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jueves, 1 de septiembre de 2011

Juan de Zuñiga, La tierra sera un Paraiso

La tierra será
un paraíso






Las ilusiones: el Cerro de las Balas

El viento agitó la falda y ella se llevó la mano al pelo para sujetarlo, pero el peinado no se descompuso, fijo por dos peinecillas rojas, y la mano bajó por la mejilla y se entretuvo en tocar un pendiente dorado, muy largo, y luego ajustó el pañuelo estampado caído sobre los hombros y que destacaba sobre la blusa negra, y cuando entró en la taberna me debió de ver porque sonrió al saberse mirada, volvió la cabeza hacia un lado fingiendo que algo la distraía y enseguida, marcando en los labios un mohín de desdén, pasó sus ojos rápidamente por los míos y me descubrió que se había dado cuenta de cómo yo la contemplaba, hechizado por mi único deseo entonces y que era su figura esbelta, sucia, con manos delgadas y renegridas, la ropa en el mayor abandono, sin duda oliendo a miseria, pero con ojos y boca seductores, tan atractivos que, como una aparición extraña, se lo conté al doctor Dimov cuando coincidí con él ante el gran ventanal del laboratorio, tras cuyos cristales se extendía la masa metálica de la estación del Mediodía, con el lento reptar de trenes y densas humaredas entre haces de vías que alejaban su curva hacia un horizonte de llanuras peladas, precisamente a donde él dirigía su mirada mientras fumaba un cigarrillo y yo, casi confuso, le hablaba de la gitana.
Pero ahora ocupa mi memoria todo lo que despertó mi ocasional encuentro con Dimov, qué influencia ejerció en mí, igual que tantas veces una persona apenas conocida atraviesa nuestro rumbo cotidiano y luego se esfuma para siempre pero deja su marca de estímulo o rechazo, y así mi recuerdo gira pertinaz en torno a él, con su bata blanca, su pelo canoso y bien peinado, el grueso perfil de sus gafas sobre el ángulo pronunciado de la nariz y la mejilla hundida, y he aquí que un día Dimov señaló hacia el paisaje que teníamos delante, la mancha herrumbrosa de los barrios obreros, los pequeños tejados rojipardos de Vallecas que yo sabía eran los techos de las hambres y las incertidumbres, del miedo a las cárceles y a lo imprevisto, a no tener trabajo o estar obligados a pagar lo ineludible, y aun comprendiendo yo que era indiscreto, me apresuré a explicar lo que significaban los suburbios, creados después de la guerra civil, aunque me di cuenta de lo difícil que sería hacerle comprender que bajo aquella claridad deslumbradora de un sol omnipotente, había zonas secretas que un extranjero precisaría años para conocer, pues era lo reservado, de lo que nadie hablaba claro; pese a todo insistí en contarle quiénes y cómo vivían en las barriadas que veíamos lejos, tras lo que me hizo preguntas a las que yo respondí con explicaciones que eran ni más ni menos que las eternas charlas de aquel verano con los amigos —cuando ya fuimos «depurados» y tuvimos en regla la cartilla militar—, y yo aproveché para contarle a Dimov lo que estaba ocurriendo en el país: la persecución a toda idea de libertad y progreso, la destrucción sistemática de la fe en ideales renovadores, y él dejó de mirarme y oí que murmuraba unas palabras, algo así como «será difícil, una ciudad tan grande» pero no le hablé más porque hasta entonces apenas habíamos conversado creyendo tener ante mí sólo un profesor miope, correcto y frío que cualquier día iba a regresar a su país del cual yo no sabía nada, ni me interesaba, salvo cuando él me tendía su cajetilla de cigarrillos y yo veía las extrañas letras de un alfabeto para mí desconocido que debían anunciar aquel tabaco aromático y dulce cuyas ondulantes espirales de humo se interponían ante el distante panorama que veíamos a nuestros pies desde el alto edificio del laboratorio.
Pero a partir de aquel día su actitud pareció cambiar y sus ojos de relieve pronunciado tras las gafas, se dirigieron hacia mí con frecuencia y acabó por hacerme preguntas sobre los episodios y consecuencias de nuestros paseos hacia el Cerro pero no mostraron preguntas que fueron haciéndose más concretas y esta observación mía se la comuniqué a los amigos en uno de nuestros paseos hacia el Cerro, pero no mostraron la mínima curiosidad porque un extranjero que entonces llegase de Europa lo más probable era que fuese un enemigo y siguieron callados, acaso debido a las ráfagas de aire tórrido que nos daban de frente por la carretera desierta y tan luminosa que los ojos se entornaban para protegerse de la despiadada luz que el sol dejaba caer sobre los hombros sólo cubiertos por la tela ligera de las camisas, sobre las cabezas, que tomaban el calor de una alta fiebre, sobre las mejillas quemadas, mientras los pies avanzaban sin prisas con zapatos desgastados, un poco deslucidos por insistentes caminatas aquel verano que pese a los calores y a la sequía incitaba a andar, ir de un sitio a otro, buscando algo nuevo, lo que despertara de una especie de letargo que sentíamos los tres y que, cuando nos lo confesábamos mutuamente, lo describíamos igual a un peso físico en el centro de la cabeza que nos retuviera las iniciativas, los proyectos, sujetos a un rechazo doloroso de todo lo que en aquellos meses nos rodeaba, excepto el sexo y la sed que reclamaban satisfacción y al quedar frustrados ponían un fuerte deseo de carne inagotable de mujer complacientes que fuera bebida helada y estimulante, cuya simple idea nos hacía sonreír con un gusto de contenida resignación porque la corriente eléctrica que faltaba todo el día no permitía funcionar los frigoríficos de los bares y al acercar los labios a un líquido casi tibio, se percibía la suciedad del vaso mal lavado por falta de agua muchas horas al día, y en la boca no florecían besos ni chasquidos de la lengua al paladear una cerveza o un vino blanco frío sino que brotaban las palabras de rencor hacia aquella jugada del destino, precisamente los años juveniles a los que pondría una marca indeleble, como se sella a las reses sometidas.
Debo reconocer la fuerza alentadora de las ilusiones que desató la casualidad de mi encuentro con el doctor Dimov y nuestro trato en la repetición de días y semanas, de lenta maduración de la mutua confianza cuando hablábamos para quebrar de vez en cuando el opresivo silencio del verano que invadía nuestro laboratorio en el piso tercero del edificio a donde sólo llegaba el chirrido de una puerta movida por el viento o el imperceptible rumor de la carcoma en las viejas maderas, los cuales tenían la virtud de despertar la necesidad de decir algo o de hacer algún movimiento ante la mesa donde se alineaban los cristalinos de las preparaciones histológicas y para extender las piernas pasábamos hasta el ventanal y allí fumábamos y era donde él con voz inconfundible, dura y nasal, iniciaba la conversación, al principio siempre relacionada con algo de sus investigaciones y luego iba a parar a algún hecho del pasado que él tomaba como ejemplo, bajando la voz cual si fuera a caer en una confidencia y de esta forma aludió a un compatriota suyo que creía estaba en Madrid y señaló vagamente al otro lado de los cristales y ahogó con un gesto el final de la frase y yo tampoco insistí porque en aquellos días me encontraba encadenado al depósito de sufrimiento que se acumula dentro del alma sin que nos demos cuenta, y estaba hundido en el desánimo, sintiéndome como sujeto por un anillo de plomo a la planicie estéril del sur de Madrid, manchada de restos de ladrillos que antes fueron casas, paneles rotos, latas vacías, cristales machacados, detritus en los que la guerra había dejado su huella abrasada y entre todo aquello veía a una gitana sucia y maloliente, pero de indecible encanto y seducción despertando a una instintiva apetencia que yo no podía comprender y que, semanas después, al contárselo a Dimov, asintió como el que ha vivido experiencias parecidas y las recuerdas y se siente transido de una vaga nostalgia.
Al día siguiente, con extrañeza mía, le oí decir que deseaba encontrar a aquel compatriota pero no sabía dónde podía estar; era médico y se llamaba Stoiánov, y días después, acaso se decidiera a darme más datos, pensé luego, porque le hablé de haber yo pertenecido al ejército republicano, y añadió que era un médico búlgaro que había venido con las Brigadas Internacionales y pertenecía al batallón llamado «Dimitrov», y que él quisiera saber si vivía o si había muerto, y como me pareció aquello poco claro se lo conté a los amigos un domingo camino del Cerro de las Balas, ya que allí, aislados, sin que nadie oyese, podíamos hablar, y una semana después les transmití ya la petición concreta que me hacía Dimov, no porque tuviera algún interés para sus vidas ni fueran a sacar provecho alguno, pero sí crearse una tarea de verano en el ambiente embrutecedor, incitarles a estar ocupados con un quehacer inesperado y raro que podía deparar sorpresas y por eso me escucharon con curiosidad y luego con escepticismo y alzaron las cejas en señal de creerlo imposible para al fin aceptar la sugerencia, quizá por una razón muy clara y era que contrariaba lo aconsejado por el más elemental sentido común, y el primero que aceptó fue Javier aunque hizo un gesto expresivo al mencionar los riesgos de esa búsqueda y así planeamos cómo encontrar a aquella persona y lo que hicimos fue convocar a nuestra memoria nombres abandonados hacía tiempo, para preguntar a conocidos que hubieran salido de las cárceles y no tuvieran temor de hablar con compañeros si se los encontraban en la calle, y ante todo decidimos ir a ver a un sargento de nuestra brigada que era camarero en un bar de Ventas, que en realidad resultó ser una modesta taberna de la hondonada que formaba el seco arroyo Abroñigal con la carretera de Aragón, y en cuanto entré con Javier y le saludamos, él se acordó de nosotros, salió del mostrador y escuchó nuestra pregunta sobre quiénes estuvieron con los Internacionales, a lo que contestó con vaguedades pero nos aconsejó ver a Pepe Mejía que lo recordaría bien, y esta información nos pareció suficiente y nos despedimos e íbamos a la puerta cuando nos encontramos con un grupo de gitanos que entraba: dos hombres y dos mujeres, una de ellas joven, alta y vestida de negro, de gran belleza, que nos miró fugazmente y ya en la calle ambos comentamos sus ojos expresivos y hermosos.
La segunda visita la hizo Luís porque yendo solo pasaría más desapercibido y con su aspecto de obrero inspiraría mayor confianza a Mejía que había salido hacía un par de meses del campo de concentración de Miranda e intentaba reconstruir su vida, y cuando se lo explicó dijo que no se acordaba para nada de los Internacionales y al contarnos Luis su actitud evasiva, tuvimos la impresión de que habían pasado muchos años desde que fuimos tan amigos e íbamos con él en una columna que atravesó Madrid de noche, sucios y sin comer, cansados, silenciosos, caminando despacio porque el pavimento estaba destrozado y porque cargábamos un peso excesivo no sólo del equipo sino del fardo de la suerte adversa que veíamos como inminente desastre en la derrota del ejército de la República, y tosiendo en el frío del húmedo febrero nos llevaban a relevar no sabíamos qué posición, y esto nos vino a la memoria cuando Luis nos contó que a Mejía le había encontrado triste, con ideas negras y que sólo le dijo que Antonio Cuevas podía saber algo, que vivía por Entrevías, aunque Luis no le explicó que buscábamos a un extranjero camuflado, que se obstinó en quedarse cuando todos se marcharon, porque tal historia era poco creíble y forzosamente hubiera pensado que se ocultaban otras intenciones y en aquel tiempo toda precaución era poca.
Estábamos reunidos en casa de Javier, un edificio enorme pero seguro porque la portera no se fijaba en quién entraba o quién salía y cuando a las ocho de la noche él regresaba de la academia donde daba clases, acudíamos allí y en su cuarto nos sentábamos donde podíamos y hablábamos sin cuidado de ser oídos porque en torno nuestro había viviendas llenas de niños aullando, madres desesperadas, música de radios que subía por el estrecho patío que daba resonancia a disputas, ruidos propios de cocinas y entre todo aquel barullo, tan humano pero tan cansado, Javier estudiaba y preparaba sus lecciones y procuraba desentenderse del entorno asfixiante en el que veía a sus padres, una pareja envejecida que contemplaba a su hijo único sin comprender que fuera obra de ellos, y debieron de sentir el fracaso de tantas ilusiones que ya no eran sino unas sombras salidas de años fatigosos, extrañados de sobrevivir, que apenas nos saludaban cuando entrábamos y pasábamos a la habitación de Javier donde había algunos periódicos que comentaba de pie, alto y esbelto por una ligera debilidad de su contextura, con un gesto atento del que está acostumbrado a reconcentrarse y, a la vez, una mirada ingenua que era asombroso hubiera atravesado los tres años rodando por frentes y retiradas,  salvando siempre las aspiraciones y situándolas más allá para llegar a ellas algún día y ser profesor de algo y hundirse más y más en el estudio, aún careciendo de perspectivas inmediatas, como en verdad nos pasaba a todos, que no sabíamos qué proponernos en un breve plazo y por ello el desánimo se presentaba tan frecuentemente o un rechazo de todo y nos aislábamos y dábamos largos paseos hasta llegar al Cerro de las Balas donde a veces hacían prácticas de tiro de artillería y ponían en lo alto una bandera para que nadie subiese, pero en la cumbre era donde más nos gustaba estar, bajo un sol de fuego, rodeados de aromas de jara y hierbas resecadas, gozando de la ligera brisa, mirando los campos de secano, dedicados a trigo o a cebada, y por una zona cercana fui a buscar a Cuevas, más allá de Vallecas, entre basureros, chabolas y perros hambrientos y a lo lejos se percibía el perfil de Madrid, rodeado de los solares yermos de constante sequía extendidos hasta lejanías azul-violeta de la sierra, una ciudad cuyo nombre fue un símbolo en la pasada guerra civil, que había sido defendida tenazmente, con el frente entre sus calles, una ciudad donde los tres habíamos nacido y que era espejo de nosotros mismos en aquellas dificultades del suburbio por donde le busqué y cuando preguntaba por él, nadie le conocía, me miraban con fijeza y se hacían los distraídos y cuando el mismo Antonio Cuevas me abrió la puerta de una especie de corralillo que había delante de la casita, y le dije que era amigo de Mejía, del 22 batallón, la expresión rígida apenas cambió y se apoyó en la jamba de la puertecilla y escuchó con aire displicente lo que yo le contaba, a lo que contestó que no, que no sabía nada de Internacionales y que no volvió a tener relación con nadie desde la guerra y comprendí, al ver su pobre aspecto, sus manos trabajadas —probablemente se dedicada a la recogida de chatarra— que no daría información alguna.
Esta última visita se la conté al doctor Dimov que escuchó en silencio, hundidas las manos en los bolsillos de la bata blanca y sujetando en los labios el cigarrillo, y le expliqué la gran dificultad que tendríamos para encontrar a alguien en una ciudad cuya población fue removida y desplazada a causa del largo asedio, que duró tres años, y de la desbandada que se produjo cuando los vencedores entraron por sus calles y todo fue alterado, pero me pareció que se extrañaba de las precauciones que yo tomé al ir en busca de Cuevas, aunque someramente ya le dije lo peligroso que era, igual que no entendía, ciertas mañanas al salir juntos del laboratorio y quedar deslumbrados por la intensidad del sol, que una luz cegadora ocultara tantos asuntos reservados e indecibles, pues la realidad de un mundo como el nuestro, invadido de una especial dureza, pese al luminoso ambiente, a las falsas risas, al buen humor tantas veces forzado, era casi imposible que él la captara y yo siempre maldecía aquella luz y aquel calor hasta que un día me dijo algo así como que yo no podría marcharme y olvidar el país donde había nacido como tampoco se echa al olvido a la mujer a la que se consagra intenso amor, incluso si no llegó a querernos y jamás pudimos estrecharla en los brazos ni rozar, como máxima ilusión, la tibia prominencia de sus labios.
Entonces hablábamos mucho de mujeres, de las novias que tuvimos en guerra a las que preferíamos no buscar porque acaso desconfiarían de nosotros, pero la necesidad de mujer era apremiante, más aún por ser huérfanos en una sociedad que nos había rechazado y negado todo afecto e incluso Javier se sentía huérfano y deseando tener algún cariño, incluso de padres bondadosos, y este desgarramiento le mantenía absorto en el enigma de por qué los suyos no eran así y no fueron el consejo vivo que es preciso, ni un modelo alentador; el padre repetía que no llegaría a nada y movía la cabeza con gesto abatido ante la evidente incapacidad del hijo, y la madre gimoteaba que le volverían a llevar a otra guerra, y por esta sensación de haber quedado abandonados, incluso de ideales, íbamos a los burdeles de la calle de San Marcos y yo más de una vez me encontré ante el ventanal del laboratorio, fijo en las lejanías pero prendido en el vestido de tela negra, los zapatos destruidos, las sucias manos de la gitana apenas entrevista, moldeada y acariciada en la imaginación, como un desnudo contemplado codiciosamente a través de prismáticos, que cuando éstos se dejan no tiene existencia próxima ni real y es una visión mágica indemostrable, y quizá era parecido el estado de ánimo de Dimov cuando fumaba y parecía hundido en una divagación, atraído por la llamada de alguna distante persona, perdida en las comarcas interiores, y sin volverse hacia mí comenzó a hablar de la ciudad donde vivió desde niño; en el sopor del ronroneo de los ventiladores le escuché sin prestar gran atención porque apenas me dirigía sus palabras, pero al poco rato lo que explicaba me atrajo, ya que describía una ciudad salpicada de lluvias, rodeada de aires puros, húmedos, que venían de próximas montañas y acaso sujetó más mi curiosidad porque yo solía pasar la mirada por el cielo metálico en espera de que aparecieran nubes y trajeran una tormenta para aplacar la sequía, los remolinos del calor, las luces deslumbrantes y nunca había pensado de qué ciudad venía, y aquel comentario que aludía a un episodio de su vida, sirvió para descubrirme amplios parques, calles tranquilas, tejados de zinc, unas veces cubiertos de nieve, otras veces brillantes de lluvia. Aquella ciudad se llamaba Sofía y allí había ido a vivir a los diez años con sus padres y allí había estudiado, y cuando se dio cuenta de que yo seguía su relato, me habló de ella minuciosamente.
Acaso avivada mi curiosidad, con presentimientos y nuevas inquietudes, me sentí más decidido que habitualmente y sin proponérmelo me encontré yendo despacio por Alcalá, dejando atrás la plaza de toros, con las manos en los bolsillos, despreocupado, hasta llegar a las Ventas y entrar en la taberna de nuestro amigo, en la penumbra fresca y casi húmeda del local vacío a aquella hora, en el que había un claro olor a tanino, a vino oscuro que traían de La Mancha. Era absurdo pensar que iba a encontrar a los gitanos y a la mujer que vi con ellos pero comprendí que por alguna razón me había quedado prendado y tuve la sensación de desear su figura, pobre, descuidada, con vestidos harapientos pero hondamente atractiva la expresión del rostro y las proporciones del cuerpo, todo fugazmente percibido pero estremeciéndome como un golpe violento, cuando me enteré de que sí solían aparecer por la taberna y que se ocupaban de ropa vieja, pero mi amigo no pareció que la considerase bella e hizo un gesto de indiferencia porque los creía gente peligrosa pero la gitana a pesar de las mejillas demacradas, quizá con señal de algún golpe, recorría con la mirada la taberna, midiendo a todos con la dignidad de quien sabe que no será fácilmente vencida, y tuve así, ante su talante altivo, la segunda vez que me encontré con ellos, una idea disparatada pero fue la que me vino al pensamiento, y era compararla con un país sometido que conserva reservas de dignidad, de altanería y oculto vigor, como una tierra agotada que aún puede dar cosecha, y mientras, yo permanecía apoyado en el mostrador, haciendo que miraba el vasito de vino que tenía en la mano pero la espiaba ansiosamente, atento a detalles de su cuerpo, a algunas palabras que decía y que yo no llegaba a oír: hubiera tendido las manos para cogerla y atraerla hacia mí, y a veces en mis silencios coincidía con el doctor Dimov, cuando dejaba por unos momentos el microscopio o la lupa binocular y, requerido por un ensueño, dirigía los ojos al ventanal donde sonaba el silbido prolongado y melancólico de algún tren, o en el que se veían, las tardes de tormenta, majestuosas nubes cuyas formas sugerían montañas o resplandecientes cuerpos femeninos que distraían de las tiránicas realidades de la tierra, y en mí caso, de la ineludible tarea de encontrar al médico búlgaro y, si era posible, hacerle salir de España, atravesando a escondidas la frontera o consiguiendo un pasaporte falso, y entre estas dos quimeras, porque tan irreal era pensar en la gitana como localizar a un hombre escondido no se sabía dónde, pasaban días y vacilaba en hacer partícipes a los amigos de una idea que tuve al decirme Dimov que era imprescindible ponerle a salvo en Francia, y fue, marcharnos nosotros tres con él, aunque primero habría que enterarse sí vivía el tal Stoiánov o acaso habría muerto en los últimos combates por Brúñete o estaría detenido en algún campo donde se internaba a extranjeros sospechosos, y luego intentar convencerle del largo viaje hasta los Pirineos y fue así como poco a poco se formó en mí el proyecto de que nosotros podíamos escapar y organizar nuestra vida en Francia, en la zona no ocupada entonces por los alemanes, y la imagen de los amigos felices y contentos en una ciudad nueva, me llenó de satisfacción, bien es verdad que entonces no tuve en cuenta que Europa era un caos de guerras e invasiones.
Cierto que nunca habíamos pensado en marcharnos y reemprender otra vida en cualquier país, pero se me planteó esta posibilidad y al fin, reunidos en casa de Javier, se la comuniqué a ellos y los tres nos sentimos alentados por una esperanza que no vislumbrábamos por otros caminos, una perspectiva de huir a Europa y asistir al final de la guerra, ilusión que cada uno pensó realizar en la consagración a París, ciudad de intensa vida, de riesgos difíciles pero también de éxitos y oportunidades, lo cual vino a aumentar nuestra sensación de vivir en tierra extranjera y en aquellos días de imprecisos proyectos de viaje, al tener conciencia de haber estado igual a deportados en el país natal, sufríamos una extraña dualidad soñando con algo que no conocíamos, nostálgicos de lo desconocido, como también era mí curiosidad por la ciudad búlgara de la que Dimov hablaba y un día aludió a una mujer que allí estaba y después la volvió a mencionar y comenzó a describirla delicadamente como el que intenta detallar un desvaído grabado antiguo y esta imprecisa figura se me apareció sobre un perfil de casas elegantes, de barrios pobres, patios con árboles, la silueta de la montaña cercana, y tal presencia femenina fue suficiente para acrecentar mi expectativa por algo tan ignorado, y desde entonces cada vez que se refería a la ciudad, yo no dejaba de situar en ella a esta mujer y le hacía un gesto a Dimov de que comprendía y me interesaba, de tal manera que ella llegó a estar unida a mi representación de la ciudad y ambas despertaban una necesidad de conocimiento real, no imaginario, y este conjunto quimérico se alzaba en mi pensamiento y llenaba de fantasías las largas tardes en el laboratorio y las gestiones para encontrar a Stoiánov que no podían ser sino volver a ver a Mejía y que diese otro nombre de algún compañero y esta vez fui con Luis, emprendimos el camino de Usera cruzando entre casitas hechas con latas y trozos de tablas, habitadas por familias que nos veían pasar, casi ocultos tras el trapo que hacía de cortina en la puerta, nos seguían con la mirada recelosa, y de nuevo Mejía dudó pero nos indicó el nombre de un médico que había estado en Albacete con las Brigadas, y ya de regreso, al atravesar arenales con restos de trincheras, tierras endurecidas por sequías o nocturnas heladas, gruñíamos contra nuestro mundo que era un camino entre vigilancias y acusaciones de pecado, de herejía, de desobediencia, del que se debía escapar a todo trance y huir a tiempo a ciudades donde encontrásemos la libertad en el pensar, en el amor, donde hieran posibles aventuras, abrirse camino entre personas abyectas o excelentes, llegadas de mil países, y al decir esto sabíamos que era la forma de negarnos a todo lo que caracterizaba entonces a nuestra patria —los impunes negocios, los fusilamientos, las venganzas, el mercado negro, la imposición de creencias anticuadas— y respirábamos el irritante humo del tabaco mezclado a los olores de los basureros que las ventoleras traían y llevaban y nos preguntábamos qué gran enemigo tendría dentro España para que miles de hombres hubieran huido de ella y nosotros soñáramos con otros países, lejanos o no, pero siempre al otro lado de la frontera, tan cerrada y tan deseada, de tan difícil acceso, defendida por una cadena de montañas, desfiladeros, precipicios, que obstaculizaban toda huida y acercarse a ella era ir hacia una trampa mortal más allá de la cual estaba París o quizá la ciudad de la que Dimov me hablaba, y aunque él no se refería a una capital bella, donde la riqueza de la arquitectura motivara en quien la recorría una admiración imborrable, sino a una ciudad pequeña, con casas rodeadas de jardines, y largas nevadas invernales, suburbios de humildes casitas donde habitaban gentes diversas, con varías formas de combatir el hambre, en intenso trabajo por ganarse la supervivencia, eso mismo me agradaba y era un estímulo y en los planes de huida a veces admitía que fuera a Sofía a donde debía ir buscando realizaciones y una vaga aproximación femenina que yo intuía era la silueta entrevista de la mujer que Dimov guardaba en su mente.
A la huida, Luis era el más reacio porque estaba poco seguro de encontrar trabajo en el extranjero ya que no tenía preparación ninguna, igual a lo ocurrido a tantos jóvenes que la guerra había arrastrado a una práctica que fuera de matar no tenía más finalidades y se cerraba a cualquier optimismo que pudiera anunciar ser feliz porque al salir del almacén donde empaquetaba tejidos, se fijaba en los tranvías desvencijados y cargados de gente, en el césped quemado de algún jardín con las fuentes secas, en el gesto reconcentrado de los transeúntes y comprendía que nosotros éramos su único punto de apoyo y una marcha al extranjero podría separarnos, a lo que yo le replicaba que la felicidad debe buscarse afanosamente, corriendo riesgos, porque nadie vendrá a regalárnosla y tendremos que ir a ella y arrancarle unas migajas de alegría, de seguridad, de satisfacción, de saber que alguien lejos o cerca, te ama aunque sea una desvalida gitana que en su pobreza cruza su mirada con la mía y hace una mueca de altivez y sus ojos relampaguean, y en lo más secreto de la conciencia cabe estar satisfechos de haber alcanzado brevemente, y nunca como se ha previsto, ese corto instante de luz, de esperanza, que llena el pecho, que sube la sonrisa a los labios si piensas en las calles de París y los ojos ceden a la vigilancia diaria para hundirse en el fresco jardín interior del ser feliz, pero yo también tuve el temor de separarme de ellos pues los sabía muy necesarios, justamente sentados en la hierba abrasada del Cerro de las Balas, atisbando las lejanías borrosas por la calima de agosto, charlábamos y reíamos, siempre expectantes de que no fueran a disparar sin haber puesto la bandera de aviso, dejando vagar el pensamiento por un horizonte de incertidumbres para combatir las cuales no dábamos ningún paso como si un casco de metralla nos hubiera destrozado el bajo vientre y no quedara nada de hombría y hubiera que evitar el pensamiento de la acción para escapar a la vergüenza de todo esperarlo de una fuerza ajena; al Cerro llegaban ruidos del pueblo de Vallecas, el zumbido del motor de un coche, una voz atenuada que gritaba a alguien, llamadas que el destino nos dirigía y que no entendíamos y en el sucederse de día tras día, nunca se producía nada relevante y nosotros estábamos allí, vigías en lo alto, en una apática espera, rumiando los largos meses de trincheras en que habíamos visto tantas suertes truncadas que nos convencieron de lo inconsistente de las ilusiones.
Buen trabajo costó encontrar al médico que estuvo en Albacete y luego hubo que lograr que nos lo presentara la hermana de Agulló en una clínica; él nos habló de una enfermera de los servicios sanitarios de las Brigadas que se había salvado de cárceles y detenciones y, aunque dudoso, Luis fue a visitarla y al día siguiente nos trajo la noticia de que parecía dispuesta a dar alguna información pero habríamos de inspirarle confianza —que no éramos policías— y tras varias conversaciones, la enfermera accedió a enterarse de si quedó en Madrid un interbrigadista, con cuya perspectiva esperamos más animados y siempre que informaba a Dimov de las pesquisas, y mientras yo le hablaba, tenía ante mí, como símbolo de la esperanza aquellos días la repetida visión de trenes que se alejaban, pero próxima ya la marcha de Dimov hube de reconocer que no lograríamos encontrar a tiempo al que buscábamos, pese a que podía ocurrir en cualquier momento, ya que la pista parecía segura, porque al fin la enfermera había dicho saber dónde se ocultaba con nombre supuesto un médico extranjero, pero nada pude asegurarle a Dimov y ambos callamos escuchando distraídos la carcoma que seguía con su eterno trabajo de avanzar inútilmente, y en silencio, fumábamos ante el ventanal del laboratorio tras el que dejamos ir tantas veces la desbandada de nuestros pensamientos, y en la víspera de la partida y al darme las gracias por el intento de localizar a su compatriota, me pidió secreto absoluto del encargo que trajo al venir a Madrid porque en su país había peligro para todos los amigos de las Brigadas Internacionales, y mí último recuerdo es la noche de su marcha, en la estación del Norte, entre los humos de las locomotoras que también parecían invitarme a partir y alejarme de todo compromiso con mi época, y él, después de estrecharnos las manos, asomado a la ventanilla, con un gesto de impotencia, acaso por no poder decirme si alguna vez nos volveríamos a ver y a encontrar en la ciudad que él me había descrito, cuya imagen me dejaba como herencia, ya recuerdo imborrable de viejas iglesias de cúpulas doradas, cafés acogedores, el monumento a un patriota que fue ahorcado en su lucha por la libertad, el sencillo edificio del parlamento, los alrededores verdes, igual a un mosaico de historia y acontecer humano, y en ella una sombra femenina, apenas esbozada, con una inexplicable atracción para mí y una curiosidad por conocerla y acercarme a ella cual si pudiera prometerme algo.
Comprendí que a él debía la iniciativa no ya de salvar a un desconocido sino de salvarnos nosotros mismos y quizá identificarnos con el extranjero venido a luchar en nuestra tierra y con su arriesgada permanencia, aunque Dimov me mirase desde la ventanilla y viera un país postrado y en él tres jóvenes indecisos, dejando  pasar  oportunidades,   sin  enfrentarse  claramente con el oprobio que nos asfixiaba, entregados a la ilusión de un cambio imprevisible como era cruzar la frontera para, sin duda, ser detenidos por los alemanes que ocupaban Francia, y por esta razón su marcha nos culpabilizó de no haber puesto más arrojo en nuestra búsqueda y cuando la enfermera nos avisó de que sabía dónde encontrar a Stoiánov, fuimos enseguida y sorprendidos la oímos hablar de él como si le conociera y le recordara en un hospitalillo de primera línea a dos pasos del frente, sin material, sin agua ni vendajes pero seguía allí decidido, rodeado de lamentos, de sangre renegrida, de gangrenas declaradas, pero él estaba allí dispuesto, entre alambradas y explosiones a unos metros de su tienda de campaña, y la enfermera se animaba y parecía recordar algo que había vivido y sonreía satisfecha, y por eso le confiamos nuestra última esperanza, el huir, pero ésta se perdió cuando negó con la cabeza y después de afirmar que era muy arriesgado, que sólo se hacía en casos en que había que salvar a alguno con riesgo de fusilamiento, nos dijo que nosotros no teníamos por qué marchar, no corríamos peligro y era aquí donde debíamos quedar, mayor provecho haríamos dentro que no al otro lado de la frontera donde ya había miles de los nuestros, y a Luis y a mí, según la oíamos, ante la inminente vuelta a la rutina y al calor que entorpecía el pensamiento, nos pareció que sus palabras caían pesadamente en los cuerpos sudorosos: la noche se caldeaba en opacidad y entraba por la boca y ahogaba y en la consternación de ver irrealizable aquel proyecto, de nuevo nos pareció ir por calles desoladas con una patrulla de relevo, entre la madrugada y el oscuro viento, tropezando medio dormidos, golpeando los costados el peso de inútiles armas, como los consagrados a la vana quimera de aspirar a ciudades inventadas y a mujeres forjadas no de carne sino de meras palabras.
Perdíamos la tensión estimulante que nos abrió Dimov con su propuesta, pero yo, y no lo confesé a los amigos, renací en un eje de confianza y me propuse, donde fuera, buscar a la gitana y hablar con ella pues su amor podría salvarme de la postración y evitarme caer en el charco de las costumbres humillantes, al ser tan difícil y arriesgado y hasta absurdo, porque yo me había representado el cuerpo de ella que no conocería jabón ni ropa limpia pero esto fue eclipsado por el atractivo del movimiento de los hombros y de las caderas, de la cintura esbelta y, sobre todo, su gesto al mirar, que yo supuse se renovaría en cada encuentro, al que si ella accedía, podía ser la clave de quién sabe qué ayuda, la cual en su misma distancia inabordable despertaría en mí capacidades ahora quietas, como pasa con la huella que deja un efímero conocimiento pero que siempre va a influir y señalar nuestra vida: habría de poner las manos en su cuerpo y acariciarlo lentamente por las sinuosidades de los músculos, presunción que no sería sino una irrealidad más de las que el hombre anhela, porque todos soñamos vivir en la ciudad de las mil torres, de ventanas rutilantes como estrellas, ser felices entre hermanos en calles acogedoras y recorrerlas y descubrir la mansión maravillosa donde aguarda ella, intacta, embriagadora, tesoro que será quizá aire al contemplarlo, o cuando se toque, inerte materia pero es fatal desearlo siempre, ambicionar un paraíso al que se llega a detestar por inalcanzable y así se abomina de aquello que a la vez se ama, aborrecemos lo que sutilmente tiene algo de nosotros y a la memoria vino lo que dijo Dimov hacía meses, la imposibilidad de renegar de aquella tierra —que era la mía—, ya fuese una furia desatada que golpeaba con vendavales tórridos o helados, o una armonía de praderas, de playas, de claras provincias sosegadas: ir a la gitana sería el tolerar y amar una patria ruin y pobre, arisca y áspera, y sus hombres, de seguro, no me aceptarían, pero yo decidí volver a la taberna y obligar a mi tierra a recibirme tan inhóspita y tan enemiga y establecer un acuerdo de supervivencia.
Dieron las nueve de la noche y me despedí de los amigos, tomé el camino de la taberna y cuando me apoyé en el zinc del mostrador pregunté en voz baja al camarero conocido si los gitanos vendrían, a lo cual él movió los hombros, hizo una mueca y dijo que no sería posible, se marcharon a Murcia, acaso huidos, y lo más seguro era que no volveríamos a verlos.
Parecía no quedar ya nadie en el barrio y las ventanas estaban vacías y las puertas las movía el aire y los ratones cruzaban las salas silenciosas y el aroma de la madreselva se perdía sin llegar a aquellos que plácidamente se adormecían en las siestas calurosas. De noche no se ola el llanto de un niño insomne ni el entrechocar de platos en el fondo de las cocinas. En los jardines no sonaban los surtidores sino una rama seca desprendida, la roldana de un pozo movida por el viento, un gato abandonado susurraba un maullido de extrañeza y acacias y jazmines, lilos y geranios estaban callados y daban su luz verde, indiferentes a su próxima ruina. Los chalets que fueron hacía años la ambición de sus constructores, estaban cubiertos de polvo: había polvo en las escalinatas de azulejos rojos, polvo en las molduras de las elegantes fachadas, polvo en los cristales y en las escaleras que bajaban a los sótanos, dominio de humedades y sombras.


Había tanto sigilo que nadie se atrevía a penetrar la esencia escondida de los hechos o de las intenciones, el porqué de unas figuras desgastadas en el frontón de la fachada o qué ocultaba el afán incontenible de dinero o, en las ambiciones de la época, cuánto había de inapelable destino y cuánto de voluntariosa decisión pero nadie revelaba, del río de sombras que era el transcurrir de los meses, los episodios incomprensibles y fue ella sola la que a duras penas intentaba explicarse el significado de las palabras que oyó de niña en torno suyo, incluso otras, más extrañas, que oía decir a Reyes Reinoso hablando con el abogado: cheques, pólizas, dividendos, sentados frente al mirador al cual Adela se acercaba y a través de sus cristales veía las casas del otro lado de la calle donde estaba la entrada al callejón, la muralla de casas hacía poco alzadas, pues todo el barrio ya estaba edificado, cubriendo lo que eran terrenos baldíos y vertederos por donde corrió ella en el aprendizaje de buscarse y saberse nada y sólo descubrir el valor de su cuerpo y sentirse arrebatada por curiosidades, por sorpresas, por enfados en el vacío de descampados que nunca más vería pues habían sido reducidos a un orden de aceras, farolas, tiendas iluminadas, fachadas cuajadas de cientos de balcones, que ella desde el mirador atravesaba, como una realidad inexistente, para poner la mirada en lo desaparecido y muy claramente se veía allí, en la salida del callejón del Alamillo, como una niña, contemplando el chalet, precisamente desde donde ella se miraba, pasados tantos años, pues al fin había conseguido pisar el lugar maravilloso detrás de su fachada, de su jardincillo, detrás de sus balcones, de donde, las noches de verano, llegaba música y veía cruzar sombras de personas, sobre aquel mismo parquet, en el que ella estaba, de la gran sala junto a otras habitaciones en cuya penumbra de rayos de luz entrando por rendijas, se descubrían mesas, armarios, camas, cómodos sillones a los que algún tiempo después tuvo que limpiar de polvo y barrer el suelo y las cortinas volvieron a revolar en las abiertas ventanas para que el nuevo dueño de tanto lujo llegara despacio hasta la sala, andando con dificultad, seguido por dos ayudantes cargados de maletas, y tomara posesión de todo ello, mirase en redondo, el diván, la chimenea encendida para templar los primeros días de octubre, y en el centro, el gran mirador de altos cristales que daba a los ruidos y al movimiento de la calle, a la cual parecía mirar con desgana de lo desconocido, desconfiando de aquella ciudad que fue la capital enemiga aunque ahora, terminada la guerra, era campo conquistado, sometido, a donde proyectaba venir como dueño de considerable fortuna.
Adela, finalmente, estaba dentro del chalet y se complacía en .considerarse rodeada de tanta riqueza, de impregnarse de valores que le daban íntima satisfacción, olvidándose de recuperar lo que fue su aspecto, su estatura, su mirada de niña y de evocar en torno suyo distantes recuerdos, el panorama urbano que le fue propio, el paisaje peculiar de los solares y los novios cuando al terminar la jornada vagaba con otras chicas por los descampados, vacíos espacios de injurias y de goces, abiertos a la aventura con hombres, ardiendo ellas de expectativa pese al recelo por la oscuridad y por quienes se acercaban que, primero, las invitaban al cine para luego derribarlas sobre la tierra apelmazada entre abrazos jadeantes, como tal vez lo pensaría hacer Reyes Reinoso en cuanto ella le sirvió las primeras comidas o iba a echar troncos en la chimenea y se inclinaba hacia adelante y él, tendido en el diván, con la manta sobre las piernas, la miraba de soslayo, mediría las dimensiones y densidad de su carne y sentiría crecer su apetito en el largo aburrimiento de la quietud impuesta por las heridas que le cruzaban medio cuerpo, obra del maldito estallido a ras de suelo en el frente de Levante, obligándole a estar ahora tras la cristalera del mirador, el que tanto había admirado Adela desde abajo, desde la acera de enfrente y le parecía algo asombroso en el centro de la fachada de ladrillo y adornos de escayola, y en lo alto, el enigmático frontón con figuras desgastadas por la intemperie, las cuales mostraba a su madre y ésta levantaba la cabeza, entornaba los párpados y no respondía sino dos palabras: «¡Cuánto dinero!», y a esas palabras estuvo unido el chalet delante de sus ojos admirados, como un palacio de ensueño, construido sobre irnos trozos de metal redondos y oscurecidos que ella, al pasar unos años, aprendió que era el dinero, del que todos hablaban y se lo disputaban y soñaban con ganarlo o al menos con tenerlo, como lo más perfecto.
Pero los años, al transcurrir, dejaban sin respuesta sus preguntas, en cada edad la suya: ahora, sobre el contenido de la caja de cartón que le pusieron en las manos y que debía ocultar celosamente; entonces, quiénes eran los dueños del chalet, qué era el ser rico, quiénes eran las figuras del frontón, por qué cambiaba el jardincillo con las estaciones cuando lo veía reverdecer, llenarse de geranios, agostarse, a veces encharcado por las lluvias, a veces cubierto de la nieve caída durante la fría noche y que el sol deshelaba y hacía crecer violetas en el borde de los macizos que unas señoras vestidas como princesas, cortaban y formaban ramilletes y ni siquiera se percataban de que ella, asomada su carita entre la hiedra de la verja, las miraba; era una niña del callejón y allí todo lo malvado se albergaba, probablemente, los enemigos de Reyes Reinoso, los contrarios suyos en las trincheras que él vio más de una vez delante, como prisioneros, y hacía un gesto evasivo con la mano al sargento que se los presentaba y aunque procuraba olvidarlos, eran los seguros autores de aquella explosión que le mandó al hospital de guerra en Salamanca, y le parecía verlos cuando se asomaba al mirador y tenía delante la entrada del mísero callejón del Alamillo, de casuchas siniestras, que le recordaba un barrio junto al río Tormes, quizá de gitanos que mendigaban, y cuando pasaba cerca en la fila de alumnos del colegio de los maristas, percibía un color indefinible y olores, pero en una casucha parecida vivió Adela desde que se mantuvo en pie, rodeada de gritos y de penas, disputas sin motivo, únicas alegrías ante la perspectiva de una tortilla de patatas o de una sopa caliente, y palizas, todo lo que Reyes Reinoso atribuía a la mala vida, a los que no iban a la iglesia, a los menesterosos: los chicos pobres, con beca, que entraban por una puerta de servicio en el colegio y a él le parecían odiosos, pues en las pequeñas viviendas de corredores se soportaba la intemperie de las hambres, el frío de febrero, los abortos forzados, el fracaso diario de mendigar unos pocos céntimos con que se alimentaba una familia, gentes de las que él leía cómo, muchos periodistas, jueces y terratenientes, les achacaban los males de la patria, pero sólo el destino era el único culpable de que aquella bomba de mano le fuera a estallar cerca y por esa razón, Adela servía a un hombre demacrado, circunspecto, dueño absoluto del chalet que valía una fortuna dada la falta de viviendas con tantas destrucciones por la guerra, y los que buscaban éstas para volver a formar un núcleo de calor y sonrisas, debían pagarlas caras; y los otros, las buscaban para repararlas y convertir la calamidad en un negocio, también tasando los solares donde las casas terminaban y se abrían terrenos con matas de cardos, escombreras y tolvaneras y por allí anduvo Adela de niña con otros chiquillos del callejón, hasta el Campo de las Calaveras, donde se pegaban en busca de cosas que brillaban en los montones de basuras y hasta se acercaban al cerro en que se alzó, con altos cipreses por encima de las tapias, el cementerio de San Martín y allí una tarde descubrió lo que era la muerte, como más tarde entendería lo que era la palabra amor o dinero, la que también había conocido Reyes Reinoso muy de niño porque se interesó en conocer el trayecto que corren las monedas y los billetes de mano en mano y las iba ahorrando en una caja de zapatos que escondía en su armario junto a los calcetines, pero Adela guardaba la caja de cartón debajo de la cama, en la pequeña habitación que la designaron a ella donde sólo había una silla y un clavo en la pared para colgar el abrigo y sabía que los muebles y objetos, altas lámparas con pie de mármol y brillante metal, cuadros, suntuosos espejos, eran lo que se llamaba la riqueza, y Reyes Reinoso calculaba su valor para desprenderse de una parte y conservar el resto en la nueva mansión que se propuso poseer en la capital y liquidar la vieja casa de familia, convirtiendo en dinero las grandes habitaciones siempre cerradas, los amplios desvanes, la temerosa bodega donde se secaba la matanza, propósito que ya hizo suyo antes de llegarle la noticia de ser heredero de un capital verdadero, que se percibía en su mismo trato cuando Adela le saludaba y se imaginaba que era una de las personas que vio en los balcones encendidos del chalet, si había una fiesta, o que salían en coche, elegantes y altivos, pero a los que, ella se enteró, en julio del 36 la muerte había visitado personificada en ira popular y fueron fusilados al borde de carreteras o en el extrarradio, y a Reyes Reinoso esos parientes muertos no le interesaban, no les había conocido vivos, y la muerte era para él solamente fogonazos entre las alambradas o aquel estallido tan cerca de las piernas, o los oscuros y retorcidos cuerpos tendidos entre surcos de labranza o matorrales después de los combates y la muerte para ella, aún niña, fue deslizarse con otros chicos por encima del muro y encontrarse entre cruces de piedra y en un hoyo, ver los restos de un cajón de madera y entre telas renegridas, como una amenaza, los dientes enormes de una calavera y a través de lo incomprensible, comprendió por qué la puerta del cementerio estaba cerrada y nadie allí acudía para no ver el cajón deshecho, conteniendo un secreto igual, quizá, a lo que había en la caja, atada con una cuerda varias vueltas, que le dieron con el encargo de que la ocultara y no hablara jamás a nadie de ella.
Ni muerte ni amor pueden ser para nadie el mismo estremecimiento: Reyes Reinoso aprendió el amor como un placer que se compraba en los burdeles del barrio de San Vicente, de Salamanca, con mujeres cansadas y medio tontas por el coñac que debían beber y por aguantar hasta la madrugada, y en cambio, ella, lo descubrió como un regalo de la buena amistad que no se olvida nunca como tampoco olvidaría lo ocurrido años más tarde, en una pensión de Valencia, con el primer hombre que la desnudó, enloquecidos ambos en una pugna de compenetrarse y fundirse en un solo ser, casi al borde de perder el sentido, abarcando el cuerpo del otro como desesperados, de lo que fue un anuncio, un heraldo, la niña que encontró en el cementerio, pese al miedo que aquel sitio le daba: era la hija del guarda y andaba entre las tumbas y las altas hierbas, con su misma edad, peina da y vestida igual, y se hicieron amigas porque tenía cuentas de colores, botones, estampas, y así el cementerio, en el alto de una loma desnuda, entre desmontes áridos, se convirtió en el lugar predilecto y cuando ella se asomaba al mirador para barrer o limpiar los cristales, le hubiera gustado verlo en lontananza pero las casas que sé fueron construyendo lo ocultaban y desaparecieron las veredas que llevaban a su puerta, a la que corría en cuanto se escapaba del callejón, con la esperanza de que su amiga le regalase alguno de sus tesoros porque nadie le había dado nada, luego ya, de mujer, algún hombre agradecido le había regalado una pulsera barata, un broche, y el que fue comandante la buscó para decirle que aquella caja valía más que una joya y ella debía ocultarla cierto tiempo hasta que pudieran pasarla a Francia: le puso la caja en las manos —de cartón, no muy grande, bien atada—, manos algo enrojecidas por el trabajo cuyos dedos, si la descubrían, para hacerla hablar, se los retorcerían o entre las uñas le clavarían palitos afilados, pero ella nunca habría de decir quién se la dio y tampoco abrirla, no tenía por qué; en cambio, cuando se encontraba con la otra niña todo era claro y sencillo, vigilar a una cabrita que comía los cardos amarillos entre las lápidas rotas y alguna vez que el padre no miraba, la ordeñaban un poquito para beber su leche espesa tras cruces de mármol y hierro oxidado, junto a viejos sepulcros parecidos a los que bordeaban Reyes Reinoso y su madre el Día de difuntos al ir a cumplir el rito de acompañar a los muertos y él notaba acrecentarse su nostalgia de un padre que no había conocido pero que sí necesitaba.
Y bajo los cipreses, Adela, en el amanecer de las sensaciones, le contaba a su amiga la belleza del chalet, la casa de los señores más ricos de su barrio, que se alzaba en la calle ancha y transitada por donde cruzaban tranvías amarillos y ruidosos, haciendo sonar su campanilla, y la gente del callejón —mendigos, carteristas, y también familias del trabajo agotador y vanas esperanzas—, pensaban en noches de viento helado, que allí dentro del chalet habría calor de chimeneas encendidas y ella cuando entró por vez primera y vivió el momento de ilusión de abrir las contraventanas y asomarse, encontró habitaciones suntuosas en las que resonaban sus pasos y pese al rancio olor a humedad de lo largamente deshabitado, era un espacio confortable, una ilusión tan parecida a la que Reyes Reinoso sintió una vez que volvió a su casa, con permiso, y recorriendo las habitaciones comprendió que aquel edificio valía mucho y en cuanto su madre, tan envejecida, muriese, él habría de venderlo todo, y con urgencia inexplicable fue a su cuarto y rompió cuadernos del instituto, libros de cuentos, cartas de una novia, lápices de colores e incluso cogió un retrato de su tío Bernabé, el militar, y lo partió en cuatro trozos, preparándose para un viaje definitivo, de esos en los que nadie mira para atrás y son una fractura en la rutina diaria y un desasimiento total parece terminar una época, y se le presentó la clara certidumbre de que era rico como lo fue su padre, al que debía imitar, atraído siempre por tal ideal impreciso mientras que Adela era atraída por el único fuego de la vida que le entregó la otra niña tras una larga confidencia en la que le contaba sobre una pandilla de chicos que la llamaban fuera de las tapias del cementerio y la tocaban todo el cuerpo, y con risas le colocó una mano entre las piernas y la movió ligeramente y Adela notó un ardor nuevo y un cosquilleo difuso y siguieron esas caricias en las que Reyes Reinoso debía de pensar al ver a las enfermeras del hospital donde, al cabo de dos meses de estar vendado, su madre, con gesto compungido y lágrimas, le contó que a toda la familia de Madrid le habían dado «el paseo» y él era el único que quedaba y tenía que ir allí a recoger una herencia de fincas, viviendas, servidumbre, entre la cual estaba Adela, y mirándola, sentía intenciones de apoderarse de ella como aquel hombre que una noche la alcanzó en el solar detrás del callejón, y la derribó y la chica, ya en el suelo, debatiéndose, sintió dentro del cuerpo algo que se introducía dolorosamente, pero pudo zafarse, morder la mano que la tapaba la boca, dar alaridos y cuando el hombre huyó y se levantaba furiosamente, supo lo que aquello había sido, mas al llegar a casa no se lo dijo a la madre, aunque sí a la amiga del cementerio y entonces lloró, pero sólo un momento porque se había acostumbrado a no llorar si faltaba comida, lo que era siempre, o si le daban unos pescozones, o si la madre empeñaba el único colchón y había que dormir sobre papeles y apoyar la cabeza en almohadas de frío, aunque con frecuencia las lágrimas estallaban en los corredores de la casa y quienes eran sus vecinas se miraban con ojos empañados intentando comprender tan negra suerte porque a la vida le acompañaba lo indecible y una niebla de secretos envuelve tanto a los que creen saberlo todo como a los que se preguntan el porqué de la miseria irremediable o de ver, una noche, cómo apuñalaban a un hombre en la escalera y ella corrió a llamar en las puertas y cuando los guardias llegaron, se escabulló porque sabía quién era el que allí se desangraba y de lo ocurrido en el solar se creyó vengada; pasarían años y durante la guerra, en las cocinas de cuarteles o en almacenes del Socorro Rojo, rechazaría acometidas similares, unas veces con palabras airadas, otras, con golpes, y a otros hombres los aceptaría porque eran simpáticos o guapos aunque su madre siempre en sus regaños, le amenazaba con hombres y acaso por eso mismo no mencionaba a su padre del que ella no sabía nada, ausencia que prefirió ocultar cuando Reyes Reinoso le preguntó por su familia, sin duda fingiendo interés o curiosidad que no era sino medir quién era ella como persona pues como cuerpo joven y deseable ya se había informado día tras día al aparecer Adela en la sala subiendo de la cocina la comida y Reyes Reinoso hacerse el distraído, tirándose del fino bigotillo, mordiendo el labio inferior, tecleando con la boquilla de marfil en la mesita estilo inglés que junto al diván tenía y en la que siempre había naranjas, lujo permitido por la gran herencia de la que poco a poco entraba en posesión y recibía visitas del abogado trayendo escrituras y poderes que allí quedaban junto a las naranjas, emblema de extensos caudales, en tiempos de tanta hambre, un tesoro, en meses de gran penuria y largas colas ante las tiendas y ella nunca había comido hasta saciarse de tal forma que siendo una chiquilla, a cambio de un pastel, consintió que un vecino, en la oscuridad de la escalera, le desabrochase la blusita y le hundiera la boca en los pequeños pechos y fue entonces cuando entendió el comercio de hombres y mujeres por los solares de Bravo Murillo no bien anochecía y quedaban sólo iluminados por el temblor de luz de unas farolas distantes, y lo hacían a cambio de unas monedas que sustituían al tierno amor, a la comida, a una casa caliente, lo que Adela también entonces deseaba, y allí el placer furtivo le fue revelado tanto como, posiblemente, en las conversaciones con los chicos mayores del colegio, a escondidas de los frailes, enumerando el cuerpo de la mujer, y un lego pervertido les metía la mano por el pantalón, lo que también le hizo su prima en los rincones del pasillo, o las conversaciones con las compañeras del trabajo pues su madre, al cumplir catorce años, pese a la negativa de ella y que no sabía hacer nada, le buscó una colocación en una cercana fábrica de pañuelos: le explicaron lo que debía hacer, aprender a coser, a planchar y a ser respetuosa con el encargado que las vigilaba y también a no enfadarse si, en broma, les tocaba las nalgas, y gruñendo se sometió al horario y pronto en las obreras vio una nueva familia y fue al cine por primera vez y descubrió todos los secretos de hombres y mujeres, cuánto les une y les aleja, pero siempre el chalet estuvo frente a ella: lo miraba y se veía a sí misma; sus ventanas resplandecientes eran las fantasías de ese cine a donde iba los domingos; su fachada, deteriorada por el tiempo, eran sus manos trabajadas por la aguja; las chimeneas, las vagas ilusiones; el mirador central de grandes cristaleras —iluminado en las noches de fiesta, cruzado de siluetas abrazadas que bailaban—, era el sexo convertido en vórtice de su existir diario tantas veces como percibía sus costados, las puntas de los pechos, las móviles caderas si manos ajenas tocaban esas partes: ella se revolvía pero ya estaba despertado su temblor, su respiración precipitada y así era igual a un palacio ardiendo en luz, triunfando del hambre, los abandonos, la pertinaz pobreza, aunque él a la novia, con la que había paseado por la Plaza Mayor y acompañado a misa y a la que no rozaba, jamás habló del cuerpo ni de su ciega atracción por Eulalia, la doncella de su madre, que le llevaba a su cuarto para hundirle en esa ansia en que los rostros se encendían y la respiración se hacía anhelante y una dicha indecible subía hasta la boca y los labios se hundían en los labios y en zonas de carne flexible, como si los dientes quisieran devorar los hombros, las caderas, los muslos tersos y macizos con regiones de asombrosa ternura y a la vez ella, que tenía los ojos cerrados, le acariciaba el cuello en la nuca y le clavaba las uñas y le murmuraba palabras que no se entendían, como Adela no entendía bien al hablarle de la caja el que fue comandante, ahora vestido como un pordiosero, que le pedía la guardase porque a él le estaban buscando y tarde o temprano le detendrían, pero que otro compañero vendría pronto a recogerla y al preguntar ¿qué tiene? le dijo que era mejor no lo supiera y así no lo contaría si le preguntaban, aunque confiaba en ella, en su valor, en su reserva, y así Adela siguió, año tras año, ignorando tantas cosas salvo el placer de los miembros desnudos, de los abrazos que se deshacen y cada músculo parece quedar laxo para siempre y un ligero olor a sudor asciende de los cuerpos abrasados.
El convaleciente no se movía del diván, recibía al abogado, firmaba la transmisión de bienes, las nuevas escrituras, hablaba de acciones, de altos intereses y a Adela le pedía un vaso de agua, le preguntaba si fuera seguía el frío, con palabras rápidas apenas moduladas, más lentas cuando le preguntó qué familia era la suya y nada más porque ya estaba informado de que no era sospechosa de tener antecedentes políticos y el portero, que la conocía desde niña, le aseguró que era mujer de confianza y no perteneció a comités obreros porque ella ocultó que, al terminar la guerra, regresó al callejón, y nadie supo de dónde venía, y todo allí estaba diferente, vio caras que no conocía y en la que fue su vivienda encontró una familia de refugiados a la que explicó por qué llegaba con las manos vacías y tuvo que comprender que aquellos tres años habían borrado lo anterior, de su madre no había rastro y tampoco quiso buscar a conocidos porque le asustaba en aquellos días inseguros compartir suertes ajenas: solamente el admirado chalet permanecía delante de ella, con los balcones y ventanas cerrados, el deterioro acentuado en las molduras de la fachada, el jardincillo, marchito, algunos cristales de los balcones, rotos, en los dos escalones ante la puerta principal las hojas secas amontonadas; el esplendor de la riqueza, las luces y el lujo eran ya algo del pasado, el cual, no obstante, acabada la guerra civil, entendió Reyes Reinoso que se conservaba intacto en los ámbitos del poder, subsistían las razones del lucro y de la especulación, habitual proceder del que frecuentó bancos, habló de cuentas corrientes, de fincas, de salarios, vía por la que él entró como predestinado desde su infancia porque, si hubo cambios en las profundas costumbres, eso más se manifestaría en Adela, muy distinta de la que un día de julio salió del barrio para ir a trabajos insólitos, a lo totalmente nuevo, pero siempre a ciegas, en la ignorancia de las palabras, de lo que debía decir o callar o mentir, y el frontón del tejado que vio aún más deshecho, le confirmó su indigencia al recorrer las calles conocidas, observando las farolas rotas, el pavimento y las fachadas con señales del estallido de obuses, y así llegó hasta los desmontes del cementerio para sorprenderse de que en sus muros habían abierto troneras y era una fortaleza pues el frente estuvo cerca, pero los cipreses desaparecieron, el interior estaba destruido y de aquel reducto de amistad sólo quedaban escombros y la imagen de la niña de la cabra por unos minutos se cernía en su corazón aunque aceptó su pérdida porque la hicieron resignada los mil acontecimientos avasalladores que la golpearon desde aquel verano del 36 en que empezó a ir de un sitio a otro, talleres, intendencia de cuarteles, hospitales de urgencia, prosiguiendo el esfuerzo por ver claro lo que ocurría, incluso en los frentes, a los que Reyes Reinoso fue destinado y allí aguantó peligros e incomodidades con otros jóvenes de gesto altanero al medir el nivel social de quien les dirigía la palabra y al que apenas escuchaban, mientras que Adela sí escuchaba en su intento de entender y en los años de guerra aprendió, lo primero, a leer y escribir, y limpiarse las uñas, lavarse cada día, a saludar, a consultar el reloj, a usar bragas, y a vencer los ciegos deseos de abandonarlo todo en las duras jornadas del Ebro, en las que conoció a hombres lanzados raudos hacia la muerte y a otros, serenos, reflexivos, entre los que estaba el comandante que se presentó inesperadamente con una caja de cartón que debía contener algo muy importante.
Muy importante eran para él los documentos notariales sobre la mesita estilo inglés pero a veces su pensamiento cruzaba la cortina del dinero e imaginaba a la criada desnuda que avanzaba hacia él y le tendía los brazos, avivando el deseo por los restos de recuerdo de la doncella de su madre subiéndose la falda, pero Adela, sin hablar, retiraba el servicio de la comida y corría las cortinas al llegar la noche y desaparecía precisamente cuando Reyes Reinoso percibía más su aislamiento en aquel chalet, tan ajeno a él, y dejaba de razonar negocios, escribía alguna carta y pasaba a la alcoba con el último cigarrillo sin ocurrírsele que Adela también fumaba los pitillos que le quitaba de la caja donde estaban, al abrir la cual se le venía al pensamiento aquella que escondía y que relacionó con algo que recordó haber oído en Valencia, que pese a la derrota republicana, la guerra continuaba y retrocedió a una mañana —acaso tendría veinte años— cuando en su calle se oyeron gritos de hombres armados que pasaban en camiones agitando banderas rojo y negro y cantando himnos cuya letra ahora comprendía que debía olvidarse, porque era peligrosa:
«Trabajador, no más sufrir...»
y guardaría silencio para no descubrirse aunque tampoco Reyes Reinoso la hacía hablar, se limitaba a mirarla y en ciertos momentos los ojos se encontraban y comunicaban la tendencia latente y contenida hasta que él, sosteniendo la mirada, le sonrió y Adela no dudó ya de la apetencia que tarde o temprano iba a manifestarse hacia su cuerpo pues ese cerco de deseos lo conocía bien por reiterado aun en circunstancias inadecuadas, cuando todos eran arrastrados por un túnel de urgencias, de confusión, de destrucciones o cuando, ayudando a sacar cadáveres entre montones de escombros o limpiando con algodones un rostro yerto, notaba unas manos en las caderas, y lo primero que anunció sus propósitos fue decirle que era muy bonita y que debía de tener un cuerpo precioso y señalaba la blusa tensa y ceñida y le pasó los dedos por un brazo, movimiento instintivo que no pudo dominar, exactamente igual a la pasión invisible que le hacía calcular los ingresos, las posibles ventas de terreno, y ocurrírsele comprar muy barato un viejo tejar y fabricar ladrillos que se pagaban a precio de oro para la reconstrucción de tantos edificios y hasta la sala llegaban las cartas con los pedidos y los pagos y frecuentemente quedaban en la mesita fajos de billetes sobre los que ponía la mano, fuerte pero un poco corta, de uñas pequeñas, con la que había empuñado la pistola o dado órdenes y que ahora firmaba cheques y acariciaba a Adela recorriendo el contorno de la cintura y los costados a lo que ella respondía con un ademán esquivo y a la vez con un mohín de fingido reparo, porque un temor le asaltó enseguida, el temor de ser descubierta con la caja comprometedora, pues ninguna otra cosa en ella podía revelar lo que había sido desde que las compañeras del taller la llevaron a locales donde se repartían fusiles y se organizaban destacamentos, y tuvo la certidumbre de que aquel paquete era su pasado de escenas inolvidables, desfiles o bombardeos, de incógnitas y de sorpresas, y ahora, una suerte peor de incertidumbre porque el destino sorprende siempre y se forja a espaldas nuestras y cuando lo encontramos cara a cara ya es ineludible y sólo queda aceptarlo, como la ropa ajena que una madre pobre nos obliga a vestir y nos hace más harapientos y desvalidos, aunque por debajo de la humilde ropa haya un cuerpo suave y tierno, templado y elástico, de pliegues y arruguitas móviles que se borran y aparecen según los miembros se agitan en abrazos y roces, en lo que es pasión nueva y repetida, y que Adela vivió —cuando Reyes Reinoso la empujaba, la llevó suavemente hacia la alcoba y la hizo echarse de espaldas en la cama—, como algo importante no para sus sentimientos, así fue en tantas ocasiones parecidas con hombres que le gustaban, sino para su significación en el barrio, en aquel chalet, que tuvo ante ella, cuando salió al atardecer del día siguiente, igual a un objeto de su propiedad y que debía confirmarlo haciendo desaparecer la caja con papeles que llevaba en la bolsa de hule.
Reyes Reinoso, en los momentos de máximo deseo, la llamaba Eulalia entre su respiración entrecortada, y ella le pasaba las manos por la nuca y se reía cuando él apelaba a métodos más excitantes, para lo cual se dio cuenta de que precisaba estar segura, y ese fue el motivo de que, a inedia noche, ya se oían los ronquidos del viejo portero, ella abriese las ataduras de la caja sabiendo que aquel cartón manchado y la humilde cuerda que se extendía sobre la cama, eran los vestigios de lo que debía olvidar, y su inquieta expectativa se mitigó al encontrar solamente papeles escritos a máquina y a mano, unos borrosos, otros arrugados, todos cubiertos de letras en las cuales se detuvo un momento pero a la escasa luz de la bombilla y con su poco hábito de leer desde que aprendió, no veía claro y hubo de renunciar, volver a encerrarlos dentro de la caja, la ató y se concentró en la manera de desprenderse de ella, y al mismo tiempo preparaba la explicación que daría si alguien viniera a buscarla, el mismo comandante u otro que ella no conocería y no tendría otro remedio que mirarle fijamente y contarle que... en la soledad de una huerta de su pueblo la habían violado y por eso no era virgen pero nunca más había tenido trato con hombres que ahora borraría de su mente, como huéspedes importunos, e hizo esfuerzos para no ver la sombra de sus novios al desviarse del callejón y atravesar las calles tan habituales cuando ya oscurecía y dejar atrás la esquina donde se alzaba el chalet con el que experimentaba una relación nueva, integrada en su aspecto lujoso, ideal de belleza y de precisas aspiraciones, imposible de comparar con las paredes húmedas y cuarteadas junto a las que nació, y al aproximarse a Cea Bermúdez entró en la zona de ruinas de casas hundidas y luego, los solares yermos pero esta vez no los vio como el horizonte de su infancia ni detuvo su vista en los muros del cementerio, ahogando todo recuerdo, toda fidelidad a sí misma, sólo atenta a encontrar la boca de la alcantarilla donde terminaría su preocupación, su inquietud nacida en la cama de Reyes Reinoso y allí nació una ambición sin duda más precisa que aquellas que la animaron en el remolino de una guerra incomprendida, sin haberla explicado nadie por qué ocurrían hechos indescifrables, y ella asumía la fatalidad de crearse sus propias respuestas, cargando con el peso terrible de decidir qué hacer, de igual manera que Reyes Reinoso, sobre aquella pasión iniciada, reflexionaba en el atardecer con luz de plata que entraba por el mirador y calculaba las consecuencias de tener tan cerca una carne suave y joven, unida a la satisfacción de poseer los caudales de la opulencia. «¡Cuánto dinero!» las palabras lejanas de su madre las oyó al tirar con un movimiento rápido, asegurándose de que nadie la veía desde lejos, el incómodo paquete de papeles que hizo ruido al caer en lo profundo de la cloaca abandonada, y cuando se incorporó, estaba libre, ágil, salvada, resonando dentro de su cabeza «¡Cuánto dinero!» y aceptó el sigilo que como una máscara llevaría.


«Es conveniente desviar la mirada si de noche, a la altura del techo, aparece una mano o una cara; se aconseja distraer el pensamiento cuando en los muebles se oigan palabras susurradas o los objetos cambien de su habitual sitio o las puertas se entreabran sin que nadie las toque. Hay que desentenderse de importunos visitantes igual que apartamos la mirada de un montón de basura.» Aquellos consejos los oyó varias veces, de tal forma que los repetía al volver a su mesa conmocionado e inquieto... «debemos evitar cuanto pueda perturbar nuestra conciencia que en ciertas épocas se ve asediada por lúgubres apariciones, al pasar cerca de carnicerías o de inmundas tabernas, donde se hace visible un ser doliente, ya terminado su ciclo vital, un espectro que, acabada la existencia, aún se aferra a sus bajos apetitos...» pero era preciso ante todo escribir aquella carta, terminar el borrador para que al día siguiente fuera leída en el grupo y corregida, si hiciese falta, y enviada a la persona que habría de recibirla, que acaso le extrañase al llegarle a las manos para luego reflexionar sobre lo que significaban sus párrafos, el primero de los cuales estaba escrito con letra apresurada, y esbozada la idea inicial del segundo cuando, sin poder contenerse, se levantó de la mesa, movido por un deseo de andar o de acudir a una llamada que no era posible en aquellas altas horas de la noche y en el silencio que inmovilizaba la casa, fue a la puerta, abrió y dio unos pasos sobre la alfombra del pasillo y levantó la mirada y volvió a ver los espectros que acudían a él inexplicablemente aquellos días cuando no le había dominado ningún pensamiento indigno y sólo ocupaba su mente la figura serena y equilibrada de aquel que habría de recibir la carta, la cual era el tema de permanente conversación con los amigos y nada justificaba la visión repugnante que le hizo retroceder, cerrar la puerta y quedar unos segundos apoyado en ella no porque temiera que pudieran penetrar, pues hacía meses había colocado en tres esquinas de su cuarto los exorcismos apropiados para impedir la entrada a tales huéspedes al espacio sosegado, limpio, tibio y aislado como esfera de cristal en un mar de confusión y errores, en cuyo centro estaba la mesa cargada de objetos habituales, libros, plumas, los cuadernos, el cenicero lleno de frágiles cenizas, apoyos de toda alma solitaria como único lenitivo de la inquietante noción de que siempre el exterior era hostil, y se llevó la mano izquierda a los ojos y recobró la serenidad necesaria para sentarse de nuevo ante la hoja de papel en blanco, resplandeciente bajo la luz de la lámpara que iluminaba tan sólo un pequeño círculo, dejando en sombra toda la habitación.
Iluminaba también sus manos, con venas azuladas y el vello de las falanges, la piel blanda y ligeramente húmeda, húmeda en todas las circunstancias no sólo ahora cuando, aún tenso y entristecido, se disponía a reanudar el borrador de la carta y para hacerlo bien debía tranquilizarse pero su respiración en el silencio producía un silbido idéntico al que en otro sitio de la casa, el sueño daba su ritmo acompasado, que oía a pesar de la puerta cerrada y el aislamiento de estar amurallado por un estante con libros y por cuadros y pesadas cortinas en el balcón, protectores de todo riesgo, merced a cuya calma había podido escribir la primera frase que creía obligada: «Somos un grupo de amigos que buscan el sendero», comienzo que definía perfectamente lo que eran todos en aquellos meses, refugiados en una relación casi constante, unidos por la convicción de que eran parecidos, tal un grupo de hermanos pero sin padre y, por tanto, sin la rivalidad que crea el proyecto de ser grato y querido de la autoridad paterna y la ausencia de desconfianza fortalecía esa fraternidad aunque les impusiera la vacilación de sentirse solos ante unos años adversos con posibles sorpresas en cualquier instante, que romperían su predisposición pacífica, mesurada, de dominio de pasiones y vulgares apetencias y de búsqueda de los grandes ideales del espíritu, que adensaba una atmósfera especial según pasaba la tarde y la conversación sobre temas elevados ganaba en mutuo entendimiento y enseñanzas, y a ese grupo tenía que presentar la carta que, redactada con sinceridad, despertaría sin duda el interés de quien la leyese, y miró las líneas en el comienzo de la hoja de papel, sobreponiéndose a la impresión producida por la aparición reciente que le hacía preguntarse ¿por qué atraigo a estos restos de personas que murieron hace mucho, que fueron sin duda groseros o malvados? ¿Es que soy igual a ellos? Pablo les había explicado con voz pausada que eran cascarones inútiles que quedaban prendidos al mundo de la materia por el cual vagaban y había que borrarlos de la mente y pensar, por ejemplo, en los argumentos que tan claros le parecieron al grupo para conseguir lo eme deseaba: «No satisfechos con las lecturas que hacemos, que a la par de sobrecargar nuestro pensamiento concreto nos muestran los límites de la razón,..», escrito lo cual dejó la pluma en la mesa y prestó atención al exterior pero sólo le contestó la quietud más absoluta y en el vacío que percibió en torno suyo regresó al único lugar donde encontraba afecto, al gabinete sencillo y acogedor donde se reunían cuando habían terminado las actividades cotidianas y el pensamiento tendía al descanso, junto a palabras afables, junto a la tetera de porcelana y la fragilidad de las tazas y las cucharillas para agitar el azúcar y el plato donde estaban las pastas de vainilla que se iban tomando despacio a lo largo de una velada que podía prolongarse mucho tiempo y cuando el sereno en la calle golpeaba el pavimento con su bastón de madera y hacía oír sus pisadas, ellos bajaban por la escalera despidiéndose en voz queda para no despertar a nadie y que ninguno de los vecinos, que acaso insomne podría oírlos, descubriera que ellos se reunían hasta aquellas horas de la noche para Dios sabe qué asuntos, siempre lejos de la realidad, ya que no sería capaz de imaginar las largas conversaciones que se trenzaban acerca de creencias, de países remotos, costumbres Orientales, poderes de la mente superior, prácticas adivinatorias y experiencias sobrenaturales, hombres excepcionales que dieron a la humanidad sus enseñanzas, en momentos propicios a la fantasía, cuando las quimeras hacen su sutil aparición y la amistad se siente más cercana, acaso porque ninguno de los amigos se propusiera algo en concreto, salvo vivir entre la incertidumbre y la espera por no saber si al terminar la guerra en Europa se instauraría una democracia y sería posible reunirse libremente, como era antes de la guerra civil, cuando tenían su local, su biblioteca, sus conferencias, y allí se conocían personas con aspiraciones superiores, y no verse obligados a escribir a don Esteban, temerosos, y esta expectativa les igualaba, razón por la cual estaban allí sentados, en un círculo mágico, teniendo en las manos las tazas y siguiendo los movimientos de la tetera que vertía en ellas un contenido de color ambarino coronado de finas volutas de vapor oloroso, y cuando la tetera volvía a la mesa, la charla o la lectura en voz alta se reanudaba y les envolvía igual a una cortina que aislase de la agitación o apagase un largo sollozo que se oía aquellos años en las calles y en los campos de todo el país, imponiendo su terror, ensombreciendo los ánimos, pero ellos estaban en un recinto cerrado donde si la charla se detenía podían meditar y serenarse en el silencio cruzado de íntimas comunicaciones.
Se volvió a pasar las manos por los ojos y se preguntó por qué había vuelto a ver a aquellos huéspedes, a la altura del techo, una fila de rostros compungidos, suspendidos por una fuerza que les liberase de toda gravedad, descoloridos, sin frentes, sin mandíbulas, otros con grandes huecos en los ojos, de algunos colgaban residuos de cuello o los dientes sobresalían carcomidos y deshechos igual que usados hacía muchos siglos, y aunque él sabía lo que eran aquellos restos, necesitó unos minutos para serenarse mientras contemplaba sus manos fuertes y pasivas, ligeramente enrojecidas que no sólo ahora le distraían de su tarea de escribir una carta convincente, sino en otros momentos las había mirado con un punzante desagrado interior: las uñas grandes, redondas, bordeadas de una piel agrietada y con esos dedos cogió el lápiz y escribió: «Precisamos de una mente clara que nos guíe y en quien tener un apoyo y centrar nuestro...», manos que todos fugazmente habrían visto al levantar su taza para que Elisa se la llenase cuando venía de la cocina y aparecía con la tetera como si trajera un doméstico símbolo de fraternidad y se le sonreía aunque ella con frecuencia mostrase una seriedad reconcentrada, aún más en aquellos últimos días en que se planteaba si llamar por teléfono o escribir a don Ernesto y confesarle: «Le necesitamos a usted» y ella no decía una palabra, incluso se levantó de su butaca y se acercó al balcón retirando ligeramente el visillo para mirar a la calle, a la casa de enfrente vista mil veces, que en aquella hora empezaba a oscurecer su color terroso, e hizo un mohín de aburrimiento y salió del gabinete y fue a la alcoba, cerró la puerta tras de sí y repitió los movimientos que había hecho varias veces a lo largo del día: se aproximó a la ancha cama hasta que las piernas rozaron el borde blando del colchón cubierto por la colcha azul, se inclinó y contempló el cuadrado de tela anaranjado sobre cuyos matices y tornasoles se alineaban los objetos que había ido reuniendo cuidadosamente, buscados en todos los rincones de la casa hasta que creyó tener suficientes y los extendió sobre el trozo de aquella seda delicada que conservaba hacía mucho, desde que era joven, como algo precioso, y únicamente había hecho aquella operación porque la seda era como su propio cuerpo, era ella misma, extendida en la cama, el cuerpo ancho y blanco, cuerpo vencido de desánimo y hastío en la gran cama de matrimonio, ondulada y tibia, abrigada por la gruesa capa de la colcha en la que destacaba la seda irisada y sobre ella, cositas y objetos en simétrica ordenación, en un círculo amplio, hecho con granos de arroz, dentro del que había otro, multicolor, de botones grandes y pequeños que a su vez contenía un cuadrado trazado con cinta verde en cuyos cuatro ángulos había otros tantos espejillos, y entre uno y otro, plumitas —a la izquierda, rojas; a la derecha, blancas; abajo, amarillas; arriba, verdes— y junto a ellas montoncitos de azabache que aun cuando entonces el sol ya no entraba en la habitación, centelleaban igual a ojos apasionados que brillan en una noche de fiesta o en el supremo momento del amor, allí precisamente, en la cama baja y desmesurada, donde dormían hacía dos años, juntos y alejados, charlando e intercambiando ideas sin que las manos rozaran el cuerpo del otro, sin que las piernas sintieran el contacto frío de la carne ajena, frío o ardiente, blando o rígido, allí donde otros miembros tienden a aplastarse con fuerza e incluso los dientes, cuando los ojos brillan como brasas, clavan sus bordes afilados, siendo la respuesta no un grito sino una carcajada contenida y complacida que puede disolverse en un beso a mil lugares del cuerpo herido por los estigmas del placer que distiende piernas y espalda sobre el colchón, no, no aquel colchón al que la lana daba su superficie irregular aunque la seda anaranjada estuviera perfectamente alisada para que no rodasen las bolitas blancas de naftalina y trocitos de metal oscuro, hojas de laurel formando un cuadrado que abarcaba otro más pequeño de flores granate de geranio, de las que partía una reja de cordoncillos negros y grises que ocupaban el centro de aquel conjunto que ella repasaba con atención de sus ojos ligeramente exoftálmicos que correspondían a su cuello grueso en el que se iniciaba una papada coincidiendo con el punto de unión al pecho, cuyas ternuras siempre cuidaba de llevar tapadas y que sólo se descubrían por las noches al acostarse cada uno por un lado de la cama, a la luz de bombillas de pocos watios y en la discreción del respeto, de la educación, de los elogiados sentimientos de castidad, de elevación, de dedicación a las ideas superiores, de desdén por lo. que fuera oscuramente relacionado con los órganos excretores, órganos innobles que no parecían guardar relación con los maravillosos órganos de la vida mental, y la mano, la mano carnosa y bien proporcionada que despacio se tendía —era necesario efectuar esta última consagración— hacia el centro de los círculos e iba a colocar allí una pequeña fotografía, desvaída, gris y blanca, con una acusada doblez que indicaba claramente haber sufrido un uso descuidado, el uso que cabe a una fotografía que es ser guardada y sacada de algún sitio con frecuencia y contemplada o mostrada a otra persona y que en un momento de cólera, de soberbia, de envidia o desesperación la habría arrugado, pues la mano, ese órgano tan perfecto y en tan sutil comunicación con los tejidos nerviosos cerebrales, también podía crisparse, muy parecido a la garra de un animal salvaje.
«Sí, forma tu mándala si lo quieres: pinta los círculos... con sangre y pon trozos de piel humana, arranca las uñas a una rival tuya y colócalas en fila entre tazas de veneno, gusanos, cucarachas y en el centro no te olvides de unas tijeras abiertas... ése es el mándala que te hará avanzar.»
Palabras de Antonio, recordadas igual que recuerda una persona toda su vida si la desnudaron en público y escarnecieron y se burlaron de ella; se había quedado quieta sin poder responder más que con un gesto que pretendía ocultar su estremecimiento mientras que los amigos prorrumpían en exclamaciones como ¿Pero qué estás diciendo? ¿y eso a qué viene? ¿por qué le dices a Elisa tales disparates? a lo que Antonio replicaba que si no era más que un disparate según ellos, en eso quedaba, en disparate, pero, sin embargo, él había pasado su mirada fugazmente por sus ojos y a ella le había parecido que él sabía mucho de sus pensamientos reservados, y la niña que estaba en la fotografía con su vestidito color gris y la cara redonda también gris no hubiera entonces imaginado que, llegada a cierta edad, se vería colocada en aquel eje de una rueda mágica, de un centro armoniosamente equilibrado por la disposición de tantos elementos sorprendentes, pero saturada de miedo, de frustraciones, tal era su vida cotidiana y dejada allí, metida en una cartulina arrugada y desgastada, en espera no sabía de qué mientras gravitaban en el recuerdo las insultantes palabras de Antonio que sólo podían ser explicadas por la práctica frecuente entre ellos de hacer el juego de tratarse con sinceridad, hacerse críticas unos a otros y hablar con libertad de sus sentimientos pues sabían que no debía rechazarse al ser malvado que convive con el bien, tan auténtico y verdadero como el bondadoso don Ernesto sobre el cual en los últimos días habían discutido si dirigirle o no una carta, dado el carácter impreciso que tiene el mensaje que llega sin palabras ni voces sino en los trazos de una escritura regida por los humores momentáneos de la persona que la traza y si tendrían más posibilidades de que él se sorprendiera y sintiera nacer un afecto hacia el grupo, poniendo la frase «Usted nos puede ayudar» que era imprescindible pues representaba un cambio en ellos ya que siempre buscaron la ayuda en los libros, especialmente en los que pertenecían al padre de Pablo y que tenían las tapas desgarradas, medio deshechas, con cierto olor raro, con la calidad propia de lo que fue muy usado por las manos de su padre que leía de noche cuando llegaba del trabajo y la madre estaba preparando la cena y Pablo le contemplaba como si aquel hombre mayor, endurecido, cansado pero aún fuerte, estuviera cumpliendo una orden al inclinarse sobre el libro y cogerlo con ambas manos y ponerlo muy cerca de la cara; veía tanto respeto, tanto amor, que él no se atrevió a tocar ninguno hasta que fue mayor y sólo leía en las cubiertas los títulos o los nombres de los autores pues el padre nunca se los ofreció a él o a sus hermanos, aparte de que la madre parecía ignorarlos, y acaso por ese respeto, Pablo no confiaba en lo que decían las personas y sólo se dejaba aconsejar y aceptaba la sabiduría de los libros que luego en el grupo se intercambiaban y regalaban y procuraban comentar aunque a veces no traslucían admiración ante lo leído sino que en sus páginas se buscaba no más que el consejo o la admonición, que una boca invisible dijese lo que debían hacer o pensar de tal o cual asunto personalísimo o general, siguiendo el ejemplo, si se trataba de biografías, de algún sabio que pudiera ser como querían ser ellos, en una obsesiva contemplación de sí mismos, pero los libros, ya fuesen mudos o hablasen largamente, les presentaban hechos sorprendentes que rompían con todas las monotonías y les arrebataban al Tíbet, a Persia, a la India, les llevaban a exóticos paisajes parecidos al que contemplaban todos los que entrasen en la salita, colocado entre los dos balcones, destacando sobre el color ocre de la pared en un cuadro que puesto allí avisaba —como emblema místico colgado al cuello de un penitente— acerca de una consagración íntima, razón por la que no estaba en la puerta de la calle, ni siquiera en el vestíbulo, sino en la habitación donde se reunían, leían en voz alta y se comprendían mutuamente; distintivo secreto del que muy pocos entenderían su hermético significado salvo aquellos que, en el círculo inexcusable de las adversidades del tiempo, entrasen en busca de una ayuda no muy precisa y desearan ser acogidos, o los que por tener sensibilidad a los paisajes de alta montaña, les gustaba detener allí la mirada y reconocer aquellas cimas del Himalaya a la vez que intuían que la liberación de las angustias cotidianas la lograrían si viviesen allí donde planea el espíritu con su vuelo de halcón en la transparente y fría atmósfera de las cumbres nevadas que hace traslúcidas las lejanías sobre las nieblas de los ríos, las selvas, las dolientes vidas humanas, lejanía de borrosos matices donde cada perfil era igualado en los tonos pálidos de la acuarela, hacia los cuales los allí reunidos levantaban los ojos en determinados momentos, por causas indudablemente legítimas, de inquietud o bien de frecuente tristeza indefinible, y ese sentir era percibido por Marta que profundizaba su mirada en quien fuera, le sonreía y llegaba a ponerle la mano en el brazo en señal de entenderlo y de que ella estaba a su lado como un apoyo mudo pero tierno, y tal era la forma en que muchas veces miraba a las personas, incluso apenas conocidas en las que percibía esa ráfaga de desaliento, notaba que sufrían y su deseo hubiera sido tocarles las mejillas, acariciarles el pelo, pero a eso nunca llegaba y sí sonreía dulcemente con un gesto de comprensión profunda que acaso quien la recibiera no alcanzara a captar por qué se expresaba de aquel modo, o quizá sí notaba un aligerarse del peso que hería su corazón e igual debió de sentir Elisa cuando un día, habían quedado las dos solas, le confesó que ella lo que experimentaba era hambre de amor, de estar pegada al cuerpo de un hombre que la estrechase con arrebato, y poco le importaba lo demás, casi morir sería lo mejor después, y se hubiera avergonzado de haber hablado tan alocadamente si Marta no la hubiera mirado con una maternal comprensión y con un gesto que era de total acuerdo como si aquel amor que experimentaba hacia las personas con las que se cruzaba no fuese sino también una compensación del que no recibió, siempre a la busca de unas manos amorosas, de una boca inagotable, del cerco abrasador de unos brazos que la ciñesen y la sostuvieran, si ella, en el vértigo de la entrega, sentía que el suelo se hundía y las piernas se doblaban.
Nunca había hablado tan claramente al hombre al que estaba unida, el cual se sentaba habitualmente en la butaca del rincón desde donde se dominaba a todos, con una sonrisa contenida que ninguno llegó a saber si era benevolencia o ironía desdeñosa y de la que ella había tenido que retirar la vista, oprimida por una súbita sensación de distanciamiento y sin concretarlo apenas, un deseo de estar en otro sitio, no allí cuando Lorenzo extendía las cuartillas que había escrito y comenzaba a leer el borrador que corregirían entre todos y su voz era vacilante porque ahora iba, sin duda, a ser juzgado con dureza por Antonio, cuya postura en la butaca era especial, no debida al cansancio o a una dejadez pasajera sino a una decisión en relación con los demás, con su actitud delante de ellos y cómo les dirigía la palabra: el cuerpo estaba plácidamente hundido y a la vez negado a todos, como ausente, cómodamente puesto allí mientras los ojos entornados daban a uno y a otro lentamente su atención, afirmando o refutando, con un ademán medido, casi dispuesto a no intervenir si el tema no fuera de su interés; igual lentitud tenía el menor movimiento al inclinarse hacia la taza de té o el cenicero que desplazaba mecánicamente para demostrar que su pensamiento volaba lejos, indiferencia que hacían patente los labios apretados con que respondía las más de las veces y en cierta ocasión que oyó decir a Pablo que nuestro mundo es como un diamante perdido en el universo, que refleja la luz de las estrellas, le preguntó si a él le parecía que éstas fuesen los ojos de un ser inconmensurable y remoto y cuando Pablo le dijo que sí y que no puede extrañar que la estela de sus órbitas influya sobre la suerte de los hombres, Antonio hizo un gesto de conmiseración que fue captado por Lorenzo, el cual murmuró que las estrellas nos contemplan y son distantes y frías como los ojos de una madre, tras cuyas palabras hubo uno de los silencios en los que con frecuencia se caía y en cuyo mágico cristal se hablaban con voces inaudibles y sólo se oía algún ruido en otros pisos de la casa o una voz por la escalera o el lejano paso de un coche y esos minutos de recogimiento tenían lugar porque la frágil sensibilidad de todos precisaba serenarse, y al cabo de un rato Lorenzo alzó las cuartillas y leyó: «Deseamos que sea usted nuestro maestro y nos ayude a avanzar en una senda que se nos presenta difícil.»
Consideraron terminada así la carta y Marta le dijo a Lorenzo que a ella le gustaría recibir cartas bien escritas, incluso sin conocer a quien se las enviase porque una carta es como una confidencia y puede tener el mismo calor que las palabras más insinuantes, y como se riese y moviera con coquetería la cabellera rubia y alborotada y sostuviera en Lorenzo los brillantes ojos, oyó la voz de Antonio diciendo algo de romanticismo a lo que Marta contestó sin dirigirse a él, que no le importaba ceder a las fantasías de su imaginación, que era una forma libre de pensar, y eso venían ellos a hacer al discutir si escribían o telefoneaban a don Ernesto, si la llamada sería poco cortés pues no se ve a quien habla, lo que habría forzosamente de provocar una frialdad, o si la carta transmite sólo el pensamiento racional y no la tensión de los sentimientos, y estuvieron, por fin, de acuerdo en solicitar por escrito la relación con aquel hombre sereno y amable, de pelo blanco y rostro reposado y sonriente que sabía escuchar y analizar lo que oía para luego dar siempre una opinión que mejoraba e incitaba a proseguir el curso del pensamiento si bien Lorenzo aventuró que se podía debilitar aquella unión del grupo, lograda gracias a una comprensión mutua en la paz herméticamente cerrada, acolchada, en la quietud de una casa antigua medio dormida y de una calle apartada, un núcleo de espiritualidad en la templanza protectora de la suave luz de la lámpara y de la discusión tranquila en la que debía cederse la palabra al otro y nadie interrumpir y cada opinión debía ser escuchada y comentada como si hubiera el deseo de medir su justa intención, por ejemplo, de convencer a don Ernesto, pues el poder de la palabra habría de tenerse en cuenta, cual una dinámica que desencadena un proceso infinito de choques y contrachoques en la expansión de la onda de su sonido que al abrirse en círculos cada vez más anchos llega a confines alejadísimos del universo y permanece a través de siglos, de años-luz, y en razón de esta responsabilidad, se medirían las palabras como sin duda hacía Pablo, con voz baja y lenta, al afirmar que le parecía un iluminado, un verdadero maestro capacitado para ayudarles a seguir adelante, sin aconsejarles, sin darles normas precisas sino replicando a sus palabras con propuestas que en parte serían inesperadas para suscitar la progresión de la búsqueda, o sea, una expectativa de ese algo hacia el cual tendemos y que acaso es una pulsión que nos viene del pasado pues la ceniza de aquello que se consumió y quedó atrás nos nutre y nos impulsa en la tarea del vivir, que no es sino construir un palacio magnífico y cuando parece acabado y completo, se incendia y las llamas de la rápida muerte, lo borran y las pavesas vuelan y se funden con otros seres, y don Ernesto con su gran experiencia de vida les llevaría, por una parte, a conocer las voces antiguas que resonaban en ellos y, por otra, a eliminar los restos de fantasía que bloquean la conciencia, a lo que añadió Lorenzo que él tenía la duda de si el maestro había de ser necesariamente un ser iluminado: la enseñanza suprema llega del que menos se piensa, la persona más abyecta puede ser un maestro, y al pedirle que explicara tal idea, dijo que aquellos días había leído un cuento tibetano que se propuso olvidar, porque le inquietaba, pero que había decidido hablarles de él dado que le impresionó precisamente porque estaba relacionado con su busca de un maestro y su lectura había sido como una advertencia de lo que podía depararles la relación con don Ernesto y, si querían, se lo contaría con mucho gusto:
Una noche de invierno, en la casa de un noble pide albergue un soldado mudo que va de camino. Entra en la gran sala, donde está reunida la familia y los criados, y se sienta junto al fuego, al lado de un peregrino que también ha pedido hospitalidad. Todos miran extrañados al soldado que no puede hablar sino con sordos gruñidos, pero la joven señora de la casa se fija más en él, se interesa por su gesto ensimismado y es atraída por su aspecto mísero. Cuando llega la hora del descanso, cesan los trabajos y todos se retiran a dormir pero pasa cierto tiempo y la señora toma la decisión de bajar a encontrarse con el soldado. En silencio, sin que nadie la oiga, llega a él y con suavidad le despierta. El hombre, que había cruzado antes la mirada con ella, comprende por qué ha venido y la acaricia y se entregan al placer ante el fuego mortecino pero no se percatan de que el peregrino, al parecer dormido, les contempla. Tras este conocimiento de amor, ella vuelve a su cámara, se viste zapatos de camino, coge un puñado de monedas y con el soldado sale por la puerta de las cuadras al campo batido por la nieve. A la mañana siguiente, los gritos de las sirvientas anuncian la desaparición de la señora, no hay rastro de ella, preguntan a los pastores pero no pueden encontrarla. El peregrino escucha los lamentos y como nadie se ocupa de él, calla y se marcha con su bastón de reliquias, reemprendiendo el camino en busca de su maestro.
Pasan meses y el peregrino va de un lugar a otro en su paciente búsqueda. Al atardecer de un día de primavera llega a un albergue de caravanas y entre el ruido de los viajeros y las caballerías, él se sienta en la paja de un rincón, lejos de la hoguera donde se calientan los mercaderes. De pronto oye una voz de mujer que canta: es una canción aguda, de las estepas del Norte, como un grito en que no se distinguen las palabras. El peregrino ve surgir una mujer que se acerca al fuego: probablemente está bebida, lleva la cabeza descubierta y viste desvergonzadamente ropas de hombre muy usadas pero en el tono de la voz hay una alegría que proclama el triunfo de la voluntad, el desprecio por la suerte, el placer de dejar libre el alma de toda contención. La reconoce enseguida y, detrás de ella, el soldado mudo, harapiento y sucio cual un perro herido, que mira con temor a los mercaderes. La mujer no es ya la esposa de un noble sino otra persona distinta en la que lo auténtico, lo espontáneo se ha abierto camino y expresa al cantar su propia destrucción. El peregrino va hacia ella, se arrodilla y murmura ¡Maestro, sé tú mi maestro! pero ella ni siquiera le mira.
No había hecho pausas y al terminar estaba fatigada la voz; pasó la mirada por todos los reunidos para confirmar que le escucharon y como nadie hablase, hizo un gesto de excusa, encendió un cigarrillo y esperó hasta que Pablo dijo que la mujer del cuento le parecía más bien una proyección del peregrino que creaba un ser a su imagen y semejanza para no tener que seguir adelante en su difícil empresa de hallar un maestro, pero el gurú debe ser una figura ejemplar, como acaso don Ernesto que daría enseñanzas en un sentido amplio, pero Pablo hablaba con cierta inseguridad y volvió al silencio que todos guardaban, igual que si el relato hubiera desconcertado y no quisieran opinar, desagradados al plantear la duda acerca de la esperanza que alimentaban aquellos días, insinuación que Marta pareció querer rechazar al decir inesperadamente que ella sólo aceptaría como maestro a un hombre como don Ernesto, el único que les comprendería y ninguno más, pues cualquier otra persona podría ser hasta peligrosa si por un comentario suyo se sabía que ellos eran teósofos, palabra que provocó un brusco movimiento de las cabezas hacia ella, de sorpresa, pero tan rápidamente como surgió la extrañeza, se alzaron réplicas que tranquilizaban: ellos no hacían nada que atentase al orden ni al gobierno, ni difundían ideas subversivas y Antonio dijo que ya había prohibido terminantemente mencionar esa palabra y como Marta no le respondiese, se callaron pero de nuevo se había suscitado la convicción de que las suyas eran unas creencias muy diferentes a las que oficialmente se proclamaban y se exigían: ellos no adoraban a un dios en forma de hombre sino a infinitos dioses, o a ninguno, y vivían virtualmente aislados o, como opinó Pablo cierto día, igual a judíos de la Edad Media, rodeados de vecinos con otra religión que podrían en cualquier momento acusarles de temidos designios conspirativos y como por un destino inmutable habían de ser perseguidos con motivo de la radical separación con los demás, y presentían que sólo unas pocas personas, a las que nunca llegarían a conocer, sintonizarían con lo que ellos pensaban y en consecuencia tendrían cerradas todas las posibilidades en aquel país donde su concepción del alma, del mundo, era considerada delictiva y herética, por lo cual el sentirse distintos, únicos, forzosamente les imbuía una sensación de superioridad sobre tales vecinos dominados exclusivamente por ambiciones y pasiones frenéticas, problemas de subsistencia material, a los que se esforzaban en comprender mediante un trato afectuoso pero distante pues creían haber alcanzado un grado de evolución que les distanciaba de quienes tardarían siglos en llegar a lo que ellos llegaron y por esta noción de separatividad eran contradictorios cuantas veces mencionaban la tragedia que hacía unos años asoló el país: la guerra civil, entre cuyos dos bandos se proponían permanecer neutrales no obstante saber bien que uno de ellos era su inexorable enemigo.
Aquel silencio penoso lo rompió Marta para decir que las cárceles estaban llenas, y que oyó a dos personas en el «metro», que hablaban en voz muy baja junto a ella, decir que todas las noches en las tapias del cementerio, en el lado del barrio de La Elipa, se fusilaba a muchas personas y ese horror le espantó: un vaho de sangre invadía todo el país y aún peor, el aura de sufrimiento en tantos corazones se extendía como el barro de una inundación y lo cubría todo, y los deseos de matar y los propósitos de venganza, se disimulaban con hipocresía para que nadie notara en los rostros el estigma del odio, y los demás, fingían indiferencia para no atraer los peligros de la delación y la sospecha que como un emisario del rencor iba por campos y senderos hasta las chozas más aisladas, o zigzagueaba por calles concurridas para detenerse ante puertas cerradas por el miedo y ella percibía, aún en su protegida situación, en la que no le afectaban estos riesgos, como un alarido lejano, porque no en balde se usaban armas que dan muerte súbita y provocan un grito inarticulado que la materia repetía y repetía hasta rozar los finos terminales nerviosos excitados por tan desgarradora realidad.
Antonio había estado mirándola mientras hablaba y le desapareció su sonrisa al decir que estaban equivocados, que no se daban tales crueldades, que los hechos no eran como la gente malintencionada decía, hubo una guerra muy cruel, tenía que reconocerse, pero ahora todo se olvidaría y volvería la normalidad; no bien se calló, Lorenzo le replicó que quien había ganado la guerra era el más viejo fanatismo y, prosiguió con el gesto nervioso de la boca cuando contradecía, que el mismo Antonio, pese a sus convicciones derechistas, se haría sospechoso si revelara sus ideas filosóficas porque éstas no eran aceptadas y eran contrarias a la ideología oficial y le recordó que él mismo en más de una ocasión les aconsejó no mencionar el nombre de Madame Blavatski por temor a que alguien lo oyese y les denunciara.
Dejaban vagar las miradas recorriendo quién sabe qué escenas lamentables cuando Marta murmuró que el temor había aumentado desde que se habían sabido detalles del fusilamiento de García Treviño, de un pobre anciano, un hombre inofensivo, que apenas pudo entender los interrogatorios que le hacían, y esto, de lo que ella se quejaba con voz opaca y emocionada, Antonio lo interrumpió porque él iba a enterarse bien de lo ocurrido al secretario de la Sociedad Teosófica y no le bastaban las habladurías aunque era cierto que sufrían vivir en una tierra recorrida por la violencia generalizada pero así podrían concebir cómo maduran las ánimas poco evolucionadas y esperan en la negrura doliente de su tiempo, igual a los fantasmas insatisfechos y melancólicos que acuden al atractivo de las carnicerías, de los hospitales, tendiendo a una sangre y a una carne que fue su más inmediato soporte y al que anhelan reintegrarse o devorar lo que nunca podrán morder, y se deleitan con el olor yodado de las vísceras a las que quieren alcanzar cuando entran en el cerebro hueco de la médium para desde allí, burlarse de los afligidos que están en círculo, con los dedos unidos sobre el velador, intentando oír o ver algo asombroso en la penumbra de su desamparo.
Será preciso aceptar que cada uno vive en el país que ha merecido, en el que le corresponde por la ley del karma según sus actos en vidas anteriores y aquellos hechos y la ciudad que les rodeaba era el dominio peculiar de su esencia no manifestada, como el espacio más íntimo de todos ellos, a lo que Lorenzo contestó que nada sentía en común con aquel amontonamiento de casas en áridas llanuras con vertederos secos bajo un sol de plomo, pero quién sabe si el alma es una continuidad del mundo en el que vive: este país, hundido en pobreza y constantes guerras intestinas, será la imagen fiel de sus habitantes, o acaso de los torpes gobernantes que siempre los rigieron, y al oír esto intervino Marta como si hablase para sí: ¡cuánto necesitaban sentirse en comunión con otros parecidos a ellos! también opuestos a las corridas de toros, al alcoholismo, a las guerras en Marruecos, a los hidalgos flamencos y orgullosos y a sus cacerías crueles, pero no debían desfallecer porque toda luz está rodeada de tinieblas y aún aislados mantendrían la fe en su doctrina y no renunciarían y acaso en esto se parecían a los comunistas aunque tuvieran un ideal tan distinto al suyo.
Estas palabras alzaron de pronto, en el centro del círculo que formaban, un fantasma que les espantó y exclamaron a la vez que cómo podía hablar de comunistas y qué tenían de parecido con ellos, pero Marta insistió que era cierto que se parecían: estaban perseguidos, se reunirían en secreto como ellos y también aspiraban a que el mundo mejorase si bien era por caminos opuestos: el proyecto de felicidad de ellos era liberarse de la esclavitud de la materia, de los deseos impuros, de la fugacidad del pensamiento, e incluso tenían el sueño de un país ideal: Adyar, en la India de los brahmanes.
Con un tono claro y enérgico Antonio dijo bruscamente que había rogado muchas veces que no hablasen de política, que no era conveniente tratar tema tan desagradable y menos sacar a relucir al comunismo que había traído la lucha de clases y hecho tanto daño a personas sencillas a las que engañó; aquella comparación era falsa porque la suprema esperanza la ha puesto siempre el hombre, y no sólo los comunistas, en un ideal inaccesible y distante, situado en el futuro pero ellos no tenían nada que ver con ese futuro material ni con luchas políticas que eran propias de seres no evolucionados y de obreros, y según oía esto Lorenzo bajó la mirada al borrador de la carta: «No estamos sujetos a trabajos fijos...» y esta frase le llevó a pensar en la suerte que tenían de no depender de inminentes necesidades económicas, gozando de tranquilidad para charlar, lo que ciertamente era propio de privilegiados porque de forma casi providencial pertenecía a una minoría de soñadores, pero ¡nada de marxismo! volvió a decir Antonio, haciéndoles una tácita censura de no haber rebatido con más insistencia a Marta, la cual se volvió hacia la puerta que se abría y en ella apareció Elisa sujetando la tetera con dos manos y la oyeron decir que ellos no eran obreros, efectivamente, pero ahora tenían miedo, estaban acosados y ella estuvo así toda la vida, rodeada de una vaga amenaza, y esperaba que en cualquier momento se destruyera todo: era la revolución lo que temía, pero últimamente estaba dispuesta a terminar con tal miedo, ¿qué podía hacerle a ella la revolución?, deseaba no ser ya la niña tímida que siempre fue, que no se atrevía a tomar decisiones, porque de no haber sido por esa rémora en su carácter, hubiera estudiado o buscado un trabajo y hasta no se hubiera casado, y dejó de hablar levantando la mirada al techo, soñadora o arrebatada por inesperada desesperación cuando Pablo se incorporó en la butaca y con voz alta que él nunca empleaba, le aconsejó que no se callase, que siguiera diciendo todo lo que tuviera necesidad porque había comprendido que estaba inquieta y le convenía hablar mucho, abrirse al grupo, mientras que Elisa iba a la mesa, dejaba la tetera y con los hombros un poco hundidos dio unos pasos hasta apoyarse en el respaldo de la butaca en la que estaba sentado Lorenzo a la vez que Marta se levantaba, la enlazaba por la cintura y la decía que comprendía bien su temor porque ella lo sintió parecido, como una gran soledad, toda la gente en torno suyo era inexpresiva y ajena, por eso, cuando una tarde su padre la llevó a una reunión, cuando vivían en París, y vio hombres cantando, con banderas, que se saludaban y parecían confiados, entonces tuvo la sensación de la amistad y se consideró capaz de entenderse con aquellas personas.
Lorenzo giró el torso para mirarlas, cerró los ojos y se irguió cuando notó que los dedos de Elisa, movidos automáticamente, le rozaban el pelo de la nuca y la oyó murmurar que siempre había temido la revolución... y estremecido volvió a bajar la vista a la carta que tenía ante él —la frase final sería: «Por favor, ayúdenos»— mientras sentía la mano que le comunicaba un temblor por toda la espalda y procuraba no mirar a Pablo que tuvo un gesto fugaz de sorpresa pero lo cambió en un balanceo de cabeza al decir rué, como todos sabían, nada es casual, ya sean arrebatos de las pasiones, delirios, pesadumbres o alegrías, todo nos está destinado hace siglos porque en la antigüedad hicimos algo que sólo aquí y ahora tendrá su contraimagen, su rectificación y esta penitencia hace anhelar lo contrario de lo vivido, y luego desvió los ojos hacia la taza de té y parecía no oír un hum... hum... sarcástico de Antonio que estaba dirigido sin duda a él, y callaron todos por el peso de la atmósfera inesperadamente tensa hasta que Lorenzo se incorporó murmurando algo como que deseaba salir a la calle; se levantó de la butaca y fue hasta el balcón donde recortó su silueta sobre los cristales y la insignificante casa de enfrente con filas de balcones en el color indefinido de la fachada pero por encima del alero del tejado, el cielo ardía con sus torrentes de arrebol a los que Lorenzo miraba como un único horizonte en aquel momento angustioso para tener la sensación de libertad y poder exclamar que necesitaba salir a dar un paseo, pero Antonio, insinuante, le dijo que volviera con ellos, que no renegase de su realidad, a lo que Lorenzo sonrió como doblegado a la resignación, a la aceptación del grupo y volvió a sentarse y cuando Elisa le preguntaba si quería más té caliente, porque el de las tazas se había enfriado, Antonio ladeó el cuerpo tal como estaba sentado, forzando los hombros a seguir el movimiento de los brazos y con ambas manos cogió el espejo de marco de plata que estaba sobre la mesita que les separaba del balcón y lo llevó, trazando una curva en el aire, hasta ponerlo frente a Lorenzo a la vez que le preguntaba si conocía a «ése», marcando la entonación que daba a ciertas frases triviales al borde de la ironía, pero Lorenzo torció bruscamente la cabeza sobre el hombro. ¡Por favor, no me hagas eso! y se le vio cerrar los ojos y demudarse como al recibir un duro golpe en el vientre: habría entrevisto en el espejo las mejillas con la sombra de la barba afeitada, la frente con dos arrugas horizontales y tras él, una puerta entreabierta que le invitaba a la huida, pero de pronto, Elisa, como si cediera a un impulso instintivo, arrebató el espejo de manos de Antonio y se miró en él, acaso con idea de enterarse de algo o ver qué imagen fugaz había quedado allí, pero debió de encontrarlo vacío, solamente la superficie gris de una lámina pulimentada, porque alzó el brazo y con fuerza lo tiró al suelo y fue a estrellarse el cristal que reflejó tantas fisonomías, tintineó con un sonido limpio en el parquet y varias esquirlas saltaron lejos en forma de estrella.
La figura de la mujer aún guardaba la actitud del impulso cuando Lorenzo se levantó y despacio salió por la puerta que daba al pasillo y que pareció absorber todas las energías concentradas en el grupo y dejar la habitación a oscuras y los que se quedaban se volvieron a Antonio que a su vez paseaba la mirada impasible de uno en uno y Marta le gritaba por qué había hecho aquello y Pablo había tomado la mano de Elisa, que seguía de pie, en cuya blandura él ponía los dedos intentando calmarla o acaso transmitirle la necesaria serenidad, hasta que Antonio volvió a su sonrisa y dijo que por qué les desagradaba tanto verse en un espejo y a eso Pablo le replicó que no debía haberlo hecho, era una brutalidad, y Elisa entonces liberó la mano del contacto en la piel blanquecina, como ocultando la obscenidad de un cuerpo desnudo y retrayéndola hacia el bolsillo de su vestido, formó un puño bien cerrado, emblema de cólera contenida o de resentimiento que así buscaba libertarse, y permaneció de pie, sujeta al silencio que les dominó parecido a una cortina echada de pronto, a un biombo que oculta figuras inconvenientes, a la carpeta que se cierra guardando papeles de íntima reserva. Pasados unos minutos Pablo murmuró que probablemente Lorenzo necesitaba ayuda y debían dársela ellos:  tendiendo las manos a Marta y a Antonio, formaron los tres una rueda, cogidas apenas las puntas de los dedos, y así estuvieron callados mientras Elisa les contemplaba dándose cuenta de que la mesa en el centro de aquel círculo, con tazas, ceniceros de cristal, el jarrón con flores artificiales, el tabaco, constituía un mándala igual al que ella hizo pero éste era creado por la casualidad y no expresaba, como el suyo, la aspiración a definir y concretar su personalidad, y cuando levantó la vista ante ella tuvo a su padre vestido con un guardapolvo viejo, sobrevolando a un palmo del suelo, con un vaso en la mano a la altura del pecho como dispuesto a beber y la miraba a ella pero Elisa no sintió espanto ni extrañeza sino curiosidad por aquella figura traslúcida, en el rincón del balcón, junto a un macetero y a la izquierda del cuerpo ancho y sólido de Antonio, igual que si emanase de su organismo y se volviera a fundir con él cuando dejara de mirarle, y así lo hizo, dio media vuelta, se marchó de la sala precipitadamente, entró en la alcoba, fue derecha a la cama, apoyó allí las rodillas que sentía iban a doblarse, miró su mándala que a la velada luz de las persianas casi cerradas, daba ligeros destellos en los elementos que lo componían, y al fijarse comprobó que éstos permanecían inmóviles, no como unas horas antes que estaban en movimiento, agitándose sin mudar de sitio e intercambiando su naturaleza;  ahora el mándala estaba quieto, cristalizado, y comprendió que ya no guardaba relación con sus entrañas de mujer ni con su figura, ya no reproducía su desasosiego y los arrebatos íntimos, tan incomprensibles: ya no era más que un alfabeto mudo de tendencias pasadas.
De un manotazo brusco desbarató aquel firmamento inerte, lo deshizo y oyó el ruido de cómo todo caía al suelo a la vez que sentía una respiración poderosa que la llenaba y la presionaba el pecho y cuando tuvo la convicción de que estaba roto el vínculo invisible con aquella materialización inquietante de sus fantasías, que por un corto espacio de tiempo se concretaron en la armonía y el enigma del mándala, poseída de una necesidad de actuar, volvió a la sala para mirar fijamente a Antonio, rígida, inclinándose hacia él unos tensos instantes hasta que pudo decirle que había cometido una bajeza, que él no era ningún iniciado y que contra él se volverían las consecuencias de su intención tortuosa al jugar con el espejo, y su método, que consistía en desconcertar con inesperadas preguntas o respuestas sin lógica, lo había aprendido seguramente en algún libro de divulgación pues era lo que hace el gurú para despertar la mente del discípulo, pero no se daba cuenta de que los discípulos del Zen son pobres muchachos campesinos con escasas luces que admiten ser tratados con desdén pero no los podía comparar con Lorenzo, y así descubría que su técnica de mostrarse reservado y enigmático para intimidar a quien le hablase, era una parodia, todo lo cual Antonio lo escuchaba con atención, las manos firmes en los brazos de la butaca mientras tomaba su piel un color grisáceo y fruncía las cejas, contemplado por Marta y Pablo, atónitos ante aquella escena.
Ya en la calle, Lorenzo, muy alterado, daba unos pasos y tenía ante sí un vacío de casas maltratadas por el tiempo, perspectivas de un solo color ocre, calles por las que había pasado al venir a la reunión y las vio con la marca de la pasada guerra que nada podría lavar y que igualmente dejó en las almas rastros, contagiando incluso ámbitos más hondos al parecer intangibles, y bajo esta consideración desalentadora anduvo al azar como el que sabe no tiene dónde ir, salvo regresar y volver a rehacer una escena desdichada que ya no era posible juzgarla con la ecuanimidad que daba la certidumbre de que bondad y maldad son dos polos de una misma energía, los cuales se fusionan eternamente, pero, tan maltratado en su sensibilidad por las actitudes dominantes de Antonio, aceptarla era superior a sus fuerzas y aunque había aprendido que si hay oprobio en las vidas humanas fue obra de todos que lo crearon y cada uno es culpable, en aquel momento dejó caer esta ley igualatoria y se sintió muy herido por quien le puso ante su rostro el espejo, «¡Ayúdanos, ayúdanos!» se le ocurrió murmurar, y éstas serían otras de la palabras de la carta que había que decidir con aquellos amigos, conocidos ocasionalmente y que, pese a todo, apoyaban hacía unos meses su vida y por hondas razones se consideraba unido a ellos, pese a diferencias de carácter y siendo consciente de que todos se debatían en los egoísmos y en la confusión de asimilar unas enseñanzas aprendidas de memoria pero no fundidas con el sentimiento, no obstante lo cual sabía que ellos eran los únicos heraldos de un estadio futuro de la humanidad, llamados a dar una luz salvadora, como dio Lucifer, destinados a anunciar un Evangelio renovador, y fue descendiendo hacia el Viaducto y se apoyó en la baranda para descargar allí su mezcla de vergüenza y disgusto por lo ocurrido, y evadirse en el amplio panorama que desde allí veía, los distantes barrios, el perfil de las montañas y las nubes de inmensas dimensiones, fantásticas formas y colores al atardecer —lo único grandioso que podía contemplar en una existencia de estrechos límites—, y a la carta debería añadir: «Incomprendidos»: pensaba en el grupo aunque intuía que el recto camino ha de recorrerse no importa con quién, el fin es caminar junto a los que el azar ordene, pues el maestro puede ser una persona indigna, una mujer embriagada que canta en la noche de la perdición y el envilecimiento.
La soledad de aquel sitio se hizo tan intensa, se sintió tan carente de todo afecto o ternura, abandonado en la calle por una persona irremplazable que se distanciaba y se iba, que decidió volver a casa de Pablo, de forma que cuando sonó el timbre de la puerta, un timbrazo breve, era fácil comprender que regresaba a una reconciliación consigo mismo pues la única forma de vencer el error es hermanarse con él y aceptarlo, pues toda la vida está repleta de errores ininterrumpidos que parecen ajenos, con la calidad rara de lo que no fue nuestra voluntad, y cuando Marta le abrió y él entró al pasillo oscuro, ella, como si el episodio del espejo les uniera más, con voz apenas perceptible le dijo que no tuviera miedo y él asintió con la cabeza y miró al techo previendo que en aquel momento volvieran los espectros —serían un dedo helado tocándole el cerebro—, y le puso la mano en un brazo y la mujer se aproximó para apoyarse en su pecho, en un deseo de entrega, a cambio de una ternura que esperaba, pero él no la rodeó con sus brazos sino que quedó rígido contra la pared, quizá buscando un equilibrio que precisó especialmente al aparecer en la puerta de la sala y ver a los amigos que estaban vueltos hacia él, en las caras, un gesto de interés, de comprensión, o eso al menos le pareció, y confuso, bajó la cabeza, bisbiseó un rápido perdón y volvió a sentarse en su sitio, tuvo una sonrisa de excusa y tendió su taza que Elisa llenó de un té ya frío que él se acercó a los labios sintiendo su sabor amargo y al dejarla en la mesa, comprendió que en su ausencia algo había ocurrido en el grupo y le pareció que Antonio estaba destruido, con el rostro desfigurado, envejecido, y entonces Lorenzo hizo un movimiento que nadie hubiera interpretado sino como timidez: se miró las manos y al final de las falanges peludas, encontró unas uñas redondas y planas que él cuidaba para aligerarlas de fealdad pero la certidumbre de revelar una naturaleza torpe, incluso brutal, le llevó a establecer una relación entre ellas y algo que había dentro de él, su peor enemigo, al que despreciaba y que sin embargo era su esencia; si bien, observando a las cuatro personas que tenía delante, y que fingían estar distraídos con el té, encendiendo cigarrillos y apagando cerillas, se le ocurrió la idea de que también sus dedos podían ser testimonio de su época, ya que cada período de la historia se expresa a través de ciertos seres, hechos y mínimos detalles que lo definen, aunque probablemente aquel grupo en su desorientación no estaría dispuesto a reconocer que, yendo en busca de una vida espiritual pero sujetos por mil ataduras a prejuicios y creencias negativas, reflejaban los años azarosos y dolientes que al transcurrir día a día los igualaban a su época y a todos los que la componían, a los gobernantes y a sus víctimas, a los traidores y a los inocentes y, con más razón, a los que fueran más semejantes a ellos que en otros rincones de la ciudad tantearían un camino de salvación, ya fuesen estudiosos de orientalismo y conocedores de ciencias ocultas o simplemente seres desvalidos, quizá arrastrando una orfandad o una desviación vergonzosa que marcaba la congoja en sus caras, y he aquí que Lorenzo pasó los ojos por los hombros de Marta y vio, por primera vez, que se transparentaban en el encaje de la blusa y le pareció que, no obstante su tono de voz maternal y el clima de castidad que todos elogiaban, ella habría atraído y habría desatado con su carne tendencias apasionadas, que a él tanto inquietaban, que acabaron por irrumpir en la plácida habitación acogedora, o quizá él, verdaderamente, era el culpable de ser la causa, con su brusca marcha, de haber producido aquella fractura en las ondas mentales que les unían a pesar de ser muy distintos entre sí, tan diferente él de Antonio, siempre éste queriendo ejercer un poder a lo que acaso le llevaba estar convencido de haber agotado sus posibilidades de realizar algo bello, pero fue Marta la que rompió aquella situación para pedirles que escuchasen, y con voz lenta, teniendo en la mano un libro, leyó: «En el silencio profundo ocurrirá el misterioso acontecimiento revelador de que se ha encontrado el sendero. Lo anunciará una voz que habla donde no hay nadie que hable; lo anunciará un mensajero que llega, mensajero sin forma ni palabras; entonces se habrá pisado el camino de la luz...» Era una invocación a la esperanza, leída para Lorenzo y éste la miró sonriendo, correspondiendo a su intención, pero el breve párrafo no suscitó ningún comentario y todos parecían sumidos en cavilaciones y fue Pablo quien, cuando nadie lo esperaba, propuso que mejor que enviar una carta a don Ernesto sería llamarle por teléfono, pedirle una entrevista y, en persona, explicarle el deseo de todos y así él les conocería y su mirada podría recorrer los rostros y el aspecto de cada uno y sabría cómo eran y con su clarividencia comprendería en qué grado de evolución estaban, si la fuerza del deseo les dominaba, ese deseo que causa los sufrimientos del mundo pero que, a la par, tiende a los más nobles designios, y por ello la necesidad de maestro sobrevivirá a la existencia individual y pasará a otra persona y alguien, quién sabe cuándo, se sentirá atraído hacia las enseñanzas místicas, pues el deseo no muere y el haz de ensueños que forma la conciencia de un hombre le llega de muy lejos y es un impulso que trasciende su fugaz encarnación actual, y sin vacilación, tras escucharle, todos acordaron que Pablo tenía razón y él se mostró dispuesto a telefonear, se levantó y fue hacia el aparato que estaba en un estante, buscó un número en la guía y lo marcó, rodeado de la expectativa del grupo, muy atentos todos cuando preguntó por don Ernesto y enseguida vieron cómo la cara de Pablo se contraía y le oyeron murmurar ¿Pero cuándo ha ocurrido? y ya no dijo más, colgó el teléfono y les miró con ojos dilatados hasta que pudo bisbisear que había muerto hacía cinco días.
Oyeron su voz rara, desconocida, y los amigos quedaron estupefactos y bruscamente un sentimiento de desolación se extendió por todo el espacio de la habitación, les asfixió con igual dolor que sintieran los mendigos al atardecer, los soldados heridos y abandonados, los galeotes encadenados a la galera, todos los que fueron sometidos a un alambique de dolor donde se decanta el alma, se purifica lo más pesado y denso de los seres vivos de un planeta que parece inflamado de una combustión de sufrimiento y que sólo, tras millones de siglos, perderá esa energía vibrante que se llama calor, o conciencia, o vida, regresando al estado de helada materia inorgánica, y será un errante asteroide, monumento gigantesco al dolor en el que estaban hundidos, nuevamente solos, sin guía, y ahora se preguntaban cómo sucedió, cómo no lo supieron, nadie les llamó para comunicárselo, las personas afines no se habrían enterado y la imagen del posible maestro se distanciaba, se hacía inabordable, pronto se esfumaría en el pesado silencio en que cruzaban miradas mudas, aplastados bajo un bloque de piedra, dominados por aquella catástrofe íntima que para cada cual tendría un significado distinto al buscar la causa de que la muerte les negara al maestro que habían supuesto tan unido al estudio de la Doctrina Secreta y de la sabiduría perenne, y sumergidos en esta aflicción oyeron la voz de Marta diciendo que no debían abatirse, encontrarían al maestro si es que lo merecían, mañana volverían a reunirse y aunque estuvieran un poco más tristes, hablarían de temas enaltecedores y se darían ánimos y poco a poco quedarían libres de aquella frustración y les proponía que desde ahora olvidaran a don Ernesto, que quizá no existió nunca y sólo fue un sueño.
El sueño le venció inesperadamente y la cabeza fue bajando para apoyarse en los brazos doblados sobre la mesa y descansó en ellos con todo su peso hasta que tuvo delante una fila de carcomidos rostros espectrales y percibió gemidos en un corredor de muros enmohecidos y el espanto le hizo abrir los ojos y se encontró en el centro de un mándala conocido, su habitación, ordenada con bellos muebles, objetos queridos, una cama acogedora, cortinas y fuertes contraventanas en el balcón, al otro lado de las cuales quedaba la crudeza del amanecer, las imposiciones inexcusables que eran el territorio ajeno, eludido como se evita cruzar un desierto libre y frío, con vientos poderosos que alzan remolinos en altas mesetas camino de cumbres, hacia las cuales levantó su mirada sorprendida y desde su refugio atisbo laderas inhóspitas de un picacho blanco y agudo, iluminado por la noche eterna, que reconoció de forma inequívoca como el cuadro que tantas veces había mirado en casa de Pablo y que aparentemente no le había sugerido nada y que ahora, con una sacudida interior, se convertía en algo o alguien de primera importancia para él y le estremecía, como aterroriza la naturaleza grandiosa de los ventisqueros inaccesibles, sí, inaccesible montaña, cubierta de hielos, solitaria, muda, impenetrable, tal era la realidad que siempre tuvo ante él, altivo Everest que contempló docenas de veces mientras oía hablar de Plotino o de Krisnamurti, y entonces tomó el lápiz y escribió precipitadamente, sin pensar:
Eres tú mi montaña, montaña de los vientos y de los hielos, sola. Te hablan y te callas, te miran desde lejos y las nubes te ocultan. Oh, altísima montaña de los hielos, tan sola. Estás dentro de mí, quiero escalarte. Tu cima se levanta, sube hasta el infinito sobre los fríos glaciares, las borrascas de nieve, abismos, soledad... para detenerse recorrido por un escalofrío que anunciaba fiebre, pero se sobrepuso y escribió una línea más:
Una fría mirada resplandece en tu cumbre... y apartó la hoja de papel y se sintió súbitamente desazonado de haber escrito aquello y antes de levantarse de la mesa rompió la hoja en varios trozos y los tiró al suelo, y apretando las manos junto al pecho, con voz sollozante dijo: ¡Marta! y aunque sabía bien que nadie respondería a su llamada, prestó oído pero sólo escuchó el silencio absoluto que ocupaba la casa y la tibia habitación herméticamente cerrada.


Cuando el día termina y todos sus temores y las humillaciones quedan veladas por un sopor de niebla entre las luces y los cansados ojos, entonces ha llegado la hora del desquite y paladea algunos tragos de vino mientras se quita el uniforme y despacio lo cuelga en una percha y se viste su ropa maltratada y así es él, tal como él se conoce, no con ropas de empresa, del local que entonces empieza a vaciarse de parroquianos para llenarse de otros que ya no necesitan sus servicios. Y aún en el guardarropa pone ya el anillo de vidrio en sus labios y bebe aquel brebaje que le sitúa en los umbrales de la noche.
Cuando la noche empieza y lentamente humean las tinieblas por las fachadas y por los portales y las caras se borran y el caminar se aquieta, entonces el alcohol da sus caricias, quema con alegrías interiores que llegan a la mente y pone las figuras más hermosas en el espejo que la memoria muestra, pese a los sinsabores, y las palabras de los recuerdos toman nuevo sonido y allí se ve él retratado con cazadora nueva, pasamontañas y con los galones, erguido, sonriente, prometido a cualquier esperanza que ahora el vino parece reanimar y hacer posible aunque él ya es otro con el pecho aplastado, la cara demacrada, las manos no seguras y la nariz cruzada de venitas.
Ha de viajar en «metro» y luego pasar por muchas calles, alejarse de sitios habitados para llegar a lo que él llama su casa: habitación vacía, con una yacija y botellas vacías y una maleta igualmente vacía porque él pertenece al vacío en el que duermen muchos en habitaciones realquiladas, rendidos de agotamiento, de fracaso, entre ronquidos o palabras murmuradas y con fuerte olor a cuerpo cuando él llega y extiende el suyo en el pequeño catre y se tapa con un trozo de manta y se cree ya seguro y en la oscuridad bebe un último trago para dejar que repose la cabeza de tantas espléndidas imágenes: un desfile con los compañeros, su llegada al barrio de las Peñuelas y las chicas de la casa mirándole los galones de teniente, la cazadora nueva, o cuando el comandante, asombrado, le puso la mano en un hombro y le dijo: —Te has portao como un hombre —y no muy lejos de allí estaban los dos tanques italianos aún ardiendo con un espeso borbotón de humo negro, rodeados de altas hierbas y alambradas.
Atravesando solares y calles sin pavimento, echando un trago de vez en cuando, siente ganas de cantar y piensa en muchos rostros, en nombres, en muchas palabras: —Eres ya un hombre, hijo —le dice la madre cuando él tiene que volver al frente y el permiso acaba y se despide de ella pero ya no la recuerda bien: es como una farola encendida que alumbra el roto pavimento, o la luz que sale del tabernucho junto a su casa, así está ella en sus recuerdos pero nunca aparece en los sueños torvos que llegan despiadados no bien cierra los ojos, al eructar y aflojar los músculos ya en la cama y hundirse en la avalancha de agravios que duran toda la noche, que le clavan sus cristales rotos, peor aún porque no sabe, o no quiere entender, a qué se refieren y al despertar procura olvidar que toda aquella vorágine ni más ni menos es su existencia, lo quiera o no, desalentadora, como también lo es saludar a don José, a don Antonio, a don Luis y preguntarles con palabras respetuosas si le necesitan y terminado su trabajo, que debe hacer con rapidez y discreción, recibir unas pesetas que eran, al principio, igual a un regalo en los primeros tiempos en que él no tenía ni para un trozo de pan, pero luego se convirtieron en una afrenta al percatarse de que no se las daban: las echaban al vacío, no las ponían en la mano de un hombre sino de alguien que no tiene existencia, al que no se mira y no se reconoce.
Como, llegada la mañana, él no quiere reconocer que su cabeza pudo, antes de dormirse, recordar tantos hechos gloriosos de compañeros, a la sola cita de la botella de tinto que da su inmenso vigor a la evocación de aquellos años, lo único hermoso en su vida llena de hambres, palizas y desprecio porque no era nadie y en esos tres años sí fue un hombre aunque el maldito final de la guerra rompió todo y le hizo una basura y por esta razón durante el día, cuando está en el café elegante, atento a si alguien le llama, no quiere recordar, no se recrea en las visiones placenteras que le acompañan por los descampados, sino que sólo rumia el terrible castigo que le vino después y lo repasa en su mente avivando el odio a los que van allí a tomar combinaciones y hablan de negocios y triunfos mientras extienden el pie para que él les lustre los zapatos.
En ratos de tranquilidad —si así puede llamarse lo que siente en la cansada espera— se acerca a quien únicamente allí le inspira confianza y cruza con él unas palabras siempre desviando la mirada hacia otro sitio para que no le vean conversar con el anciano que vende lotería a los clientes y también muestra presuroso cajas de tabaco habano para que ellos elijan el cigarro que quieran y él entonces saluda y se retira al rincón donde debe permanecer, gira la cabeza hacia el limpiabotas y le responde brevemente, pero con voz amistosa y algunas veces —si los camareros están distraídos y el encargado del local se ha marchado—, la conversación se hace más trabada y Carlitos cuenta todo: los horrores, la sangre, la vergüenza, cada vez más encogido, a veces sentado en un banquetito que usa para apoyar las posaderas mientras trabaja, le cuenta de nuevo cómo fueron los últimos meses de la guerra y los años que siguieron, en una cárcel andaluza donde todas las miserias remansaban, y el lotero parece escuchar abstraído y sólo porque asiente moviendo las cejas se nota que está atento a la historia pasada, parecida a una enfermedad que hubiera asolado aquel cuerpo escuálido, en una etapa tan larga que eclipsa lo antes vivido y quizá por eso nunca se refiere a su boda y a su fin desastroso y el lotero no se atreve a decirle que lo sabe todo, incluso lo que sueña, las ráfagas que le atraviesan el dormido pensamiento y que son amasijo insoportable y cruel al que la turbia noche le condena.
Pero no era un vencido sino que algo peor había golpeado su hombría: una vergüenza de las muchas que los hombres ocultan a lo largo de años y que a veces, cuando en un momento inesperado vienen al pensamiento, entre tantos esfuerzos como hacemos por olvidar, cruzan delante de los ojos, clavan sus garfios en las vísceras más hondas y el rostro se oscurece y nos sentimos desfallecer aunque luego volvamos a hablar de fútbol, de la corrida en la plaza de las Ventas y se alardea de algo que deseamos poseer y que no hemos conquistado, pero la cicatriz de aquella vergüenza está allí, cruzando el pecho. Y Carlitos se apretaba el pecho con su puño y murmuraba que fue una mala cornada que le dio la vida, sin decir qué y se callaba falto de ánimos o como si bruscamente hubiera visto algo que avanzaba y se quedaba con el puño contra las costillas, aquellas que le rompieron a patadas, pero no decía más, porque él callaba algo cuya solución conocía su compañero de trabajo y a ello se debía aquel trato cordial, deferente que tenía con el modesto limpiabotas que tras su desvaída figura, sus actitudes de hombre sometido, él veía una existencia que repetía, en aquellos tiempos, la de miles y miles de hombres.
Miles de hombres vuelven del trabajo embrutecidos, fatigados, como vuelve el lotero hacia su casa, ya muy tarde, cuando la pesada capa de oscuridad y silencio cae sobre las calles del barrio extremo y todo parece adormí lado, menos su pensamiento que entonces lo siente más libre, más decidido, más adversativo y más predispuesto a deducir y a sacar conclusiones aunque su cabeza se inclina hacia el suelo, en aparente actitud resignada, y parece humillado por la curva pronunciada de su espalda que deforma los hombros y le hunde el cuello a causa de lo cual debe, para mirar, ladear ligeramente la cabeza de ojos claros y grandes, acaso agrandados por la perspicacia y el largo sufrimiento de muchacho y adolescente que se preguntaba por qué le había venido aquella desgracia y buscaba una explicación sin pedírsela a nadie, como un asunto suyo inexplicable y reservado, porque antes, de niño, sólo se debatía con las ofensas y ninguno le ayudaba y así careció de todo y se acostumbró a razonar en un húmedo y caluroso taller de pintura y sólo resignándose consiguió pasar años, extrañado de ser como era, tan diferente a todos los que le rodeaban, diferente por el silencio que guardaba y que guarda siempre en el lujoso café donde habla poco con los camareros y saluda atento al encargado y está siempre solícito para hacerse perdonar su presencia tan irrisoria, tan ridícula, y baja el rostro varonil y desvía los dorados ojos que han visto tanto, y atisba de soslayo a los señoritos que hablan de mujeres y se jactan de algo no mencionado que les hace reír y alguno, que es andaluz y supersticioso, le pasa el décimo de lotería por la joroba porque eso, dice riendo, trae buena suerte, y él hace un gesto de comprensión y si puede, cuando el limpiabotas se le acerca, le cuenta la noticia que ha sabido: el obispo tiene hijos con una cupletista conocida, y los dos hacen una mueca de complicidad y recorren con la vista a los clientes hasta que, terminada la jornada, el lotero llega a las dos habitaciones que forman su casa y, ante todo, descansa; mira a la mujer que le espera en la puerta de la cocina donde está su única razón de permanecer: rodeada ella del olor a sardinas o acaso a pimientos fritos, y en esa aureola conocida que circunda su cuerpo deformado, enfundado en una vieja bata de color perdido que viste la vejez, es el único testigo de la entrada del hombre que despacio, tras un rato sentado, sacará del bolsillo un puñado de monedas y las pondrá sobre el hule que cubre la mesa. Allí está su éxito, día a día, cuando tantos otros no ganan eso y están peor que mendigos, y en cambio él trae aquel dinero y se lo entrega, dándole a la vez la seguridad de que confía en ella, pero al cabo de los meses, para la mujer, el triunfo no es ése, es lo que él conoce, las noticias que trae y que, mientras cenan, le va contando de forma distraída, aunque se sabe escuchado con total atención y sus comentarios, dichos en voz baja, son su éxito mayor porque tras la curiosidad inicial sucede una gran admiración por la inteligencia, por la vida de aquel hombre rehecha con remiendos de esperanza y de enorme esfuerzo que le hacen ahora opinar sensatamente sobre tantos temas y hablar como si hubiera pasado por universidades.
Habla con frecuencia del limpiabotas, de que un día le va a decir que ya es inútil lamentarse y maldecir por lo bajo y apretar los puños, y más inútil aún repasar en la memoria el nombre de aquellos políticos a quienes atribuye el haber perdido la guerra, y que ese renegar desesperado es por errores que él también cometió y que algún día tendrá que reconocer como suyos y si el limpiabotas maldice el pasado era, simplemente, porque al meterle en la cárcel de Carmona, consigo llevaba lo peor que un hombre como él podía llevar sobre los hombros: su mujer le había abandonado mientras él estaba en el frente y de eso a nadie hablaba.
Al terminar de cenar espera y los martes llega una visita: la Goyita avanza por el corredor colgado de ropas y va derecha a casa del lotero que la ve aparecer, destacarse de una historia compartida por miles de hijas las cuales en la edad en que se ríe tontamente o se sigue con los ojos a un muchacho, ellas han presenciado el único acontecimiento que va a llevarles a un largo camino sin fondo, un camino en que estará siempre el cuerpo frío de su padre tendido en el suelo y salvo avanzar por ese camino, ella no puede hacer otra cosa aunque haya vendido tabaco por las calles y haya cuidado niños y trabajado en la cocina de un restaurante y todo eso es nada, ni lo recuerda, se obstina en estar a todas horas junto al cadáver del padre fusilado y es el único sentimiento que la domina porque, si piensa, no comprende bien qué pasó ni por qué todo aquello.
Y llega frente al lotero —ligero entrecejo, labios apretados, ancha de hombros, figura sólida sobre dos pantorrillas robustas—, y parece que sus pensamientos, aún antes del momento de hablar, coinciden interiormente, por lejanías de las que ambos vinieran, con un propósito idéntico, muy claro, y ella le anuncia que el enlace desea ver, sin falta, a Carlitos, y le da una caja de cerillas para que se la entregue.
Tres veces había venido el enlace a hablar con él y estuvo sentado junto a la mesa sobre la que había dejado una cartera abierta de una compañía de seguros por si la policía llegaba, él diría que era un agente que iba a hacerle un seguro y no le conocía de nada, y en verdad el lotero no conocía a aquel hombre modesto, de cara delgada y gran calva, que el primer día de encontrarse le había dicho que solamente pueden mejorar los que tienen conciencia de su suerte y por haber sufrido se alzan en una aspiración a la felicidad que es el primer paso para que la tierra sea un paraíso, y mientras hablaba, el lotero miraba atentamente la cara del enlace y veía en ella el esfuerzo por prever lo que sucederá en el futuro pues los hombres avanzan difícilmente milímetro a milímetro en la línea atribulada del progreso y él sabe que las huelgas del año pasado pudieron realizarse a pesar de olvidos, de contraórdenes, improvisaciones y malentendidos y ve que sobre errores y cuerpos obligados a perecer marcha la historia de la política.
Comprende que a los dos les costaba un esfuerzo seguir los razonamientos y se esforzaban en retener todo lo que decían porque debían juzgar los datos imprecisos y el riesgo de confundir las alusiones; ambos hubieran preferido lo directo, pero están obligados al secreto si bien en ciertos casos hay que hablar claramente y explicar por qué un hombre tiene motivo para estar hecho un guiñapo igual que si sobre él se hubiera posado una mano nefasta que le trajera la suerte negra, porque al que sólo ha recibido puntapiés, no se le pueden pedir ni muchas luces ni comprensión y hay que reconocer que así somos todos, y el enlace asintió con la cabeza y cruzó por su boca una sonrisa de resignación, admitiendo lo que le contaba el lotero de un muchacho del barrio de las Peñuelas que la madre sacó adelante como pudo, metiéndole a trabajar con un fontanero y así aprendió el oficio y a los veinte años era un chico guapo, con muchas novias en la barriada y una vida sencilla, pobre, reducida a un pequeño perímetro de calles y casas, a unas cuantas amistades, a unos juegos de palabras que sustituían los estudios y el vocabulario de los que saben leer, y se vio de pronto arrastrado por un magnetismo inexplicable, a la calle de Evaristo San Miguel desde donde se disparaba contra el cuartel de la Montaña y luego, a las doce, cuando éste se rindió, entró en el patio y allí estaban los cuerpos sin vida, la sangre, el miedo en la cara de los que salían con los brazos en alto, y nadie le podía pedir que él entendiera lo que estaba pasando, el reparto de fusiles cogidos por manos callosas e inexpertas, acostumbradas sólo al martillo o a la pala.
El lotero se calla y mira hacia la puerta que da al corredor general donde se oyen unos pasos que se alejan pero nadie llama y entonces hace un gesto con la mano, cruza la mirada con su mujer, que de pie junto a ellos escucha atentamente —ella murmura que los pasos son del vecino que llega a esta hora—, y nadie se explicaría por qué pues ella sabe la historia del limpiabotas, pero en realidad, a la vez que escucha está pensando que la tratan como si fuera ya una vieja y hubiera querido ser joven y hacer muchas cosas, como la Goyita aunque ella no siente el hálito de la venganza, se asusta un poco cuando oye cómo ésta habla y no quiere entender su odio; ella hubiera preferido acompañar al lotero a algún sitio muy grande donde hubiera personas de sus ideas y ella ir a su lado, satisfecha de acompañarle, pero ahora lo que hace es poner un vaso de café delante del enlace y éste le da las gracias con la mirada y lo toma en la mano mientras oye que aquel joven después se fue en los camiones al frente de Somosierra y allí se acostumbró a todo lo imaginable y pasaron meses y un día vino a casa, con permiso, tostado por el sol, fuerte y contento y del cinturón le colgaba un revólver y vestía una cazadora muy buena y además usaba guantes. Más aficionado al mus y a los bailes de los domingos, Carlitos no comprendía las ensangrentadas raíces de aquella hecatombe en que estaban metidos y menos podría prever lo que se avecinaba cuando el frente llegó a los Carabancheles y su barrio acogió a refugiados de las tierras de Toledo y por entonces él tenía una novia y pese a la inseguridad que a todos ponía un yugo en la garganta por estar en una ciudad sitiada y bombardeada, decidió casarse y así lo hizo ante el comandante de su División, rodeado de algunos compañeros suyos, todos de uniforme, y muchas chicas amigas de la novia, la cual estaba muy sonriente y muy feliz por toda aquella ceremonia en medio de guerreras y botas lustrosas y unas copas de vino y bromas, tal como era lo corriente en unos meses inciertos, arriesgados que con su temeridad salvaban de los peores presentimientos y ayudaban a una subsistencia precaria.
El enlace dice que así fue entonces, todo eventual porque ya se preveía un final que iba a cambiar la vida y no quedaría nada de lo anterior pero en las conciencias de las gentes no se han esfumado los recuerdos y éstos pueden revivir y dar sus claves y obligar a sus conclusiones y pensando así, él hablaba con muchos hombres que parecían perdidos y a los que él tenía por misión recordarles lo que fueron, unos, jefes políticos, otros, simples sargentos o soldados en una guerra perdida, llevada a trancas y barrancas aunque Carlitos no lo supiera cuando iba y venía por los frentes y gozaba de permiso una semana con su mujer, que había ido a vivir en casa de la madre de él y las dos parecían contentas y esperanzadas aun en medio de las penalidades y el hambre de una ciudad machacada por obuses.
Y una tarde, un obús cubrió con metralla todo el cuerpo floreciente de la chica, la roció de sus huellas rojas la carne blanca y joven y la llevaron deprisa a la Cruz Roja y esperó en su camilla a que la entraran en el quirófano pero una enfermera que pasaba por allí la tocó el cuello y pensó que ya no había que hacer nada y así lo supo la madre cuando la encontró después de mucho buscarla, presintiendo lo que había ocurrido, y como a las cartas de Carlitos ella no contestaba, la madre quiso ocultárselo y le escribió algo de un viaje, algo que era absurdo, y la guerra ya terminaba y él, desesperado, vino un día a Madrid, entró en la casa como el que se tira a un pozo negro; gritaba, la madre temblando, le balbuceó algo que confirmó su temor de que ella le había abandonado y no quiso oír más y vociferando como un loco, sin hacer caso de la vieja que le sujetaba el capote, echó escaleras abajo, maldiciendo su suerte, su vergüenza de hombre, hundiéndose en la noche que a todos nos hundía.
Carlitos no sabe de qué le habla cuando al día siguiente, en un momento de poco público, el lotero le mira insistente y cuando el camarero de turno se aleja hacia el mostrador, le hace una señal para que se acerque, se inclina hacia él y le dice unas palabras que el «limpia» no entiende: —Ha llegado un enlace de Francia— le repite con voz silbante sin mover los labios y súbitamente su cara toma mayor importancia, mayor severidad y añade, bajando aún más la voz, que le está buscando, que ha preguntado por él. En los primeros momentos no comprende nada y se esfuerza en penetrar el pensamiento del lotero y tarda en entender lo que es aquel mensaje y se queda asombrado: al cabo de tantos años que se acuerden de él y sepan dónde está... muchos años en los que si en la calle se encontraba con algún conocido o con un amigo de los del Altavoz del Frente, sólo cambiaban una mirada y ni se saludaban, pasaban de largo, temerosos de hablarse por si estaban comprometidos o disgustados de verse obligados a confesar que eran listeros en una obra, cargaban sacas en los mercados, recogían papeles viejos y él, buscaba taxis para los señoritos y al abrir la portezuela se llevaba una mano a la gorra y tendía la otra para recibir unos céntimos por aquel servicio que nadie le pedía y casi molestaba.
A las diez de la noche el lotero le espera en la calle para ir juntos unos breves minutos y decirle algo que es la clave del asunto, pero ha de grabárselo en la mente, que no se le olvide ni lo confunda: habrá de olvidar en absoluto, de forma que si le preguntan no recuerde nada, que tenga en blanco la cabeza, y ya le pueden apalear o machacar los dedos o quemarle con la brasa de los pitillos y él no sabrá nada, ha olvidado nombres y lugares y antes morir que hablar porque si cede, la vergüenza de haber delatado a los que son como él será tan grande que equivaldrá a la más cruel de las torturas y al callarse le mira fijamente, metiéndole por los ojos esa orden que Carlitos escucha estupefacto pero en su cabeza cansada se abre paso la claridad, iluminando el miedo y la idea de que sobreviene para él un peligro que le recuerda otros, entre peñascales y matas de jara, entre disparos y secos olivares, y al comprender por qué le buscan, experimenta en sí una mezcla de temor y satisfacción que le hace asentir con la cabeza a su compañero que camina despacio a su lado, inclinado por la gran joroba y que de pronto se detiene y enciende un cigarrillo protegiendo en el hueco de la mano la cerilla encendida y luego le da la cajetilla con un movimiento abandonado pero a la vez, aunque no pasa nadie cerca de ellos y sus figuras desmedradas no atraerían atención alguna, echa un vistazo en torno, le dice en un susurro que en ella encontrará dónde será la cita; la sacude junto a la oreja con el gesto habitual para comprobar su contenido y se la echa al bolsillo convencido de que algo secreto se abre ante él, que será parecido a los tortuosos sueños que invaden su cabeza cuando se hunde cada noche en el camastro y lo más inquietante es que no entiende la razón de tales visiones y al despertar se siente traspasado del desasosiego que hace de él una ruina, pero, cuando llegado ya a su habitación, abre la cajetilla y al no encontrar nada la vacía de cerillas, ve bien por qué se la dio el lotero: en su fondo, escritas en el cartón hay unas palabras con letra diminuta pero clara: «a las 10 de la noche, Bailen esquina a Mayor».
La intranquilidad se apodera de su cansancio, de su estómago vacío, del sueño que siempre había llegado rápido y ahora tarda, de su habitual desaliento que ahora lo sustituye la espera de algo inimaginable, y transcurridas horas pasa la tarde preocupado, casi oculto en el rincón del mostrador donde suele estar, previendo mil veces lo que le dirán y para qué será eso que va a insertarse en su vida, como una novedad sorprendente que puede cambiarla y tal es esta sensación nueva, acompañada de inseguridad, que cuando llega al lugar de la cita, el final de la calle Mayor, y ve las luces de una taberna cerca, entra aparentando calma y pide una copa de aguardiente cuyo ardor le atraviesa la garganta y el pecho como un alimento poderoso que le prepara a la entrevista con un tipo que de pronto aparece cerca de él, le saluda por su nombre y dándole en el codo, le encamina hacia la calle de Bailen.
La noche otoñal es tibia y tranquila y los dos hombres caminan lentamente por la acera de Palacio y fuman, con las manos metidas en los bolsillos, e incluso el enlace dice algo con voz fuerte que no es necesario en la conversación que mantienen pero que coincide con pasar por delante de los guardias que están en la gran puerta por donde antiguamente entraron y salieron reyes y príncipes y ahora ellos dos pasan hablando de que Carlitos no debe olvidar que fue teniente y que no debe permanecer aislado, sino buscar a sus antiguos compañeros, convencerse de que se puede seguir luchando y hablar de que es posible esperar un cambio del régimen; mientras dice lo cual, el enlace echa Ojeadas a un lado y otro, atento a cualquier silueta que cruza a lo lejos o unos pasos que suenan.
Carlitos hace gestos afirmativos y a veces sube las cejas como muy interesado aunque no comprende bien lo que escucha y sólo percibe un lejanísimo eco de que alguna vez le habían dicho palabras parecidas pero ahora aún no sabe qué se quiere de él y para qué le habla de aquello porque el enlace afirma que es una idea muy importante y hay que hacerla llegar a todos los que se conozca y discutirla aunque se encuentre incomprensión pero él insiste en la importancia de la discusión política y entonces Carlitos mira hacia arriba, a lo alto de los árboles y se siente inquieto y según pasean tiene una corazonada y la cajetilla de cerillas que aún lleva en el bolsillo, la tira con un breve movimiento inadvertido a la boca de una alcantarilla y luego le interrumpe al enlace para preguntarle que si les detuvieran ahora, por qué están juntos charlando, y mira al fondo de la calle de Bailen, iluminado por farolas y por los faros de algún coche que pasa y tiene idea muy clara de lo que hace en aquel momento y desea terminar enseguida y al mismo tiempo sabe que el hombre que lleva al lado es como un pariente que hubiera llegado de lejos al cabo de los años, pero peligroso, jugando con el riesgo que supondría todo lo peor si les cogían a los dos, aunque su vida como limpiabotas es tan miserable que vale bien poco y podía ser una compensación lanzarse a una lucha ciega, repetir todo lo pasado en los frentes pero esta vez él no iría a cárceles: pondría fin a sus días haciéndose matar y a su cabeza viene su madre que había muerto quién sabe cómo y dónde mientras a él le tenían en Carmona, condenado.
Le repite: hay que ir a la unión con todos los que desean un cambio del régimen para conseguir una vida mejor: he ahí la tarea primordial, y con la discusión verán más claros sus problemas prácticos, por lo que conviene profundizar siempre en el estudio, pero a esto Carlitos no responde porque está pensando que sólo en el frente, las tardes de calma, les daban clases y debían leer en voz alta un periódico, y piensa ahora en leer y frunce el entrecejo porque ve la habitación donde él duerme y que comparte con otros tres, y allí no hay luz suficiente sino sordos ronquidos de fatiga y vino y sueño intranquilo entrecortado. Al separarse, le repite que él puede hacer mucho en los barrios obreros, pero Carlitos se lo hace repetir y entonces oye que los suburbios son la cantera de donde saldrán los mejores luchadores del pueblo, donde se está formando una juventud que será vanguardia de la clase obrera, y Carlitos piensa en los solares de escombros y desmontes con esporádica hierba resecada, con reflejos minúsculos de vidrios rotos o latas o restos de papel podrido entre vientos fríos y familias de traperos cruzando las extensiones olvidadas de todos y sus maldiciones o las puñaladas que se cruzan en las peleas y el desánimo en los solares vacíos por donde camina para ir a acostarse pero esta noche sus recuerdos van en distinto orden que otras noches y piensa en caras, en lugares, busca nombres, apodos, también sus señas, el pueblo de donde eran y quizá por eso la botella permanece en el deforme bolsillo de la chaqueta y no bebe, no le hace falta el fuego de aquel liquido.
Esta noche ya no precisa la botella y no se detiene para levantarla en alto, para apoyarla en sus labios igual a un beso cálido de una boca dura y fría pero que diese amor; esta noche no bebe mientras camina absorto y por primera vez se le viene a la mente, casi lo dice en voz alta, que todo tiene arreglo, no hay nada peor que renunciar, que dejar de ser hombres, y ahora deben seguir, y quién sabe si de lo ocurrido no se acuerda nadie, tras años interminables que desgastaron la memoria y él podrá volver a mirar a las mujeres y las chicas de las Peñuelas pueden fijarse en él si llevara cazadora nueva y él las sonríe al acostarse, al hundirse en el sueño que llegaba siempre con siniestros cortejos de locuras de tal forma que a veces abría los ojos, se incorporaba extrañado de encontrarse allí y se preguntaba qué sería aquel tropel de caras o palabras, de sombras y lugares que no reconocía pero que estaban en su alma.
Mas esta noche, bajo la sucia manta, Carlitos se extiende y se cubre hasta la cabeza y a poco, por una avenida de altas casas, vienen tres comandantes con sus cazadoras de cuero y uno dice algo de vencer a los italianos en Guadalajara y lleva en la mano un tazón blanco y él ve luego que es de arroz con leche que su madre le ofrece, su madre con el rostro de la que fue su esposa que se aproxima a él vestida como una reina.


—Pasarán unos años y lo olvidarás todo, te quedará vacía la cabeza, no recordarás nada de estos meses tan negros, pero te librarás de ellos no porque tú lo quieras: poco a poco perderás lo sabido, un día no te acordarás de una fecha, otro, de un amigo, otro, del nombre de una aldea o de una carretera por la que huías como un lobo y te parecerá que te has librado de ellos.
Quedar libre de cóleras y miedos, de hambres y fatigas, del terror al estruendo aéreo qué se acerca, de miradas recelosas a horizontes donde se oculta el máximo peligro, todo lo que el alma sufre y acumula en su inmenso cofre donde los hechos más jubilosos se mezclan con el odio, a lo cual el hermano menor maldecía y bisbiseó su anhelo de que una mano justiciera, cargada de vitriolo, de ácido corrosivo, de cal viva, le pasara por la mente y la dejara en blanco aunque entonces, como el hermano le decía, no habría de saber quién era, se quedaría vacío pues la memoria es lo que modela nuestra vida, y de esa forma, un día te notarás sin alma, echarás una mirada dentro y no verás sino un enorme hueco y entonces has de volver la atención hacia otro mundo, la calle, la ambición, los intereses, la radio con su música estridente.
Mientras oía las interferencias y voces incompletas y ráfagas de orquesta, el hermano mayor estaba junto a la ventana y miraba la noche asfixiante esperando una brisa que refrescara el ropaje de plomo que les echaba encima el seco verano como día tras día llevaban encima la derrota, que ahora veían auténtico desastre, no cuando abandonaron los frentes, y saben que ya son los vencidos y que pactarán con los vencedores para poder comer y vivir y cargarán con su parte de responsabilidad, pues los estandartes del terror, en un país infectado de venganza, también se desploman sobre espaldas inocentes, y seguirán callados, sentados a la mesa, comiendo un plato de verdura mientras la hermana les mira de soslayo al poner ante cada uno la naranja con que se terminaba la comida y los dos hombres encendían un pitillo y contemplaban el humo, distraídos, lejos de la familia, encaminados quién sabe a dónde tras sus pensamientos y ella carraspeaba pero no llegaba a hablarles, sentía piedad de ellos porque sabía que en sus cabezas buscaban soluciones antes de aceptar todo, aceptar ser cómplices de aquello y testigos cobardes que transigen y se hacen culpables de la infamia que ven sin poder denunciarla, negándose a leer las hojas que la hermana les tendía y que un amigo de confianza de vez en cuando les llevaba.
El sabía cuál era su peligro al ir de casa en casa, llamando a puertas sin saber quién abriría y quizá ser sorprendido por una voz enérgica, por una mano que pesadamente descansaría en su brazo y cuyo peso le inmovilizaría, y lo presentía a cualquier hora desde que midió el riesgo de visitar a personas conocidas, llevando en los bolsillos papeles que tendía fugazmente a quien le recibiese; mientras se preguntaba en voz alta y clara por la salud, por el trabajo o por la familia para justificar su visita, pues acaso un vecino escuchaba.
Arriesgaba cuanto era y tenía pero no lo sabía hacer de otra manera, cómo dar curso a lo que tan extrañamente le llegaba mientras él estaba una larga jornada en el taller y, al regresar y abrir la puerta, los encontraba y había que llevarlos de casa en casa y entregarles sin hablar de ello y despedirse pronto tras de haber observado cómo los escondían en un vasar de la cocina o dentro de un salero, detrás del depósito del agua o en el fondo de la fresquera entre bayetas y viejas cacerolas; en la cocina, pues generalmente era a manos femeninas a quienes lo entregaba, manos húmedas por estar fregando, manos finas con las puntas de los dedos trabajadas por mil pinchazos de agujas y alfileres, manos agrietadas por la lejía y tantos quehaceres, y una mano igual le tendía Julia cuando se marchaba y. al salir a la calle tenía la conciencia del deber cumplido y volvía despacio, sosegado, al silencio que era su habitación, una buhardilla alquilada donde había una cama y una silla desvencijada y una maleta, pero allí él descansaba y esta calma era tan diferente al fragor de las máquinas, a la grasa y al olor de su trabajo, a la monotonía de discusiones y veladas amenazas, de órdenes torpes que había que cumplir, de miradas vacías, y él se llevaba la mano al bolsillo y tocaba los papeles doblados muchas veces, tan cubiertos de letras que apenas se leían fácilmente, y se sentía animado en su cansancio y superior a los que le rodeaban, portador de una fuerza irreducible que enaltecía su mezquina vida.
Cuando Julia le tenía delante, escudriñaba su cara atentamente extrañada de algo que se reflejaba en el gesto, en lo que era distinto a otros hombres pues la miraba como desde una altura, como si le tendiera la mano para ayudarla y él entonces emanaba tal seguridad, tal decisión que ella no se atrevía a decirle toda la verdad de aquella casa y seguía aparentando que escondía los papeles y con una sonrisa confidente le despedía pero no bien la puerta se cerraba, los rompía y los tiraba por el wáter a la vez que pensaba por qué no interesarían a sus hermanos, serios y taciturnos, absortos en el trabajo, altos y sólidos, pero que no se avenían a su deseo de charlar, de saber más de lo ocurrido en aquellos meses en el frente, unos meses que rápidos se alejaban y cada vez parecían perderse para siempre y mejor no haberlos vivido pues que no fueron sino un fracaso era evidente, y si Julia se asomaba al cuarto del fondo de la casa donde el hermano menor estaba inclinado sobre el aparato que arreglaba, le venían a la mente palabras sueltas que a veces a ellos se les escapaban y por las que entendía que sufrían.
En la casa pacífica y preservada ahora de temores, llena de leves ruidos familiares y de palabras simples, en la atmósfera confiada de estar todos reunidos, los dos hombres se sentaban a la mesa y el padre les miraba desde su silencio y persistía en una idea obstinada: no eran sus hijos, eran nada; estaban delante de él, inclinados sobre platos que humeaban, eran dos hombres hechos y derechos, que habían pasado una guerra terrible pero no eran sus hijos, habían crecido sin él darse cuenta y tomado caminos diferentes a lo que él aconsejaba y por tanto no los toleraría y se levantaba de la mesa e iba a la ventana que daba a un patio abierto pero él ya no distinguía lejos con su vista cansada y pensaba que tampoco a ellos los veía, distantes por los años y también por la falta de cariño cuando le dijo a Julia: —Hablan poco pero algo tienen dentro y no lo dicen, se callan lo que hacen y ahora están ahí con la boca cerrada; me desobedecieron y eso es una falta que aprieta el corazón —a lo que ella contestaba—: pero no obstante, son tus hijos.
El hijo mayor se acercaba a la ventana, abstraído, igual que si esperase. de la noche una respuesta a la pregunta que se hacía —cerca de otra ventana por la que entraba el aliento del verano— cómo en la derrota y en la huida, en la urgencia que le seguía por caminos y olivares, en el peligro que se avecinaba para todos, en la pobreza de aquel pueblo vacío, se preguntaba, cómo pudo encontrar una mujer así: no era sólo un cuerpo fecundo de caricias, sino la sonrisa, el gesto incitante al abrir los brazos, al contener la risa en los momentos de mayor placer, los ojos soñadores reflejando sólo sensaciones... Por la abierta ventana entraba un soplo caliente con los olores del campo bajo el sol, en el silencio total del abandono, y ellos no podían darlo por terminado y separarse...
—Cuando me acerqué a ella le puse las manos en los hombros y le besé en el cuello: eso fue lo que hice, apreté los labios un poquito para notar el latido de la vena que entonces aceleró su marcha porque el anuncio del amor alerta la pasión y la enciende y si tuviera más memoria recordaría que también la respiración se debió de hacer precipitada, pero esto no es seguro...
El hermano menor apenas fijaba su atención en lo que oía y vigilaba la punta del soldador que iba convirtiendo en liquido el estaño de las conexiones, cuyos cablecillos al soltarse se movían y el aparato de radio absorbía su atención: era un cuerpo abierto de par en par, con órganos vivientes y si el hermano le hablaba con entonación apasionada, se refería a un cuerpo tan atrayente como el que tenía entre las manos y de cuyas partes delicadas y enigmáticas él iba a arrancar un quejido de gozo, un suspiro de satisfacción y el altavoz empezaría a sonar y él con su habilidad, le daría vida tocando los ligeros botones —color castaño, suaves, tersos, móviles—, bajo la presión de sus dedos la radio vibraría.
—Cuando la rozaba el pecho ella se ladeaba, se arqueaba y yo quedaba asombrado de qué bella era en aquel momento y los pezones se tensaban, esto lo recuerdo bien— y su memoria transfiguraba a la mujer en campo de flores, en un descanso reparador, en una luna llena, en una canción antigua, como un delirio gozoso que abrazara su cuello y le hiciera potente y seguro al cerrar la puerta de la habitación y dejar fuera a los enemigos y, abierta la ventana estimulante, le llevara a una cama de jubilosos goces.
Desde otra habitación, Julia percibía que los hermanos hablaban en voz baja y no entendía: no sabía nada de sus vidas sino que estaban ensombrecidas por todo lo pasado y se negaban a ser aliados del oprobio que imperaba aquellos meses y acaso planeaban irse a Francia y no dirían nada, con su mutismo, con su gesto grave se habían aislado así del padre que ya estaba arrinconado por el tiempo, preparado a morir; largos años de sometimiento a órdenes, a los propietarios de la empresa que le obligaban día tras día a detener su voluntad y atenerse a la ajena y mezcló la sumisión a la simpatía, mezcló el rechazo a la cordialidad, tuvo momentos de compasión por jefes que también sufrían amarguras, pero aquel respeto e indulgencia se convertían en lacras y tal hábito le fue haciendo su figura desgastada y la voz medida, hecha a la complacencia por lo que sólo era un puro afán de lucro, pues toda obediencia conlleva admiración por la persona que se hace obedecer.
El de los papeles llegaba decidido, saludaba y del bolsillo o de la parte alta de los calcetines se sacaba una hoja doblada y la ponía encima de la mesa y ya era un hombre distinto de lo que fue: aprendió a rechazar la obediencias, ya nada era igual desde el día que encontró los papelea bajo su puerta y comprendió lo que eran y lo que  tenía que hacer con ellos y cuando salía, la calle estaba tensa, tendida de una red de peligro en la que podía caer hasta que la luz de la mañana iba aclarando su tejido y llegaba al trabajo: se había convertido en su razón de vida y llevar papeles era un manantial de energía que a nadie habría de contar pues ninguno iba a entender la emoción de aquel reparto con el cual él se igualaba a los importantes, a los valientes, mayor secreto aún porque debía guardarlo para sí, evitando una delación, condenado a la reserva, a distanciarse igual que acaso sus abuelos tuvieron que callar en la miseria y hablar en voz baja para no ser oídos en sus lamentaciones y si a su cabeza se le hubiera ocurrido, quizá, se vería tras el cristal oscuro del silencio como, por otra razón, estaba el hermano menor de Julia, fijos sus ojos en el aparato que ante sí tenía pero ausente, respirando con fuerza y reconociendo en lo más hondo que se negaba a recordar y deseaba ardientemente que un fuego carbonizase en su alma todos los días idos y que el hiriente fracaso no volviera a hacerse presente en momentos imprevistos por esa obstinación de la memoria que aparece cuando menos se piensa, la memoria malévola, insistiendo en reconstruir lo ya vivido, volviendo los gritos y la sangre, las huidas y los ecos de lejanos cañones disparando nunca se sabe hacia dónde... semanas de reveses y desastres. Bajaba su mirada hacia el brazo, con la manga de la camisa enrollada, y veía una hendidura hacia la parte del músculo; la carne se hundía y en los bordes no había el vello que se extendía desde la muñeca hasta el bíceps, igual al surco que deja un arado: por allí había corrido el trozo de metralla y cada vez que él miraba esta cicatriz se sentía marcado, renegaba de todo, de las trincheras, de la posición avanzada donde ocurrió, a la que no llegaba nada, ni una sopa caliente, aunque en aquella habitación se encontraba tranquilo, sonaba la radio y a su voluntad subía y bajaba el volumen y le rodeaban inofensivas canciones y voces altaneras de locutores que encomiaban a un gobernante o exaltaban el vigor de un futbolista, subía y bajaba la voz meliflua que conminaba a prácticas piadosas, y él sentía la soledad pero allí todo recuerdo se esfumaba y repetía lo que al hermano le había contestado cuando éste le dijo que era mejor extraer de las negruras interiores el pasado, palpitante o enmohecido, y contemplarlo y comprender que ellos, en la guerra, sólo obedecieron órdenes y no estaban comprometidos en los hechos y no debían asumir la responsabilidad de la derrota, de tanta desventura como cayó sobre sus iguales; le contestó que los receptores de radio cuyas averías arreglaba, traían palabras divertidas y música, girando el interruptor les callaba o les hacia hablar a su antojo y lo prefería a estar como él estaba, sumido en la falsedad del recuerdo porque éste, cada vez que le invocamos, nos da una imagen distinta, va cambiando sin parar según lo que anhelamos o nos conviene, por lo cual no recordamos lo que pasó sino distintas invenciones que acaban siendo engaños.
Como otros tantos hombres, que se asomaban a las ventanas, sudorosos, buscando un alivio no sabían bien si del calor tórrido o acaso de un dolor sutil en el fondo de sus intranquilidades, y esperaban, respirando la oscuridad,
distrayéndose con la luz de un balcón enfrente, el hermano dijo que no le importaba si era así, que se adentraba en el pasado como un refugio y sólo le espantaba el que todos los recuerdos se difuminaran apenas pasado un año, y la cara que tan obsesivamente se contempló, perdería rasgos y quedaría incompleta: primero, la comisura de los labios o el parpadeo nervioso o la forma de las sienes cruzadas por crenchas de pelo que un día también olvidaría como si un viento impetuoso desdibujase la imagen prodigiosa que se alejaba por las cavernas del olvido hasta que la sucesión de meses no dejase nada o acaso sólo quedaría un gesto, un roce, el detalle de una mano; debía esforzarse en regresar, en recuperar esa escoria del haber vivido, volver a ser dueño de una felicidad tan fugazmente ida que incluso se preguntaba si había inventado aquellas horas en el pueblecito cordobés evacuado, en la casa vacía, con la mujer ardiente que buscó junto a él compensación de una suerte desvalida.
No una mano de hierro sino la de un vecino le cogió del brazo y, ante su sorpresa, este hombre, al que apenas conocía, le dijo que era importante que hablase con un amigo sobre los papeles que le echaban por debajo de la puerta y que lo mejor sería que a las once, el domingo, fuera a la salida del metro y allí le encontraría y para que pudiera reconocerle iba a llevar unas herramientas bajo el brazo y era preciso que fuese puntual, y. él, entre asombro y desconfianza, cuando llegó al lugar de la cita se puso a mirar a un gitano que cerca tocaba la trompeta mientras la cabra hacía sus equilibrios, y de la gente que les contemplaba se destacó un hombre de cierta edad, que llevaba dos martillos y una lima grande, que le saludó y ambos quedaron un poco apartados del círculo de espectadores, chiquillos nerviosos y hombres con ropa de domingo, y oyó decirle, como haciéndose el distraído, que sabían el reparto que hacía del periódico y que era una valiente ayuda a la causa, que algún día se agradecería porque lo había hecho por un motivo justo y favorable a los trabajadores, pero creía que era aconsejable, menos arriesgado para todos, que se dedicase a enviarlos por correo, que le darían sobres v sellos y una lista de nombres y sería un trabajo fácil, y de pronto se puso a comentar en voz muy alta los esfuerzos de la cabra y del gitano que la animaba, y más allá del circulo de personas que miraban las evoluciones del animal estaban las casitas de un solo piso en ralles sin pavimentar habitadas por familias en lucha con la suerte y en aquel escenario a él le pareció que se tramaba un acto político muy serio, que le asustaba y que creyó superior a sus fuerzas pero que aceptó, lisonjeado, y dijo que lo haría porque comprendió que no era sólo a favor de aquello que le rodeaba sino de él mismo cuando se puso la primera vez a escribir los sobres, muy despacio, calculando bien las letras, copiando los nombres de la lista que tenía delante, de los cuales muchos, al recibirlo por correo, entenderían lo que significaba y pondrían cuidado en esconderlo, pues lo mismo que él, sabrían que era peligroso, y aunque le matasen a palos no revelaría quién se los daba como le había advertido el que llevaba las herramientas, que dicho esto desapareció por la boca del «Metro».
Acaso Julia se extrañaría de que no volviera a llevar los papeles, quizá se preguntase la causa de haber dejado de visitarla aquel obrero conocido de los hermanos por los que no preguntaba nunca como si terminase su tarea al entregarle a ella los papeles comprometedores, y acaso, fugazmente, le pasaría a la joven por la cabeza si le habrían detenido pero acabó despreocupándose, atraída por las noticias que le llegaban del precio de los comestibles y de los fusilamientos en las tapias del cementerio, porque lo que se vive apenas deja huella, todo pasa velozmente y se esfuma como si la memoria fuera una lámpara que lentamente se apagase.
Como una lámpara cuya luz ilumina el suelo, una esquina, un portal, así sus ojos atisbaban con recelo los lugares por donde iba cuando bajaba a la calle y cada sitio le sugería algo: la ciudad estaba vinculada a su ser, mezclada a sus pensamientos y preocupaciones y por eso evitaba encontrarse frente a aquel espejo fatal y no salía de casa donde todo lo adverso podía ser una imaginación suya para mortificarse, y cuando se sentía entre cuatro paredes y nada le recordaba su vida de hombre, se calmaba su desasosiego y conquistaba la serenidad junto a los altavoces de las radios, pero una mañana anduvo por Carabanchel y se perdió por las calles pueblerinas y salió a unos amplios descampados y se fijó en unos surcos que se alejaban y comprendió que eran los restos de antiguas trincheras cuya hondonada iba desapareciendo con el tiempo, las lluvias y la labor del viento y en sus  bordes, en lugar de sacos terreros, habían crecido hierbas y su hendidura le recordaba la cicatriz del brazo y súbitamente se precipitaron los recuerdos, algo apareció en su mente y lo proyectó fuera, lo encajó en la perspectiva de la calle y se encontró tras un parapeto de adoquines donde se aprietan los cinco de la patrulla que disparan, enardecidos por los estampidos que rebotan en las fachadas y en las puertas cerradas. La voz del valenciano grita ¡Ya están aquí! ¡Qué vienen! y él se lo repite al que tiene a su izquierda y sin embargo baja el fusil: enfrente de él ha visto un niño, lo ha percibido por un instante y no lo reconoce y le tiemblan las piernas sacudido por aquella visión, que se funde entre las figuras agazapadas y rápidas que aparecerán en cualquier momento en el fondo de la calle donde terminan %los edificios y las cercas de los jardines y él espera, no quiere tirar pese a que el valenciano les anima, que no se distraigan aunque la calle esté desierta y entre las manchas de ventanas y portales él cree ver las caras de los que hasta entonces fueron los jefes de su padre: están bajo una pérgola, a la luz tamizada de la tarde y se llevan a los labios cigarros habanos y copas de cristal tallado, allí donde cree escuchar rumor de cadenas y engranajes que anuncian la presencia de un tanque hacia el cual todos enderezan los fusiles y disparan aun sin aparecer y sólo lejos se oyen explosiones y más cerca, donde el quiosco de periódicos medio quemado, martillea una ametralladora y cuando ésta para, se dan cuenta de que están solos y quedan en silencio, tensos, a la espera de una muerte segura y a sus espaldas uno vocifera entre insultos y blasfemias: ¡Compañeros! ¿No veis que no hay nadie? ¡Que está la calle vacía! ¡No tiréis! Se sienten engañados como imbéciles, atónitos de haberse dejado arrastrar por el miedo, se miran y se pasan la mano por la boca para ocultar su turbación y no hablan y se vuelven hacia el hombre que les grita —un chaquetón , a cuadros, una estrella roja en la gorra, barba crecida— deseosos de irse de aquel barrio que debían defender a sangre y fuego, unirse a las familias que han huido, a las mujeres que huyen con las ropas y a los niños cargados con un hermanito, él se siente avergonzado y quiere tomar una decisión, se vuelve bruscamente con el desaliento atravesado en el estómago y se dirige hacia la parada del tranvía para volver a casa, apretando las mandíbulas en un intento de contener la desesperación, convencido de que nada borrará de su conciencia el desgarrón de la catástrofe al final de la guerra y a cualquier hora maldice con encono, pasan por la cabeza ráfagas de odio no sabe bien hacia quién, hacia fantasmas de ojos encendidos, acusadores, cargados de reproches porque él ya no es un hombre, tan sólo una basura.
El hermano le dijo que incluso los jefes no eran responsables, y menos él mismo, sino las fuerzas inmensas que operan sobre un país y trastocan su historia, y si había sido libre de decidirse por un bando, ahora esa libertad tenía que hacerle ver con claridad a quién maldecir y renunciar ir buscando uno a uno a los culpables e irse remontando por puestos de mando hasta llegar a la Posición Jaca o al sótano del Ministerio de Hacienda donde un general viejo y fatigado dirige las últimas operaciones, mira unos papeles y ya no ve las letras, pues de seguir insistiendo saldría de los campos de batalla y se encaminaría a sus orígenes y maldeciría a los que le dieron el nacer, atribuyéndoles su ruina, les insultaría aunque fueran ya inmóviles espectros: Con ese encono acabarás odiando a los que son tu esencia, tu sustancia, la armadura de tus huesos . y tu aliento, pero eso para mí es ya indiferente, no me importa nada sino aquella mujer, a la que me parece estoy buscando por las callejas del pueblo evacuado; sé que está en algún sitio y debo hallarla, estar con ella mucho tiempo, sin prisas, quiero de nuevo acariciarla y ver su cuerpo que me parecía enorme cuando se levantó sobre mí, tan grande como al abrir una ventana se ve el cielo y las nubes, así pienso en ella, y el hermano mayor sintió un soplo fresco de la noche y le pareció entregarse a unos brazos suaves que acogían su necesidad de amor, y después de haber hecho aquella fugaz confidencia de la pasión encontrada en circunstancias tan raras, le llegó el peso de la nostalgia al percatarse de que jamás le había arrastrado un amor exaltado como aquél en la inminencia del hundimiento pero ahora que sabía lo que es entregarse al placer arrebatado teniendo una respuesta idéntica, la necesitaba más, y entornando los ojos la buscó dentro de ellos, detrás de los tiernos párpados que cuando se cierran, atraen el sueño o conjuran los recuerdos: lastimeros o rutilantes, todos irán rindiendo al tiempo su fragmentado tributo hasta quedar en nada.
Mientras que él iba muy deprisa llevando el paquete de sobres en la mano, camino del buzón que había al otro lado del solar, mientras que atisbaba a un lado y otro por si le seguían, Julia entró en el wáter y miró el agua del sifón por donde habían desaparecido los papeles que ella echaba tras romperlos y que no eran de papel higiénico sino que estaban impresos y cuando se los traían con tanto sigilo debían de ser importantes y acaso decían cosas que se referían a sus hermanos o a su padre o a ella misma, sobre el trabajo, la comida, el dinero, pero nunca los había leído, nunca se paró a pensar si le estaban destinados; y no bien se acercó al buzón, dos hombres salieron de un coche que estaba al lado y le miraron fijamente y a continuación gritaron: ¡Alto, quieto! y, como un relámpago, supo lo que debía hacer y echó a correr volviendo al solar, mientras lejos de allí, girando el interruptor sonó la radio y un locutor decía que debía castigarse a los enemigos de la patria, y luego sonaron alegres fandangos y bulerías que distrajeron al que se afanaba en ajustar los condensadores, el potenciómetro y el altavoz en la habitación más profunda del fondo de la casa, allí donde no se ola nada del exterior ni que gritaban ¡Párate o disparo! y él siguió corriendo a ciegas por el vertedero, sin mirar dónde ponía. los pies y luego oyó dos detonaciones y se fue hacia adelante como si unas manos inmensas, fuertes y blandas a la vez, le atrajeran a la tierra y contra ella fue a dar, de cara, y unos segundos aún mantuvo la persistencia de la ilusión que hace sentirse grandes a los que nada son.


Todo era secreto, sí, tanto el porqué de los rostros abstraídos que rápidos cruzaban, como el rumbo de los pasos presurosos encaminados a la rutina de cruzar el frío y el ruido de la plaza con el esfuerzo diario de comprender las causas de satisfacciones y desesperanzas acumuladas en la monótona jornada cuando ya la luz declinaba y el interminable período del día iba a terminar y era posible hacer balances de sus horas fatigadas en el que algunos reconocerían la repetición invariable de lo siempre hecho, y otros, llevarían gravitando en el alma una sorpresa, una novedad buena o mala, pero ellos dos se habían plantado allí, casi inmóviles, como un desafío a la movilidad del entorno y habrían de borrar de su conciencia toda otra idea, no debían distraerse con nada en absoluto la gran plaza con el paso de los coches o, en el fragor de su constante zumbido, docenas de personas o el vuelo torpe de unas cuantas palomas que acudían a refugiarse en las molduras de la gótica fachada—, carecería de interés todo salvo la mirada atenta, aunque fingidamente distraída, la atención clavada en un único punto, encogido el músculo que mantiene el estómago, las mandíbulas apretadas, la posición de los brazos, controlada.
Nadie se fijaría en ellos, nadie sería atraído por sus figuras cuando las admiraciones se entregaban a marciales uniformes, al bronce de los héroes, al blanco sudario de los mártires, a los oros preciados de los conquistadores mercantiles, y ellos dos no tenían belleza ni corpulencia, ni elegancia en sus ademanes, porque estaban fundidos por la naturaleza gregaria y adocenada de la que procedían, en la que habían nacido y de la que no pudieron distanciarse ya fuera porque les faltó arrojo o porque ese destino fatal que a cada hombre le está asignado les mantuvo sujetos a su esencia natal para que desde allí, acaso, decidieran alzar la cabeza, intentar levantarse del suelo, despertar esa fuerza que tiende a la mejora, a concebir un futuro de mayor bienestar, cuya primaria muestra era el impulso de los que por allí pasaban de ir a sus casas imaginando el descanso, con rictus acusado en los labios tan prietos o en el entrecejo marcado, revelando una preocupación aunque no podía compararse con la de aquellos hombres obsesionados por cumplir bien las instrucciones.
Uno de ellos se apoyaba en el mostrador del quiosco de bebidas levantados los brazos para que, por encima del diario que aparentaba leer, sus ojos insistieran en vigilar, alertar, igual que en tantas circunstancias vividas, años de ingratas tareas, meses de aguantar lo que fuera, proponiéndose siempre estar ojo avizor, entenderlo todo por un hábito creado entre golpes y expectativas de amenazas, por lo que si fijaba su atención en algo importante, como ahora, su perspicacia tendía, con la dureza de un trozo de metal, a penetrarlo, a quebrar la falsa apariencia con que tantas veces se le presentaban personas, obligaciones o afectos, y llegar a la trama de lo verdadero y este esfuerzo era cansado por lo que al cabo de un rato parpadeaba y sólo descansaba en la breve fracción de los instantes en que pasaba la página del diario o se volvía hacia una taza de café que tenía al lado y en la que sólo apoyaba los labios y sorbía la mínima cantidad posible.
A unos diez metros estaba el otro hombre que se inclinaba hacia adelante y daba cortos pasos que le mantenían en el mismo sitio y que estaban motivados por una sensación casi dolorosa en las piernas que no justificaba la espera, porque posición semejante es frecuente en la garita de un cuartel o delante de un banco de trabajo en donde cualquier movimiento parece un atentado al equilibrio de una organización que se basa en el estricto cumplimiento de normas severas, que en aquellos largos minutos no contaban ni estaban presentes pero, por haberse acostumbrado él a su respeto, cumplimentaba para un fin totalmente distinto, casi absurdo si lo hubiese juzgado alguno de sus antiguos jefes de taller o quién sabe si hasta algún familiar o amigo, los cuales se extrañarían y preguntarían por qué hacía aquello si no le traía beneficio alguno y quizá pasado cierto tiempo se vería que fue equivocado o que había sido inútil estar plantado ante el edificio de Correos, ligeramente inclinado hacia adelante no por el peso de la caja plana colgada del cuello, donde llevaba caramelos, cerillas, papel de fumar y otras baratijas, pues no podía pesar más que el equipo de soldado o una taladradora, sino por una instintiva actitud que tomaba para anular la presencia gris de su persona, de su gabardina deformada, de los zapatos usados largo tiempo, y estar de acuerdo con la voz gangosa con que parecía ofrecer sus mercancías, que podía ser atribuida a un pobrecillo que sólo se ganaba la vida de aquella forma tan modesta, desdeñado por los rápidos transeúntes ajenos a lo que no fuera buscar el descanso a una hora en que el frío se metía hasta los huesos en los cuerpos cansados, cuando en las calles céntricas las luces de los cafés invitaban, como refugio tibio, al consuelo de una bebida caliente en la atmósfera sosegada de un local cerrado y no el quiosco abierto a los vientos, a idas y venidas de gente que a veces hasta le empujaban el periódico extendido con que se tapaba la cara y por el que simulaba pasar los ojos.
Nadie descubriría tras estas apariencias, que la inquietud aumentaba según transcurrían los minutos y aunque deseaba que oscureciese para que las sombras le vistieran su protector ropaje o encubrieran su persistencia en estar allí, a la vez temía que el anochecer dificultara su vigilancia y en la penumbra de las farolas se sentiría más aislado y expuesto a los riesgos de ser observado en su abandono total, en que nadie podría defenderle del temor que hablaba el lenguaje orgánico: la tensión del vientre rígido, las piernas hormigueantes e incluso la demacración de la cara que a nadie extrañaría porque su aspecto era enfermizo, con esos rasgos que también imponen los incidentes emotivos o las penalidades, y que en circunstancias como aquélla eran un antifaz mucho más perfecto que las ráfagas de oscuridad que trae la llegada de la noche, porque ésta da a los rostros su auténtico gesto de zozobra, que las luces diurnas ocultan, y esta alarmante máscara nocturna acaso revelaría la tensión que ocasionan las comprometedoras tareas y delataría de forma más directa una espera alerta, difícil de disimular cuando pasan treinta minutos y las suposiciones se entremezclan con el desasosiego de medir constantemente la distancia que le separa de la gran puerta por donde sigue entrando y saliendo público indiferente a todo si no es a su vida privada y sus lances domésticos que pueden tomar proporciones gigantescas aunque sólo sean, para quien los contempla de cerca, episodios de fútil significado, y rumiarlos y consagrarse a esas pequeñeces lleva a casi todos a no ver lo importante que ocurre en torno suyo, a no percatarse de los estremecimientos colectivos, de las supremas demandas del siglo y menos aún de los secretos de los comportamientos, de aquello que nunca se habla aunque parezca que a los amigos se les cuenta todo, de los ámbitos reservados en los que se guarda lo inexcusable, una traición, un engaño, haber delatado, puesto en marcha una calumnia, la inclinación que se siente no por una mujer sino por un hombre bello, la absoluta reserva de una delictiva actividad política, lo que se ha de callar inexorablemente, nada penetra la dura coraza creada por la ambición y las rivalidades, pues saber lo ocurrido a los demás es molesto e incómodo, ya que puede abrir una ventana a confines de valentía ejemplar y esto sutilmente desagrada, hasta hacer que quien sale de Correos —acaso ha comprado sellos o enviado dinero por giro o ha recogido un paquete de impresos que alguien envía desde Francia— se niegue a escuchar si le hablan de algún asunto ajeno, rechaza la curiosidad que no sea para algo que se refiera a su propia ostentación o beneficio, no pregunta si un dominio cruel se impone de forma arbitraria en las instituciones, no quiere saber el origen de la infamia que se enseñorea y alienta egoísmos y desmanes, y tampoco escuchar una, voz tímida y opaca que ofrece cerillas, ni mirar a un hombre que lleva mucho tiempo tomándose una pequeña taza de café con cara impasible aunque su pensamiento sea atormentado:
¿Qué hago yo aquí comprometido en un asunto peligroso con personas apenas conocidas, si ni siquiera sé su nombre verdadero? ¿A quién beneficiarán estas tareas que acepto cumplir, cuyo fin se alcanzará dentro de mucho tiempo y yo acaso ni pueda verlo? O quizá dentro de unos pocos años se demuestre que fue innecesario o equivocado y un día me pregunten por qué hacía aquello si nadie lo agradecía...
Nadie podría agradecerlo porque durante muchos años será un secreto terrible que habrá de llevarse bien guardado igual que se oculta un vergonzoso error: mejor que el viento del olvido lo arrastre lejos y lo pierda para siempre.
Nadie observaría las muestras de cansancio de tan larga espera entre bocanadas de aire frío del anochecer y la intranquilidad y los rastros de pasados oprobios y esfuerzos mantenidos que sólo una mirada cuidadosa, especialmente a él dirigida, descubriría, dado que cada uno de los que a su lado cruzaban estaban igualados por el rostro herido de cerrazón y alejamiento y en nada se diferenciaban unos de otros, sometidos a interminables meses que en las mejillas o en el borde de los párpados habían puesto la marca que difícilmente se borraría: la mancha dejada por la sucia mano de las adversidades, por el agotamiento tras una jornada en la que él había caminado mucho y que ahora le impelía hacia su casa, a la tibieza del ambiente familiar que era el runrún de conversaciones triviales o los ruidos de la cocina o la charla de su hermano afirmando que pronto el mundo vería una aurora de justicia, de sensatez, de pacíficas negociaciones a lo cual él sonríe y se pone a leer un periódico, pero rápidamente rechazó esta llamada porque un abandono, una decisión precipitada de ceder a la necesidad de refugiarse, sabría que le habría de doler toda la vida y la llevaría sobre la espalda como un fardo de hierro y se haría insoportable porque él no ignoraba que renunciar es lo peor y había que estar allí pese a todas las dificultades, acudir puntualmente al lugar de la cita, con calma y confianza, y mantener la vida cotidiana con la usual normalidad igual a otros tantos que ejercieron oficios, recolectaron frutas, pescaron, sembraron campos y construyeron edificios pese a estar rodeados de calamidades y de riesgos y esta herencia de decisión y perseverancia, él debía proseguirla en la soledad en que estaba y ésta sólo se atenuó al mirar hacia el quiosco y ver allí al hombre que seguía leyendo el periódico, y que en aquel momento estaba pensando:
Este rencor no nace en mí, me viene de mis abuelos, que pasaron sus años recogiendo basura, o sopla de más atrás, de gente encadenada y azotada, de hambres y profundas heridas y humillaciones que se asoman a mis ojos cuando me encolerizo y en mi voz, cuando discuto, se reconoce el sufrimiento de otros que yo hago mío para lanzarlo contra los que odio de esta maldita sociedad de triunfadores, orgullosos de su derecho a todo, de su riqueza y la impunidad de sus decisiones.
Pero nadie habría de saber que esto pasaba por su cabeza al igual que debe permanecer oculto el desprecio por una persona a la que se está sometido, o bien, se calla el irreprimible deseo de acariciar a una mujer a la que debe respetarse, porque, sin vacilar, ha ido a recoger el paquete, y entonces su carne no puede ser motivo de distracción alguna.
No era inútil el esfuerzo de atención y vigilancia que requiere esperar que aparezca una persona reconocible por un abrigo verde, como si los colores fueran lo único ya que define a los seres y diferenciaban en aquella hora a los que salían de Correos y se hundían en la luz insegura del anochecer y cuando eso ocurriera, la tensa expectativa habría de reunir fuerzas y capacidad de resolución para prever lo insospechado, la incidencia que de pronto surge en lo inminente y se juzga ya inmodificable, a pesar de los esfuerzos para que todo vaya bien y se cumplan las instrucciones teniendo la firme convicción de que cualquier cosa debe conquistarse duramente; y también saber esperar la salida de la mujer con el paquete, y descubrirla era su misión de la que muchos estaban pendientes tal como le indicó el enlace que vino de París, que esperaban lo hiciese bien porque ellos dependían de su serenidad y cada cual en el lugar donde estaba, sabía que él vigilaba la puerta y en una ocasión próxima será otro quien lo haga y él estará, a su vez, pendiente de estas tareas a las que se prestaban decididos —que en verdad no eran nada sublime pero sí lo más peligroso que en aquella ciudad podía hacerse, y eran tareas desinteresadas, en favor de miles de personas ignoradas para las que se deseaba algo mejor que sus atenazadas vidas, tareas que hacían sentirse satisfecho, bien porque se tuviera el temple de cumplirlas, bien porque alguien depositara en ellos confianza y estima que hasta podía quebrar la apariencia adusta que presentan los que se han debatido entre oleajes de mil distintos infortunios, acumulando tal cantidad de temores, frustración, propósitos inalcanzables, que éstos parecen formar una capa de materia invisible y desabrida en torno al cuerpo, que le aísla de sus semejantes, y dentro de él suenan palabras conocidas:
Miro al fondo de mi odio y veo la cara de mi padre, sonriendo astutamente, y me pregunto si ha existido alguna vez este hombre o es una imaginación mía para atormentarme y lanzarme contra todos, deseando destruir y buscar a la vez alguien que me comprenda, que se interese por mí, que me escuche y respete mis palabras...
La noche se precipitaba y hacía desaparecer hombres y coches que atravesaban la plaza y una sustancia innombrable, igual a una inundación de misterioso cieno, iba ocupando el lugar de la luz y sólo bajo los faroles se mantenía la anterior claridad, un reducto del día en el cual era posible leer un periódico o mirar un reloj para sorprenderse de que ya eran las ocho y esa hora no correspondía con lo previsto, que debía cumplirse tal como se había planeado para que ella, al salir por la gran puerta y bajar la escalinata, fuera vista con toda precisión si llevaba o no el paquete, lo más importante para los encargados de observarla y no sólo para ellos sino para personas que no la conocían ni sabrían nunca nada sobre ella pero que dependían de lo que hubiera ocurrido para permanecer en sus casas, a la espera de completar la tarea que ella realizaba, o bien marcharse y desaparecer, y antes, revisar cuidadosamente si quedaba algún papel delator, con algún nombre o una dirección, o incluso algún libro que revelase que en aquella casa se había leído y lo que dijese en sus páginas, había pasado al pensamiento del probable lector que por este mero hecho, debía ser considerado enemigo del orden, y si esto llegaba a ocurrir, él habría de estar, cuando saliese el turno de la tarde, a la puerta de la fábrica ofreciendo los caramelos o tabaco vendido por pitillos sueltos o las otras cosas que llevaba, hasta que aparecía Martínez y él debía tenderle papel de fumar para que supiese —con este gesto mudo pero ya acordado y que él recordada bien—, que ella había salido sin el paquete, lo que muy claramente debió distinguir entre los que salían y entraban, pero si tendía tabaco, eso era un aviso de cuya gravedad hablaron largamente para que no quedara ningún cabo suelto y prever todas las posibilidades, y era la señal de, que a partir de aquel momento se olvidarían del sueño o el cansancio y se entregarían a la desagradable misión de ir de un sitio a otro para dar la alarma y el proceder había de cambiar, medir lo que se hacía, pero que nadie lo notase y no acusarlo en la cara pues cuando ésta ha sido modelada por el aprendizaje áspero de la vida, parece que el saber, el conocimiento, traza rasgos más severos, que hay quien interpreta y comprende que son de dura oposición a lo que ocurre en el mundo o en la ciudad donde se habita y el rostro reconcentrado y serio que parece ocultar una reflexión crítica, a los que temen ser juzgados y son conscientes de que han pactado con la indignidad y viven de ella, les causa un malestar y vuelven la cabeza y no quieren saber nada y ante ésos hay que disimular, que no sospechen que la situación ha empeorado silo que avisa a Martínez, ofreciéndole tabaco, es que la mujer del abrigo verde había salido de Correos cerrándose con la mano derecha el cuello como si tuviera frío o fuera un ademán habitual de cubrirse la garganta, una parte vulnerable o expuesta no sólo al viento en ráfagas sino a miradas ambiciosas a la piel delicada y tibia que desciende imperceptiblemente hacia el pecho, esa zona que ha soñado con acariciar o rozar con los labios para después subir la mirada hacia los de ella para comprobar si se fruncen en una sonrisa de halago o de inicio del placer o al menos de condescendencia para aquella boca que tantea los puntos más palpitantes y pone en ellos la sensación cálida, tan diferente al golpe de frío que haría cerrarse el cuello del abrigo de forma tan normal que a nadie extrañaría, y la mano habría de continuar en aquella posición un buen rato, bajando ella la escalinata y luego acercándose a la parte del paseo donde él, que daba pasos cortos, girando en el mismo sitio, estaría pendiente de observar si la mano se alzaba hasta el cuello, exactamente igual que hubiera hecho la mujer si fuera presa de la angustia o el terror, ya que por un acto instintivo, se protege esa parte donde otras manos pueden aferrarse y apretar con ira hasta estrangular que es una manera de dar paso a todo lo que sentía el que estaba en el quiosco de bebidas, y seguía leyendo el periódico y tenía ante él la segunda taza de café: una necesidad de dar golpes, preciso descargarla en alguien y el día en que yo pueda enfrentarme con mis enemigos, los que explotan a los débiles, lo ,que compran a los jueces, los que medran con el engaño, los que encarcelan y golpean a los vencidos, ese día, cuando mi fantasía sean hombres de carne y hueso, usaré un hacha, una pala, una barra de hierro y así les vengaré a todos y la historia nos hará justicia y seré comprendido alguna vez pues si hoy nadie nos conoce, más tarde se sabrá de nuestro esfuerzo.
Hablan dado las ocho y ella no salía y una aplastante masa opaca detenía su capacidad de pensar ante la sorpresa de que se enfrentaba con lo inesperado, con lo que en las largas conversaciones preparatorias no habían previsto pese a que ambos pensaban y pensaban y se esforzaban en imaginar todo lo que podía ocurrir y para ello trazaban soluciones y en la expresión de los dos podría reconocerse, por algún observador atento pero no indiferente sino capaz de comprender y respetar el esfuerzo del razonamiento, que llegaban a los límites de su capacidad de prevenir, entregados a construir perfectamente una fantasía como era concebir el futuro y que en éste todo se cumpliera según sus deseos, lo cual sólo era posible se diera en cabezas polarizadas por una utopía disparatada, algo propio de soñadores o modestos empleados u obreros que sabían qué aquella utopía era lo único que les compensaba de los bajos salarios, el frío de casas alquiladas en los suburbios, de hambres en los períodos de paro, de vestir ropas usadas, de sentirse basura en un mundo que se medía por la posesión de riquezas, y también darles la seguridad de estar respaldados por una fuerza poderosa y no manifestada, a la que se sentirán vinculados, dispuestos a toda clase de ayudas, tal como el agente que vino de París dijo que ellos podían llegar a todos los sitios y que nadie se creyese solo porque estaban allí donde fuera preciso y esta certeza de fraternidad creaba lazos invisibles aun con aquellos que no se conocían, pues el secreto obligado ponla sus telones entre ellos, pero que tenían mucho' en común, pese a las diferencias de caracteres y la versión distinta de las ideas a las que estaban entregados, diferencias qué serían notables pero no obstante así fue siempre y las legiones que ganaron batallas y conquistaron reinos y los ejércitos que derribaron murallas e impusieron coronas, se diferenciaban también entre sí, hablaban lenguas distintas y sin embargo realizaron hechos históricos transcendentales aunque nada tuvieran de parecido con que una mujer no apareciese en la puerta por donde estaba previsto y este episodio sin importancia, efímero, en la terrible historia de las naciones, era ahora desconcertante y casi angustioso, llenaba la plaza con su amenazador imperio de azar y riesgos y había que alejarse o marchar definitivamente dejando sin cumplir lo acordado y llevando la confusión y el desasosiego a todos, abierta la posibilidad de cualquier eventualidad, ya fuera de madrugada una llamada en la puerta, o que un hombre se acercase en la calle, o que una mujer con aspecto insignificante les siguiera: cada sombra sería una trampa y habría que extremar la vigilancia, estar alerta y mantener vivaz la mirada vagando de un lugar a otro, midiendo la distancia a un portal, a un bar donde poder escabullirse, calculando quién es el que se pasea cerca de una comisaría o desconfiar con igual insistencia del que intenta entrometerse en lo que se hace o se deja de hacer, el que escudriña en los caminos interiores queriendo obstinadamente enterarse sobre cada una de las figuras espectrales que cruzan por los umbrales del alma cuando llega finalmente el sueño, poblado de tantos habitantes, donde está la cara de mi padre y comprendo mi odio cuando me pegaba, y ya no podré tener otro para olvidar al muerto, y bien muerto, al padrecito, sí, padrecito, palabra que yo sé bien lo que significa, a lo que en verdad se refiere y las intenciones que hay en ella.
A él le costaría trabajo encontrar las palabras para explicar aquella sensación de deseo de huir, escapar no sabía bien a dónde, dejarlo todo y no volver a ocuparse de lo que significaba que ella hubiera surgido en la escalinata cerrándose el cuello del abrigo, y eso era lo peor, a partir de lo cual ya no habría calma para nadie y habría que avisar de que había sido descubierta, no se sabría bien si por un empleado de Correos al darle el paquete en la gran nave donde los entregaban, o por dos hombres que estaban a cierta distancia y echaron a andar tras ella y al no poder ser porque les atrajese como mujer, pues el abrigo borraba todas las formas del cuerpo y no se podía adivinar si sería joven y apetitosa, habría de ser porque la seguían por haberla descubierto y entonces sólo cabría cundir la alarma y no sosegar porque ya era imposible renunciar o renegar de lo hecho y dejar de ocuparse de aquella lucha contra injusticias concretas que sólo se atacaban con proyectos, con cálculos para el futuro p con esperar un paquete de impresos que una mujer iba a retirar en Correos, cumpliendo ella también un deber de disciplina, y no quedaba más que aceptar la fatalidad de la que ahora se lamentarían y en la cara del enlace de París quizá resbala un mohín de disgusto o de cólera a lo que seguiría una descalificación por aquel fracaso y, probablemente, notaría que dejaban de encargarle tareas o hasta podrían aislarle como un inútil según lo que aquel hombre hubiera explicado en París, aunque apenas hacía unos días hablaban entre sí de un mundo imaginario que largos años se fantaseaba, un paraíso donde cabía toda perfección, y el tesoro de ideas rectas y nobles que cada uno llevaba en su pensamiento, las derramaba sobre una tierra perfecta a la que aspiraban conocer y gozar pues creían cuestión de años que se estableciese por doquier y ese anhelo era análogo al que ayudó al ser humano a abandonar su guarida de animal acosado y lograr las conquistas admirables que ellos, como dos buenos amigos, se anunciaban y se comunicaban aunque luego, en un informe insidioso a París, resultara él único culpable de lo ocurrido y, al denigrarle, sería sospechoso en el futuro, pero ¿qué hacer? así fue la marcha humana hacia adelante, entre tropiezos y equivocaciones, malevolencias y tanteos, entre sacrificios, decepciones y entusiasmos, pactando con personas que debían considerarse amigas aunque nunca lo fueran, a las que bastará saber de algún acierto tuyo para que te envidien, y si se consideran superiores a ti, te despreciarán, y por eso yo no confío en nadie y ellos, a su vez, desconfían de mí como si yo crease un recelo en torno mío y brotara fuera de mí, por lo que a veces creo que doy existencia a esta época tan terrible que me rodea, de intrigas y ocultación y con esta maldita fuerza interior, estoy creando un campo de batalla en noche cerrada y la delación me sigue apoyada en mis hombros y estas personas con las que ahora actúo, me parecen unos ilusos cuya actividad se reduce a distribuir un periódico en ciclostil, a hablar de filosofías, a soñar con una huelga general, pero yo lo que debo es arrojarme contra los enemigos a los que estoy encadenado, sometido a su imprescindible presencia, para poder odiarlos y sólo esto me justifica estar aquí, ante este café amargo y frío, aunque desear la fraternidad, la colaboración, sea el propósito de todos, la que une con personas desconocidas, de las que nada se sabe excepto que son inaccesibles al desaliento, convencidos de que esta causa ha de triunfar y que jamás, pese a torturas o engaños, nunca delatarán a sus compañeros, los que reparten octavillas a los trabajadores cuando salen de una obra, los que pintan letreros en las paredes, los que echan por debajo de la puerta una proclama, los que buscan trabajo a los que vienen de las cárceles, los que dan un poco de dinero para comida a los presos, todo sigilosamente, mantenido en secreto —ese que se esforzaba en descubrir un poderoso gobierno con la gran organización de sus recursos—, tan hábilmente hecho que nadie percibía tal actividad porque el sentirse perseguidos les hizo cautelosos y el ser portadores de mensajes reservados a través de una ciudad enemiga, les obligó a hablar con voz mesurada y recubrir de un disfraz alusivo las conversaciones en público para que nadie comprendiera nunca lo acordado: si era descubierta y la seguían, como señal, habría de cerrarse el cuello del abrigo, y que tampoco se percatasen de cuál era su verdadera opinión sobre temas banales o fundamentales de la vida, y sólo un iniciado, conocedor de los términos habituales, podría atisbar cuál era su auténtico pensar sobre el dinero, las fábricas, los salarios, pero nunca se habría de saber que aquella mujer, aún joven, con un gesto cariñoso al sonreír y al mirar abiertamente, le sedujo desde que se la presentaron sin darle ningún nombre, y era su ilusión acercarse a ella un día y decirle palabras agradables y recordarle cómo' entre ambos había un lazo de ideas, punto común para una buena amistad que debería estrecharse, y si ella miraba complaciente, insinuarle: la amistad es el primer paso para el amor, y acaso ella aceptase tomarla del brazo y entonces la charla cobraría más intimidad y tendría la virtud de borrar tantos sinsabores pues la expectativa del amor hace olvidar la persecución a muerte sólo por repartir unos papeles donde se explica la injusta organización del Estado, o dar a leer una hoja escrita a máquina, casi borrosa, que ha pasado por muchas manos, y extraña que la regresión sea tan desmesurada si se compara esto que ellos hacen con las armas de fuego, las férreas puertas de los calabozos, los tribunales, los hombres armados entrenados muchas horas en gimnasios, si se compara con una actividad que es sólo analizar complejos asuntos económicos de tan difícil comprensión que acaso se limite a poner un punto de luz en una conciencia ensombrecida por la falta de enseñanza.
Harás un gesto de extrañeza y dirás que no sabías nada, pero contigo indudablemente ellos convivían, aunque nadie quisiera darse por enterado de su presencia, y hoy te preguntas cómo no lo supiste y rebuscando en dudosos recuerdos, al no encontrar vestigio alguno, mueves las cejas y, ya molesto, diriges la mirada al aparato. de televisión pero allí no los verás, su discreto rastro se encontraba en los rumores o en órdenes policiales de aquellos tiempos ya tan lejanos que todo lo hecho parece infructuoso, un sacrificio de ánimos decididos, consagrados a una divinidad de mil cabezas, indiferente, a la que no llega el aliento breve de la tensión de esperas prolongadas y nadie apresurado va a percibir la demacración del rostro, si es que alguno se fijaba, porque su aspecto era el más vulgar y anodino y así aparecían tras los grandes o pequeños incidentes y noticias y pese a los trajes usados, las camisas lavadas mil veces, los zapatos desgastados, en los diarios frecuentemente se les denunciaba como el gran enemigo de la patria aunque nadie lo relacionaría con su apariencia y te preguntas cómo los hubieras distinguido si no eran hombres fornidos con sólidas espaldas, y fuertes músculos en brazos y piernas, o talentos excepcionales formados en universidades extranjeras, como exigiría el cometido que se proponían de tan gigantescas proporciones que asombra hoy —hacer que la vida en la tierra fuera un paraíso, nada menos—, sino que ése de la caja es de baja estatura, surcada de arrugas la frente, inerme, inseguro, teme que una mano le coja del brazo y sea la delación, frente a la que está desasistido de cualquier ayuda, y haciéndose el distraído calcula el tiempo que lleva ante la gran puerta por donde la mujer debe salir con el paquete de octavillas, pero contra todo lo previsto y calculado, contra su imperiosa, y a la vez tierna, necesidad de verla, ella no aparece y pasan dos horas y la angustia aumenta su confusión por lo que haya podido ocurrir, sus conjeturas fallan y en torno suyo la indescriptible noche se hace dueña de todos los designios humanos.


Parecía no quedar ya nadie en el barrio y las ventanas estaban vacías y las puertas las movía el aire y los ratones cruzaban las salas silenciosas y el aroma de la madreselva se perdía sin llegar a aquellos que plácidamente se adormecían en las siestas calurosas. De noche no se ola el llanto de un niño insomne ni el entrechocar de platos en el fondo de las cocinas. En los jardines no sonaban los surtidores sino una rama seca desprendida, la roldana de un pozo movida por el viento, un gato abandonado susurraba un maullido de extrañeza y acacias y jazmines, lilos y geranios estaban callados y daban su luz verde, indiferentes a su próxima ruina. Los chalets que fueron hacía años la ambición de sus constructores, estaban cubiertos de polvo: había polvo en las escalinatas de azulejos rojos, polvo en las molduras de las elegantes fachadas, polvo en los cristales y en las escaleras que bajaban a los sótanos, dominio de humedades y sombras.
Los que habitaron allí y encontraron la felicidad o el ocio en los jardincillos apacibles y los que celebraron cumpleaños y vieron cómo envejecían sus hijos y pusieron por última vez la mano temblorosa en el embozo de la cama, todos, de una forma u otra, se habían ido, cediendo a presiones de los nuevos tiempos y el barrio de chalets fue quedando sin nombres, sin voces, entregado a soplos de viento, a golpes de cornisas desprendidas, a hojas arremolinadas en rincones donde había un guante, una botella sin nada, unos papeles que acaso fueron cartas.
Al otro lado del barrio, el rumor no cesaba y el gasoil movía pesadas máquinas que iban derribando casas, alisando y cubriendo la tierra con un pavimento de piedras y asfalto para formar la gran avenida de los desfiles triunfales.
Como un coágulo de vida familiar, de modestas comodidades, de logros anhelados tras años de trabajo laborioso, el barrio de chalets al interponerse en la marcha de las apisonadoras y las hormigoneras, había sido condenado indefectiblemente a desaparecer. Primero, talarían los árboles y arbustos, luego arrancarían las cañerías, las barandas de hierro forjado, las vigas de madera que sostenían los tejados y empezarían el rápido derribo al que nadie asistirla.
Por las calles bordeadas de acacias se paseaban una mujer y un hombre. Eran los últimos que allí vivían y hablan decidido no marcharse, no abandonar aquel lugar en el que convivieron largos años y al que entregaron su cariño. Decidieron no aceptar mudarse a un bloque de viviendas donde los ruidos y las indiscreciones turbarían la necesidad de reposo e intimidad. Cuando llegasen las apisonadoras sería más cómodo morir con el barrio y con todo lo que éste representaba de soledad creadora, de roce con la naturaleza sencilla del jardín, de existencia tranquila.
Todo estaba preparado para el último día y su inminencia daba mayor efusión a las palabras, al cambio de opiniones, a caricias y a risas; los días que faltaban habrían de ser consumidos en una paz confiada, llena de evocaciones, de bellos recuerdos que habían hecho madurar a ambos, y de tácito olvido de una guerra intestina que había roto convicciones y proyectos. La proximidad del fin les saturaba de indiferencia y comprensión para el cúmulo de errores que acompaña a todas las vidas; entre ellos también brillaban aciertos, horas rutilantes.
Paseaban por sitios conocidos comentando insignificantes detalles de la soledad y la frondosidad de los jardines, la cual se asomaba por encima de las verjas sin impedirles ver el interior, y escuchaban a los pájaros en las copas de los árboles.
Sólo un ruido nuevo les extrañó, podía ser igual a pisadas sobre ramas resecas, y al acercarse más a la casa de donde venía, sorprendieron a un hombre ante una alta hoguera que daba su crepitar en un montón de papeles, carbonizados unos, otros retorciéndose entre llamas apenas visibles, convertidas en humo.
Libros: desde la cancela veían que eran libros; el hombre los abría, los desgarraba y echaba al fuego con movimientos lentos, y se volvía a coger otros de una pila de ellos que tenía detrás: parecía obedecer mecánicamente a un designio de destrucción.
La pareja empujó la puerta del jardín que hizo ruido y entonces el hombre les miró, sostuvo la mirada un rato y dio unos pasos hacia ellos. La mutua extrañeza les hizo contemplarse: era un hombre joven, habría pasado los treinta años, quizá estaba en el límite de los cuarenta, con expresión seria, una arruga entre los ojos, de intentar comprender, y el pelo sobre la frente ya clareaba. Quienes le miraban era una pareja que podría ser similar en edad o acaso con unos años más, con igual gesto atento y vigilante, decididos a juzgar, con una imperceptible señal de decepción.
Tardaron en hablarse pero cuando ellos dijeron en voz alta lo que pensaban: su asombro al encontrar alguien allí y además haciendo una hoguera, el hombre les explicó que aquélla era su casa y aquéllos eran libros que no quería conservar. Les habló a cierta distancia, con desconfianza pero al replicarle la pareja que ellos vivían allí y nunca le habían encontrado, él se acercó y les preguntó que cómo era eso, si el barrio había quedado vacío y todos se fueron, y al ver que ellos se encogían de hombros, él sonrió y les dijo que también ese movimiento era suyo porque estaba dispuesto a no obedecer las órdenes, que había regresado a donde vivió años antes y que asistiría al final de la casa donde nació.
Se acercaron a la hoguera y tomaron algunos libros y vieron títulos y autores preferidos y se lamentaron de que los destruyese. No sabía él qué hacer con ellos, nadie, creía, se interesaba por tales lecturas, lo mismo que por muebles antiguos y otros recuerdos que aún conservaba y señaló hacia dentro de la casa. Y efectivamente, cuando entraron allí los tres, en las habitaciones estaba reunido todo lo que fue ornamento y confort de un hogar. Un desorden que aumentaba la curiosidad por objetos múltiples, cuadros, ropas, lámparas de cristal, altos espejos, viejos baúles... Y el recorrer los espacios entre aquel hacinamiento dio lugar a comentarios y a conocer mutuamente opiniones y gustos. Al volver al jardín, donde la hoguera se había apagado, le propusieron comer con ellos.
Desde que habían tomado la decisión final, la pareja preparaba exquisitos menús y se divertía cocinando platos suntuosos y compraba los vinos más selectos y buscaba conocer las posibilidades del placer del paladar. Y durante esta primera comida con el desconocido comprobaron que él entendía la razón de aquel cuidado y participó alegremente de la oportunidad. Y así comprendieron que podían ser amigos y compartir la felicidad última que se habían propuesto, y al oír ya claramente expresada cómo iba a ser ésta, les confesó que él también había decidido acabar cuando todo acabase.
Asombrados de aquel encuentro y de coincidir en muchas ideas, pues también él era un vencido de la guerra, satisfechos de hallar un igual en tan singular situación idéntica, la pareja le retuvo con su charla hasta la noche. Pero al día siguiente él les llamó desde la calle y cuando entró en el jardín vieron que les traía un regalo, un gramófono antiguo que se apresuraron a hacerlo sonar, poniendo un disco tras otro, a la vez que se manifestaban los tres como amantes de la música. A veces, la voz de Caruso o un vals de Chopin parecían despertar ecos en los jardines vecinos pero si al aparato se le acababa la cuerda, escuchaban un silencio total y lejos, el bramido de las máquinas que proseguían su fatal avance.
El desconocido les propuso que fueran a vivir con él: dispondrían de toda la casa y podrían ir descubriendo el contenido de aquellas habitaciones donde guardaba sus recuerdos de familia. La pareja le convenció de que era más fácil que se viniese él y se trajese consigo cuanto quisiera: vivirían juntos mientras fuera posible.
Y así fue como empezaron una vida en común sin hacer nada más que aquello que les agradaba, agotando los largos días del caluroso verano en juegos, en charlas, en mutismos de comprensión, saboreando los minutos que pasaban, indiferentes a lo que vendría después, proponiéndose olvidar las calamidades de la reciente derrota.
Reunieron el dinero que tenían; cuando se acababa, iban a vender algún objeto de valor y con su importe adquirían en el mercado negro cuanto necesitaban para mantener sus diversiones y su bienestar. Mediada la mañana preparaban una comida suculenta; el olor que salía de la cocina y que a mediodía perfumaba el jardín, atraía a gatos vagabundos que a cierta distancia veían cómo, a la sombra de las dos acacias frondosas, se extendía una gran mesa cubierta de un bello mantel y donde, entre búcaros de flores, se alineaban platos y copas para un reposado almuerzo que duraba más de dos horas.
El sonriente desconocido, al que habían dado el nombre de Falstaff, traía cada día de su casa nuevos motivos de sorpresa para divertir a la pareja, la cual, a su vez, le mostraba colecciones de grabados, de postales, de mariposas, reunidas por un abuelo suyo, y le contaban la historia de viejos retratos de parientes que habían estado en Cuba, y se reían de su actitud rígida sometidos a todas las prohibiciones de la época.
Después de la comida tomaban golosinas y licores cuyo alto precio no dudaron en pagar y leían en voz alta a algún autor que los tres admiraban y las horas transcurrían comentando aquellas lecturas o haciendo que Falstaff, con su bella voz, recitase poemas que ellos también sabían de memoria.
De noche, cuando refrescaba el ambiente, a la luz de unas velas —la luz eléctrica fue cortada hacía tiempo que daba a las habitaciones y a sus caras un aspecto misterioso y nuevo, hacían música. Desempolvados violines y guitarras y un xilófono, improvisaban; la iniciativa de los compases imprevistos se unía a sus voces, desentonadas, rotas por las risas, que a coro entonaban canciones conocidas. Las intensas sombras que les cruzaban los semblantes les sugerían el maquillaje de actores orientales y al día siguiente se pintaron las caras y eligieron los colores que más les convenían y se consagraron a hacer teatro, sin espectadores, sin más escenario que sus últimos días. Nuevos personajes cruzaban entre los macizos de geranios y celindas: un rey asirio, una especie de paje medieval, un hada envuelta en gasas y tules, según lo que se proponían representar y de acuerdo con los caprichosos ropajes que cada uno eligió en los baúles donde, hacia sesenta u ochenta años, mujeres que desearon ser admiradas habían guardado largas faldas de terciopelo y blusas tornasoladas y capas y camisones de abundantes encajes. La escalinata del jardín era la escena preferida donde se oían largos parlamentos que interrumpían carcajadas y aplausos.
Una tarde, a los sones de un clarinete, en la balaustrada, ante la puerta principal apareció una Salomé con resplandeciente túnica multicolor y una máscara plateada que le ocultaba medio rostro y declamó las inquietantes palabras: «Estoy prendada de tu cuerpo, Jokanaan. Tu cuerpo es blanco como las azucenas del campo, nunca tocadas por la hoz. Tu cuerpo es blanco como la nieve en la montaña de Judea. Las rosas del jardín de la reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo, ni los pies de la aurora, ni el seno de la luna sobre el mar, nada en el mundo es tan blanco como tu cuerpo.» Los brazos se extendían lánguidos y ondulantes hacia un Jokanaan inexistente, mientras Falstaff entre los jazmines trepadores, con calzón corto y amplia blusa recamada de damasco, y en la cabeza una gran boina cruzada por varias plumas verdes, gritaba: «Pero señor, si él os arrastra al mar o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los peñascos que baten las olas y allí tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón...»
Sonaban más agudos los compases del clarinete y Falstaff, sentándose en la escalinata, se cubría con las manos el rostro y fingía sollozar «Existir o no existir, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de desventuras y darlas fin con atrevida resistencia?»
Salomé descendió unos escalones, abrió su túnica y se mostró desnuda y se inclinó sobre Falstaff. Este recibió sus besos y sus caricias, sintió el peso de sus piernas en las suyas y en la dureza de la escalinata comenzaron lentamente a conocer sus cuerpos.
Pasó un largo rato, vinieron unas ráfagas de cálido viento, la música vacilante seguía acompañándoles y las fastuosas ropas se fueron desprendiendo y la boina rodó lejos y ellos dos, unos minutos estrechados firmemente y otros, distendidos y separados, fueron deslizándose hacia el suelo de tierra y allí prosiguieron los juegos del amor mientras el día iba cayendo. Al fin, quedaron quietos, con la respiración apresurada, y los músculos relajados; detenían la mirada en el cielo a través del follaje de las acacias en las que piaba un enjambre de gorriones.
El clarinete había cesado como si el músico, reclinado en su butaca de mimbre, estuviera sumido en igual letargo pero cuando ellos se levantaron del suelo y corrieron hacia la fuente seca y allí con la manguera empezaron' a echarse agua, él bajó también, se despojó de la escasa ropa y entre carcajadas los tres se ducharon, se persiguieron con el chorro de agua que con su golpe plateado y frío les espabiló del sopor de la tarde.
Cuando a medianoche decidieron irse a dormir, Falstaff no se retiró a la habitación que antes ocupaba, sino que amplió el lecho de la pareja y los tres, en la penumbra que daba una vela rodeada de libélulas, se entregaron a las sabias posibilidades del amor. Y se durmieron por fin, entrelazados como un único cuerpo.
Al amanecer del día siguiente y al alzarse del sueño, se miraron con gesto descansado y cariñoso y según pasaban las horas sintieron nacer un íntimo bienestar que les permitía en su trato ser más libres y tiernos. Una mayor vitalidad les llevó a nuevos juegos en el jardín alternados con charlas de total sinceridad sobre las mejores experiencias de sus vidas. Habían reunido en torno suyo los productos de la inteligencia y de la maravillosa inventiva, el arte y las cosas naturales y gozaban de todo ello en un dominio excepcional donde fugazmente podían identificar los placeres y la felicidad, quizá también el olvido: repasaban láminas de libros, aspiraban el aroma antiguo de cofrecillos en maderas raras, se extendían desnudos sobre sedas y raso y se adornaban con collares y flores para adquirir un mayor atractivo y dar una imagen nueva a sus cuerpos que acariciaban y suavizaban con aceites y perfumes. Y desde aquella noche se intensificó el deseo de comer, de contar sueños, de distanciarse de los episodios tristes del pasado, de disfrazarse de las formas más extravagantes y audaces, y a la hora de la cena, cuando los licores y los vinos de marca habían puesto su fuego en el alma de los tres amigos, brotaban de la oscuridad, como regalo inesperado, y aparecían a la luz de las velas, máscaras bellísimas que realzaban espléndidos desnudos.
***
Cierto día comprobaron que no salía agua de los grifos; comprendieron que las máquinas se acercaban y que un día o dos más tarde los guardas de las obras se presentarían allí y ellos no podrían seguir entregados a la libertad.
Salieron a la calle y escucharon muy cerca el estruendo de los derribos en chalets próximos y las voces de los trabajadores que cargaban los pesados camiones con los materiales inútiles que antes fueron viviendas.
El final había llegado y así, serenamente, lo reconocieron y convinieron en que no podían demorar más la decisión tomada. Estuvieron unos minutos vagando por el jardín y luego entraron en la habitación que era el dormitorio común y donde estaba acumulado lo que ellos habían juzgado más bello y más digno de acompañarles. Sacaron de un armario las dosis que habían guardado celosamente y las disolvieron por igual en tres copas de vino que bebieron a la vez, sin decirse nada. Sabían que el efecto no tardaría en presentarse y se tendieron en el lecho; allí, como una despedida, se abrazaron y besaron estremecidos por la emoción del adiós y así llegaron los primeros síntomas, contracciones y calor asfixiante, y luego perdieron la conciencia y los cuerpos quedaron inmóviles, entremezclados y rígidos sobre las sábanas que habían sido sus compañeras.
***
Ellos nunca supieron que no habían sido los únicos habitantes del barrio abandonado y que sus fiestas, sus banquetes, sus mascaradas, su embriaguez de deliciosos vinos y de amor, habían sido presenciados por tres muchachos que día tras día, les espiaron a través del seto de la verja, y admirados y atónitos contemplaron cómo se divertían, cómo leían en voz alta, cómo jugaban al croquet y a la pelota y cómo sus voces entonaban risas y canciones.
Dos muchachos y una chica, amigos aburridos en aquel verano, habían deambulado por el barrio vacío y descubrieron un chalet donde unas personas hacían algo que ellos envidiaron, y al escucharles y verles, se sintieron atraídos por ellas y todo momento lo aprovechaban en correr hasta la verja y allí, escondidos, seguir cuanto de admirable les revelaba la imaginación y la espontaneidad.
Pero aquel día les extrañó su ausencia y por la tarde se atrevieron a entrar en el jardín y pisar la escalinata y el umbral de la casa. No se oía ningún ruido, ni música, ni una voz. De puntillas avanzaron por las habitaciones y llegaron a una en cuya puerta se detuvieron: los vieron allí, tendidos en un gran lecho, yertos y lívidos, sobrevalorados por una nube de moscas. En todo el espacio de la habitación se amontonaban muebles y cuadros, libros y botellas, lámparas y figuras de bronce y en el reflejo de un gran espejo se vieron los tres chicos como aterrados visitantes. Su inteligencia joven comprendió la verdad de lo que descubrían y sin hablar una palabra se dispusieron a huir pero un pensamiento común les detuvo: un tesoro estaba al alcance de sus manos.
Dieron unos pasos cautelosos en el dormitorio y empezaron a apoderarse de lo que más les gustaba. Un sombrero, la túnica de Salomé, una botella de licor dorado, collares, libros de estampas, una enorme caja de bombones, una cimera de plumas... y cuando tuvieron los brazos llenos, los tres salieron corriendo, atravesaron el jardín y en la verja miraron si en la calle alguien les sorprendería, pero todo el barrio estaba totalmente desierto y el postrer resto de vida, la asombrosa existencia se había extinguido a sus espaldas.
Los muchachos huyeron hacia otro barrio; acaso éste, pasados muchos años, sería amenazado de iguales destrucciones y ellos también preservarían así, en soledad, un brizna de belleza, de amor, de dicha, mientras esperasen que llegara el último día del mundo.

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