De Ofrenda a una virgen loca (1961)
Aurora saltó la tapia del corral por entre las piedras derruidas como cuando era chica. Por allí se escapa a veces la cabra, y siempre decían, "hay que poner ahí unas piedras", pero no las ponían nunca. Parecía que lo dejasen así a propósito para que se escapara: ya que la cabra se escapa, que tenga un hueco por donde saltar. Así un año y otro, y los abuelos y los nietos sin poner las piedras.. . Todo esto le pasó por la cabeza al saltar la tapia, toda esta repetición sin fin, al mismo tiempo que la idea firme e increíble:
—¡Es la última vez que la salte!
En el callejón la niebla era tan espesa que no dejaba trasparentar el alba. Se encontró allí sola un momento, el tiempo suficiente para pensar: —Ya lo he hecho. Y en seguida, quitándole importancia a esto, con un furor más fuerte que la angustia: —Lo voy a hacer, ¡lo haré!
Fue la niebla la que le dio aquella sensación de soledad o, tal vez, el contacto con su propia decisión, pero no estuvo sola más que un instante; Arturo la esperaba cerca y cuando oyó rodar los pequeños cascotes que, al saltar ella, desmoronaron un poco más la tapia, vino y la agarró fuertemente por el brazo. No se abrazaron: se apretaron uno contra otro, un momento, y echaron a correr.
Corrieron callejón abajo, sin ver más que las piedras relucientes por el orballo, que casi era lluvia, pero de gotas tan leves que se les metían por la boca al respirar. Corrieron en silencio hasta dejar atrás el pueblo, una vez lejos acortaron el paso para tomar aliento, pero por poco tiempo; en seguida reanudaron la carrera, porque lo que iban a hacer no era compatible con la calma ni con la tregua. Bajaban siguiendo las vertientes, donde el agua traza pequeñas sendas entre los árboles y el ir cuesta abajo les ayudaba a correr. Cuando llegaron a la ribera la niebla se despegaba del río y la luna empezaba a despertar el verde en los castaños. Llegaron hasta la misma orilla. En aquel lugar el río tenía la margen muy tendida y dejaba descubierta una playa de arena negra. Todo el lecho del río estaba teñido por el residuo de las minas y el agua, por transparentar el fondo, parecía intensamente negra.
Habían corrido tan locamente que se vieron de pronto detenidos: no era aquél el sitio que buscaban. Tuvieron que seguir por la orilla, saltando los setos que dividían los prados. El río hacía allí un recodo y, por lo tupido de la niebla, habían tomado un sendero que ahora les obligaba a cruzar la colina, atravesando el bosque de helechos: dudaron. Rodear la colina por la costa era exponerse a encontrar gente que iría ya al trabajo, pero cruzar el bosque era afrontar aquel olor, encontrar aquellas peladuras, donde los tallos tronchados conservaban la huella de sus cuerpos.
Cruzaron el bosque, pero sin adentrarse en él. Iban escondiéndose entre las matas, sin mirar hacia la espesura, sin ceder a la llamada de aquel verde musgoso, mirando hacia el lado en que la falda de la colina baja hasta el caserío y el camino. Empezaron a ver algunas casas de mineros, miserables. Sabían de siempre que eran miserables, pero la hora, la luz, que era ya limpia sobre los techos húmedos, las chimeneas que empezaban a humear, todo parecía tener una belleza, una dulzura adormecedora.
Arturo la llevaba cogida por el brazo y tiraba de ella hacia el bosque. Aurora negaba con la cabeza: no querían mirarse. Arturo dijo, al fin: —¿Por qué no?, y pudo dar a su acento tanto de persuasión como de perseverancia. Dijo ¿Por qué no?, solamente, pero con ello decía al mismo tiempo: —Eso no cambiará nada. Dijo infinitas cosas, diciendo solamente: —¿Por qué no?, y Aurora cedió, porque, en realidad, no había un porqué y, además, porque él la arrastró y se precipitó con ella entre los helechos.
Los dos sabían que el impulso de momentos antes se había roto, pero confiaban en que volvería a renacer, y guardaban silencio como si esperasen oírlo venir, más bien, como si atendiesen a las voces que podían conjurarlo. No se confesaban el temor de haberlo perdido ni la dificultad con que cada uno lo buscaba en su fondo. Cada uno sabía que si dejaba entrever su dificultad, quedaba en el acto convenido en culpable: el otro, al verle desfallecer, se sentiría lleno de fuerza, negaría que a él le hubiesen faltado un solo instante; esto lo sabían los dos y callaban. Abrazados, con las mejillas juntas, esperaban la transformación de su laxitud en furor y, para acelerarla, consideraban el bienestar, el placer infinito de aquel momento, que era lo que les negaban. Lo que negaban, en redondo, lo que degradaban. Porque lo que les había enloquecido no era una prohibición, a la que faltaban con frecuencia, sino una insidia, que había minado su confianza en la vida. Había sido, también, como un desafío a su verdad: el desafío de las burlas, de las risas escépticas, de las palabras obscenas o necias que les escupían en cuanto se mostraban un poco descubiertos.
En todas estas cosas concentraban su pensamiento y, sin comunicárselas, se transmitían la intensidad de cada recuerdo con una caricia o una presión, que atestiguaba la firmeza no extinguida. Porque la decisión que habían tomado era absolutamente absurda, insana; ninguna de las amenazas que se alzaban en sus vidas podría llevarles lógicamente a adoptarla. No, ninguna de ellas, por sí sola, era suficiente, pero el enjambre, la avalancha, el torbellino más bien, les había dejado sin horizonte, había dado al mundo aquella forma de embudo a su alrededor. Ahora se esforzaban en hacer brotar el torbellino, pero sólo brotaban sus elementos, uno a uno, y cada uno de por sí débil, no enteramente irrevocable. Sin embargo, no empleaban ni la lógica corriente, que habría bastado para combatirlos, porque buscaban sólo el momento de colmo en que concibieron la idea. No lograban el acorde, pero sí el apresuramiento de las figuras o palabras, en su mente. Recordaban ciertos hechos, tal como habían sido, no reflexionaban sobre el sentido o intención que tuviesen: se ponían ante ellos, los revivían, oyendo un acento, viendo una cara, con la elemental repetición que pone en sus relatos la gente simple, como cuando las comadres se cuentan sus novelas cotidianas: —Ella me dijo... y entonces yo le dije... Eso es lo que se esforzaban en recordar, más que las cosas graves: su pobreza, los exiguos recursos del pueblo, la mina, el mar, la emigración, que no eran fantasías, sino cosas bien reales. Pero lo atroz, lo insoportable estaba en aquellas voces, en aquellas caras que no querían que nadie se escapase. A veces parecía que se escapaba alguno, vencía la pobreza, pero las caras lo negaban. Le espiaban, averiguaban pronto a qué precio lo había logrado y, si no había pagado ningún precio infamante, descubrían siempre en él algo de hastío o de desencanto, porque a cierta altura de la vida ¿qué se puede esperar?... Y las caras y las voces decían que cuantas más ilusiones se han hecho, de más alto caen, y que las palabras de amor, cuando no hay pan, ni cuerpo, ni garbo, ni todo lo demás...
En un momento de aquellos, simplemente, en un momento de asco fue cuando concibieron la idea y a alguna de aquellas caras le devolvieron el desafío, claro que sin descubrir el propósito. Le dijeron solamente: —Eso no nos asusta. A eso, nosotros no llegaremos... También ahora les parecía oír sus propias voces, gritándolo, y las carcajadas de la cara aquella. Luego, el plan, la decisión y el juramento: no llegar a eso, terminar en el momento más alto. Si el amor tiene que rodar forzosamente por ese derrotero, si los que se unen, de por vida, tienen que derivar cumpliendo esas etapas de defensa, despedazándose en una enemistad progresiva, hasta el fin, ponerle fin antes de empezar el descenso; ejecutar un acto que sea limpio y definitivo, que no admita cambios, que no tenga etapas.
Algo así proyectaron aquella noche, con lágrimas de ira, y de miedo también, porque el escenario donde habían sufrido aquella torpe amenaza, cargada de intereses familiares, de envidias, de simple y sincera sordidez era como otra cara. Una casa corrobora a su dueño y grita lo que él grita, para secundarle. Y todo había ocurrido en aquella cocina, que era también zaguán, donde tiritaba un candil de aceite y el agua de las coles hervía a borbotones, saltando de la olla y cayendo en las brasas con un siseo intermitente, como si ordenase silencio. Allí en aquella luz moribunda y entre aquel vaho, era fácil arder de cólera y renegar del mundo, si el mundo era aquello. Pero ahora, en la guarida verde del bosque, tendidos en el colchón de helechos, cobijados por el castaño...
Con algo de temor, sin querer contemplar las cosas próximas, demasiado seductoras, Aurora entreabrió los ojos y miró el árbol; el follaje era espeso, fresco y ligero, las hojas parecían manos abiertas en acitud benigna. Tenía sólo tres ramas gruesas que partían del tronco oscuro y al bajar la mirada por el tronco descubrió algo que la hizo estremecer. Arturo se volvió a mirar lo que ella miraba y los dos quedaron paralizados, sin decidirse a huir, porque su espanto estaba mezclado de una perplejidad, casi de una curiosidad llena de avidez. Pegada al tronco, como podría estar una salamandra o cualquier alimaña del bosque, estaba una mujer, mirándoles. Por detrás del árbol iba un sendero y la mujer, al bajar por allí, los había descubierto y se había parado a observarles. Pero la mujer era más aterradora que cualquier reptil; era la serpiente del Paraíso; que no incitaba a coger el fruto, sino que destilaba en su mirada siglos de condenación. Era una simple mujer de minero, no era vieja, pero estaba como sobada y pisoteada por el tiempo, resquebrajada y descolorida como un trapo usado: no se diferenciaba su carne del percal sucio de la blusa, y tenía unos ojos grises, que parecían encanecidos por la decrepitud de toda su alma. La mujer les miraba estúpidamente, pero también sentenciosamente, como si se hubiera parado a ver algo no visto desde milenios atrás, y que, al encontrarlo le hubiera hecho exclamar: —¡Ah, esto es aquello!... y que al reconocerlo con rencor, con sorpresa turbadora, no quisiera más que maldecirlo. Después de mirarles en silencio unos segundos, hizo con los hombros un movimiento de desprecio y echó a andar por el sendero abajo.
Ellos se abrazaron un instante, como queriendo cada uno consolar al otro de aquella visión, pero no trataron de borrarla: su temblor y la agitación de sus corazones eran como los del momento en que su decisión había culminado. La terrible visión les había hecho recobrarla, también ellos dijeron; —¡Ah, esto es aquello!... esto es lo que odiamos, lo que tememos, lo que acecha detrás de cada tronco, a la vuelta de cada esquina, y que a nosotros no nos alcanzará.. .
Corrieron otra vez, evitando la proximidad del camino. No se encontraron con nadie porque los que salían del caserío a trabajar llevaban la dirección contraria y pronto vieron el río, que allí pasaba más próximo a la montaña, bordeado por un talud. Allá abajo quedaban los cimientos de un puente derruido, que avanzaban hasta la mitad del cauce, el agua se ceñía a ellos como una madeja de seda, mansa, apenas rumorosa.
Bajaron, había un tronco de árbol tendido sobre las piedras y junto a él quedaban restos de una hoguera apagada, a la que había servido de abrigo. Las ruinas del puente estaban lavadas por la humedad del aire, adornadas de líquenes y matas de culantro entre las grietas, solo, allí donde los hombres se habían detenido, un cierto espacio estaba tiznado y lleno de residuos, latas, huesos, papeles. No se detuvieron en aquel efímero hogar, avanzaron hasta el borde de las piedras y, sin temblar, miraron el fondo oscuro y limpio del río. En silencio, cogidos de la mano, con su presión solamente acordaban sus movimientos, como los acróbatas que unánimes inician una suerte arriesgada. Pero antes de lanzarse, un súbito recuerdo los detuvo: habían decidido no abandonarse libres a la corriente, que podría desunirlos con su fuerza. Arturo buscó en sus bolsillos, torpemente, como si le fueran ya extraños. Aurora se abrazó a su cuello y cerró los ojos, él rodeó las dos cinturas con un cordel, le dio varias vueltas y lo ató con doble nudo. Apartó su mejilla de la de Aurora para mirarla, habría querido ver por última vez sus ojos, pero no la hizo abrirlos: guardó en los suyos esa mirada sin respuesta que afirma al hombre en la posesión. La llevó unos pasos más sobre las piedras, en vilo; en el borde mismo se inclinó con ella sobre el espacio y al perder el equilibrio saltaron a un tiempo, empujando la tierra con los pies como se empuja un barco sobre el agua, como si fuese la tierra, con todas sus contingencias, la que hubiera de perderse a la deriva y ellos quedar firmes, c-n la eternidad de aquel abrazo.
Cayeron rápidamente, el promontorio de ruinas tenía pocos metros de altura. Entraron en el agua y descendieron, abrazados con fuerza, conteniendo el aliento. A medida que bajaban, sus cuerpos perdían peso. Abrieron los ojos: desde el fondo del río el agua era azul, cada vez más luminosamente azul, hasta parecer sólo un cristal clarísimo sobre sus frentes, que lo rompieron, al fin, volviendo a ser oreadas por el aire. El mismo instinto que les había hecho curvar el cuerpo hasta ganar la superficie, les hacía ahora alzar la cabeza, respirar hondamente, cerrar la boca al volver a sumergirse.
Arturo trató de sujetar el cuerpo de Aurora con un solo brazo y nadar con el otro, instintivamente, su propósito no era nadar. Pero unánimes en su acrobacia, habían cambiado de posición en el mismo momento de dar el salto; giraron un poco dentro del lazo que les sujetaba y dejaron de estar frente a frente: quedaron casi lado con lado. Arturo se sacudió el pelo que le cubría los ojos y miró a Aurora; esta vez los de ella no estaban cerrados sino, al contrario, desmesuradamente abiertos, con una ansiedad que empequeñecía su cara y la hacía infantil, frágil, desarmada de todo vigor. Una ternura y una melancolía inmensas le hicieron olvidar el peligro, afrontarlo con enorme esfuerzo. Braceó desesperadamente, hundiéndose en el agua. Tendido sobre un costado, nadaba con el brazo derecho y con el otro la llevaba a ella hacia el lado contrario, para mantenerla a flote. Aurora, una vez realizado el esfuerzo automático que les había hecho salir a la superficie, encontró bajo su cuerpo la fuerte resistencia del cuerpo de él, que avanzaba sobre la masa líquida, merced al impulso de sus movimientos. Un solo empeño prevalecía en ella, alzar la cabeza, mantenerla más alta que las ondas, que a veces se levantaban cubriéndole la cara. Toda su voluntad anterior, todo su arrojo habían quedado extinguidos en el salto sobre el vacío: ahora sólo le quedaba una angustia irresistible, una clara conciencia de la fuerza que la arrebataba, de lo inexorable de aquella fuerza, que no tenía un punto firme en su fluidez y, bajo el anillo que sujetaba su cintura, una fuerza más apta y viva que la suya, abriéndose paso entre las ondas.
En aquella fuerza que la llevaba había tan generosa decisión que Aurora la sentía como inagotable, toda invertida en el empeño de salvarla, y esto le hacía sentirse como ingrave, pegada al cuerpo que luchaba por mantenerla a flote. Quería confiar, quería con ansia tener donde fundar una esperanza. Aquella ansiedad ocupó toda su razón, toda su voluntad, puso en tensión todos sus sentidos para seguir sin perder el apoyo, para lograr una acomodación al suplicio, una familiaridad de sus nervios con el peligro. Sin una idea más, anulada por su propio esfuerzo, como si un grito sostenido que se escapase de su garganta la ensordeciera.
Aunque el río les había arrastrado poco trecho, les parecía haber atravesado el mundo en su corriente. Arturo quiso cortar el agua lateralmente para alcanzar la orilla, pero en vano. Con todo su esfuerzo sólo lograba impedir que los tragase por entero, y su resistencia empezó a agotarse, empezó a faltarle el aliento, a no poder permanecer más tiempo con la cabeza debajo del agua. Entonces, al alzar el torso con desesperado impulso, el cuerpo de Aurora quedó sumergido, su posición se invirtió y el que antes sirviera de soporte se alzaba ahora apoyado en el otro. Pero Aurora no tenía fuerzas para sostenerle, ni siquiera ella sola habría sabido regirse sobre el agua y, además, un sentimiento de desamparo, de mudanza injusta, una quiebra de su confianza la enloqueció. No luchó ni un momento para volver a alcanzar la posición perdida, se aferró con cólera a Arturo, ligándole las piernas con las suyas, agarrándose a su cuello con los brazos, dispuesta a no soltar mientras le quedasen fuerzas, apresándole enteramente como con tentáculos. Los dos cuerpos, privados de su ligereza, tendieron rápidamente hacia el fondo, el agua se cerró sobre ellos. Arturo quiso ganar otra vez la superficie con una brazada, pero inútilmente: el cuerpo de Aurora enroscado al suyo pesaba de modo insuperable. Vio todo su empeño anulado por aquel peso que le arrastraba y quiso ciegamente librarse de él. Creyó que desatando de su cuello los brazos de Aurora y las piernas de las suyas volvería a lograr el juego de sus miembros y clavó los dedos en los brazos, en los muslos que le oprimían; logró desprenderlos de sí casi desgarrándolos, pero siempre quedaba el punto de unión invencible, la cuerda de cáñamo atada a sus cinturas. El nudo no cedía y las uñas, reblandecidas por el agua se desgajaban contra su dureza. La cuerda era tan delgada que parecía posible romperla; Arturo, en su locura, empujaba el cuerpo de Aurora con las dos manos, clavándole Jos puños en el pecho y con las rodillas hacía también presión creyendo que la cuerda estallaría. El río, entonces, les arrastró sobre un lecho rocoso en el que no podían hundirse en lento descenso. Les revolcaba entre borbotones sobre las piedras, que les hacía emerger un momento, pero pronto les arrastraba de ellas y les precipitaba entre torbellinos.
En aquellos instantes en que el fondo del río les alzaba sobre el agua, sus miradas, en el ansia de encontrar un punto de salvación, si se encontraban no se reconocían: ni una chispa de piedad, ni un recuerdo de la apasionada armonía anterior, más bien un odio, un rencor, una protesta contra el ligamento cuyo origen olvidaban. Las manos les sangraban de agarrarse a aquellas piedras, que les servían de falaz apoyo y sus ojos aullaban más que sus voces, que no lograban más que algún grito ronco, que quedaba perdido entre el borboteo de la espuma. Sólo sus ojos llegaban a las riberas, implorando a todo lo que, entre su vértigo, aparentase un trazo humano. Aurora creía distinguir a veces en la misma orilla figuras que avanzaban hacia el agua, eran árboles, pero ella creía ver hombres. El delirio de su última esperanza le fingía hombres, brazos de hombres tendidos hacia ella, hombres que bajaban por las vertientes, dispuestos a salvarla de aquel tormento, a envolverla en su fuerza protectora, a llevarla dulcemente defendida con la inmensa y sólida ternura masculina, que le parecía no haber probado apenas, que deseaba como la vida misma. Cuando una de aquellas figuras parecía realmente un ser vivo, Aurora dejaba de aferrar con sus miembros el cuerpo de Arturo, recobraba un instante la ligereza que a todo animal le ayuda a mantenerse sobre el agua, y en ese momento sentía sólo como fatal la ligadura que parecía ir a cortar en dos su cuerpo. Sabía que era absolutamente invulnerable a sus fuerzas y su esperanza se mantenía sólo de un anhelo, de una confianza en otra fuerza que arrebatase su cuerpo al encadenamiento invencible, que cortase o arrancase el nudo. Pero aquellas fingidas criaturas no avanzaban hacia ella, quedaban en la ribera, inmóviles en su ademán engañador.
De pronto, entre el rumor del agua, llegaron a sus oídos voces humanas, verdaderas voces, gritos de un gentío ruidoso. Las oyeron los dos y una esperanza los reconfortó súbitamente. Creyeron que podían también ellos hacerse oír, lucharon con feroz decisión, buscando cada uno apoyo en el otro para alzarse sobre las ondas, gritando con la garganta ya desgarrada por el esfuerzo de defenderse de la asfixia, de toser para expulsar el agua, de aspirar con violencia cuando sus bocas lograban aflorar. Pero sólo conseguían gritos ásperos, que no sobresalían del rumor del río. Al fin distinguieron el grupo de gente que marchaba por la orilla, campesinos que iban a su trabajo o acaso a comerciantes hacia alguna romería. Creyeron que se paraban junto al agua, que les miraban, que les hacían señas, pero mezcladas a las voces oyeron risas, claramente, sin lugar a duda, les oyeron reír. Ellos gritaron, o creyeron gritar, más alto, sin comprender que sus gritos no llegasen a los que tan cerca se encontraban, y su mente estaba ya tan fuera de la pauta del mundo que creyeron que aquellas risas eran causadas por su agonía.
El agua les fue llevando lejos y el grupo de caminantes quedó en la orilla, incomprensiblemente detenido. Aquellos hombres que con sus gritos y ademanes parecieron durante un momento corresponder a los suyos, continuaron completamente ajenos a lo que había pasado junto a ellos, sin haber oído los gritos, sin haber sentido las miradas aferradas a la esperanza que encarnaban.
Barridos, arrastrados como liviano fardo por la corriente, estrellándose contra las rocas del fondo escalonado, agotaron su última resistencia en ellas. Como un paquete informe, rodaban de una en otra, cayendo sobre la espalda o sobre el rostro y siendo velozmente arrebatados de nuevo.
Arturo había permanecido con la conciencia menos despierta, más empleada en la atención que ponía en salvarse por sus propios medios, más dominado también por la fuerza del instinto, anuladora del pensamiento, y a veces caía sobre el cuerpo de Aurora, con total abandono, encontrando un descanso como cuando dormía en la falda de su madre: se sentía hundir en él, como si fuese aquel cuerpo y no el abismo líquido el que le tragase.
Y el agua, al fin, les arrancó del lecho rocoso, les dejó caer por vertiginosa cascada y les hundió de nuevo en la masa fluyente, donde el cauce era profundo y la superficie tranquila. Permanecieron bajo ella un tiempo superior al resto de su resistencia. Relajada ya su voluntad, aspiraron el agua, que invadió sus pechos llegando como un hilo helado a lo largo de sus venas. Fue sólo un instante, pero antes de apagarse totalmente sus vidas, aquel frío que se extendió por sus miembros borró de sus frentes el encono, olvidaron la lucha o, más bien, se les borró como cuando se apaga la sed. Un vencimiento irresistible les persuadió con su claridad sin límites, una resignación de todo su ser alisó sus músculos crispados, y sus brazos y sus piernas no volvieron a retorcerse en desesperado propósito. Su real, vital desesperanza les entregó a la onda arrolladora, que se los llevó ya sumisos a su ráfaga, ni vencidos ni vencedores de la prueba. Ciertamente, no habían logrado escapar a la maldición, tan temida. Su agonía había condensado en unos instantes más horror que cualquier larga vida, pero la cuerda seguía resistiendo, el nudo, atado a conciencia, no se había deshecho.
La corriente no pudo desunirlos y, así, desembocaron en el estuario de donde las velas partían hacia la luz marina, donde las redes extendían sus oscuros tules, pasando sin ser vistos bajo las manchas grasas que cría el agua como una piel irisada. Pasaron entre la vida y el trabajo, hacia el abismo de su amor, en el seno del mar.
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