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viernes, 28 de julio de 2017

LEJANO CENTAURO A. E. van Vogt



Me desperté con un sobresalto y pensé: ¿Cómo lo estaría tomando Renfrew?
Debo haber hecho algún movimiento, porque una oscuridad bordeada de dolor se cerró sobre mí. No tengo modo de saber durante cuánto tiempo yací en ese desmayo agónico. La próxima cosa de la que tuve conciencia fue el empuje de las máquinas que impulsaban la nave espacial.
Lentamente esta vez, la conciencia volvió a mí. Me quedé muy quieto, sintiendo el peso de mis años de sueño, decidido a seguir la rutina prescrita por Pelham tanto tiempo atrás.
No quería volver a desmayarme.
Me quedé tendido allí, y pensé: Fue tonto haberse preocupado por Jim Renfrew. Solo dentro de cincuenta años, de acuerdo con lo programado, saldría de su estado de animación suspendida.
Comencé a observar el iluminado cuadrante del reloj del techo. Antes había marcado las 23:12; ahora eran las 23:22. Los diez minutos que Pelham había indicado como lapso entre la pasividad y la acción inicial ya habían trascurrido.
Lentamente, empujé una mano hacia el borde de la cama. (Clic)  Mis dedos oprimieron el botón que había allí. Se oyó un débil zumbido. El masajeador automático comenzó a moverse suavemente sobre mi forma desnuda.
Primero, frotó mis brazos; luego se movió sobre mis piernas, y luego sobre el resto de mi cuerpo. A medida que avanzaba, pude sentir la fina capa de aceite que exudaba de él actuando sobre mi piel reseca.
Una docena de veces pude haber gritado por el dolor que me causaba el retorno de la vida. Pero después de una hora pude sentarme y encender las luces.
El pequeño y familiar cuarto, escasamente amueblado, no pudo atraer mi atención más que un momento. Me puse de pie.
El movimiento debe haber sido demasiado brusco. Me tambaleé y debí aferrarme a la columna metálica de la cama; y sufrí la náusea producida por mis descoloridos jugos estomacales.
La náusea pasó. Pero tuve que recurrir a toda mi voluntad para ir hasta la puerta, abrirla, y caminar por el estrecho corredor que conducía al cuarto de control.
No se suponía que debía detenerme allí, pero me invadió un espasmo de fascinación absolutamente terrible; y no pude evitarlo. Me apoyé en la silla de control, y eché una ojeada al cronómetro.
Decía: 53 años, 7 meses, 2 semanas, O días, O horas y 27 minutos.


¡Cincuenta y tres años! Un poco a ciegas, casi estúpidamente, pensé: Allá en la Tierra, la gente que habíamos conocido, los jóvenes con los que habíamos ido a la universidad, la muchacha que me había besado en la fiesta que nos ofrecieron la noche antes de la partida: estaban todos muertos, o muriendo de viejos.
Recordaba de modo muy vivido a la muchacha. Era bonita, vivaz, completamente desconocida. Se había reído al ofrecerme sus rojos labios y había dicho:
-Un beso para el feo, también.
Ahora sería abuela, o estaría en la tumba.
Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me las enjugué, y comencé a calentar la lata de líquido concentrado que sería mi primera comida. Lentamente, mi mente se calmó.
Cincuenta y tres años y siete meses y medio, pensé vacíamente. Casi cuatro años más que el tiempo estimado para mí. Tendría que .hacer algunos cálculos antes de tomar otra dosis de la droga de la Eternidad. Se había calculado que veinte granos preservarían mi carne y mi vida durante cincuenta años exactamente.
La sustancia era evidentemente más potente que lo que Pelham había podido estimar durante el corto período de pruebas previas.
Permanecí tenso, con los ojos entrecerrados, pensando en eso. Abruptamente, tomé conciencia de lo que estaba haciendo. Una carcajada salió de mis labios. El sonido rompió el silencio como una serie de disparos de pistola, sobresaltándome.
Pero también me alivió. ¿De verdad estaba aquí sentado, criticando?
Una dilación de solo cuatro años era una minucia en ese lapso.
Bien, estaba con vida y aún era joven. El tiempo y el espacio habían sido conquistados. El universo pertenecía al hombre.
Tomé mi "sopa", sorbiendo cada cucharada con deliberación. Hice que el plato durara cada segundo de treinta minutos. Luego, muy recuperado, me encaminé otra vez al cuarto de control.
Esta vez me detuve para echar una larga mirada por las pantallas. Me llevó solo un momento localizar al Sol, una estrella que relucía brillantemente en el centro aproximado de la pantalla trasera.
Me llevó más tiempo localizar a Alfa del Centauro. Pero brilló finalmente, un punto reluciente en la oscuridad salpicada de luces.
No perdí tiempo tratando de calcular sus distancias. Parecían ser las correctas. En cincuenta y cuatro años habíamos cubierto aproximadamente un décimo de los cuatro y un tercio años luz que nos separaban del famoso sistema estelar más próximo a nosotros.
Satisfecho, me encaminé otra vez a la zona de los tripulantes. Contrólalos de a uno, pensé. Primero Pelham.
Cuando abrí la puerta hermética del cuarto de Pelham, un enfermante olor de carne descompuesta azotó mi nariz. Jadeando, cerré el cuarto de un portazo, y permanecí en el estrecho vestíbulo, estremeciéndome.
Un minuto más tarde, aún no había otra cosa más que la realidad.
Pelham estaba muerto.
No recuerdo claramente qué hice entonces. Sé que corrí. Abrí de un golpe la puerta de Renfrew, luego la de Blake. El limpio y dulce olor de sus cuartos, la vista de sus cuerpos silenciosos en las camas, me devolvió en alguna medida la cordura.
Una profunda tristeza me invadió. Pobre y valeroso Pelham. El inventor de la droga de la Eternidad, que había hecho posible la gran zambullida en el espacio interestelar, yacía ahora muerto por su propia invención.
Qué era lo que había dicho: "Hay muy pocas posibilidades de que alguno de nosotros muera. Pero hay lo que yo llamo un factor de muerte de alrededor del diez por ciento, una consecuencia de la primera dosis. Si nuestros cuerpos sobreviven al shock inicial, sobrevivirán a las dosis adicionales."
El factor de muerte debía ser mayor del diez por ciento. Esos cuatro años extra que la droga me había hecho dormir...
Sombríamente, me dirigí al depósito, y busqué mi traje espacial y un lienzo. Pero aun con esta ayuda, era algo horrible. La droga había preservado el cuerpo hasta cierto punto, pero se deshacía cuando lo levanté.
Finalmente, llevé el lienzo y su contenido hasta la toma de aire, y lo arrojé al espacio.
El tiempo me apuraba ahora. Estos períodos de vigilia debían ser breves, y durante ellos podía consumirse lo que llamábamos oxígeno "corriente", pero no debían tocarse las reservas principales. Los productos químicos de las habitaciones renovaban el aire "corriente" a través de los años, aprestándolo para el próximo que despertara.
De un modo curiosamente defensivo, habíamos descuidado prepararnos para una emergencia como la muerte de alguno de nosotros; en cuanto me despojé del traje espacial, pude sentir la diferencia en el aire que respiraba.
Me dirigí primero a la radio. Se había calculado que medio año luz era el límite para la recepción de radio, y ahora nos estábamos aproximando a ese límite.
Un poco más de cinco meses después, los titulares refulgirían en la Tierra. Inscribí mi informe en el libro de bitácora de la nave, y agregué una nota para Renfrew al pie. Era un breve tributo a Pelham. Mi elogio era sentido, pero la nota tenía otra intención. Habían sido camaradas: Renfrew, el genio de la ingeniería que había construido la nave, y Pelham, el gran doctor en química, cuya droga de la Eternidad había hecho posible que el hombre emprendiera este fantástico viaje a la inmensidad.
Me pareció que Renfrew, al despertarse en medio del gran silencio de la nave en marcha, necesitaría mi tributo a su amigo y colega. Era lo menos que podía hacer yo, que los amaba a ambos.
Después de escribir la nota, examiné apresuradamente las relucientes máquinas, hice anotaciones de las indicaciones .de varios instrumentos, y luego conté cincuenta y cinco granos de la droga de la Eternidad. Eso era lo más próximo que podía calcular a la cantidad que creía que sería necesaria para otros ciento cincuenta años.
Durante un largo momento, antes de que llegara el sueño, pensé en Renfrew y en el terrible shock que lo esperaba además de todas sus reacciones naturales frente a las situaciones, que calaría hondo en su peculiar y sensible naturaleza...
Me agité desasosegado ante la escena. Aún había preocupación en mi mente cuando llegó la oscuridad.
Casi instantáneamente, abrí los ojos. Pensé: ¡La droga! No me había hecho efecto.
La fatiga de mi cuerpo me reveló la verdad. Me quedé tendido muy quieto contemplando el reloj del techo. Esta vez fue más fácil seguir la rutina, salvo que, una vez más, no pude refrenarme de mirar el cronómetro cuando pasaba para la cocina.
Decía: 201 años, 1 mes, 3 semanas, 5 días, 7 horas, 8 minutos.
Sorbí mi cuenco de super sopa, luego me dirigí ansiosamente a la bitácora grande.
Es absolutamente imposible para mí describir el escalofrío que me recorrió cuando vi la familiar escritura de Blake y luego, cuando volví las páginas hacia atrás, la de Renfrew.
Mi excitación menguó lentamente al leer lo que había escrito Renfrew. Era un informe, nada más: lecturas gravitométricas, un cuidadoso cálculo de la distancia recorrida, un detallado informe del funcionamiento de los motores, y, finalmente, una estimación de nuestra variación de velocidad, basada en los siete factores de consistencia.
Era un espléndido trabajo matemático, un análisis científico de primera clase. Pero eso era todo lo que había. Ninguna mención a Pelham, ni una palabra comentando lo que yo había escrito o lo que había sucedido.
Renfrew se había despertado; y si su informe era algún índice, bien podría haber sido un robot. Pero yo sabía que no era así.
Igual -me di cuenta cuando empecé a leer su informe- que como lo sabía Blake.

Bill:
¡ROMPE ESTA HOJA CUANDO HAYAS TERMINADO DE LEERLA!
Bien, lo peor ha ocurrido. No se puede pedir al destino que nos de una patada peor. Odio pensar que Pelham está muerto. ¡Qué hombre era, qué amigo! Pero todos sabíamos el riesgo que corríamos, y él más que nadie. De modo que todo lo que podemos decir es: "Duerme bien, viejo amigo. Jamás te olvidaremos".
Pero ahora es serio el caso de Renfrew. Después de todo, estábamos preocupados acerca de cómo tomaría su primer despertar, ni qué hablar de un balazo entre los ojos como es la muerte de Pelham. Y creo que la primera ansiedad era justificada.
Tal como tú y yo lo hemos sabido siempre, Renfrew era uno de los muchachos mimados de la Tierra. Imagina solamente a cualquier ser humano que nazca con su combinación de apostura, dinero e inteligencia. Su gran error fue que jamás dejó que el futuro lo preocupara. Con esa deslumbrante personalidad suya, y la bandada de mujeres adoradoras y hombres -sí- a su alrededor, no tenía mucho tiempo para otra cosa que el presente.
Las realidades siempre lo golpearon como un rayo. Podía dejar a esas tres ex mujeres suyas -y no eran tan ex, si me lo preguntas- sin advertir que era para siempre.
Esa fiesta de despedida era suficiente para hacer que cualquiera se sintiera mentalmente ofuscado. Despertarse cien años después y darse cuenta de que los que ha amado se han marchitado, muerto y han sido comidos por los gusanos... ¡bueno-o-o!
(Deliberadamente lo expreso con tanta crudeza, porque la mente humana piensa en ángulos terriblemente extraños, a pesar de todo lo que censure al habla).
Personalmente, yo contaba con que Pelham actuaría como una especie de apoyo psicológico para Renfrew; y ambos sabemos que Pelham sabía la magnitud de su influencia sobre Renfrew. Esa influencia debe ser remplazada. Trata de pensar en algo, Bill, mientras estés a cargo del trabajo de rutina. Tenemos que vivir con ese tipo cuando todos nos despertemos, dentro de quinientos años.
Rompe esta hoja. Lo que sigue es rutina.
Ned.




Quemé la carta en el incinerador, examiné los dos cuerpos dormidos -¡qué mortalmente quietos yacían!- y luego regresé al cuarto de control.
En la pantalla, el sol era una estrella muy brillante, una gema engarzada en terciopelo negro, un glorioso, resplandeciente brillante.
Alfa del Centauro estaba más brillante. Era una luz radiante en esa panoplia de negro y resplandores. Aún resultaba imposible distinguir los soles separados de Alfa A, B, C, y Próxima, pero sus luces combinadas producían una sensación de reverencia y majestuosidad.
La excitación ardió en mi interior, y tuve conciencia de lo glorioso de nuestro viaje, los primeros hombres en camino hacia el lejano Centauro, los primeros hombres que se atrevían a aspirar a las estrellas.
Ni siquiera la idea de la Tierra conseguía empañar esa creciente marea de asombro; la idea de que siete, posiblemente ocho generaciones habían nacido desde nuestra partida; la idea de que la muchacha que me había dado el dulce recuerdo de sus labios era ahora conocida por sus descendientes como la abuela de su bisabuela -si es que la recordaban.
El inmenso lapso trascurrido, la idea completa, tenía poco significado para lograr emocionar.
Hice mi trabajo, tomé la tercera dosis de la droga, y me acosté. El sueño me sorprendió sin haber logrado elaborar un plan para Renfrew.
Cuando me desperté, estaban sonando los timbres de alarma.
Yací inmóvil. No podía hacer otra cosa. Si me hubiera movido, habría regresado a la inconsciencia. Aunque era un tormento el solo hecho de pensarlo, advertí que, fuera cual fuere el peligro, el medio más rápido de afrontarlo era seguir mi rutina al segundo y al pie de la letra.
De algún modo lo logré. Los timbres bramaban y ululaban, pero me quedé allí hasta que llegó el momento de levantarme. El clamor era horrible cuando atravesé el cuarto de control. Pero lo atravesé y me senté a sorber mi sopa durante media hora.
Me asaltó la convicción de que si el sonido persistía, seguramente Blake y Renfrew se despertarían de su sueño.
Por fin, me sentí libre de enfrentarme a la emergencia. Respirando agitadamente, me acomodé en la silla de control, desconecté las insufribles alarmas y encendí las pantallas.
Un incendio relució ante mí en la pantalla de visión trasera. Era un colosal incendio blanco, más largo que ancho, y que llenaba casi un cuarto de todo el cielo. Se me ocurrió la horrible idea de que estábamos a unos pocos millones de millas de algún monstruoso sol surgido recientemente en esta parte del espacio.
Frenéticamente, manipulé los estimadores de distancia... y luego, durante un momento, miré fijo con absoluta incredulidad la respuesta que, con un clic metálico, apareció en la pantalla de resultados. ¡Siete millas! ¡Solo siete millas! La mente humana es curiosa. Un momento antes, cuando creía que era un sol de forma anormal, no me había parecido otra cosa que una masa incandescente. Ahora, bruscamente, percibí un contorno sólido, una inconfundible forma material.
Atontado, me puse de pie de un salto porque... ¡Era una nave espacial! Una enorme nave de una milla de largo. O mejor dicho -me hundí otra vez en el asiento, abrumado por la catástrofe que estaba presenciando, y adaptando conscientemente mi mente- el llameante infierno de lo que había sido una nave espacial. Ninguna cosa con vida podría, posiblemente, seguir consciente en ese horror de fuego devorador. La única posibilidad era que la tripulación hubiera logrado abordar los botes salvavidas.
Como un loco, examiné los cielos en busca de una luz, un resplandor de metal que revelara la presencia de sobrevivientes.
No había nada más que la noche y las estrellas y el infierno de la nave en llamas.
Después de largo rato, advertí que la distancia aumentaba, y la nave parecía retroceder. La fuerza impulsora que había igualado su velocidad a la nuestra debía estar cediendo ante la furia de las energías que consumían la nave.
Comencé a sacar fotos, y me sentí justificado para abrir las reservas de oxígeno. A medida que se alejaba en la distancia, la nova en miniatura que había sido una nave espacial en forma de torpedo, comenzó a cambiar de color, a perder su blanca intensidad. Se convirtió en un rojo incendio perfilándose contra la oscuridad. Mi última mirada .me lo reveló como un largo y opaco resplandor que no parecía otra cosa que una nebulosa de color cereza vista desde el borde, como un resplandor reflejado por la noche más allá de un lejano horizonte.
Entre una y otra observación, ya había hecho todo lo que se requería de mí; y ahora volví a conectar el sistema de alarma y, con mucha reluctancia, con la mente abrumada por las especulaciones, regresé a la cama.
Mientras estaba acostado esperando que me hiciera efecto la última dosis de mi viaje, pensé: el gran sistema estelar de Alfa del Centauro debe tener planetas habitados. Si mis cálculos eran correctos, estábamos a 1,6 años luz del grupo, principal de soles de Alfa, y un poco más cerca de la roja Próxima.
Aquí estaba la prueba de que el universo tenía al menos otra raza supremamente inteligente. Nos aguardaban prodigios que superaban a nuestras más descabelladas expectativas. Una y otra vez me estremecí de expectación.
Solo en el último instante, cuando el sueño ya se apoderaba de mi cerebro, advertí con sorpresa que me había olvidado por completo del problema de Renfrew.
No me sentí alarmado. Seguramente, Renfrew volvería a la vida en gran forma cuando se enfrentara a una compleja civilización desconocida.
Se habían terminado nuestros problemas.
La excitación debe haber acortado esos ciento cincuenta años finales. Porque, cuando desperté, pensé:
"¡Estamos aquí! ¡Ha terminado la larga noche, el increíble viaje. Todos nos despertaremos, nos veremos, y también veremos a esa civilización de allí afuera. Y también veremos a los grandes soles de Centauro".
Lo extraño era, advertí mientras yacía allí, exultante, que el tiempo me había parecido largo. Y sin embargo... sin embargo solo había estado despierto tres veces, y solo una durante el equivalente de un día completo.
En el verdadero sentido, había visto a Blake y a Renfrew -y a Pelham- solo un día y medio antes. Solo había tenido treinta y seis horas de conciencia desde que un par de suaves labios se habían posado sobre los míos, y se habían quedado allí en el beso más dulce de mi vida.
¿Entonces por qué este sentimiento de que habían trascurrido milenios, segundo tras lento segundo? ¿Por qué esta extraña, vacía conciencia de un viaje a través de una noche insondable e interminable?
¿Se engañaba tan fácilmente a la mente humana?
Finalmente, me pareció que la respuesta era que yo había estado vivo durante esos quinientos años, todas mis células y órganos habían existido, y no era imposible que alguna parte de mi cerebro hubiera estado horrendamente consciente durante todo el inconcebible período de tiempo.
Y además estaba, por supuesto, el hecho psicológico adicional de que yo sabía que habían trascurrido quinientos años y que...
Sobresaltándome, vi que habían pasado los diez minutos. Con cautela, puse en marcha el masajeador. Las suaves manos acojinadas habían trabajado quince minutos sobre mí cuando se abrió la puerta; la luz se encendió con un clic y reveló a Blake.
El movimiento demasiado brusco con el que giré la cabeza para mirarlo hizo que me mareara. Cerré los ojos y lo oí atravesar el cuarto hacia mí.
Después de un minuto, pude mirarlo sin ver borrones. Entonces advertí que traía un cuenco de sopa. Se quedó mirándome con fijeza, con una expresión extrañamente sombría.
Por fin, su largo y delgado rostro se distendió en una descolorida sonrisa.
-Hola, Bill -dijo-. ¡Ssshh!-agregó de inmediato-. Ahora no intentes hablar. Voy a empezar a darte esta sopa mientras estás acostado. Cuanto más rápido te levantes, mejor me sentiré.
Estaba otra vez sombrío.
-Hace dos semanas que me he levantado - concluyó como si recién acabara de ocurrírsele.
Se sentó en el borde de la cama y me alargó una cucharada de sopa. Había completo silencio, salvo por el zumbido del masajeador. Lentamente, la fuerza fluyó a través de mi cuerpo; con cada segundo que pasaba, yo me hacía más consciente del sombrío estado de ánimo de Blake.
-¿Qué pasa con Renfrew?-pude decir finalmente, con voz ronca-. ¿Está despierto?
Blake Vaciló, luego asintió. Su expresión se oscureció, frunció el ceño.
-Está loco, Bill, completa y absolutamente loco -dijo con sencillez-. Tuve que atarlo. Lo tengo encerrado en su cuarto. Está más tranquilo ahora, pero al principio era un maníaco delirante.
-¿Estás loco?-susurré finalmente-. Renfrew no fue nunca tan sensible. Enfermo y depresivo, sí;
pero el simple paso del tiempo, la brusca conciencia de que todos sus amigos han muerto, no pueden haberlo vuelto loco.
Blake estaba sacudiendo la cabeza.
-No es solo eso, Bill. Hizo una pausa.
-Bill, quiero preparar tu mente para el mayor shock que ha sufrido jamás.
Lo miré fijamente, invadido por un vacuo sentimiento.
-¿Qué quieres significar?-dije.
Prosiguió haciendo muecas.
-Sé que podrás soportarlo. Así que no temas. Tú y yo, Bill, estamos aquí por accidente. Estamos en esto porque fuimos a la Universidad junto con Pelham y Renfrew. Básicamente, a unos insensibles como nosotros no les importaría aterrizar en el año 1.000.000 antes o después de Cristo. Solo miraríamos a nuestro alrededor y diríamos: " ¡Qué raro encontrarte aquí, compinche!" o "¿Quién era ese pterodáctilo con el que te vi anoche?" Eso no era un pterodáctilo; era la esposa de Unthahorsten, la de cerebro bulboso.
-Ve al grano -murmuré-. ¿Qué pasa? Blake se puso de pie.
-Bill, después de haber visto las fotografías y leído tu informe acerca de aquella nave, se me ocurrió una idea. Los soles de Alfa estaban bastante próximos hace dos semanas, solo a seis meses de distancia a nuestra velocidad promedio de quinientas millas por segundo. Pensé para mí mismo: "Veré si puedo sintonizar alguna de sus estaciones de radio."
-Bien -sonrió sesgadamente-; conseguí cientos de ellas en pocos minutos. Se oían en los siete diales de ondas, claras como una campana.
Hizo una pausa, me miró fijamente, y su sonrisa era una mueca.
-Bill -gruñó- somos los más tontos de toda la creación. Cuando le dije la verdad a Renfrew, se encerró en sí mismo como si fuera hielo derritiéndose en agua.
Volvió a hacer una pausa; el silencio era demasiado para mis nervios tensos.
-Por el amor de Dios, hombre -comencé. Y me detuve. Y me quedé allí tendido, muy quieto. Así cayó sobre mí el relámpago de la comprensión. La sangre parecía rugir en mis venas. Finalmente, dije con voz débil:
-Quieres decir... Blake asintió.
-Sí -respondió-. Así es. Y ya nos han localizado con sus rayos espías y sus pantallas de energía. Una nave se acerca para recibirnos.
-Solo espero -terminó sombríamente -que puedan hacer algo por Jim.
Una hora más tarde, estaba sentado en la silla de control cuando vi el resplandor en la oscuridad. Hubo un relámpago de brillante plata, que explotó en un amplio contorno. En Un instante más, una gigantesca nave espacial había igualado nuestra velocidad y se hallaba a menos de una milla de distancia. Blake y yo nos miramos.
-¿No dijeron -preguntó temblorosamente- que la nave había salido del hangar diez minutos atrás? Blake asintió.
-Pueden hacer el viaje de la Tierra a Centauro en tres horas -dijo.
Yo no había oído eso antes. Algo sucedió en mi cerebro.
-¡Qué! -grité-. ¡A nosotros nos llevó quinien... Me detuve, me senté.
-¡Tres horas!-murmuré-. ¿Cómo pudimos olvidar el progreso humano?
En el silencio que siguió, vimos cómo se abría un agujero en el muro-semejante a un acantilado que se alzaba frente a nosotros. Conduje nuestra nave al interior de esa caverna.
La pantalla de visión trasera nos mostró cómo se cerraba la entrada de la caverna. Delante de nosotros, las- luces centellearon, enfocando una puerta. Cuando dejé que nuestra nave se apoyara en el suelo, un rostro apareció en nuestra pantalla de radio.
-¡Cassellahat! -me susurró Blake al oído-. El único tipo que me ha hablado directamente hasta ahora.
La cabeza y el rostro que nos escrutaba era distinguida y de aspecto erudito. Cassellahat sonrió.
-Pueden salir de la nave, y trasponer la puerta que están viendo -dijo.
Tuve la sensación de que nos rodeaban espacios vacíos mientras salíamos a la vasta cámara de recepción. Los hangares para naves interplanetarias eran así, me recordé a mí mismo. Solo que éste tenía una extraña cualidad que...
"¡Nervios!", pensé abruptamente. Pero pude ver que Blake también lo sentía. En un silencioso dúo, pasamos en fila por la puerta y penetramos en un vestíbulo, que se abría a un cuarto amplio y lujoso.
Un rey o una actriz cinematográfica hubieran entrado a ese cuarto sin pestañear. Estaba completamente revestido de soberbios tapices -es decir, por un momento creí que eran tapices; luego vi que no lo eran. Eran... no pude decir qué eran.
Había visto mobiliarios costosos en alguno de los departamentos de Renfrew. Pero estos divanes, sillas y mesas relucían como si estuvieran hechos de fuego de diferentes colores con brillo similar. No, no era así, no relucían en absoluto, sino que...
Una vez más, fui incapaz de decidir.
No tuve tiempo de hacer un examen minucioso. Porque un hombre con ropas muy similares a las nuestras estaba levantándose de una de las sillas. Reconocí a Cassellahat.
Se adelantó, sonriendo. Luego se detuvo, frunciendo la nariz. Un momento más tarde, nos estrechó apresuradamente las manos, y luego se retiró con presteza hasta una silla situada a tres metros de distancia, y se sentó con cuidado.
Fue una actuación asombrosamente poco graciosa. Pero me alegré de que se hubiera alejado de ese modo. Porque, cuando se acercó a darme la mano, había podido percibir una leve ráfaga de perfume que emanaba de él. Era un olor vagamente desagradable, y, además... ¡un hombre que usara perfume en cantidad!
Me estremecí. ¿En qué clase de afectado sin sentido había caído la raza humana?
Nos hacía señas de que nos sentáramos. Así lo hice, preguntándome: ¿Sería esta nuestra recepción? El antiguo operador de radio comenzó:
-Debo advertirlos acerca de su amigo. Es de tipo esquizoide, y nuestros psicólogos pueden lograr solamente una mejoría temporal por el momento. Una cura permanente llevará más tiempo y toda la cooperación de ustedes. Acepten todos los planes del señor Renfrew a menos, por supuesto, que sean peligrosos.
"Pero ahora -nos concedió una sonrisa- permítanme que les dé la bienvenida a los cuatro planetas de Centauro. Personalmente, este es un gran momento para mí. Desde la más tierna infancia, he sido entrenado con el único propósito de ser su mentor y guía; y naturalmente estoy abrumado de alegría porque ha llegado el momento de poner en práctica mis exhaustivos estudios acerca del lenguaje y las costumbres del período medio americano.
No parecía abrumado de alegría. Arrugaba la nariz de esa extraña manera que ya habíamos advertido, y su rostro mostraba una expresión dolorida. Pero fueron sus palabras las que me impresionaron.
-¿Qué quiere decir -pregunté- con "estudios americanos"? ¿La gente ya no habla el lenguaje universal?
-Por supuesto -sonrió- pero el lenguaje se ha desarrollado hasta un grado tal que, será mejor que sea franco, pueden tener dificultades para comprender una palabra tan simple como "síe".
-¿Síe?-repitió Blake.
-Significa "sí".
-¡Oh!
Quedamos en silencio. Blake se mordía el labio inferior. Fue él quien dijo finalmente:
-¿Qué clase de lugar son los planetas de Centauro? Por radio, usted dijo algo acerca de que los centros de población habían vuelto a localizarse en las ciudades.
-Me hará feliz -dijo Cassellahat- mostrarles todas las grandes ciudades que les interese ver. Son nuestros huéspedes, y se han depositado varios millones en sus cuentas individuales para que los usen como les parezca.
-¡Ooh!-dijo Blake.
-Sin embargo -continuó Cassellahat- debo hacerles una advertencia. Es importante que no desilusionen a la gente. Por lo tanto, jamás deben mostrarse por las calles, ni mezclarse en modo alguno con la multitud. Siempre el contacto deberá efectuarse por medio de los noticieros o de la radio o desde el interior de una máquina cerrada. Si tienen idea de casarse, deben desechar para siempre la idea.
-¡No comprendo!-dijo Blake, asombrado, y habló por los dos.
-Es importante -concluyó Cassellahat con firmeza- que nadie advierta que el físico de ustedes emana un ofensivo olor. Podría dañar considerablemente sus futuras perspectivas económicas.
"Y ahora -se puso de pie- los dejaré por el momento. Espero que no les importe si en el futuro uso una máscara en su presencia. Deseo que estén a gusto, caballeros y..."  Hizo una pausa y miró detrás de nosotros.
-Ah, aquí está su amigo -dijo. Giré como un trompo y pude ver que Blake se volvía y miraba con fijeza...
-Hola, muchachos -dijo Renfrew con alegría desde la puerta, y luego, torcidamente-. ¿Acaso no somos una banda de tontos?
Sentí que me ahogaba. Corrí hacia él, tomé su mano, lo abracé. Blake trató de hacer lo mismo.
Cuando finalmente soltamos a Renfrew, y miramos alrededor, Cassellahat ya no estaba.
Y era mejor así. Le hubiera dado un golpe en la nariz por sus comentarios finales.
-¡Bien, aquí va!-dijo Renfrew. Nos miró a Blake y a mí, hizo una mueca, se frotó alegremente las manos y agregó:
-Durante una semana he observado, pensando las preguntas que le haría a este tipo y...
Se volvió hacia Cassellahat.
-¿Qué es -comenzó- lo que hace que la velocidad de la luz sea constante?
Cassellahat ni siquiera pestañeó.
-La velocidad es igual a la raíz cúbica de gp -dijo- en la que p es la profundidad del continuum espacio-tiempo y g la tolerancia total o gravedad, como la llamarían ustedes, de toda la materia de ese continuum.
-¿Cómo se forman los planetas?
-Un sol debe equilibrarse en el espacio en el que está. Arroja materia tal como un buque arroja anclas. Es una descripción muy burda. Podría darle la fórmula matemática, pero tendría que escribirla. Después de todo, no soy .científico. Estos son solamente hechos que he conocido desde la infancia, o así lo creo.
-Un momento -dijo Renfrew, perplejo-. ¿Un sol lanza toda esa materia sin ningún otro motivo más que su... deseo de equilibrarse?
Cassellahat lo miró fijamente.
-Por supuesto que no. La razón, el motivo implícito, es muy potente, se lo aseguro. Sin ese equilibrio, el sol saldría de este espacio. Solo unos pocos soles solteros saben cómo mantener la estabilidad sin planetas.
-¿Unos pocos qué?-repitió Renfrew.
Pude ver que las respuestas le habían hecho olvidar las sutiles preguntas que había planeado hacer una a una. Las palabras de Cassellahat interrumpieron mis pensamientos.
-Un sol soltero -dijo- es una estrella enfriada, muy vieja, de clase M. La más caliente que se conoce tiene una temperatura de ciento noventa grados Fahrenheit, la más fría, de cuarenta y ocho. Literalmente, un sol soltero es un pillastre chiflado por los años. Su rasgo principal es que no permite a su alrededor la existencia de materia, ni de planetas, ni siquiera de gases.
Renfrew se quedó en silencio, pensativo, ceñudo. Aproveché la oportunidad para introducir otra línea de pensamiento.
-Este asunto de saber todas esas cosas sin ser un científico, me interesa -dije-. Por ejemplo, allá en casa, todos los niños comprendían el principio de los vuelos atómicos prácticamente desde que nacían. Muchachos de ocho y diez años volaban en juguetes especialmente diseñados, los armaban y los desarmaban. Pensaban en términos de vuelo atómico, y cualquier evolución en ese campo les resultaba muy sencilla de absorber. Ahora bien, esto es lo que me gustaría saber: ¿qué es lo que equivale ahora y aquí a ese aspecto en particular?
-La fuerza adeledicnander -dijo Cassellahat-. Ya he tratado de explicárselo al señor Renfrew, pero su mente parece resistirse a comprender algunos de los aspectos más simples.
Renfrew se levantó, hizo una mueca.
-Ha estado tratando de decirme que los electrones piensan, y no me lo tragaré -dijo.
Cassellahat sacudió negativamente la cabeza.
-No he dicho que piensan, no piensan. Pero tienen una psicología.
-¡Psicología electrónica!-dije.
-Simplemente adeledicnander -replicó Cassellahat-. Cualquier niño...
-Ya lo sé -gruñó Renfrew-. Cualquier niño de seis años podría explicármelo. Se volvió hacia nosotros.
-Por eso -nos dijo- había preparado una serie de preguntas. Creí que si podíamos conseguir una buena base intermedia, podríamos interiorizarnos de este asunto de la fuerza adeledicnander tal como lo hacen sus niños.
Se volvió hacia Cassellahat.
-La siguiente pregunta -dijo-. ¿Qué... Cassellahat había estado mirando su reloj.
-Me temo, señor Renfrew -lo interrumpió- que si usted y yo queremos alcanzar el ferry al planeta Pelham, será mejor que salgamos ahora. Puede hacerme sus preguntas durante el viaje.
-¿Qué es todo esto?-estallé.
-Me va a llevar a los grandes laboratorios de ingeniería de las montañas europeas de Pelham -explicó Renfrew-. ¿Quieren venir?
-Yo no -dije.
Blake se encogió de hombros.
-No tengo interés de meterme en uno de esos trajes que nos ha dado Cassellahat, diseñados para no dejar salir nuestro olor, pero que no impiden que el de ellos entre.
-Bill y yo -terminó- nos quedaremos aquí y jugaremos al poker por algunos de esos cinco millones que tenemos en el banco del Estado.
En la puerta, Cassellahat se volvió; había un claro entrecejo en la máscara de piel que usaba.
-Usted trata con mucha ligereza el obsequio del gobierno -dijo.
-¡Síe!-dijo Blake.
-De modo que apestamos dijo Blake.
Hacía nueve días que Cassellahat había llevado a Renfrew al planeta Pelham; y nuestro único contacto había sido una llamada radiotelefónica de Renfrew al tercer día, en la que nos dijo que no nos preocupáramos.
Blake estaba de pie ante la ventana de nuestro penthouse en la ciudad de Nuevamérica; y yo estaba boca arriba en mi cama. En mi mente se mezclaban pensamientos acerca de la potencial locura de Renfrew y de todas las cosas que había visto y oído sobre la historia de los últimos quinientos años.
-Basta de eso -me rebelé-. Nos enfrentamos con un cambio del metabolismo humano, probablemente causado por los diferentes alimentos provenientes de remotas estrellas. También es probable que huelan más que nosotros, porque el solo hecho de acercarse a nosotros es una agonía para Cassellahat, en tanto que nosotros únicamente percibimos un olor desagradable en él. Es el caso de tres contra billones. Con franqueza, no creo que obtengamos una rápida victoria, así que será mejor que lo tomemos con tranquilidad.
No hubo respuesta, de modo que volví a ensimismarme. Habían recibido mi primer mensaje radial en la Tierra, y, cuando se había inventado la impulsión interestelar, en el año 2320 d.C., menos de ciento cuarenta años después de nuestra partida, advirtieron lo que sucedería eventualmente.
Los cuatro planetas habitables de los soles A y B de Alfa fueron llamados Renfrew, Pelham, Blake y Endicott en honor de nosotros. Desde 2320, la población de los cuatro planetas había aumentado tanto que ahora había un total de diecinueve billones de personas que habitaban en sus cada vez menores espacios de tierra. Y esto a pesar de las migraciones a planetas de sistemas más distantes.
La nave espacial que yo había visto arder en el año 2511 era la única nave que se había perdido en el trayecto Tierra-Centauro. Viajando a toda velocidad, sus pantallas deben haber reaccionado contra nuestra nave. Todos los automáticos deben haber entrado instantáneamente en actividad, y como todas esas defensas deben haber sido inoperantes en ese momento para detener una nave que viajaba a Menos Infinito, cada uno de los motores de retroceso debe haber estallado.
Una cosa así no podía volver a suceder. Tan enorme había sido el progreso en el campo de la energía adeledicnander, que las más grandes naves podían detenerse en seco en pleno vuelo.
Nos habían dicho que no nos sintiéramos culpables de ese desastre, ya que muchos de los avances de la psicología electrónica adeledicnander habían sido el resultado de los análisis teóricos de esa gran catástrofe.
Advertí que Blake, irritado, se había dejado caer en una silla cercana a mí.
-¡Muchacho, oh, muchacho!-dijo- ésta sí que será una vida para nosotros. Podemos prever cincuenta años más de ser parias en una civilización en la que ni siquiera podemos comprender cómo funcionan las máquinas más simples.
Me agité inquieto. Yo había tenido pensamientos similares. Pero no dije nada.
-Debo admitir -prosiguió Blake- que cuando descubrí que los planetas de Centauro habían sido colonizados, me imaginé cortejando a alguna dama, y casándome con ella.
Involuntariamente, mi mente saltó al recuerdo de un par de labios elevándose para encontrar los míos. Me estremecí.
-Me pregunto cómo estará tomando esto Renfrew -dije-. El...
Una voz familiar que provenía de la puerta interrumpió mis palabras.
-Renfrew -dijo- está tomando las cosas muy bien, ahora que la primera impresión ha dado lugar a la resignación, y la resignación a un propósito.
Nos volvimos hacia él cuando terminó de hablar. Renfrew caminó lentamente hacia nosotros, haciendo una mueca. Al observarlo, dudé de su recobrada cordura.
Estaba en su mejor momento. Su cabello oscuro y ondeado estaba muy bien peinado. Sus ojos asombrosamente azules daban vida al rostro. Era una natural maravilla física, y en su estado normal tenía todo el brillo de un actor de una película de lujo.
En este momento lucía todo ese brillo y esa jactancia.
-He comprado una nave, amigos -dijo-. Ha costado todo mi dinero y también parte del de ustedes. Pero sabía que me respaldarían. ¿Estoy en lo cierto?
-Por supuesto -dijimos Blake y yo.
-¿Cuál es la idea?-dijo Blake, solo.
-Ya lo tengo -interrumpí-. Haremos un crucero por todo el universo, pasaremos el resto de nuestra vida explorando nuevos mundos. Jim, has tenido una gran idea. Blake y yo estábamos a punto de hacer un pacto de suicidio.
Renfrew sonreía.
-De todos modos, viajaremos un poco -dijo.
Como Cassellahat no puso ningún obstáculo ni nos aconsejó nada acerca de Renfrew, estábamos en el espacio dos días más tarde.
Los que siguieron fueron tres meses extraños. Durante un tiempo experimenté una sensación de reverencia ante la vastedad del cosmos. Silenciosos planetas aparecían en nuestros visores, y se esfumaban en la distancia detrás de nosotros y nos dejaban la nostálgica memoria de deshabitados bosques batidos por el viento, de llanuras desérticas, agitados mares y soles sin nombre.
El espectáculo y los recuerdos hicieron que la soledad fuera un dolor, y causaron la certeza, que se instaló lentamente en nosotros, de que este viaje no aliviaba el peso del extrañamiento que nos había invadido desde nuestra llegada a Alfa del Centauro.
No había ningún alimento para nuestras almas, nada que pudiera llenar satisfactoriamente un año de nuestra vida, por no hablar de cincuenta.
Observé cómo esta certeza crecía en Blake, y esperé algún signo de que Renfrew también lo sintiera. El signo no llegó. Eso me preocupó, luego advertí otra cosa. Renfrew nos vigilaba. Nos vigilaba como si tuviera un secreto, un propósito secreto.
Me alarmé más, y la perpetua alegría de Renfrew no me ayudó en absoluto. Al final del tercer mes, estaba tendido en mi litera, pensando desasosegadamente en la inquietante situación, cuando de pronto se abrió la puerta, y entró Renfrew.
Traía una pistola paralizante y una cuerda. Me apuntó con la pistola-y dijo:
-Lo siento, Bill. Cassellahat me dijo que no corriera riesgos, así que quédate quieto mientras te maniato.
-¡Blake!-bramé.
Renfrew sacudió suavemente la cabeza.
-Es inútil -dijo-. Estuve en su cuarto primero.
Sus manos sujetaban el arma con firmeza, sus ojos eran acerados. Todo lo que podía hacer era tensar los músculos mientras me ataba, y confiar en el hecho de que yo era al menos el doble de fuerte que él.
Pensé con desaliento: Por lo menos podré impedir que me ate demasiado apretado.
Finalmente retrocedió y repitió:
-Lo siento, Bill. Odio tener que decirte esto -agregó- pero los dos enloquecieron cuando llegamos a Centauro, y ésta es la cura prescripta por el psicólogo que consultó Cassellahat. Se supone que deben sufrir un shock tan grande como el que los enloqueció.
La primera vez no había prestado atención a su mención de Cassellahat. Ahora mi mente ardió con la comprensión.
Increíblemente, le habían dicho a Renfrew que Blake y yo estábamos locos. Durante todos estos meses, su sentido de responsabilidad hacia nosotros lo había mantenido firme. Era un hermoso esquema psicológico. Lo que me preocupaba era: ¿qué clase de shock sufriríamos?
La voz de Renfrew interrumpió mis pensamientos.
-No falta mucho -dijo-. Estamos entrando en el campo del sol soltero.
-¡Sol soltero!-grité.
No respondió. En el mismo momento en que la puerta se cerró detrás de él, empecé a trabajar con mis ligaduras; mientras pensaba:
"¿Qué era lo que había dicho Cassellahat? Los soles solteros se mantenían en este espacio por un precario equilibrio.
¡En este espacio! El sudor corrió por mi rostro mientras imaginaba cayéndonos hacia otro plano del continuum témporo-espacial... pude sentir cómo caía la nave cuando, finalmente conseguí librarme de las cuerdas.
No había estado maniatado durante tanto tiempo como para que las cuerdas me hubieran interrumpido la circulación. Me encaminé hacia el cuarto de Blake. En dos minutos estábamos en camino hacia la cabina de control.
Renfrew no nos vio hasta que ya habíamos caído sobre él. Blake le arrebató el arma; con un poderoso empujón, lo arrojé del asiento de control, haciéndolo caer al suelo.
Se quedó allí, sin ofrecer resistencia, haciéndonos una mueca.
-Demasiado tarde -se mofó-. Nos estamos aproximando al primer punto de intolerancia, y no pueden hacer otra cosa más que prepararse para el shock.
Apenas si lo escuché. Me dejé caer en la silla y eché un vistazo a los visores. No había nada a la vista. Eso me atontó durante un segundo. Luego vi los instrumentos registradores. Temblaban furiosamente, registrando un cuerpo de tamaño INFINITO,
Durante un largo momento miré locamente esas cifras increíbles. Luego puse el desacelerador a fondo. Ante la presión del adeledicnander a pleno, la máquina quedó rígida; tuve la fantástica visión de la colisión de dos fuerzas irresistibles. Jadeando, di un sacudón a la palanca, poniéndola en punto muerto.
Seguíamos cayendo.
-Una órbita -estaba diciendo Blake-. Busca una órbita.
Con dedos temblorosos, tecleé una en la consola, basando mis cifras en un sol del tamaño, gravedad y masa del nuestro.
El sol soltero no nos dejaría lograrlo.
Probé con otra órbita, y con una tercera, y más; finalmente traté con una que nos hubiera hecho girar alrededor de la misma Antares. Pero la terrible realidad no varió. La nave seguía cayendo y cayendo.
Y no se veía nada en los visores, ni una sombra de sustancia. En un momento me pareció distinguir un manchón más oscuro en la oscura extensión del espacio. Pero las estrellas eran escasas en todas direcciones y resultaba imposible estar seguro.
Finalmente, desesperado, salté del asiento y me arrodillé frente a Renfrew, que no había hecho ningún esfuerzo por levantarse.
-Escúchame, Jim -rogué-¿para qué hiciste esto? ¿Qué sucederá?
Jim sonreía tranquilamente.
-Piensa -me dijo- en un viejo y gastado solterón humano. Sostiene una relación con sus semejantes, pero la asociación es tan remota como la que existe entre un sol soltero y las estrellas de la galaxia de la que forma parte.
"En cualquier momento a partir de ahora agregó- entraremos en el primer período de intolerancia. Funciona en saltos, como el quantum, y cada período es de cuatrocientos noventa y ocho años, siete meses y ocho días más unas pocas horas"
Parecía un galimatías.
-¿Pero qué sucederá?-lo urgí-. ¡Por el amor de Dios, hombre!
Me miró con calma y, al mirarlo, advertí de repente, con asombro, que era al viejo, cuerdo y completamente racional Jim Renfrew a quien miraba, y que de algún modo se había vuelto mejor, más fuerte.
-Bien -dijo con tranquilidad- nos arrojará fuera de su área de tolerancia, y al hacerlo, nos hará regresar...
¡SACUDÓN!
El bandazo fue inmensamente violento. Con un ruido sordo, golpeé el suelo, patiné, y una mano -la de Renfrew- me sostuvo. Y todo había terminado.
Me puse de pie, consciente de que ya no caíamos. Miré el panel de instrumentos. Todas las luces estaban encendidas, funcionando, los indicadores marcaban firmemente el cero. Me volví y observé a Renfrew, y a Blake, que se levantaba dolorosamente del suelo.
-Déjame sentarme ante el tablero de control, Bill -dijo persuasivamente Renfrew-. Quisiera establecer un rumbo hacia la Tierra.
Durante un largo minuto fijé mis ojos en él, luego me retiré al costado. Me quedé a su lado mientras manipulaba los controles y aceleraba. Renfrew me miró.
-Llegaremos a la Tierra en alrededor de ocho horas -dijo- y habrá trascurrido solamente un año y medio desde el momento de nuestra partida hace quinientos años.
Algo empezó a tironear en la bóveda de mi cráneo. Me llevó varios segundos decidir que tal vez fuera mi cerebro que saltaba ante la tremenda comprensión que de repente había caído sobre mí.
El sol soltero, pensé atontado. Al arrojarnos fuera de su campo de tolerancia, simplemente nos precipitó a un período de tiempo más allá de su campo. Renfrew había dicho... había dicho que funcionaba en saltos de... cuatrocientos noventa y ocho años y siete meses y...
¿Pero qué pasaría con la nave? ¿Acaso el adeledicnander del siglo veintisiete, llevado al siglo veintidós, cuando aún no había sido inventado, no cambiaría el curso de la historia? Farfullé esa pregunta. Renfrew sacudió negativamente la cabeza.
-¿Acaso nosotros lo entendemos? ¿Acaso confiaríamos a unos monos el terrible poder que encierran esas máquinas? Digo que no. En cuanto a la nave, la mantendremos para nuestro uso particular.
-P-pero -comencé. Me interrumpió.
-Mira, Bill -dijo- esta es la situación: esa muchacha que te besó, y no creas que no vi cuando te derrumbaste como una tonelada de ladrillos, va a estar sentada a tu lado dentro de cincuenta años, cuando tu voz llegue del espacio para informarle a la Tierra que te has despertado en tu primera etapa del primer viaje a Centauro.
Eso es exactamente lo que ocurrió.

FIN

Far Centaurus   (1944)


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