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miércoles, 11 de enero de 2012

El desierto

De Novelas ejemplares de Cíbola (1961)[1]
Cihuatlampa vivía en su pobre milpa. Un día estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y miró la viga de madera que sostenía el techo. A veces hablaba la viga. Aquel día le dijo: «Aparecerá un lagarto en el cielo. Un lagarto que caminará hacia el norte. Ese día las mujeres embarazadas abortarán y si alguna no aborta, parirá un niño con cabeza de perro». Aquella viga podía profetizar las desgracias. Vivía Cihuatlampa cerca de la frontera de México y había escogido la orilla del desierto para levantar su casa porque no podía estar nunca dentro de los lugares sino al margen: a la orilla del valle, al lado del desierto. Alzó la cabeza hacia la viga y dijo:
—Soy Cihuatlampa Echecal, que quiere decir «el viento que llega del lugar donde habitan las mujeres» y yo te pregunto: ¿dónde está Xocoyotl? La viga le contestó:
—No caviles más, porque Xocoyotl estará hoy mismo aquí contigo.
Cihuatlampa salió. Había puesto a secar fibras de maguey. Las mojaba y las ponía al sol. Cuando estaban secas volvía a i mojarlas. Así las hacía más tiernas y les quitaba el olor. En el mercado las compraban para hacer petates. Cuando volvió a la choza encontró sentada en el suelo con las piernas cruzadas a Xocoyotl. Tenía Xocoyotl los ojos grandes como los caballos. Y dijo:
—Cihuatlampa, haz como si yo no hubiera venido. El hombre tocó el suelo con la palma de la mano, la llevó a los labios y comenzó:
—Dime de dónde vendrás mañana, viento que esparces las arenas y derramas el agua de lluvia. Dime de dónde vas a venir mañana.
Quería ir con una carga al mercado y tener el viento en contra o a favor era importante. Salió a la puerta y miró al cielo. El lagarto volador no aparecía. Volvió a entrar:
—¿Por qué has venido, mujer?
Xocoyotl repitió sin mirarle:
—Tú haz como si yo no estuviera en tu casa.
Cihuatlampa alzó la cara contra la viga.
—La luna tiene un conejo en la cara desde que la castiga ron. Quelzacoatl el mexicano la castigó y el viento la arrastra por las noches mientras en la selva se oye a los guijarros cantar la canción del jorobadito Mitlampa.
Lo miraba Xocoyotl con ojos de venado y Cihuatlampa volvía a rezar:
—En la soledad el hombre compone su huarache al otro lado del desierto y yo lo siento desde aquí. La hormiga se lleva las hojas secas al fondo del barranco y yo lo siento desde aquí. Hay bodas en el poblado y yo lo siento desde aquí. Si pierdo mi soledad, ¿podré hablar contigo?
La viga que cruzaba sobre sus cabezas crujió y dijo:
—La mujer está a tu lado. Tú hablas conmigo y la mujer escucha. Así debe ser.
Cihuatlampa pensó: yo hablo con Dios y la mujer me escucha. Y dijo a la mujer:
—Quédate a vivir conmigo.
Aquella noche durmieron juntos.
Amanecía y Cihuatlampa decidió no ir al mercado. Hacia media mañana llegó Totec, un indio de la misma tribu que se había criado con Cihuatlampa. Desde la puerta, dijo:
—¿Por qué me has robado esta noche a Xocoyotl?
Lo decía sin rencor. La mujer se levantó sin decir nada y se fue con Totec. Detrás iba Cihuatlampa diciendo: -No sabía que Xocoyotl era tu mujer. No lo sabía. Vino aquí, se sentó en la puerta y habló. No lo sabía. Todo el día estuvo Cihuatlampa pensando en aquello. Dos días después Xocoyotl apareció otra vez y Cihuatlampa le preguntó:
—¿Por qué vienes a verme a mí y entras en mi casa si eres la mujer de Totec?
Lila se sentó en el suelo y dijo sin mirarle:
—Haz como si estuvieras solo.
Cihuatlampa no quería volver a rezar y pensaba en Totec que hacía ollas de barro, plantaba maíz y bailaba los días nublados alrededor del palo de la tribu. Tejía también hojas de palma. Xocoyotl dijo: «Quizá Totec no sabe hablar con Dios». Cihuatlampa iba y venía por la choza con pasos cortos y vivos y por fin se detuvo delante de ella con las manos cruzadas a la espalda:
—¿Es verdad que tú no sabes escuchar a Totec?
—Totec sólo había con los azcatlcoyotls que dicen cosas para reír.
—Mientes, mujer, yo sé que mientes.
Ella se levantó y salió. Ya casi no la divisaba en la llanura arenosa cuando Cihuatlampa corrió detrás y la alcanzó. Pero Xocoyotl dijo que la esperaba Totec y siguió su camino. Volvió a su casa Cihuatlampa oyendo a su alrededor los rumores del desierto:
Las piedras están tibias
y debajo palpitan los nidos
de las arañas cautelosas.
Las arenas están calientes,
pero la mano del muerto
encuentra debajo tina humedad helada.
Se acostó Cihuatlampa y al día siguiente se levantó con el sol para marchar al mercado. Cuando volvió a la choza era ya de noche y halló a Xocoyotl sentada al lado de la puerta. La mujer dijo:
—Haz como si estuvieras solo.
Cihuatlampa se sentó sobre sus talones, abrazó sus propias piernas y se puso a esperar que hablara la viga. Del desierto llegaba el rumor de restos humanos removidos que decían:
Cincuenta días pesan sobre mí
desde que el viento me descubrió en la arena,
desde que la luna quemó mis manos.
Temblad, los hombres sin camino
en este desierto de la mujer
de la mujer que no sabe hablar con Dios.
Cihuatlampa mandó a Xocoyotl que se marchara. Ella no quería salir si no la acompañaba porque había visto una culebra en el camino. Cihuatlampa la acompañó más de una legua y cuando volvió encontró en su choza a Totec que dijo:
—Ya he visto lo que sucede. Desde ahora Xocoyotl será tu mujer y no la mía. Mañana la traeré yo a tu casa. Yo, para ti.
Totec cumplió su promesa y al día siguiente llevó a Xocoyotl de la mano a la choza de Cihuatlampa. «No reñiremos —le dijo—, no tenemos que reñir porque somos amigos desde la infancia». Cihuatlampa muy agradecido le pidió que se quedara a vivir cerca de ellos y le ayudó a construir una choza cubriéndola con tallos secos de maíz para que no entrara la lluvia. Y trabajaban los dos y cantaban.
A pesar de haber perdido a Xocoyotl su viejo amigo Totec parecía feliz. Un día Cihuatlampa tuvo que ir al mercado y su mujer se quedó sola en casa y fue a la de Totec. Comenzó a hablarle mal de Cihuatlampa y a mostrar, como sin querer, sus rodillas redondas. Y a cimbrearse, caminando. Cuando volvió Cihuatlampa, Totec fue a verlo y le dijo:
—La próxima vez llévate a tu mujer al mercado para que no vega a poner veneno entre nosotros.
Contó lo que Xocoyotl le había dicho. Ella negaba y acusaba a Totec. Los dos hombres se miraban dudando y Xocoyotl rompió a llorar. Entonces Cihuatlampa, irritado, dijo a su amigo:
—Márchate de aquí. Eres un perro vagabundo que arrastra su pata podrida por el desierto. Si no te marchas te mataré. Totec acometió a Cihuatlampa y los dos rodaron por el suelo. '¡'otee consiguió atrapar el cuello de Cihuatlampa y lo apretó con las dos manos. La cara de Cihuatlampa se puso colorada, después morada y por fin negra. Totec se levantó y dijo: «Ha muerto. Lo he matado yo. Yo, con mis manos». Tomó a Xocoyotl por el brazo y la arrastró hasta ponerla encima del cuerpo de Cihuatlampa. Empujaba la cara de ella contra la del muerto y gritaba:
—Besa a tu hombre, Xocoyotl. Besa a tu hombre, mala mujer.
Ella no quería, pero Totec la sujetaba por el pelo. Ella gritaba y Totec repetía:
—Besa a tu hombre.
Después se marchó. No iba a su choza sino en una dirección cualquiera. Se dio cuenta de que la mujer le seguía. Totec comenzó a marchar con aquel trote que le permitía andar varias leguas sin detenerse. Xocoyotl se quedó sentada en la arena y cuando se sintió con fuerza se levantó y marchó desierto adelante. Anduvo todo el día y toda la noche. Su sombra que por la mañana iba delante por la tarde se ponía detrás. Y caminaba sin saber a donde y sin fatigarse. Al día siguiente seguía andando cuando vio que el cielo se ensombrecía. Creyó que era una nube, pero era un pájaro que hablaba:
—¿Qué haces aquí? ¿Adonde vas con un pie detrás de otro y la cabeza baja?
Ella se quedó quieta. El pájaro la tomó con sus garras sin hacerla daño y se la llevó por encima del desierto a Culúa, cerca de un lugar amurallado donde había dos pirámides en ruinas y un teocalli casi deshecho también. En aquellas ruinas vivían unos indios que tenían el pelo apelmazado con sangre humana ya seca. Xocoyotl, cuando se vio en tierra, se acercó a unos hombres que la miraban y decían: «Ésa es la mujer de las tierras arenosas». Preguntó Xocoyotl quién vivía en el teocalli y le dijeron que vivía el teul con sus serpientes, una blanca y otra negra y otra de mezcla.
Xocoyotl subió al teocalli y un sacerdote salió a recibirla:
—¿De dónde vienes, mujer?
Ella se sentó en el suelo: —Haz corno si estuvieras sólo.
Comenzó el sacerdote a pasear, fue a los inciénsanos y puso fuego. Subía el humo llenando la cámara de olores balsámicos. Luego volvió al lado de Xocoyotl:
—¿Cómo has venido hasta aquí tú sola?
—Me ha traído el pájaro grande que tiene en el pico una culebra. Cuando salga la luna vendrá a buscarme y me dirá: «Tú, la mujer, hora es que vuelvas al país de las arenas esparcidas». Entonces el sacerdote salió, mató al pájaro con flechas envenenadas y volvió al teocalli haciendo sonar los aros de cobre que tenía encima del tobillo. «Ahora —dijo— hablaré con Dios.» La mujer se sentó en un rincón, diciendo: «Tú hablarás con Dios y yo te escucharé». El sacerdote se puso en oración y se volvió asustado:
—Tú mataste a Cihuatlampa, a tu hermano de tribu.
En el cuarto había también un tronco de árbol que sostenía un ángulo del tejado y hablaba:
El ave del cielo te ha traído
con el relente nuevo
y el viento caliginoso
del lugar donde habitan las mujeres.
¿Por qué tu deseo arma el brazo del hombre?
¿Por qué mata al hermano del hombre?
—Yo no fui —repetía ella—. Fue Totec quien lo mató.
Al día siguiente con las primeras luces Xocoyotl oyó gritos v bramuras fuera de la casa. Dejó al sacerdote durmiendo y salió. Vio muchos hombres armados, entre ellos algunos que llevaban también el pelo apelmazado con sangre humana, y subían a la pirámide, amenazadores. Xocoyotl iba desnuda y comenzó a llorar y a pedir protección. La viga que cruzaba el techo decía:
Aun queda la palabra postrera
 la voz mojada que dice al dios de la orilla
al chepudico Mitlampa:
he aquí tu propio silencio.
Los hombres entraron buscando al sacerdote y Xocoyotl escapó seguida por un joven que había estado espiándola toda la noche por los huecos cíe las ventanas.
Al medio día Xocoyotl y el joven llegaron a la orilla de un lago y buscaron vado para ir a una isla que se veía enfrente. En la isla encontraron frutas y pájaros. El joven cogía maderas secas para hacer fuego y ella se burlaba cantando la canción de los tejones que tienen miedo del fuego y de los hombres demasiado jóvenes que no han aprendido aún a encenderlo. Entretanto miraba el agua de lluvia que quedaba .En el hueco de la roca. El joven preguntaba:
—¿Qué ves en el agua? ¿Por qué miras? Sólo hay un insecto verde y otro rojo.
Están bebiendo —decía ella.
Apareció un hombre y al ver que Xocoyotl se asustaba dijo:
—Aquí estoy. Soy yo, el leñador.
Señalaba al joven y preguntaba quién era. «Tiene la cara —dijo— movediza como la masa de maíz antes de meterla en el horno». Tomó a Xocoyotl por la cintura y se metieron en el bosque. El joven seguía detrás, indeciso:
—¿Y tú? ¿Quién eres tú? —preguntaba el leñador a Xocoyotl.
—Vengo del país que tiene el suelo cubierto de arenas movedizas.
El leñador se apartó:
—Ya sé. Ya sé quién eres. ¿Por qué mataste a tu hermano?
Ella se acordaba del cadáver de Cihuatlampa Echecal abandonado en la choza:
Cihuatlampa tenía los ojos fuera
porque en el último instante
quería verlo todo en el desierto.
Tenía el color cárdeno
porque el rey buboso de las arenas
le dio con un conejo en la cara.
Y Totec me empujaba sobre el cadáver
para que lo besara con mi boca,
yo, la mujer que mató a su hermano
y escapó hacia las piedras de Culúa.
—Ese joven que nos sigue sabe dónde está Mitlampa.
La tomó en brazos y pasó otra vez las aguas hasta la tierra firme. Xocoyotl le pidió que la llevara a su casa. «Tienes la cara —decía— como los adentros del fuego donde no se puede poner la mano». Ya allí Xocoyotl se sentó en el suele y dijo:
—Haz como si estuvieras solo.
El leñador estuvo mirándola sin hablar. Tampoco ella decía nada y se oían a veces rumores como suspiros o como voces que hablaran quedamente. Xocoyotl tenía miedo:
La viga decía: lo mataste
y huíste del desierto, lo mataste
y viniste a la playa de las brisas calientes.
Lo mataste y entregaste en la choza limpia

donde el buen leñador va a morir.
Y haces girar tus ojos alrededor
buscando al dios chepudito
y sólo ves la sangre, la piedra, el hacha
la cuerda en el cuello mientras repites:
Haz como si estuvieras solo.
El leñador salió de la choza. Por el bosque llegaba un campesino viejo y enfermo, con la piel pegada a los huesos. Andaba cojeando y tenía un hacha de obsidiana colgada de la cintura. El leñador joven lo señalaba y decía:
—Es el que corta las ramas vivas y luego bebe pulque y se pone a bailar en el claro del bosque.
Miró alrededor buscando algo con que defenderse, pero el viejo le acometió sin darle lugar. Su hacha resbaló por un lado de la cabeza y le abrió una brecha en el hombro. La sangre salía y le teñía la espalda, el anca y la pierna. Cayó al suelo el buen leñador y se arrastró como pudo hasta la choza. Xocoyotl miraba fría e indiferente. Para salir del bosque Xocoyotl y el viejo tenían que atravesar lugares donde la luz no había entrado nunca. El viejo y Xocoyotl tenían miedo, pero seguían avanzando. Por fin salieron otra vez al lado de la laguna. «Ahora estamos—decía el viejo— en el mismo lugar donde te encontró el leñador de la cara de fuego». Vieron un coyote que andaba de medio lado con un trozo de liana atado al cuello. Este coyote les habló:
—Yo les sacaré de la selva pisando sólo las raíces amargas.
Marchaba con paso ligero y de pronto volvió la cabeza:
—Mujer, no hables hasta que hayas salido a campo raso:
Ella no respondió y poco después daban vista a una llanura al final de la cual se levantaba el poblado. El viejo dijo:
—Quédate conmigo y ayúdame a talar la selva.
Xocoyotl quería volver al desierto y pensaba: «El cuerpo de Cihuatlampa debe estar ya seco». Echó a andar sola. Al final del primer día estaba cansada y hambrienta. Buscaba un lugar donde dormir cuando apareció en el cielo un lagarto. Tenía el hocico en la dirección del desierto y Xocoyotl lo consideró una señal propicia. Siguió andando. El lagarto decía:
Sígueme en la mañana y en la tarde
sígueme también en la noche cuando los viejos
sentados a la puerta mueven la cabeza sin hablar
pensando que en su juventud todo era mejor.
Yo soy la lámpara antigua

de los aturdidos y de los enfermos.
Sígueme tú que mataste a tu hermano
y al pájaro sagrado y al leñador
y a otros hombres que lloraban como niños.
Sígueme, yo soy Mitlampa el sarnoso
pero conozco los caminos del hombre.
Anduvo Xocoyotl muchos días y al final llegó al desierto. Encontró a los ancianos reunidos y un poco apartado a Cihuatlampa Echecal haciendo aguas. Xocoyotl tuvo miedo porque lo había visto morir o creía haberlo visto morir. «Tal vez —pensó— no había muerto para siempre, como decía Totec». Se acercó a él y le dijo:
Me marché buscando en otras partes la palabra tuya.
—¿Qué palabra?
—La palabra tuya cuando estabas hablando solo. O hablando con la viga. O con Dios.
Xocoyotl fue marchándose con pasos cortos y algunos hombres iban detrás de ella preguntándole aún: «¿Qué palabra es ésa que hay que decir?»
Cuando Xocoyotl llegó a la antigua choza de Totec escuchó ruidos de malas voces. Se detuvo y dijo al más próximo:
—Ven a la choza. Allí harás como si estuvieras solo.
Nadie le contestaba. Por las arenas rodaban las piedras y producían un rumor de conversaciones a media voz.



[1] Aparecido con anterioridad en el volumen «Mexicayotl» (1940) bajo el título “Xocoyotl o El desierto”.

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