible:
salmón salado o cordones de zapatos, bizcochos azucarados o pinceles de todas
clases, papel matamoscas u hojas de afeitar baratas…
Cuando empieza esta sombría historia, M.
Horace había sobrepasado ampliamente el medio siglo. Sus cabellos adquirían el
color del viejo pergamino, y unos filamentos blancos como la nieve plateaban ya
su barba. Tenía los ojos bondadosos de un fiel setter escocés y una nariz
achatada, cuyo color rojizo daba lugar a unas declaraciones escépticas acerca
de la sobriedad de su propietario.
Sin embargo, aquellas acusaciones no
podían ser más injustas, ya que M. Hyslop sólo tomaba, por la noche, un modesto
ponche compuesto de azúcar, mucha agua caliente y muy poco ron.
Una vez por semana, no obstante, se
permitía un pequeño extraordinario en el figón de Abe Grummer, donde los
diversos platos y bebidas eran alabados por medio de versos perfectamente
rimados, como:
«Hasta los niños de teta conocen nuestras
croquetas.»
O:
«En casa de Abe, en la esquina, el mejor
vino se empina.»
Al morir, su padre Dave le había legado
la tienda y un sólido capital amasado chelín a chelín, penique a penique. Pero
M. Horace había heredado también de él su aversión a las viudas y a las
solteronas, ya que la amada esposa del difunto M. Hyslop no había hecho nunca
la vida fácil ni agradable a su marido.
Pero lo que el difunto no pudo
desarraigar de su hijo fue su pasión por la lectura. Una pasión insensata la
que experimentaba el joven Horacio, ya que la biblioteca Richards de la Tanner
Street exigía dos peniques por semana por un volumen prestado, un gasto que
cualquiera podía abstenerse de hacer en Berdmonsey.
Por la noche, después de haber cerrado la
tienda y atrancado puertas y ventanas, M. Horace se retiraba a su estrecha
cocina, atiborraba su pipa con uno de esos tabacos baratos de Kent, preparaba
su modesto ponche y se ponía a leer unas obras cuyos títulos le prometían unas
horas emocionantes: El Secreto de la Tumba, El Castillo de la Luna sangrienta,
etc.
He aquí todo lo que hubiera podido contar
sobre M. Horace Hyslop el más sabio de los historiadores de Berdmonsey.
No hay mucho que decir a propósito de su
casa, excepto que la tienda no era muy grande -aunque atestada de mercancías
como puede estarlo de comida el estómago de un avestruz-, que un estridente
timbre estaba fijado en la puerta de entrada y que, en cuanto caía la noche, se
encendía en el establecimiento una pequeña lámpara que proyectaba una claridad
mortecina.
En la cocina, que servía también de
trastienda, la calefacción quedaba asegurada por una pequeña estufa avarienta y
la iluminación por un mechero de gas que suscitaba en las paredes mil sombras
demenciales. Al fondo, en el rincón de la izquierda, una empinada escalera de
caracol conducía al insalubre dormitorio del dueño de la casa.
-Exiguo, aunque suficientemente espacioso
para vivir con una honorable esposa -murmuraban con aire decepcionado las damas
de Berdmonsey que aspiraban al matrimonio.
Una noche de otoño húmeda y fría, en el
preciso instante en que el tendero se disponía a cerrar el establecimiento,
entró una mujer y pidió azúcar cande.
M. Horace no la había visto nunca.
Pensando que podía convertirse en una nueva cliente, omitió el ejercer la
habitual e indelicada presión sobre la balanza. La mujer recibió así una onza
de azúcar más de lo que M. Horace solía entregar por una libra.
Con su abrigo negro y ajustado y su
pequeño gorro de piel adornado con una pluma, la desconocida estaba muy
elegante.
Pagó y salió de la tienda dando las
buenas noches con una voz seca y, no obstante, melodiosa.
Aquella noche, M. Horace sorbió su ponche
como de costumbre, pero soltó un momento Las Aventuras del Pirata Enmascarado
para pensar en la enigmática desconocida.
-¡Tiene unos ojos inmensos! -se dijo-. ¡Y
una extraña palidez!
Al día siguiente, la bruma del crepúsculo
corría por las sinuosas callejas de Berdmonsey cuando la desconocida reapareció
y compró media libra de bizcochos al jengibre y otros tantos macarrones.
-¿La señora vive en el barrio? -inquirió
M. Horace.
Ella respondió negativamente y se marchó.
En el umbral de la puerta se detuvo, volvió la cabeza y dijo:
-Buenas noches, M. Hyslop.
-¡Sabe mi nombre! -murmuró M. Horace,
alzando los ojos hacia el mechero de gas-. En realidad, no tiene nada de
sorprendente. Lo habrá leído en el letrero de la calle.
En voz más baja, añadió:
-¡Tiene unos dientes blanquísimos! ¡Y la
tela de su abrigo es de una calidad superior!
No volvió a verla hasta al cabo de tres
días. La desconocida se presentó a la misma hora y pidió dos onzas de queso y
la misma cantidad de higos secos.
Fue el momento que escogió Betty Bleacher
para entrar y pedir manteca de cerdo, sal y café.
La misteriosa desconocida depositó el
importe de su compra sobre el mostrador y salió.
-¡Betty! -exclamó M. Horace, despechado-.
Pudo usted aguardar un momento a que hubiera terminado de servir a esta dama.
Ni siquiera he podido envolver adecuadamente sus mercancías.
Betty le miró con unos ojos redondos como
platos.
-¿Qué dama? -inquirió, asombrada-. Yo no
he visto a nadie. ¡Creo, mi querido Horace, que ha apurado usted ya su ponche
vespertino!
La señorita Bleacher había tendido
numerosos anzuelos con la esperanza de atrapar a M. Hyslop, pero sin duda los
había provisto de cebos poco apetitosos, ya que todos sus esfuerzos habían
resultado inútiles.
-¡Vieja loca! -gruñó M. Horace, cuyos
pensamientos se volvieron inmediatamente hacia la dama vestida de negro-. ¡Qué
mujer tan hermosa! -suspiró-. ¡Y tan elegante! Demasiado hermosa y elegante
para vivir en estos alrededores.
No sabía que desde hacía unas noches los
perros vagabundos de Berdmonsey se regalaban con azúcar cande, con bizcochos al
jengibre, con macarrones, con queso y con higos secos, que una mano desenvuelta
dejaba caer en las callejas del barrio.
Había cerrado ya puertas y ventanas
cuando llamaron.
Fuera, el tiempo era tormentoso. El
abrigo negro de la dama brillaba con mil gotas de lluvia.
-¿No quiere usted calentarse un momento
junto a la estufa? -se arriesgó M. Horace.
Ella aceptó sentarse, pero en cambio
rechazó el humeante ponche que le era ofrecido; permaneció inmóvil y silenciosa
al lado de la estufa.
-Un tiempo asqueroso, ¿verdad? -dijo M.
Hyslop-. No me extrañaría que nevara.
Ella inclinó la cabeza en señal de
asentimiento, se puso en pie, le entregó un chelín por el paquete de chocolate
que había comprado y luego desapareció en la tenebrosa calleja, cuyos dos
únicos faroles había apagado el viento, como si se tratara de dos vulgares
velas.
Un poco más tarde, tres perros famélicos
se disputaban unas pastillas de chocolate caídas sobre el fango.
M. Hyslop continuaba ignorando este
último detalle. Pero ahora la dama se presentaba cada noche, pedía alguna cosa,
pagaba religiosamente su cuenta y se sentaba unos instantes cerca de la estufa
avarienta, ya que el tiempo seguía siendo áspero y brumoso.
-¿Qué es lo que quiere de mí, en
realidad? -se preguntaba M. Horace-. Apenas me dirige la palabra y, sin
embargo, me da la impresión de que aquí se siente como en su casa. ¡De todos
modos, no puede negarse que es hermosa y elegante!
Apenas se asombró cuando ella le dijo,
una vez:
-Después de tanto tiempo, tendríamos que
pensar en casarnos, Horace.
Y, como subyugado, M. Hyslop respondió:
-Sí.
Entonces se enteró de su nombre. Se
llamaba Elfrida. Elfrida Smith.
Se unieron una mañana, muy temprano, en
una pequeña capilla de la Green Street.
No era aún de día, y el clérigo tuvo que
encender un cirio para poder leer un fragmento de la Biblia.
M. Hyslop le entregó la licencia de
matrimonio, y su esposa le pagó la suma de quince chelines.
-¿Volvemos a casa? -inquirió M. Horace.
-A casa, sí -respondió ella-, pero a la
mía.
-¡Ah! ¿Dónde vives, Elfrida?
-En el Middlesex -dijo ella, deteniendo
con la mano un taxi que pasaba.
M. Horace la siguió, dócil como un
cordero. Hubiera querido hacerle más preguntas, pero no pudo: su lengua estaba
como atacada de parálisis.
En la estación de Paddington subieron a
un tren que silbaba ya anunciando su próxima salida. El viaje fue relativamente
corto.
La última estación que sobrepasaron antes
de apearse fue la Yeading.
Abandonaron el tren en un lugar sórdido y
desagradable; un viejo vagón en desuso servía a la vez de despacho y de sala de
espera.
El encargado de recoger los billetes
parecía desempeñar también las funciones de guardabarrera, de farolero y de
jefe de estación.
-Buenas tardes, caballero -le dijo a M.
Hyslop-. Un tiempo de perros, ¿verdad?
«¡Qué descortés! -pensó M. Horace,
mientras el hombre se retiraba apresuradamente a su garita-. Ni siquiera ha
saludado a mi esposa.»
Ésta seguía ya con paso rápido un angosto
camino que serpenteaba entre unas tierras de barbecho y una enmarañada maleza.
-¿No hay modo de obtener un vehículo,
querida? -preguntó M. Horace, visiblemente preocupado por su abrigo negro y su
reluciente sombrero de copa, cada vez más empapados.
-No vamos muy lejos -dijo ella.
Bordearon todavía un bosquecillo cuyos
árboles estaban atestados de graznantes cornejas. Luego alcanzaron una verja
desarticulada y completamente oxidada, que emitió un espantoso chirrido cuando
Elfrida la abrió, sin esfuerzo aparente.
-He aquí mi casa -dijo ella súbitamente.
M. Hyslop apenas daba crédito a sus ojos.
-¡Pero, es un castillo! -exclamó
-Un castillo, en efecto.
«Ya me parecía a mí que era una gran dama
-pensó el tendero-. Pero, un castillo…»
En realidad se trataba de una casa
solariega espantosa y desagradable, casi en ruinas. Los amorcillos crecían en
abundancia al pie de las murallas que ocultaban su decrepitud bajo una espesa
capa de musgo gris y fangoso. Un ambiente de tristeza invadía los alrededores.
-Los criados no están enterados de
nuestra llegada -declaró Mme. Hyslop-. Entraremos por una de las puertas
laterales.
Precedió a M. Horace en un pasadizo
estrecho y oscuro, que olía a humedad y a madera podrida. Treparon por una
oscura escalera que crujía y gemía bajo sus pasos, y desembocaron finalmente en
un espacioso vestíbulo.
En un amplio hogar ardían unos troncos.
M. Hyslop tuvo por un instante la sensación de que se habían encendido en el
preciso momento en que ellos penetraban en la estancia, pero aquello había sido
una simple ilusión, naturalmente. No obstante, aquel fuego no desprendía ningún
calor. Un aire frío y húmedo flotaba en la inmensa sala.
En el centro se alzaba una gran mesa de
ébano, rodeada de altos sillones de cuero.
-Sentaos -dijo Mme. Elfrida-. Voy a
llamar al mayordomo para que prepare la cena. Pero antes permitidme que os
sirva un poco de vino.
Sacó de una rinconera una panzuda botella
y un vaso de fino cristal.
-¡Delicioso! -opinó M. Horace-. ¡Nunca lo
había bebido mejor!
En su tienda vendía una especie de
clarete al que bautizaba sucesivamente con los nombres de Mâcom, San Emilio o
San Esteban, pero se preguntó inútilmente con qué nombre habría podido bautizar
aquel excelente vinillo.
-¿Es oporto? -inquirió.
-Amontillado.
-¡Ah! Tendré que comprar de este
amontillado -dijo M. Horace, vaciando su segundo vaso.
Paseó la mirada a través de la sala y la
detuvo finalmente sobre un gran retrato que colgaba de la pared, al lado del
hogar.
El retrato representaba a un hombre
vestido a la antigua, con una especie de miriñaque, un ajustado chaleco con
galones plateados y una gorguera de encaje.
El personaje tenía una cabellera rizada,
una nariz aguileña y unos ojos melancólicos.
-¡Bien, bien! -exclamó M. Hyslop, que
había vaciado ya la mitad de su tercer vaso-. Si la vista no me engaña, ese
elegante personaje tiene un raro parecido conmigo… ¿No os parece?
-Es Sir Horacc Crofton -dijo Mme. Hyslop.
-¿Y se llama también Horace? ¡Que
divertido! Servidme un poco más de este exquisito vino, querida. Decíais, pues,
que se llamaba Sir Horace…
-Crofton. Le ahorcaron en Tyburn, el año
1663.
-¡Ahorcado! -exclamó el tendero-. ¡Pobre
muchacho! ¿Y por qué motivo?
-Por el asesinato de su esposa, que está
allí.
Señaló con el dedo otro retrato, colgado
en la pared de enfrente.
-Lady Elfrida Crofton -añadió.
-Elfrida, ¿eh? ¡Extraordinario!
¡Realmente curioso! Pero, ¿son los efectos del vino o los de la luz
crepuscular? ¡Podría jurarse que habéis servido de modelo al artista que pintó
ese retrato!
-Sir Horace Crofton mezcló veneno con el
vino de su esposa -continuó Elfrida-, y ella murió en la flor de su juventud.
-¡Espantoso! -dijo M. Horace,
estremeciéndose-. Yo también conocí a un hombre que estuvo a punto de ser
ahorcado. Se llamaba Bram Mudd. Le acusaban de haber administrado a su esposa
una buena dosis de matarratas. Pero en el último momento se descubrió su
inocencia.
El vino empezaba a subírsele
peligrosamente a la cabeza. Súbitamente quedó como sumergido en una leve bruma.
-Un poco más de amontillado -balbució.
Pero su esposa no estaba sentada ya a la
mesa. Creyó verla de pie contra la pared. M. Horace se levantó trabajosamente y
se dirigió hacia ella, con paso titubeante.
-Amor mío… Casi había olvidado que
estamos casados… Y ni siquiera he recibido un beso…
Se precipitó con los brazos extendidos
hacia la pared, contra la cual chocó violentamente.
Había tomado por su esposa al retrato de
Lady Crofton.
-¡Elfrida!
-¡Ah, ah, ah! -le respondió el eco.
Vio el cordón de una campanilla que
colgaba de la pared. Tiró de él con una mano húmeda, pero la cuerda estaba
podrida y quedó entre sus dedos, sin que hubiera resonado ningún campanillazo
en la mansión. El fuego estaba apagado, en el hogar sólo quedaban unas cenizas
negras y frías.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, M.
Hyslop empezó a luchar contra los efectos embrujadores y diabólicos del vino.
Se repuso lo suficiente como para arriesgarse a abandonar la sala y a visitar
el castillo.
En el curso de aquella visita su asombro
se acrecentó sin cesar, hasta convertirse en horror. Doquiera que dirigía sus
pasos sólo encontraba estancias vacías y desiertas, techos decrépitos,
escaleras en ruinas, muros cuarteados.
En vano trató de regresar al vestíbulo de
los retratos, donde había bebido el amontillado.
-Y, sin embargo -gimió-, me he casado con
ella. Esta misma mañana… ¡Oh, ese maldito vino!
Y, de repente, las tinieblas se espesaron
a su alrededor.
Dándose cuenta de que la tienda llevaba
algún tiempo cerrada, los vecinos avisaron a la policía, la cual descerrajó la
puerta.
Horace Hyslop estaba colgado del sólido
brazo del mechero de gas.
La muerte debía remontarse a varios días,
ya que en la trastienda flotaba un espantoso olor a cadáver.
-¡Estaba loco! -exclamó el hombre que
había acompañado a la fuerza pública al interior de la casa-. Tenía que estar
loco para disfrazarse así.
En efecto, M. Hyslop llevaba una especie
de miriñaque, un ajustado chaleco con galones plateados y una gorguera de
encaje.
-Lleva encima más de cien libras de telas
finas y metales preciosos -dijo uno de los agentes-. ¿Por qué se ha suicidado,
pues?
-No se trata de un suicidio -declaró el
inspector encargado de la investigación-. ¿Cómo hubiera podido atarse de ese
modo, sin la ayuda de nadie?
Mientras pronunciaba aquellas palabras,
señaló las cuerdas que apretaban fuertemente los brazos y las piernas del
muerto.
-¡Qué coincidencia! -continuó el
inspector-. Así es como antaño el verdugo de Tyburn ataba a los criminales para
conducirlos a la horca. Incluso los nudos son iguales que los que se hacían en
aquella época. En todo caso, esto sólo puede ser obra de un maníaco
perfectamente enterado de cómo se llevaban a cabo los ajusticiamientos en los
siglos pasados.
Las ruinas del castillo de Crofton no han
vuelto a recibir, desde hace años, la visita de los derechohabientes que huyen
como de la peste de la casa solariega maldita.
En la antigua sala de honor continúan tal
cual los retratos de Sir Horace Crofton y de su esposa Lady Elfrida.
A la luz amarillenta del crepúsculo, los
dos personajes se miran fijamente con sus ojos muertos, en los cuales, no
obstante, brillan aún el enojo, el odio y la desesperación.
FIN
 
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