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jueves, 1 de septiembre de 2011

Jose Agustin , Relatos


José Agustín
Relatos




“Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala.”
Guillermo Cabrera Infante: Tres tristes tigres.
“Show me the way to the next whisky bar.
And don't ask why.
Show me the way to the next whisky bar.
I tell you we must die.”
Bertolt Brecht y Kurt Weill,
según The Doors.
4

Requelle sentada, inclinando la cabeza para oír mejor.
Mesa junto a la orquesta, pero muy.
Requelle se volvió hacia el baterista y dirigió, con dedos sabios, los movimientos de las baquetas.
Su badness, esta niña
está lo que se dice: pasada,
pero Oliveira, el baterista, muy estúpido como nunca debe esperarse en un baterista, se equivocaba.
Equivocábase, diría ella.
Requelle se hallaba sobria, bien
sobria, quizá sólo para llevar la contraria a los muchachos que la invitaron al Prado Floresta. Ellos bailaban y reían y bebían disfrutando de Una Noche Fuera Estamos Cabareteando y Cosas De Esa Onda.
Cuál es la onda, no dijo nadie.
Pero olvidémonos de ellos y de Nadie: Requelle es quien importa; y el baterista, puesto que Requelle lo dirigía.
Una pregunta: querida,
cara Requelle, puedes afirmar
que estás haciendo lo debido;
es decir; tus amigos se van a
enojar.
Requelle miró con ojos húmedos el cuero golpeadísimo del tambor; y aunque no lo puedan imaginar —y seguramente no podrán— se levantó de la silla —claro— y fue hasta el baterista, le dijo:
me gustaría bailar contigo.
Él la miró quizá con fastidio,
más bien sin interés, sin verla; a fin de cuentas la miró como diciendo:
pero niñabonita, no te das cuenta de que estoy tocando.
Requelle, al ver la mirada, supuso que Oliveira quiso agregar:
música mala, de acuerdo, pero ya que la toco lo menos que puedo hacer es echarle las ganas.
Requelle no se dio por aludida ante la muda respuesta
(dígase: respuesta muda, no
hay por qué variar el orden
de los facs aunque no alteren
el resultado).
Simplemente
permaneció al lado de Baterista, sin saber que se llamaba Oliveira; quizá de haberlo sabido nunca se habría quedado allí, como niña buena.
El caso es que Baterista nunca pareció advertir la presencia de la muchacha, Requelle, toda fresca en su traje de noche, maquillada apenas como sólo puede pintarse una muchacha que no está segura de ser bonita y desconfía de Mediomundo.
Requelle se habría sorprendido si hubiese adivinado que Oliveira Baterista pensaba:
qué muchacha tan atractiva, otra que se me escapa a causa de los tambores
(de tontos tamaños,
diría Personaje).
Cuando, un poco sudoroso pero no dado a la desgracia, Oliveira terminó de tocar, Requelle, sin ningún titubeo, decidió repetir, repitió:
me gustaría bailar contigo;
no dijo:
guapo,
pero la mirada de Requelle parecía decirlo.
Oliveira se sorprendió al máximo, siempre se había considerado el abdominable yetis Detcétera. Miró a Requelle como si ella no hubiera permanecido, de pie, junto a él casi una hora.
(léase horeja, por aquello
de los tamborazos).
Sin decir una palabra (Requelle ya lo consideraba cuasimudo, tartamudo, pues) dejó los tambores, tomó la
mano de Requelle,
linda muchacha, pensó,
y sin más la condujo hasta la pista.
Casi estaban solos: para entonces tocaba una orquesta peor y quién de los monos muchachos se pararía a bailar bajo aquella casimúsica.
Oliveira Baterista y Linda Requelle sí lo hicieron: es más, sin titubeos, a pesar de las bromas poco veladas, más bien obvias, de los conocidos requellianos desde la mesa:
ya te fijaste en la Requelle|
siempre a la caza demociones fuertes|
fuerte tu olor|
bella Erre con quién fuiste a caer.
Erre no dio importancia a las gritadvertencias y bailó con Oliveira.
Bríncamo, gritó alguien de la orquestavaril y el ritmo, lamentablemente sincronizado, se disfrazó de afrocubano: en ese momento Requelle y Oliveira advirtieron que estaban solos en la pista y decidieron hacer el show, jugar a Secuencia de Film Sueco; esto es:
Oliveira la tomó
gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia.
Entonces siguieron los ejejé
ejejé
ándale te vamos a acusar con Mamis
muchachita
destrampada|
Requelle, como buena niña destrampada, no hizo caso; sólo recargó su cabeza en el hombro olivérico y se le ocurrió decir:
quisiera leer tus dedos.
Y lo dijo, es decir, dijo:
quisiera leerte los dedos.
Oliveira o Baterista o Cuasimudo para Erre, despegó la mejilla y miró a la muchacha con ojos profundos, conmovidos y sabios al decir:
me cae que no te entiendo.
Sí, insistió Erre con Erre, quisiera leer tus fingers.
La mand, digo, la mano querrás decir.
Nop, Cuasi, yo leer la mano: en tu caso quisiera leerte los dedos.
Trata, pecaminosa, pensó Oliveira.
pero sólo dijo:
trata.
Aquí, imposible, my queridísimo.
I wonder, insistió Oliveira, why.
You can wonder lo que quieras, arremetió Requelle, y luego dijo: con los ojos, porque en realidad no dijo nada:
porque aquí hay unos imbéciles acompañándome, chato, y no me encontraría en la onda necesaria.
Y aunque parezca inconcebible, Oliveira —sólo-un-bate-rista— comprendió; quizá porque había visto Les Cousins
(sin declaración conjunta)
y suponía
que en una circunstancia de ésas es riguroso saber leer los ojos. Él supo hacerlo y dijo:
alma mía, tengo que tocar otra vez.
Yo, aseguró Requelle muy seria, dejaría todo sabiendo lo que tengo entre manos.
Faux pas, porque Oliveira quiso saber qué tenía entre manos y la abrazó: así:
la abrazó.
Uy, pensó Muchacha Temeraria, pero no protestó para parecer muy mundana.
Tú victorias, gentildama, al carash con mi laboro.
Se separaron
(o separáronse, para evitar
el sesé):
Olivista corrió a la calle con el preolímpico truco de comprar cigarros y la buena de Requelle fue a su mesa, tomó su saco (muy marinero, muy buenamodamod), dijo:
chao conforgueses
a sus amigos azorados y salió en busca de Baterista Irresponsable. Naturalmente lo encontró, así como se encuentra la forma de inquirir:
ay, hija mía, Requelle, qué
haces con ese hombre, tanto
interés tienes en este patín.
Requelle sonrió al ver a Oliveira esperándola: una sonrisa que respondía afirmativamente a la pregunta anterior sin intuir que patín puede ser, y debe de, lo mismo que:
onda,
aventura, relajo, kick, desmoñe, et caetera,
en este caló tan
expresivo y ahora literario.
El problema que tribulaba al buen Olivista era:
do debo llevar a esta niña guapa.
Optó, como buen baterista, por lo peor: le dijo
(o dijo, para qué el le):
bonita, quieres ir a un hotelín.
Ella dijo sí para total sorpresa de Oliconoli y aun agregó:
siempre he querido conocer un hotel de paso, vamos al más de paso.
Oliveira, más que titubeante, tartamudeó:
tú lo has dicho.
¡Oliveira cristiano!
Quiso buscar un taxi, roído por los nervios
(frase para exclusivo solaz
de lectores tradicionales),
pero Libre no
acudió a su auxilio.
Buen gosh, se dijo Oliverista. No recordaba en ese momento ningún hotel barato por allí. Dijo entonces, muy estúpidamente:
vamos caminando por Vértiz, quien quita y encontremos lo que buscamos y ya solitos gozaremos de lo que hoy apetecemos, qué dice usted, muchachita, si quiere muy bien lo hacemos.
Híjole, susurró Requelle expresiva.
Hotel Joutel, plañía Oliveira al no saber qué decir. Sólo musitó:
tú estudias o trabajas.
Tú estudias o trabajas, ecoeó ella.
Bueno, cómo te llamas, niña.
Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotel-quinientospesos.
De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas.
Yo no pelo nada.
Cómo te haces llamar.
Requelle.
¿Requejo?
No: Requelle, viejo.
Viejos los cerros.
Y todavía dan matas, suspiró Requelle.
Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas.
Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa.
Mal principio para Granamor, agrega Autor, pero no puede remediarlo.
Requelle y Oliveira caminando varias cuadras sin decir palabra.
Y los dedos, al fin preguntó Olidictador.
Qué, juzgó oportuno inquirir Heroína.
Digo, que cuándo vas a leerme los dedos.
Eso, en el hotel.
Jajajó, rebuznó Oliclaus sin cansancio hasta que vio:
Hotel Esperanza.
y Olivitas creyó leer momentáneamente:
te cayó en el Floresta dejaste a su orquesta mete pues la panza y adhiérete a la esperanza.
Esperanza. Esperanza.
¡Cómo te llamas!, aulló Baterista.
Requelle, ya díjete.
Sí, ya dijísteme, suspiró el músico,
cuando pagaba los
dieciocho pesos del hotel, sorprendido porque Requelle ni siquiera intentó ocultarse, sino que sólo preguntó:
qué horas no son,
e Interpelado respondió:
no son las tres; son las doce, Requita.
Ah, respondió Requita con el entrecejo fruncido, molesta y con razón:
era la primera vez que le decían Requita.
Dieciséis, anunció el empleado del hotel.
No dijo dieciocho.
No, dieciséis.
Entonces le di dos pesos de más.
Ja ja. Le toca el cuarto dieciséis, señor.
Dijo señor con muy mala leche, o así creyó pertinente considerarlo Baterongo.
Segundo piso a la izquierda.
A la gaucha, autochisteó Requelle,
y claro: la respuesta:
es una argentina.
No; soy argentona, gorila de la Casa Rosada.
Riendo fervientemente, para sí misma.
Oliveira, a pesar de su nombre, se quitó el saco y la corbata, pero Requita no pareció impresionarse. El joven músico suspiró entonces y tomó asiento en la cama, junto a Niña.
A ver los dedos.
Tan rápido, bromeó él.
No te hagas, a lo que te traje, Puncha.
Con otro suspiro —más bien berrido a pesar de la asonancia— Oliveira extendió los dedos.
Uno dos tres cuatro cinco. Tienes cinco, inteligenteó ella, sonriendo.
Deveras.
Cinco años de dicha te aguardan.
Oliveira contó sus dedos también, descubrió que eran cinco y pensó:
buen grief, qué inteligente es esta muchacha;
más bien
lo dijo.
Forget el cotorreo, especificó Requelle.
Bonito inglés, dónde lo aprendiste.
Y Requelle cayó en Trampa al contar:
oldie, estuve siglos que literalmente quiere decir centuries en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales Hamburgo casi esquina con Genova buen cine los lunes.
Relaciones sexuales, casi dijo Oliveto, pero se contuvo y prefirió:
eso es todo lo que te sugieren mis dedos.
A Requelle, niña lista, le pareció imbécil la alusión y dijo:
nanay, músico; y más y más: tus dedos indican que tienes una alcantarilla en lugar de boca y que eres la prueba irrefutable de las teorías de Darwin tal como fueron analizadas por el Tuerto Reyes en el Colegio de México y que deberías verte en un espejo para darte de patadas y que sería bueno que cavaras un foso para en, uf, terrarte y que harías mucho bien ha, aj aj, ciendo como que te callas y te callas de a deveras y todo lo demás, es decir, o escir: etcétera.
No entiendo, se defendió él.
Claro, arremetió Requelle Sarcástica, tú deberías trabajar en un hotel déstos.
Dios, erré la vocación.
Tú lo has dicho.
¡Requelle, cristiana!
Para entonces —como pueden imaginarse aunque seguramente les costará trabajo— Requelle no consideraba ni mudo ni tartaídem a Oliveira, así es que preguntó, segura de que obtendría una respuesta dócil:
y tú cómo te llamas.
Oliveira, todavía.
Oliveira Todavía, ah caray, tu nombre tiene cierto pedigree, te quiamas Oliveira Todavía Salazar Cócker.
Sí, Requelle Belle dijo él con galantería, y vaticinó:
apuesto que eres una cochina intelectual.
Claro, dijo ella, no ves que digo puras estupideces.
Eso mero; digo, eso mero pensaba; pues chócala, Requilla, yo también soy intelectual, músico de la nueva bola y todo eso.
Intelectonto, Olivista: exageras diciendo estupideces.
Así es, pero no puedo evitarlo: soy intelectual de quore matto; pero dime, Rebelle, quiénes eran los apuestos imbéciles que acompañábante.
Amigos míos eran y de Las Lomas, pero no son intelojones.
Ni tienen, musitó Oliveira Lépero.
Y aunque parezca
increíble, Muchacha comprendió.
Y hasta le dio gusto,
pensó:
qué emoción, estoy en un hotel con un tipo ingenioso y hasta gro
se
ro
te.
Olilúbrico, la mera verdad, miraba con gula los muslos de Requelle. Pero no sabía qué hacer.
Je je, asonanta Autor sin escrúpulos.
Oliveira optó por trucoviejo.
Me voy a bañar, anunció.
Te vas a qué.
Es questoy muy sudado por los tamborazos, presumió él, y Requelle estuvo de acuerdo como buena muchachita inexperimentada.
Sin agregar más, Oliveira esbozó una sonrisacanalla y se metió en el baño,
a pesar de la molestia que
nos causa el reflexivo, puesto
que bien se pudo decir simple-
mente y sin ambages: entró en
el baño.
El caso et la chose es que se metió y Requelle lo escuchó desvestirse, en verdad:
oyó el ruido de las prendas
al caer en el suelo.
Y lo único que se le ocurrió fue ponerse de pie también, y como quien no quería la cosa, arregló la cama:
y no sólo extendió las colchas
sino que destendió la
cama para poder tenderla otra vez,
con sumo detenimiento.
Híjole, quel bruta soy, pensaba al oír el chorro de la regadera. Mas por otra parte se sentía molesta porque el cuarto no era tan sucio como ella esperaba.
(Las cursivas indican énfa-
sis; no es mero capricho, estúpi-
dos.)
Hasta tiene regadera, pensó incómoda.
Pero oyó:
ey, linda, por qué no vienes paca paplaticar.
Papapapapá, rugió una ame-
tralladora imaginaria, con la
cual se justifica el empleo cí-
nico de los coloquialismos.
Requelle no quiso pensar nada y entró en el baño
(¡al fin: es decir: al fin
entró en el baño)
para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba emon baby light my fire.
Hélas, pensó ella pedantemente, no todos somos perfectos.
Tomó asiento en la taza del perdonado tratando de no quedarse bizca al querer vislumbrar el cuerpo desnudo de, oh Dios, Hombre en la regadera.
(Prívate joke dedicado a John
Toovad. N. del traductor.)
Él sonreía, y sin explicárselo, preguntó:
por qué eres una mujer fácil, Rebelle.
Por herencia, lucubró ella, sucede que todas las damiselas de mi tronco genealógico han sido de lo peor. Te fijas, dije tronco en vez de árbol, la Procuraduría me perdone; hasta esos extremos llega mi perversión.
And how, como dijera Jacqueline Kennedy; comentó Oliveira Limpio.
Y sabes cuál es el colmo de mi perversión, aventuró ella.
Pues, no la respuesta.
Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso |
De a dieciocho.
Bueno, de a dieciocho; estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, de acuerdo, y no hacer niente, ríen, nichts, ni soca. Qué tal suena.
Oliveira quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo:
a ésta yo la amo.
dijo, textualmente:
Requelle, yo te amo.
No seas grosero; además no tengo ganas, acabo de explicártelo.
Te amo.
Bueno, tú me hablas y yo te escucho.
No, te amo.
No me amas.
Sí, sí te amo, después de una cosa como ésta no puedo más que amarte. Sal de este cuarto, vete del hotel, no puedo atentar contra ti; file, scram, pírate.
Estás loco, Olejo; lo que considero es que si ya estás desudado podemos volver al Floresta.
Deliras, Requita, no ves que me escapé.
Se dice escápeme.
No ves que escápeme.
No veo que escapástete.
Bueno, darlita, entonces podemos ir a otro lugar.
A tu departamento, porjemplo, Salazar.
No la amueles, almademialma, mejor a tu chez.
En mi casa está toda mi familia: ocho hermanos y mis papas.
¡Ocho hermanos!
¡Ocho hermanos...!
Yep, mi apa está en contra de la píldora; pero explica: qué tiene de malo tu departamento.
Ah pues en mi departamento están mi mamá, mi tía Irene y mis dos primas Renata y Tompiata: son gemelas.
Incestuoso, acusó ella.
Mientes como cosaca, ya conocerás a mis primuchas, son el antídoto más eficaz contra el incesto: me gustaría presentárselas a algunos escribanos mexicones.
Entonces a dónde vamos a ir.
Podemos ir a otro hotel,
bromeó Oliveira.
Perfecto, tengo muchas ganas de conocer lugaresdeperdición, aseguró Requelle sin titubeos.
Baterista
vestido, sin permitir que ella atisbara su cuerpo desnudo: no por decencia, sino porque le costaba trabajo estar sumiendo la panza todo el tiempo.
Hábil y necesaria observación:
Requelle, mide las conse-
cuencias de los actos con las
cuales estás infringiendo nues-
tras mejores y más sólidas tra-
diciones.
Los dos caminando por Vértiz, atravesando Obrero Mundial, el Viaducto, o
el Viaduto como dijo él
para que ella contestara
ay cómo eres lépero tú,
y la avenida Central.
Sabes qué, principió Baterista, estamos en la regenerada colonia Buenos Aires; allá se ve un hotel.
Allá vese un hotel.
Está bien: allá vese un hotel. Quieres ir.
Juega, enfatizó Requelle; pero yo pago, si no vas a gastar un dineral.
No te preocupes, querida, acabo de cobrar.
Any old way, yo pago, seamos justos.
Seamos: al fin perteneces al habitat Las Lomas, sentenció Oliveira sonriendo.
La verdad es que se equivocaba y lo vino a saber en el cuarto once del hotel Buen Paso.
Requelle explicó:
a su familia de rica sólo le quedan los nombres de los miembros.
Estás bien acomodada, deslizó él pero Niñalinda no entendió.
Como queiras, Oliveiras.
Pero cómo que no eres rica, eso sí me alarma, preguntó Oliveira después de que ella confesó que
lo de los ocho hermanos no era mentira y que, ay, se llamaban
Euclevio, alma fuerte,
Simbrosio, corazón de roca,
Everio, poeta deportista,
Leporino, negro pero noble,
Ruto, buen cuerpo,
Ano, pásame la sal,
Hermenegasto, el imponente,
y
ella,
Requelle.
Ma belle, insistió él, amándola verdaderamente.
Se lo dijo.
te amo, dijo.
Ella empezó a excitarse quizá porque el cuarto había costado catorce pesos.
Dame tu mano, pidió.
Sinceramente preocupada.
Él la tendió.
Y Requelle se puso a estudiar las líneas, montes, canales, y supo
(premonición):
este hombre morirá de leucemia, oh Dios, vive en Xochimilco, poor darling, y batalla todas las noches para encontrar taxis que no le cobren demasiado por conducirlo a casa.
Como si leyera su pensamiento Olivín relató:
sabes por qué conozco algunos hoteluchos, miamor, pues porque vivo lejos, que no far out, y muchas veces prefiero quedarme por aquí antes de batallar con los taxis para que me lleven a casa.
Premonición déjà ronde.
Requelle lo miró con ojos húmedos, a punto de llorar: dejó de sentirse excitada pero confirmó amarlo.
lo puedo llegar a amar en todo caso, se aseguró
En el hotel Nuevoleto.
Por qué dices que tu familia sólo es rica en los nombres.
Pues porque mi papito nos hizo la broma siniestra de vivir cuando estaba arruinado, tú sabes, si se hubiera muerto un poquito antes la fam habría heredado casi un milloncejo.
Pero tú no quieres a tu familia, gritó Oliveira.
Pero cómo no, contragritó ella, son tantos hermanos plus madre y padre que si no los quisiera me volvería loca buscando a quién odiar más.
Transición requelliana:
mira, músico, lo grave es que los quiero, porque si no los quisiera sería una niña intelectual con bonitos traumas y todo eso; pero dime, tú quieres a tu madre y a tus primas y a tu tía.
Dolly in de la Smith Corona-
250 sin rieles, en la mano,
hasta encuadrar en bcu el ros-
tro —inmerso en el interés—
de Heroína.
A mi tía no, a mis primas regular y a mami un chorro.
Ves cómo tenía razón al hablar de incesto.
Ah caray, nada más porque he fornicado cuatrocientas doce veces con mein Mutter me quieres acusar dincesto; eso no se lo aguanto a nadie; bueno, a ti sí porque te amo.
No no no, viejecín, out las payasadas y explica: cómo llegaste a baterista si deveras quieres a tu fammy.
Pues porque me gusta, ah qué caray.
¿Eh?
Eh.
Dios tuyo, qué payasa eres, amormío, hasta parece que te llamas Requelle la Belle.
Si me vuelves a decir la Belle te muerdo un tobillo, soy fea fea fea aunque nadie me lo crea.
estás loquilla, Rejilla, eres bonitilla; además, son palabras que van muy bien juntas.
Requelíe se lanzó a la pierna de Oliveira con rapidez fulminante
(rápida como fulminante)
y le mordió un tobillo.
Baterista gritó pero luego se tapó la boca, sintiendo deseos de reír y de hacer el amor confundidos con el dolor, puesto que Bonita seguía mordiéndole el tobillo con furia.
Oye, Requelle.
Mmmmm, contestó ella, mordiéndolo.
Hija, no exageres, te juro que me está saliendo sangre.
Mmmjmmm, afirmó ella, sin dejar de morder.
Fíjate, observó él aguantando las ganas de gritar por el dolor; que me duele mucho, seria mucha molestia para ti dejar de morderme.
Requelle dejó de morderlo;
ya me cansé, fue todo lo que dijo.
Y los dos estudiaron
con detenimiento las marcas de las huellas requellianas.
Requelita, si me hubieras mordido un dedo me lo cortas.
Ella rió pero calló en el acto cuando
tocaron
la
puerta.
Ni él ni ella aventuraron una palabra, sólo se miraron, temerosos.
Oigan, qué pasahi, por qué gritan.
No es nada no es nada, dijo Oliveira sintiéndose perfectamente idiota.
Ah bueno, que no pueden hacer sus cosas en silencio.
Sus cosas, qué desgraciado.
Unos pasos indicaron que el tipo se iba, como inteligentemente descubrieron Nuestros Héroes.
Qué señor tan canalla, calificó Requelle, molesta.
y tan poco objetivo, dijo él.
para agregar sin transición:
oye, Reja, por qué te enojas si te digo que eres bonita.
Porque soy fea y qué y qué.
Palabra que no, cielomío, eres un cuero.
Si insistes te vuelvo a morder, yo soy Fea, Requelle la Fea; a ver, dilo, cobarde.
Eres Requelle la Fea.
Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas.
Pero de cualquier maniobra de amo.
Ab, me clamas.
Te amo y te extraño, clamó él.
Te ramo y te empaño, corrigió ella.
Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van
Te callas o té pego, sí o no; amenazó Requelle.
Clarines dijo Trombones.
Caray, viejito, ya te salió el pentagrama y la mariguana.
Y esta réplica permitió a Oliveira explicar:
adora los tambores, comprende que no se puede hacer gran cosa en una orquesta pésima como en la que toca y tiene el descaro de llamarse Babo Salliba y los Gajos del Ritmo.
Los Gargajos del Rismo deberíamos llamarnos, aseguró Oliveira. Sabes quién es el amo, niñadespistada, agregó, pues nada menos que Bigotes Starr y también este muchacho Carlitos Watts y Keith Moon; te juro, yo quisiera tocar en un grupo de esa onda.
Ah, eres un cochino rocanrolero, agredió ella, qué tienes contra Mahler.
Nada, Rävel, si a ti te gusta: lo que te guste es ley para mich.
Para tich.
Sich.
Uch.
Noche no demasiado fría.
Caminaron por Vértiz y con pocos titubeos se metieron
(se adentraron, por qué no)
en la colonia de los Doctores.
Docs, gritó Oliveira Macizo, a cómo el ciento de demeroles, pero Requelle:
seria.
En el hotel Morgasmo.
Ella decidió bañarse, para no quedar atrás.
No te vayas a asomar porque patéote, Baterongo.
Sus reparos eran comprensibles porque no había cortina junto a la regadera.
Regadera.
Oliveira decidió que verdaderamente la amaba pues resistió la tentación de asomarse para vislumbrar la figura delgadita pero bien proporcionada de su Requelle.
Oh, Goshito, es mi Requelle;
tantas mujeres he conocido y vine a parar con una Requelle Trésbelle; así es la vida, hijos míos y lectores también.
En este momento Oliveira se
dirige a los lectores:
oigan, lectores, entiendan que es mi Requelle; no de ustedes, no crean que porque mi amor no nació en las formas habituales la amo menos. Para estas alturas la amo como loco; la adoro, pues. Es la primera vez que me sucede, ay, y no me importa que esta Requelle haya sido transitada, pavimentada, aplaudida u ovacionada con anterioridad. Aunque pensándolo bien... Con su permisito, voy a preguntárselo.
Oliveira se acercó cauteloso a la puerta del baño.
Requelle. Requita.
No hubo respuesta.
Oliveira carraspeó y pudo balbucir:
Requelle, contéstame; a poco ya te fuiste por el agujero del desagüe.
No te contesto, dijo ella, porque tú quieres entrar en el baño y gozarme; quieto en esa puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole.
Requelle, perdóname pero el mole no llueve.
Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables.
Sí, y ése es un lugar común.
Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y yo permanezco en la orilla.
Ésa es una metáfora, y mala.
No, ése es un aviso de que te voy a partir die Mutter si te atreves a meterte.
No, vidita, cieloazul, My Very Blue Life, sólo quise preguntar, pregunto: cuántos galanes te has cortejado,
a quiénes
de ellos has amado,
hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este pobre desgraciado.
No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntar esas cosas.
Requelle Rubor.
Oliveira explicó que le interesaban y para su sorpresa ella no respondió.
Baterista consideró entonces que por primera vez se encontraba ante una mujer de mundo, con pasado-turbulento.
Requelle entró en el cuarto con el pelo mojado pero perfectamente vestida, aun con medias y bolsa colgante en el brazo.
Brazo.
Oye, Requeja, tú eres una mujer de mundo.
Yep, actuó ella, he recorrido los principales lenocinios Doriente, pero sin talonear: acompañada por los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo.
Eso, Requi, te lo credo.
Ya no te duele el tobillo.
Y cómo, cual dijo la hija de Monseñor.
Efectivamente el tobillo le ardía y estaba hinchado.
Ella condujo a Oliveira hasta el baño y le hizo alzar el pie hasta el lavabo para masajear el tobillo con agua tibia.
Mi muerte, Requeshima miamor, clamó él; no sería más fácil que yo pusiera el pie en la regadera.
A pesar de tu pésima construcción, tienes razón, Olivón.
Qué tiene de mala mi constitución, quieres un quemón.
Y como castigo a un juego de palabras tan elemental, Requelle le dejó el pie en el lavabo.
Exterior. Calles lóbregas
con galanes incógnitos de
la colonia Obrera. Noche.
(Interior. Taxi. Noche.)
[0 back proyection.]
El radiotaxí llegó en cinco minutos. Requelle, pelo mojado subió sin prisas mientras, cortésmente, Oliveira le abría la puerta.
Chofer con gorrita a cuadros, la cabeza de un niño de plástico incrustada en la palanca de velocidades, diecisiete estampitas de vírgenes con niñosjesuses y sin ellos, visite la Basílica de Guadalupe cuando venga a las olimpiadas, Protégeme santo patrono de los choferes, Cómo le tupe la Lupe; calcomanías del América América ra ra ra, chévrolet 1949.
A dónde, jovenazos.
Oliveira Cauto,
Sabe usted, estimado señor, estamos un poco desorientados, nos gustaría localizar un establecimiento en el cual pudiésemos reposar unas horas.
Híjole, joven, pues está canijo con esto de los hoteles; la mera verdad a mí me da cisca.
Pero por qué señor.
Requelle Risitas.
Pues porque usted sabe que ésa no es de atiro nuestra chamba, digo si usted me dice a dónde, yo como si nada, pero yo decirle se me hace gacho sobre todo si trae usted una muchachita tan tiernita como la que trae.
Hombre, pero usted debe de conocer algún lugar.
Pos sí pero como que no aguanta, imagínese.
Me imagino, dijo Requelle automáticamente.
Además luego como que se arman muchos relajos, ve usted, la gente se porta muy lépera y tovía quiere que uno entre en uno de esos moteles como los de aquí con garash de la colonia ésta la Obrera y pues uno nomás tiene la obligación de andar en la calle, no de meterse en el terreno particular, ah qué caray.
Perdone, señor, pero nosotros realmente no tenemos deseos de que usted entre en ningún hotel, sino que sólo nos deje en la puerta.
Híjole, joven, es que deveras no aguanta.
Mire, señor, con todo gusto le daremos una propina por su información.
Así la cosa cambea y varea, mi estimado, nomás no se le vaya a olvidar. Uno tiene que ganarse la vida de noche y casi no hay pasaje, hay veces en que nos vamos de oquis en todo el turno.
Claro.
Ahora verá, los voy a llevar al hotel de un compadre mío que la mera verdad está muy decente y la señorita no se va a sentir incómoda sino hasta a gusto. Hay agua caliente y toallas limpias.
Requelle aguantando la risa.
No sirve su radio, señor, curioseó Requelle.
No, señito, fíjese que se me descompuso desde hace un año y sirve a veces, pero nomás agarra la Hora nacional.
Es que ha de ser un radio armado en México.
Pues quién sabe, pero es de la cachetada prender el radío y oír siempre las mismas cosas, claro que son cosas buenas, porque hablan de la patria y de la familia y luego se echan sentidos poemas y así, pero luego uno como que se aburre.
Pues a no me aburre la Hora nacional, advirtió Requelle.
No no, si a mí tampoco, es cosa buena, lo que pasa es que uno oye toda esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista en todas partes, porque a poco no es cierto que a uno lo cansan con toda esa habladera. En los periódicos y en el radio y en la tele y hasta en los excusados, perdone usted, señorita, dicen eso. A veces como que late que no ha de ser cierto si tienen que repetirlo tanto.
Pues para mí hacen bien repitiéndolo, dijo Requelle, es necesario que todos los mexicanos seamos conscientes de que vivimos en un país ejemplar.
Eso sí, señito, como México no hay dos. Por eso hasta la virgen María dijo que aquí estaría mucho mejor, ya ve que lo dice la canción.
Oliveira Serio y Adulto.
Es verdaderamente notable encontrar un taxista como usted, señor, lo felicito.
Gracias, señor, se hace lo que se puede. Nomás quisiera hacerle una pregunta, si no se ofende usted y la señito, pero es para que luego no me vaya a remorder la conciencia.
El auto se detuvo frente a un hotel siniestro.
Sí, diga, señor.
Es que me da algo así como pena.
No se preocupe. Mi novia es muy comprensiva.
Bueno, señito, usted haga como que no oye, pero yo me las pelo por saber si usted, digo, cómo decirle, pues si usted no va estrenar a la señito.
Eso sí que no, señor, se lo juro. Mi palabra de honor. Sería incapaz.
Ah pues no sabe qué alivio, qué peso me quita de encima. Es así como gacho llevar a una señorita tan decente como aquí la señito para que le den pa sus tunas por primera vez. Usted sabe, uno tiene hijas.
Lo comprendo perfectamente, señor. Ni hablar. Yo también tengo hermanas. Además, mi novia y yo ya nos vamos a casar.
Ah qué suave está eso, señor. Deveras cásense, porque no nomás hay que andar en el vacile como si no existiera Diosito; hay que poner las cosas en orden. Bueno, ya llegamos al hotel de mi compadre, si quieren se los presento para que me los trate a todo dar.
Muchas gracias, señor. No se moleste. Cuánto le debo.
Bueno, ahi usted sabe. Lo que sea su voluntad.
No no, dígame cuánto es.
Hombre, señor, usted es cuate y comprende. Lo que sea su voluntad.
Bueno, aquí tiene diez pesos.
Cómo diez pesos, joven.
Diez pesos está bien, yo creo. Nomás recorrimos como diez cuadras.
Sí pero usted dijo que me iba a dar una buena propela, además los traje a un hotel no a cualquier lugar. Al hotel de mi compadre.
Cuánto quiere entonces.
Cómo que cuánto quiero, no me chingue, suelte un cincuenta de perdida. Usted orita va a gozarla a toda madre y nomás me quiere dar diez pesos. Qué pasó.
Mire usted, cincuenta pesos se me hace realmente excesivo.
Ah ora excesivo, ah qué la canción. Por eso me gusta trabajar con los gringos, en los hoteles, ellos no se andan con mamadas y sueltan la lana. Carajo, yo que creí que usted era gente decente, si hasta viste bien.
Mire, deveras no le puedo dar cincuenta pesos.
Uh pues qué pinche pobretón, para qué llama radio-taxi, se hubiera venido a pata. Déme sus diez pinches pesos y vayase al carajo.
Óigame no me insulte. Tenga respeto, aquí hay una dama.
Una dama, jia jia, eso sí me da una risa; si ni siquiera es quinto.
Mire, desgraciado, bájese para que le parta el hocico.
No se me alebreste, jovenazo; déme los diez varos y ahi muere.
Aquí tiene. Ahí muere.
Ahi muere.
Oliveira y Requelle bajaron del taxi. El chofer arrancó a gran velocidad, gritándoles groserías a todo volumen, para el absoluto regocijo de Héroes.
Hotel Novena Nube,
cualquier cosa nomás écheme un grito. El cuarto treinta y dos, tercer piso, daba a la calle. Dos pesos más.
En la ventana, abrazados, Requelle y Oliveira vieron que un auto criminalmente chocado se las arreglaba para entrar en el garaje de una casa. Al instante, sin ponerse de acuerdo, los dos imitaron un silbato de agente de tránsito y sirenas, y cerraron las cortinas, riendo sin poder contenerse.
Riendo incansablemente.
Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus t r a s c e n d e n t a l e s p r e g u n t a s; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento de la verdad, parafraseando a Jaime Torres.
Y Oliveira acabó inquiriéndose
(¿inquiriéndose?), viendo las preguntas en sobreimposición sobre el rostro (¡rostro!) sonriente
(casi disonante con el úl-
timo gerundio)
y un poco fatigado
(on se peut voir sans aucune
hésitation l'absense de conso-
nance; nota del lector)
de Requelle:
acaso soy un macho mexicón, qué me importa su turbulento pasado si veramente lamo.
Decidió sonreír cuando Requelle descompuso su cara con un sollozo.
Por qué lloras, Requelle.
No lloro, imbécil, nada más sollocé.
Por qué sollozas, Requelle.
Porque se siente muy bonito.
Oh, en serio...
¿En sergio?
Sergio Conavab, a poco lo conoces.
Sí, Oli, me cae mal, es un vicioso y estoy pensando que tú también eres un vicioso.
Qué clase de vicioso; explica, reinísima: vicioso de mora, motivosa, maripola, mostaza, bandón u chanchomón, te refieres a lente oscuro macizo seguro o vicioso de qué, de ácido, de silociba, de mezcalina o peyotuco, porque nada de eso hace vicio.
Vicioso de lo que sea, todos los músicos son viciosos y más los roqueros.
Yo, Requina, sólo me doy mis pases de vez en diario, al grado de que agarro el ondón cuando estoy sobrio, como ahorita; pero no soy un vicioso, y aun si lo fuera ése no es motivo para llorar, sólo un idiota lloraría, como este Sergio Lupanal.
Cuál Sergio Lupanar. No menciones a gente que no conozco, es una descortesía; y además sólo una idiota no lloraría.
Eso es, pero como tú eres inteligente y lumbrera, nada más sollozas; y para tu exclusiva información es mi melancólico deber agregar que te ves bonita sollozando.
Yo no me veo bonita, Oliveira, ya te dije.
No seas payasa, linda, como broma ya atole.
Ya pozole tu familia de Xochimilco.
Mi familia de dónde.
De Xochimilco, no vive en Xochimilco.
Claro que no, vivimos en la colonia Sinatel.
Dónde esta eso.
Por la calzada von Tlalpan, bueno: a la izquierda.
¡Eso es camino a Xochimilco!
Sí, por qué no, pero también es camino a Ixtapalapa, mi queen, y asimismo, a Acapulco pasando por Cuernavaca, Taxco y Anexas el Chico.
Oliveira, tú tienes leucemia, vas a morirte; lo sé, a mí no me engañas.
Nada más tengo legañas; tu lengua en chole, mi duquesa, yostoy sano cual role.
Bonita y original metáfora pero no me convences: vas a morir.
Bueno; si insistes, que sea esta noche y en tus brazos, como dijera el pendejo Evtushenko; ven, vamos a la cama.
No tengo ganas, deveras.
No le hace.
Aparentemente convencida, Requelle se
recostó; cuerpotenso como es de imaginarse,
pero él no intentó nada; bueno:
le acarició un seno con naturalidad y se recargó en el estómago requelliano,
y ella pudo relajarse al ver que Oliveira permanecía quieto.
Sólo musitó, esta vez sinceramente:
siento como si escuchara a Mozart.
Ésas son mamadas, dijo él, déjame dormir.
Y se durmió,
para el completo azoro de Requelle. Primero era muy bonito sentirlo recargado en su estómago, mas luego se descubrió incomodísima;
ahora me siento como personaje
de Mary McCarthy,
pero sólo pudo suspirar y decir, suponiéndolo dormido:
Oliveira Salazar, te hablo para no sentirme tan incómoda, déjame te decir, yo estudio teatro con todos los lugares comunales que eso apareja; voy a ser actriz, soy actriz,
soy Requelle Lactriz;
estudio en la Universidad, no fui a Nancy y no lo lamento demasiado. Cuando viva contigo voy a seguir trabajando aunque no te guste, lero lero Olivero buey, mi rey; supongo que no te gustará porque ya desde ahorita muestras tu inconformidad roncando.
La verdad es que Oliveira roncaba pero no dormía
------------------------------------------------------------al contrario, pensaba:
conque actriz, muy bonito, seguro ya has andado en millones de balinajes, ese medio es de lo peor, my chulis.
Claro que bromeaba, pero luego Oliveira
ya
no
estaba
seguro
de
bromear.
En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo.
Requelle tenía entumido el vientre y se había resignado al sacrificio estomacal cuando, sin ninguna soñolencia, Oliveira se incorporó y dijo casi sin ansiedad:
Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar; además de ser el amo con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico, órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted percussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encantaría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con el melotrón; y además compongo, mi vida, mi boda, mi bodorria; te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación.
Ay qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada.
Y sigues sin inspirar nada, bonita, digo: feíta, te dije que voy a componerlas, no que lo haya hecho ya.
Mira mira, a poco no te inspiré cuando estabas tocando en el Floresta.
Claro que no.
En la calle, luz del alba.
Tengo hambre, anunció Requelle.
Caminando en busca de un restorán.
Un policía apareció mágicamente y ladró:
por qué está molestando a la señorita.
Yo no estoy molestando a la señohebrita.
Él no me está molestando.
Usted no la está molestando, afirmó el policía antes de retirarse.
Requelle y Oliveira rieron aun cuando comían unos caldos de pollo con inevitables sopes de pechuga.
A qué hora abren los registros civiles, preguntó Oliveira.
Creo que como a las nueve, respondió ella
con solemnidad.
Ah, entonces nos da tiempo de ir a otro hotelín.
Hotel Luna de Miel
El empleado del hotel miraba a Oliveira con el entrecejo fruncido.
Armóse finalmente, intuyó Requelle.
Están ustedes casados.
Claro, respondió Oliveira sin convicción.
Requelle lo tomó del brazo y recargó su cabeza en el hombro olivérico al completar:
que no.
Y su equipaje.
No tenemos, vamos a pagar por adelantado.
Sí, señor, pero éste es un hotel decente, señor.
Ah pues nosotros creímos que era un hotel de paso.
Pues no, señor; y no que me dijo questaban casados.
Y lo estamos, mi estimated, pero nos da la gana venir a un hotel, qué no se puede.
Y a poco cren que les voy a crer.
No, ni queremos.
Pues es que aquí cuesta el cuarto cuarenta pesos, presumió Empleado.
Újule, ni que fuera el Fucklton, ahi nos vemos.
Oye no, Oli, estoy muy cansada: yo pago.
Qué se me hace que usted está extorsionando aquí a la señorita.
Qué se me hace que usted es un pendejo.
Mire, a mí nadie me insulta, señor, ah qué caray; va a ver si no le hablo a la policía.
No antes de que le rompa el hocico.
Usted y cuántos más.
Yo sólito.
Olifiero, por favor, no te pelees.
Si no me voy a pelear, nomás voy a pegarle a este tarugo, como dijera la canción de los Castrado Brothers, discos RCA Víctor.
Ah sí, muy macho.
No señor, macho jamás pero le pego.
No me diga.
Sí le digo.
No mesté calentando o deveras le hablo a los azules.
Vámonos, Oliveira.
Vámonos, mangos.
Bueno, van a querer el cuarto sí o no.
A cuarenta pesos, ni locos.
Ándele pues, ahi que sean veinte.
Ése es otro poemar, venga la llave.
El cuarto resultó más corriente que los anteriores.
Ella se desplomó en la cama pero el crujido la hizo levantarse en el acto.
Se ruborizó.
No seas payasa, Requelle.
Ay cómo eres.
Ay cómo soy.
Pausa conveniente.
Uy, tengo un sueño, aventuró ella.
Yo también; vamos a dormirnos, órale.
No. Digo, ya no tengo sueño.
Olivérica mirada de exasperación contenida.
Ándale.
Pero luego quién nos despierta.
Yo me despierto, no te apures.
Oliveira empezó a quitarse los zapatos.
Te vas a desvestir.
Claro, respondió éí.
Y yo.
Desvístete también, a poco en Las Lomas duermen vestidos.
No.
Ahí está.
Oliveira ya se había quitado los pantalones y los aventó a un rincón.
Se van a arrugar, Oli.
Despreocupación con sueño.
Qué le hace.
Se quitó la camisa.
Estás re flaco, necesitas vitaminarte.
Al diablo con las vitavetas y ésa es una seria advertencia que te ofrezco.
Se metió bajo las sábanas.
Tilt up hasta mejor muestra del rubor requelliano.
No te vas a dormir.
Es que no tengo sueño, Olichondo.
Bueno, yo sí; hasta pasado mañana.
Le dio un beso en la mejilla y cerró los ojos.
Requelle consideró:
siempre sí tengo sueño.
Muriéndose de vergüenza,
Muchacha se quitó la ropa, la acomodó con cuidado, se metió en la cama y trató de dormir...
    .
    .
    .
Oliveira cambió
de posición y Requelle pegó un salto.
Oliveira, despiértate, tienes las patas muy frías.
Cómo eres, Requi, ya me estaba durmiendo. Y además no era mi pata sino mi mano.
Sí, ya lo sé. Me quiero ir.
Aporrearon la puerta.
Quién, gruñó Baterista.
La policía.
Al carajo, gritó Oliveira.
Abra la puerta o la abrimos nosotros, tenemos una llave maestra.
Requelle trataba de vestirse a toda velocidad.
Vayanse al diablo, nosotros no hemos hecho nada.
Y cómo no, no está ahi dentro una menor de edad.
Eres menor de edad, preguntó Oliveira a Requelle.
No, contestó ella.
No, gritó Baterista a la puerta.
Cómo no. Abra o abrimos.
Pues abran.
Abrieron. Un tipo vestido de civil y Empleado.
Requelle había terminado de vestirse.
Ya ve que abrimos.
Ya veo que abrieron.
Bueno, cómo se llama usted, preguntó el civil a Requelle, pero fue Oliveira quien respondió:
se llama la única y verdadera Lupita Tovar.
Señorita Tovar, es usted señorita, quiero decir, es usted menor de edad.
Usted es, deslizó Oliveira sin levantarse de la cama.
Déjese de payasadas o lo llevo a la cárcel.
Usted no me lleva a ninguna parte, menos a la cárcel porque el barrio me extraña. Quién es usted, a propósito.
La policía.
Híjole, qué uniformes tan corrientes les dieron, deberían protestar.
Soy la policía secreta, payaso.
Usted es la policía secreta.
Sí señor.
Fíjese que se lo creo, puede verse en sus bigotes llenos de nata.
Oliveira guardó silencio y Requelle tomó asiento en la cama.
(Nótese la ausencia
del habitual e incorrec-
to: se sentó.)
La nuestra Requelle repentinamente tranquilizada.
Hasta bostezó.
El secreto: callado también, perplejo;
panzón se le deja, agrega un amigo del Autor.
Oliveira los miró un momento y luego se acomodó mejor en la cama, cerró los ojos.
Oiga, no se duerma.
No me dormí, señor, nada más cerré los ojos; cómo voy a poder dormirme si no se largan.
Ves cómo es re bravero, mano, lloriqueó Empleado.
Qué horas son, preguntó Baterista.
Las ocho y media, le respondieron.
Ah caray, ya es tarde; hay que ir al registro civil, vidita, dijo Oliveira como si los intrusos no estuvieran allí: se puso de pie y empezó a vestirse.
(Adviértase ahora la ausencia de: se paró; nota del editor.)
Señorita Tovar, decía el agente, usted es menor de edad.
Si usted lo dice, señor. Tengo doce años y nadie me mantiene, y no me hable golpeado porque mi hermano se lo suena.
Ah sí, échemelo.
Yo soy su hermano, especificó Oliveira.
Agente escandalizado.
Cómo que su hermano, no diga esas cosas o le va pior.
Me va peor, corrigió Oliveira,
permitiendo que la Academia
de la Lengua suspire con alivio.
Se puso el saco y guardó su corbata en el bolsillo.
Bueno, vamonos, dijo a Requelle.
A dónde van, no le saquen, culeros.
Oliveira miró al secreto con cara de influyente.
Se acabó el jueguito. Cómo se llama usted.
Víctor Villela, contestó el secreto.
No se te vaya a olvidar el nombre, hermanita.
No, hermanito.
Salieron con lentitud, sin que intentaran
detenerlos. Al llegar a la calle, los dos se echaron a correr desesperadamente. Al llegar a la esquina, se detuvieron.
Nadie los seguía.
Por qué corremos, preguntó Requelle Lingenua.
La picara ingenua.
Nomás, respondió él.
Cómo nomás.
Sí, hay que ejercitarse para las olimpiadas, pequeña: mens marrana in corpore sano.
Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora.
(Échese ojo esta vez al inteligente empleo de: durante; nota del linotipista.)
Al fin llegó, hombre anciano, eludiste la jubilación.
Oliveira aseguró:
aquí la seño tiene ya sus buenos veinticinco añejos y cuatro abortos en su curriculum; yo, veintiocho años, claro; la mera verdad, mi juez, es que vivimos arrejuntadones, éjele, y hasta tenemos un niño, un machito, y pues como que queremos legalizar esta innoble situación para alivio de nuestros retardatarios vecinos con un billete de a quinientos.
Y sus papeles, preguntó el oficial del registro civil.
Ya le dije, mi ultradecano, nomás es uno: de a quinientos.
El juez sonrió con una cara de qué muchachos tan modernos y explicó:
miren, en el De Efe no van a lograr casarse así, si hasta parece que no lo supieran, esas cosas se hacen en el estado de México o en el de Morelos. Ni modo.
Ni modo, concedió Baterista, nada se perdió con probar.
Afuera el sol estaba cada vez más fuerte y Requelle se quitó el abrigo.
Chin, dijo ella, voy a tener que pedirle permiso a mi mamá y todo eso.
Eres o no menor de edad, preguntó Oliveira.
Claro que .
Chin, consintió él.
Caminando despacio.
Bajo el sol.
Criadas con bolsa de pan miraban el vestido de noche de Requelle.
Requelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, cantó Oliveira.
Que no me digas así, sangrón: juro por el honor de tus primas Renata y Tompiata que vuélvote a morder.
Sácate, todavía tengo hinchado el tobillo.
Ah, ya ves.
Se renta departamento una pieza todos servicios.
Lo vemos, propuso Requelle.
Edificio viejo.
Parece teocalli, pero aguanta, aventuró él.
Está espantoso, aseguró Requelle, pero no le hace.
El portero los llevó con la dueña del edificio, ella da los informes ve usted.
Señora amable. Con perrito.
Oliveira se entretuvo haciendo cariños al can.
Queríamos ver el departamento que se alquila, señora, dijo Requelle,
sa belle;
le presento a mi marido, el licenciado Filiberto Rodríguez Ramírez; Filiberto, mi amor, deja a ese perrito tan bonito y saluda a la señora.
Buenos días, señora, declamó Oliveira Obediente, licenciado Domínguez Martínez a sus rigurosas órdenes y a sus pies si no le rugen, como dijera el doctor Vargas.
Ay, qué pareja tan mona hacen ustedes, y tan jóvenes, tan tiernitos.
Entrecruzando miradas.
Favor que nos hace, señora, verdad Elota, comentó Oliveira.
Sí, mazorquito mío.
Vengan, les va a encantar el departamento, tiene mucha luz, imagínense.
Nos imaginamos, respondió Requelle automáticamente.
Para Angélica María

Gimme shelter, I'm going to fade away...
Mick Jagger y Keith Richards
¿Quién apagó la luz? El mismo que abrió las malditas compuertas, el responsable de este anegamiento de imágenes rotundas con su luminosidad de filo de navaja. El que determinó el experimento: quedarse encerrado sin comer, sin moverse de la cama, bolsas viscosas de cemento para pegar en todas partes, como preservativos desechados, el avión del chemo bien arriba, creciendo como los pelos de su barba erizada, como la mugre y la pestilencia en todo su cuerpo, días cambiantes, rayas sólidas de oscuridad que se desarrollaban y reptaban por las paredes, qué fantástica pantalla esa pared, todo un espejo. De noche el espejo no reflejaba; del otro lado debía de estar el mundo que llaman real, porque Ángel se hallaba en un páramo espinoso, tierras secas y rasgadas por infinitas erosiones. Un día el cemento se acabó, el hambre se volvió invencible y él tuvo que salir.
Tuvo la pésima idea de recurrir a un amigo. Le pidió dinero prestado, ¿de veras no has comido nada? ¿Qué estaba diciendo ese tarado? ¿Y por qué, a esas horas, la gente disminuía la luz hasta hacerla casi inservible? Vente conmigo, decía el amigo, y Ángel le veía en la cara líneas como trazadas por carbones, como esos absurdos deportistas que se rayan los pómulos; en mi casa te vas a atragantar. Ángel descubría en él, y le gustaba, una intolerancia que lo quemaba, la necesidad insoportable de triturar pieles, huesos, de chapotear en sangre. Su rostro se había ensombrecido, la rendija de luz en sus ojos se hacía mortecina, y él, otra vez, comenzaba a consumirse, esa autocombustión de la que había oído hablar antes sin entender absolutamente nada. En su boca se había formado una espesa masa salivosa, como una yema gris, y se descubrió escupiéndola en la cara de su amigo. ¡Qué gusto le dio! Un vigor extraño lo obligaba a marchar a grandes zancadas, atrás el rostro anonadado de su amigo tras el ventana!, y ya era de noche. ¡Qué oscuro está eso!
Llegó a la casa de huéspedes a pesar de que había caminado sin rumbo, ardiendo, incendiándose, todo el cuerpo un trozo de tierra seca que se desmorona. Jadeaba y sudaba, se regodeaba sintiendo con tanta nitidez los latidos de su corazón y los acomodamientos del agua en su estómago; aquello, su pinche panza, se había convertido en algo informe.
...Corría por un monte muy muy alto, resbaloso, en la noche; iba a la cumbre, hacia la luna que allí se había estacionado, todo era resbaloso por allí, y frío, todo se hallaba húmedo; se trataba de una pendiente de tierra casi mojada, y la luna en realidad era una boca que sonreía, pero después, mucho después, los labios de la boca giraban, quedaban verticales y ya eran una vagina, los labios se abrían, chasqueaban; había dientes allá dentro, aceite espeso...
Despertó sobresaltado. Había estado seguro de que esa luna lo iba a devorar machacándolo hasta convertirlo en una pasta amorfa, una yema gris, pulpa miserable. Vio la oscuridad del cuarto, y sí: la aridez y la humedad se habían trasladado allí. Qué dolorosa realidad: despertar en otro sueño. No, en realidad se trataba de la proximidad de algo..., pero qué. Se puso de pie de un salto y de pronto ya estaba en la calle.
Eran las diez de la noche. En su mente se entreveraban varios cauces de murmullos; entre todos ellos en ocasiones destacaba una voz que decía algo muy impórtame. Ajajá; anunciaba, nada menos, eso que estaba tan próximo, pero cuando Ángel aguzaba el oído la voz se ocultaba entre las demás, un mercado bajo la luz del sol calcinante, el crujido seco de algo que no tarda en desplomarse. Se hallaba en el centro, como atestiguaban las luces en la calle, había llovido y las calles eran un espejo del estrépito de luminosidades que impedían leer bien el mensaje. Ángel se detuvo ante un aparador que también lo reflejaba, y rió al verse. Era una verdadera porquería. Pero de eso se trataba, ¿no? Claro que sí.
El aire había entrado en él, una ráfaga llenó a tal punto sus pulmones que Ángel sintió como si hubiera dormido tres días enteros, como si hubiese comido hasta saciarse. Allí estaban, nítidos, los restoranes y los autos y la gente. Era como si él hubiera salido desde el fondo de un agujero viscoso y de pronto recuperara los niveles de su piel, la primera fila del espectáculo. Demasiado movimiento, toda esa gente se ikspúi/aba a la velocidad de los focos intermitentes de las marquesinas. Tres muchachas habían llegado al centro de su visión. Eran tres adolescentes muy morenas, de pelo lacio y recogido, de cuerpos menudos pero bien formados, los pantalones les caían bien a las mexicanas, las tres ostentaban sus deliciosas nalguitas redondas, bien estirada la mezclilla. Ángel casi río al ver que aquel viejo compañero aletargado rompía e! invernar, era notable la fuerza con que su miembro se había erguido, ansioso, y a Ángel le pareció muy apropiado caminar por las calles luminosas, guiños prefabricados, con el pene bien erecto, mientras de nuevo todo se desvanecía en su contorno.
Parpadeó y recuperó el foco. Se hallaba frente a un hotel, la sala de espera se veía perfectamente a través de los inmensos cristales. De una escalinata, en el fondo del fondo, Ángel vio avanzar una visión que le quitó el aliento, que hizo que todos sus vellos se erizaran y que su pene se estirara aún más, como si é! también quisiera ver. Era la mujer más maravillosa que podía existir, cabellos largos en cascada, un vestido largo de tela estridente se adhería al cuerpo suculento, perfecto, que avanzaba con rapidez, peligrosamente; iba tan rápido que seguramente acallaría estrellándose. Su pene se estiraba con espasmos dolorosos. La mujer se aproximaba, seguida ahora por un hombre bien vestido, los dos discutían a la mitad del lobby, y Ángel veía que en realidad el vestido de tela brillante, claro, estaba pintado hábilmente en el cuerpo de la mujer, ¿no estaba viendo ya, con toda claridad, los pequeños montículos de los pezones, con todo y aureolas de surcos suaves?, ¿y la espuma verde del pubis?, ¿y la curvatura alucíname, también verde, de sus nalgas? Esa pareja más bien estaba riñendo, Ángel casi podía oír las votes que se lastimaban, pero no: no oía nada, sólo existían los senos maduros y llenos, que se estremecían con toda su dureza porque ella hablaba con todo el cuerpo, el cuerpo era una voz que envolvía y le succionaba la fuerza a Ángel, qué maravilla perecer en esos senos todopoderosos, vaciarse por completo, derretirse; el dolor que sentía en el pene era intolerable, y Ángel luchaba por no contraerse, sobre todo en ese momento en que ella avanzaba, al parecer hacia él, nuevamente con una fuerza ciega, peligrosísima; e! hombre la había seguido, la sujetó del brazo; ella se desprendió con fuerza y Ángel sólo pudo oír con perfecta claridad: no te imaginas de lo que soy capaz. Ángel rio, y la risa lo hizo estremecerse: la mujer había propinado un fuerte rodillazo en el sexo del hombre, quien, como se hallaba un escalón arriba, fue blanco fácil; el hombre se dobló, y ella se dio la vuelta. Caminó, con rapidez, dueña del mundo en su ira estrepitosa; pero no caminaba, era imposible que tuviera los pies en la tierra, más bien era impulsada por una corriente estruendosa que la llevaba directamente hacia Ángel, y antes de que él pudiera abrir los brazos para recibirla, para morir en ella, ya había caído en el suelo, todos los sonidos se habían suspendido y él sentía encima un cuerpo exquisito, la carne dura y muelle. Ángel vio momentáneamente cómo en el rostro de ella, que se hallaba como una máscara encima de él, se agolpaba un alud de impresiones; la percepción del sudor, mugre, aliento pestilente, pero también de un cilindro durísimo en la zona del bajo vientre; los ojos de la mujer lagrimearon y Ángel creyó ver un destello que se expandía como fuego de artificio. Aún encima de él la mujer se volvió hacia atrás, y osciló morosamente las caderas al reparar en el hombre que seguía contraído en los escalones; después se volvió hacia Ángel y lo estudió detenidamente, con una frialdad  aterradora.  Él  desfallecía, envuelto  en  un aroma de perfume fino y de alcohol, y casi se le detuvo el corazón cuando advirtió que una mano de ella lo sujetaba.
Ese automóvil era una delicia; la penumbra incluso se abría hasta el mismísimo firmamento y las lucecitas del tablero eran, claro, una constelación que formaba un signo de interrogación. La suavidad de los asientos, la atmósfera de alcohol y perfume y la música ronroneante eran sólo un anticipo. En momentos Ángel miraba a la mujer; los ojos de ella miraban la negrura, parecían un largo colmillo de agua congelada. Estaba borrachísima y a la vez muy sobria, y emitía frases tan inconexas como las ráfagas de luces que en torno al amo se .sucedían vertiginosamente. Cómo te llamas, preguntó Ángel finalmente, y su voz tuvo que sortear una infinidad de recodos para salir a !a superficie; en ese momento Ángel era algo pequeñísimo, minúsculo, suspendido en el firmamento, a merced de las grandes explosiones, te voy a llevar a mi departamento, decía ella, y podrás hacerme lo que quieras, ¿te parece poco? Así es que te callas y sólo hablas cuando yo te lo diga.
Llegaron a un edificio lujoso, y la luz plana del elevador hizo que Ángel regresara a la superficie; de nuevo se maravilló ante la belleza enmudecedora de la mujer, pero ella se había despeñado en un silencio sombrío, ¿cómo, entonces, una mano firme y delgada tocaba con firmeza el pene de Ángel, que al solo contacto se estremeció vivamente, como si le hubieran inyectado un chorro de vida? Ángel se estaba incendiando, se consumía. Ya estaba pegado en los senos de la mujer, y una voz perturba dora mente tranquila en su interior se preguntaba en qué momento Ángel había saltado hacia ella y le había abierto el vestido, esos senos lo iban a hacer llorar... La mujer lo dejó hacer, pasivo, y sólo desplomó la cabeza, los cabellos como una cortina de luz.
El elevador se detuvo. La mujer ni siquiera se cubrió el pecho y condujo a Ángel a un pequeño departamento de muebles suntuosos. É! languidecía viendo los pechos desnudos de la mujer, quien bebía largamente, a pico de botella. No se iba la imagen de un perro, del perro que Ángel tuvo cuando niño y que, cuando su pareja tenía el celo, enloquecía irremediablemente, no reconocía a nadie, no toleraba presencias cerca de su perra y sólo pensaba en penetrarla una y otra vez, y después aullaba lastimeramente cuando ella finalmente se sentaba. Noches de aullidos agónicos. Ángel quería seguir chupando ávidamente los senos desnudos de la mujer. Quítate, ordenó ella, secamente, apartándolo. Desnúdate y te metes en la cama, yo voy al baño y regreso.
En la recámara, Ángel encendió la luz y la apagó al instante. Se quitó la ropa con rapidez, estremeciéndose por el frío, y se acostó entre las sábanas de seda. Olisqueó su axila y tuvo que cerrar los ojos, abatido, con imágenes relampagueantes de grietas que se abrían en la tierra seca. Darse un baño no habría estado mal, pensaba a la vez que manipulaba, con lentitud, su pene desmesuradamente erecto. Le dio risa. Jamás había visto tal energía en el viejo amigo, le vas a agasajar, le decía. La mujer seguía en el baño, la escuchaba ir de un lado a otro, corría la puerta de la regadera, abría el botiquín o algo parecido, chorros de agua se estrellaban ruidosamente en las paredes del lavabo. Mascullaba frases, vaya uno a saber qué demonios dice. En ocasiones reía con fuerza. Se había llevado el coñac al baño y a Ángel le parecía verla, como si no hubiera pared, bebiendo larga, ininterrumpidamente, a pico de botella. O, si no, entre el ruido interminable del agua que caía, la escuchaba emitir gruñidos o grititos o sollozos. Más ruidos. Se habla caído en el baño, ¡no se vaya a quedar dormida!, pensó Ángel oprimiéndose el miembro hasta hacerlo enrojecer.
Finalmente ella apareció, con el ruido de las llaves de agua que dejó abiertas como telón de fondo. Estaba desnuda, insoportablemente apetecible, más borracha que nunca, la botella pendiendo de su mano. Bizqueó, tratando de enfocar y avanzó pesadamente, trastabillando. Se dejó caer de rodillas frente a la cama, Dios mío cómo apestas, dijo, y se metió bajo las sábanas; hazme un orgasmo rápido, lo más pronto que puedas, tengo que venirme, pidió. Tenía los ojos idos, vidriosos; los labios secos y entreabiertos. Ángel se montó en ella y trató de penetrarla, pero se detuvo al ver que la mujer se hallaba completamente seca. Apagó un gruñido de exasperación, se colocó en cuatro patas frente al sexo y procedió a lamerlo y ensalivarlo con un apremio incontrolable. Nerviosamente puso su miembro en la vagina y, con esfuerzos, lo introdujo basta el final, tratando de luchar contra la marea desfalleciente que casi lo bacía perder el conocimiento, jamás había experimentado tal urgencia, e incluso tuvo la imagen de su pene eyaculando sangre. El aroma de alcohol y perfume lo exacerbaban, y procedió a embatir furiosamente, sin preocuparse por la molestia que sentía a causa de la escasa lubricación. Desesperadamente introducía su lengua en la boca reseca de la mujer, mordisqueaba los pezones, oprimía las nalgas, y por último se dejó caer sobre ella para eternizar la sensación de que su pene había penetrado en los mismísimos pliegues de la noche, pues no sentía ningún contacto, era como si hubiese introducido el miembro en una nada oscura, finalmente húmeda, de hecho: chasqueante, que no terminaba porque no principiaba, sólo en la base del pene sentía la boca vaginal de la mujer adhiriéndose, sujetándolo con firmeza, pero, más allá de eso, se trataba de copular con lo intangible, lo impreciso, y, a la vez, en el reducto más hermético y efervescente. La mujer se movía con desorden, mediante contracciones violentas, inconexas, sin ritmo, qué borracha está, pensaba Ángel; ella oscilaba la cabeza de un lado a otro con tanta fuerza que parecía que el cuello se le desprendería en cualquier momento; hundía las uñas en la espalda y los talones en las caderas, hasta que de pronto empezó a emitir una especie de ronquidos que después se convirtieron en sonidos guturales, roncos, como de gato hambriento, y poco a poco se fue relajando hasta que se quedó quieta, con los ojos entreabiertos y apagados. Ángel, que se movía encima de ella con furia, se exasperó al ver que la mujer interrumpía sus movimientos, por ebrios e inconexos que fueran, y tuvo que ahogar el deseo de desfigurarle el rostro a bofetadas; arremetió contra ella con el máximo de su fuerza, y en su interior surgió la pequeña cabeza iridiscente de una serpiente que miraba en su derredor y crecía, se expandía, se convertía en una masa compacta que llenaba los testículos y el pene de Ángel con un tumulto sordo, piedras que se arrastran, viento que desgaja, ya había hecho erupción un orgasmo que hizo que el punto que era él estallara en infinitas partículas luminosas mientras yacía encima de ella y sólo su cadera se movía en espasmos autónomos, desarticulados, que generaban nuevas emanaciones de ese placer doloroso, insoportable, como jamás había experimentado antes. Ahora la cabeza de Ángel se erguía de golpe y oscilaba con lentitud, como péndulo reblandecido. El orgasmo fue extinguiéndose, y Ángel se descubrió plácidamente instalado en el cuerpo maduro de esa mujer, que continuaba ida. Pero a Ángel no le preocupó nuda de eso y pasó su lengua delectante, morosamente, sobre los senos, mientras una de sus manos recorría, con apremio creciente, el cuerpo donde se hallaba maravillosamente ubicado.
Algo lo hizo detener lo que para entonces era una succión de los pezones. Ángel miró el rostro de la mujer y en ese momento supo, con una convicción exacta, irrebatible, que el corazón no latía. La erección decreció al instante y Ángel se desprendió del cuerpo de la mujer con un salto inverosímil. Ella parecía sepultada en el sueño profundísimo de la máxima ebriedad. ¿Qué ruido es ése?, se preguntó Ángel, erizado por una sensación de pánico, se dijo, y corrió al baño, donde súbitamente fue consciente de que se hallaba cerrando las llaves de agua. El lavabo se había anegado y una cortina de agua caía hacia el suelo. Ángel se jaló los cabellos hasta que le brotaron lágrimas y después se dio un par de topes fuertísimos en la pared. Supo entonces que estaba desnudo y que miraba fijamente varios frascos vacíos de medicinas que se hallaban en el lavabo. Comprendió al instante que esa mujer se había suicidado y que había elegido morir copulando con él.
Regresó a la recámara, sintiéndose extrañamente lúcido, nervioso y alerta, aunque aún con una sensación plácida, delectante, en el pene y los testículos, el viejo león que comió hasta saciarse y se estira antes de dormitar bajo el sol. Nuevamente vio el cuerpo bocarriba, desnudo, aún cálido y con el sexo goteante; el rostro bellísimo e inerte sobre la almohada. Qué hermosa era. Aún muerta era incomparable. No supo cuánto tiempo transcurrió, porque se hallaba suspendido más allá de cualquier cosa que no fuera contemplar use hermoso cadáver alucinante. En el fondo de su mente despuntaba la idea de que había que hacer algo, pero ignoraba qué. Finalmente el impulso de su cuerpo fue vestirse con rapidez y largarse de allí cuanto antes.
Cuando se dirigía a la puerta alcanzó a ver lo que seguramente era una cocina, su cuerpo y se detuvo. Tenía que comer algo, cualquier cosa, y después largarse de allí. Ya se encontraba en la cocina comiendo un sandwich de queso que pesaba terriblemente en su boca, era algo tan seco que lo iba a asfixiar, y por eso no dudó en tomar la botella de vino que había visto en el refrigerador. El vino lo calentó, lo hacía sudar y pensar que ese vino era casi tan delicioso como el cuerpo de la mujer. Comprendía que en verdad había placeres exquisitos más allá de toda descripción. Su pene nuevamente se había erguido, y Ángel sonrió, rio quedamente, y dio un leve manotazo cómplice al miembro, que alzaba la tela del pantalón.
Se había instalado en un sofá de tela acariciante. Su piel se había sensibilizado hasta lo imposible e intermitentemente experimentaba desbordamientos lentos y voluptuosos de placer. Comiendo aún el sándwich con mordiscos pequeñísimos, y con la botella de vino en la mano, se puso en pie y se asomó en la recámara. Allí seguía la mujer, tendida boca arriba, con los senos duros y erguidos, el follaje del vello púbico enredado en finos nudos espumeantes. Ángel pensaba que él no la había matado, ella misma lo había llevado a ese departamento. No había por qué temer. Comprendía todo con claridad excepcional y no podía sino sonreír sardónicamente. El tipo aquel que discutía con ella en el lobby del hotel por supuesto era el marido, que seguramente ignoraba la existencia de ese departamento, un sitio más o menos secreto donde ella citaba a sus amantes. Quién sabe qué horrores estarían viviendo los dos que ella decidió vengarse y morir cogiendo con el primer mugroso que encontró. Excelente vino, excelente, le indicó una voz muy tranquila en su interior. Lo más probable es que nadie iría a ese sitio hasta la mañana siguiente. Tenía tiempo de sobra. Pensaba que no había ido a parar allí en balde. Tenía que aprovechar la oportunidad y en vez de comer queso podía sentarse a cenar en grande en alguno de esos restaurantes con mesas al aire libre que había visto poco antes. Pedir una botella de vino y comer una carne jugosa con el dinero que seguramente habría por allí. Y joyas. Regresó a la estancia y se dejó caer en el sofá.
Se sentía despejado, con un calorcillo interno y cierta debilidad en las rodillas, pero con el ánimo resuelto. Barrió la estancia con la mirada y vio que no podría llevarse nada de allí, salvo los ceniceros que parecían de plata. Sin embargo, se puso en pie con seguridad, incluso se estiró lo más que pudo, y procedió a buscar en todas partes. Abrió cajones, puertecitas, revisó estantes y también el fondo de los sillones por si algo se había deslizado hasta ese lugar.
Ya sentía cierta fatiga, especialmente en las rodillas y los pies, que le pesaban. Le estaban entrando unos invencibles deseos de dormir. Regresó a la recámara. El cuerpo de la mujer parecía más pálido; más frío, pensó Ángel, aún desde el marco de la puerta. Le costaba trabajo entrar. Esa mujer no podía estar muerta, parecía profundamente dormida, intolerablemente hermosa, después de una borrachera descomunal. Era un cuadro muy estético: el cuerpo de la mujer, suelto y desnudo, entre las sábanas de color azul firmamento. Con sólo mirarla su respiración se enrarecía y sus rodillas se debilitaban. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por concentrarse en su tarea. Entró en el baño y allí, junto a la ropa, encontró el bolso de la mujer. Dentro había tarjetas de crédito, una licencia de manejo, chequera, cosméticos, una pequeña pistola de cachas enjoyadas, pero nada de dinero. Ni un centavo. No podía ser. Ángel guardó en su bolsillo la pequeña pistola y, desconcertado, regresó a la recámara. Tenía mucho sueño. Buscó ansiosamente en los cajones del buró y de la cómoda, revisó el clóset pero sólo halló ropa, muchísima ropa evidentemente muy fina. Ella no vivía allí y por tanto en ese lugar sólo guardaba tesoros personales, paquetes de papeles y varias cajitas llenas de cartas y fotografías. Se disponía a leer, entre bostezos, una de las cartas, cuando lo avasalló la desolación, una sensación invencible de debilidad, e incluso creyó que se desplomaría allí mismo, en la alfombra del clóset. Fue a la cama con lentitud porque se hallaba respirando dificultosamente, como si acabara de ascender a un volcán y hubiese consumido la totalidad de sus fuerzas. Apagó la luz de un manotazo, eso era exactamente lo que había que hacer, se dijo, respirando con la boca bien abierta, se sentó en la cama y vio todo opacamente. En esa semioscuridad los filos de las cosas habían obtenido tonos refulgentes que pululaban en la negrura. Toda la fuerza se le había ido y la cabeza le pesaba, le dolía como si algo quisiera estallar en reacciones interminables. Sintió un vértigo y deseos momentáneos, pero muy vivos, de vomitar, pero éstos cedieron y él se descubrió mirando muy de cerca el rostro del cadáver. Los ojos estaban entreabiertos, como la boca, pero ésta, de tan seca, parecía llena de escamas. Tenía siglos mirándola sin parpadear, de hecho, pensaba, toda su vida había consistido en mirar cara a cara la belleza de ese cadáver. Qué hermosa eres, musitó; sus ojos se humedecieron y esa frescura le relajó los músculos, lo aletargó. ¿Quién apagó la luz?, se dijo.
Cómo puedes ser tan bella, murmuró, y sintió una feliz complacencia al oír su voz entrecortada. Se acercó a ella y besó los labios, que aún despedían un fuerte aliento alcohólico mezclado ya con algo muy acerbo y penetrante. Se dejó caer junto al cadáver. Como en ráfagas, muy débilmente, pensaba que tenía que descansar unos momentos, unos segundos al menos. De nuevo reconocía que él era sólo un punto minúsculo, una lucecita mortecina dentro del universo infinito de su cuerpo. Sintió que la mujer le estaba dando calor, ah, eso era lo que necesitaba, hasta ese momento advertía que él se había empequeñecido a t;il punto por el frío que hacía, que laceraba cada milímetro de su piel. Casi a tirones se quitó la ropa y quedó bien desnudo y pudo abrazarse al cadáver, que, en efecto, le transmitía un extraño calorcito tirante, como de chispas secas. Qué bella eres, decía, y lloraba profusa, silenciosamente; en algún momento había trepado encima de ella para que el abrazo fuera más completo, lo más perfecto posible, qué bella eres, repitió, y sus lágrimas poco a poco convocaron el invencible advenimiento de una oscuridad que se despeñaba pesadamente, como gajos de barranca que caen en un deslave.

La gran sorpresa en casa de Pascual fue que su familia salió de vacaciones y él encontró las llaves del bar. Ya estaban ahí Ricardo, fumando como loco, Hugo y Óscar: dos amigos de Pas-cual y conocidos míos. Tras los saludos de rigor, Pascual esperó un instante de silencio para proceder solemnemente con el saqueo. Todos estábamos entusiasmadísimos, porque aparte de las botellas había varios cartones de Phillip Morris. Pero Pascual dijo que no tocáramos los cigarros porque, de saberlo, su padre se pondría furioso. Eso nos descorazonó un poco, pero volvimos a entusiasmarnos cuando Pascual sacó una botella de brandy no malo porque dice solera. Luego meditó que su padre se daría cuenta por lo mismo y buscó otra botella.
Un proceso similar aconteció con cuanto frasco tomaba y apuesto que estuvo a punto de sugerir que mejor compráramos algo si no hubiésemos protestado. Entonces, no de buena gana, sacó una de ron. Todos nos servimos tragos para adulto, pero Pascual hacía trampa: se servía poco ron, mucho refresco y aun le echaba agua. Sin embargo, fue el primero en marearse. Le siguió Ricardo, que había estado secreteándose con Hugo y Óscar. El canalla se levantó para decir:
—He decidido pelarme de casa, me iré tan pronto como sea posible. Él —me señaló, el canalla— está de acuerdo conmigo y piensa acompañarme.
Quise aclarar que era una mentira king size, pero Pascual gritó:
—Perfecto perfecto perfecto, nosotros seremos tumbas y no diremos nada cuando empiecen a buscarlos, ¡salud!
Todos bebimos. Ricardo dio un saltísimo para proclamar con entusiasmo:
—Nada de eso, el chiste es que seamos varios, ¿por qué no vienen ustedes también?
 Súbito silencio.
—Pues... —musitó Pascual.
Hugo fingió quedarse pensativo mientras Óscar balbucía:
—Yo, no sé, habría que pensarlo.
Interrumpí, juzgando que era el momento adecuado.
—Oye, Ricardo, en la mañana nunca dije que te acompañaría... —me miró ofendido.
—Pero tú...
—Dije que no —insistí—, es más, no creo que hagas nada.
—¿Me estás tomando por un rajón?
No quise contestar porque lo conozco y sé que le encanta hacer tango por cualquier asunto. Pascual, con lucidez insospechada, logró parar todo al decirnos que aún tenía otra sorpresa. Uy, qué emoción. Ricardo olvidó toda ofensa, y como chamaquito, empezó a preguntar cuál sorpresa. Hugo y Óscar gimoteaban también y nuestro anfitrión, feliz.
—Antes que nada, otro chupe —dijo y sirvió de nuevo. Con toda mi mala leche intervine:
—Dame tu vaso, Pascual, estás haciéndote pato.
Quedó sorprendido y aproveché ese instante para arrebatar el vaso: casi lo llené de ron y sólo puse un chorrito de refresco. Pascual quiso protestar.
—Oye, nadie está bebiendo así.
Me tragué un pero tú sí al decirle que eso no era cierto y lo invité a probar nuestros vasos, rematándolo con un pato pascual. Titubeó un momento, y como seguramente recordó que sus padres no regresarían en una semana, aceptó la perspectiva de quedar privado.
—La sorpresa —gimió Hugo.
—Primero hay que chuparle —insistí, comprendiendo que también yo comenzaba a marearme.
Automáticamente, todos bebimos, como si fuera algo sagrado. Hugo y Ricardo, impacientes, exigieron la sorpresa, amenazando con abrir el brandy solera. Pascual se levantó sonriendo, para perderse por el pasillo. Aunque parezca mentira, nos sentimos desamparados (un poco) durante su ausencia, y quizá por eso, cuando regresó apuramos nuestros tragos a guisa de bienvenida.
Pascual venía muy misterioso, con varias revistas a todas luces gringas dado lo brillante del papel. Se colocó en el centro del sofá, y al momento, Hugo y Óscar fueron a su lado. Me coloqué atrás, junto a Ricardo. Pascual ya estaba diciendo, pero sin dejarnos ver las revistas.
—Las encontré el otro día, mi papá me encerró en la biblioteca, castigado, como no tenía nada que hacer, revolví todo y así salieron estas preciosidades. Vean nomás.
Abrió una revista al azar. Fiu, silbaron todos al ver a una muchacha desnuda cubriendo su sexo con las manos. Como los apretaba con los brazos, sus senos se veían enormes. Pascual empezó a volver las hojas con excesiva lentitud, regodeándose con los desnudos. Hugo, Ricardo y Óscar estaban en perfecto silencio, sin despegar los ojos.
—¡Qué emoción; grazna, Pascual! —comenté con la voz demasiado chillona, lo cual me delató: pretendía darme aires de entendido. Afortunadamente, ninguno se dio cuenta. Cómo iban a darse cuenta. Continuaban silenciosos bebiendo sorbitos y fumando como apaches. Ante la perspectiva de formar parte del coro de exclamaciones, me estiré para tomar una revista e iniciar la ronda a mi manera. Muy interesante tórax.

Perfecta conformación craneana. Etcétera. Me miraron sorprendidos, mientras yo torcía mis imaginarios mostachos.
—Déjenlo, está loquito —al fin graznó Pas-cual. Y entonces ellos iniciaron los mira, uh, zas, qué bruto, bolas, rájale, guau, mamasota.
Al poco rato, Ricardo, mareado del todo, acabó durmiendo casi sobre Pascual, que seguía atentísimo viendo los cuerazos. Hugo y Óscar, tras tomar sendas revistas, fueron a los sillones para gozarlas. Pascual bebía cada vez más rápido, estaba muy colorado; después se levantó, siempre con su revista, y se fue por el pasillo. Supuse que iba a vomitar. Ricardo dormía en el sofá, con sonoridades aparatosas. Hugo se había quedado quieto, viendo el vacío, un poco triste. Óscar dejó su revista, y entre eructos, inconscientemente se exprimía los barros. Siempre me ha causado repulsión ver a alguien en esos menesteres y sobre todo a Óscar: es un barro andante.
Perfectamente aburrido, y aún no ebrio, me encaminé hacia el baño, para burlarme de Pascual, a quien esperaba encontrar en pésimas condiciones.
No me molesté en tocar la puerta, para sorprenderlo. Fue un error: Pascual se hallaba sentado sobre la taza, haciéndose una, mientras echaba ardientes miradas a la revista que puso en el suelo. Se quedó de una pieza al verme y sólo alcanzó a musitar:
—Quihubo.
—Quihubo —respondí antes de cerrar la puerta. Yo también, y no entiendo por qué, me quedé de una pieza. Mi reacción natural debió haber sido la risa, mas nada de eso.

El corazón comenzó a bailotear en mis adentros, como si presintiera algo. Sin saber la razón corrí a la cocina y pude ver, con real pavor, que la estúpida familia de Pascual había (seguramente) cambiado sus planes y ya estaba ahí: su padre aprestándose a bajar del coche y los hermanitos haciendo un escándalo de los mil demonios. Busqué la manera de esfumarme de la casa sin que nadie me viese, pero no había puerta atrás ni cosa por el estilo. Entonces, temblando como idiota, abrí la ventana y salté al jardín, donde quedé agazapado, esperando que entraran los pascualos. Eché pestes un buen rato porque los canallas no tenían para cuándo, pero al fin lo hicieron. Más rápido que de prisa salté la barda y no paré de correr hasta diez cuadras adelante. Me senté en la banqueta, resoplando, pero muerto de la risa al imaginar el escándalo que se habría armado en casa de Pascual. El problema fue que con la carrera acabé mareadísimo; si llegaba en esas condiciones a la casa, Humberto me despellejaría.
Despertar esta mañana fue una pesadilla: nunca me había sentido tan mal. Ayer en la noche corrí con verdadera suerte: Humberto y Violeta habían salido y mi hermano no se dio cuenta de nada, por estar viendo la tele. Cené como cosaco, porque oí decir que con la barriga llena la cruda es menos. Además, bebí dos alka seltzers, pero con todo y eso hoy tenía ganas de quedarme botado todo el día. Humberto me despertó, y tras desayunar, pidió que lo acompañara.
Tuve que hacer reales prodigios de actuación para que no se diera cuenta de nada. Antes de salir, dije que si telefoneaba Ricardo o cualquiera de ellos, dejaran recado. Me muero de curiosidad por conocer el desenlace del lío de ayer.
Humberto manejó muy silencioso hasta llegar al consultorio. Lo esperé con el coche y al poco rato regresó, dije:
—Pensé que tardarías más.
—No, sólo di unas instrucciones. Hoy no trabajo.
—Suave. Entonces, ¿a dónde vamos?
—A comprar cosas.
Asentí en silencio cuando él enfilaba por todo Insurgentes (hacia el norte). Ya está, pensé, vamos al centro.
¿Vamos al centro? —pregunté (estúpidamente).
—Sí.
—¿Qué vas a comprar?
—Ropa para tu hermano.
—Y para mí, ¿no?
—No necesitas nada, o ¿sí?
—Pues ni sé.
—Fíjate.
—¿Cómo te ha ido con los loquitos, Hum-berto?
—Son enfermos, hijo.
—Perdón.
—Pues no ha habido nada anormal. ¿Por qué?, ¿te interesa mi carrera?
—Sí, ¿por qué no?
—¿Ya te decidiste?
—¿Eh?
—Que si ya decidiste qué quieres estudiar.
—¿No te enojas?
—No, ¿por qué?
—No me gusta pensar en eso.
—Sí, claro, pero todavía falta la prepa. Dicen que ahí orientan.
—Sí, claro.
—Ya estoy inscrito y todo, pasado mañana me dan la credencial, es cosa de tiempo.
—Bueno, sí, pero no me gusta que seas tan, indiferente, digamos, a este asunto; después de todo, de ahí depende tu futuro.
—Me gustaría ser siquiatra, papá.

Humberto sonrió, quizá porque comprendía que eso era falso, por dos razones: a, él es siquiatra; y b, nunca le digo papá. Claro que no se enoja, al contrario, fue él quien nos acostumbró a que le dijéramos Humberto y sanseacabó. Mi madre, al parecer, está muy de acuerdo con que le digamos Violeta.
Fuimos al Puerto de Liverpool. Lo odio. Compramos camisas y pantalones para mi hermano y luego regresamos al coche. Humberto me compró un helado y preguntó si quería que fuésemos a mi ex escuela, para saludar a los maestros. Dije que Dios librárame. Sonrió. Es muy bueno, Humberto, no sé cómo se las arregla con sus pacientes (algunos son bien ca- na-litas; bueno, eso cuenta el doctor Quinto, compañero de mi padre).
Pareció adivinar lo que pensaba.
—Tu mamá encontró una cajetilla de cigarrillos en uno de tus sacos.
Preferí no contestar haciéndome tonto, pero Humberto reforzó el ataque.
—Además, cada vez que se entra en tu cuar-to, apesta a cigarro. ¿Te gusta mucho fumar?
—No es eso es que...
Silencio de nuevo: soy un tarado.
—¿Qué? —insistió.
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
Para entonces, Humberto me estaba cayendo de la patada: no por regañarme, sino por hacerme titubear. Siempre es lo mismo. Estuve a punto de gruñir que adoro el cigarruco, que fu-mo catorce cajetillas diarias cuando no le entro a la mariguana como desorbitado, pero conside- ré que era violentar demasiado el asunto. Guardé mi ridículo silencio, y después, Humberto empezó a reír suavemente.
—Mucho temperamento para tan poco asunto, hijo.
—¿Cómo?
—Que no te apechugues por eso, yo también fumaba a tu edad, no estaba regañándote. ¿Qué marca fumas?
Sin darme cuenta, yo estaba sonriendo también. No sé, se me fueron los pies, lo imaginé mi cómplice, creí que nos detendríamos en una tabaquería para comprar un cartón de cigarros. Para mí. Cínicamente, musité ráleigh. Humberto frunció el entrecejo al comentar:
—Son caros, ¿eh? —y después, brutalmente—, lástima que así sea; estoy dispuesto a darte un castigo preciosito si llego a enterarme de que fumas sin ganar dinero para cigarros.
Me transó, pensé, tendré que conseguir chamba; linda forma tiene Humberto para pescarme. A pesar de mi disgusto, sentí algo simpático por Humberto. En forma parecida me ha hecho confesar cosas que de otra manera no saldrían de mi bocota. De regreso, este asunto, y el hecho de no tener más cigarros, me exasperó bastante. Durante un rato estuve merodeando por la casa, buscando algún cigarro. La maldita discusión con Humberto me despertó vivos deseos de fumar. Por fin logré robar dos cigarros de una cajetilla olvidada por Violeta en la cocina.
Entonces vine a mi parte predilecta del jardín.
La gran piedra se siente fresca. Humberto, aunque siquiatra, está loquísimo. Mandó traer esta enorme roca desde Nosedónde hasta el jardín, que si bien se observa, no es grande. Me cayó de perlas: puedo venir a fumar y todavía nadie me ha descubierto. Por eso, hace un momento encendí un cigarro dejándome posesionar por esta sensación tan chistosa. Siento algo en el estómago y me empiezo a poner tristón. No lo puedo explicar. Quedo sentado en el pasto, recargándome en la piedra, tomo manojos de hierba y los huelo. A veces deseo sollozar como idiota. Veo el muro que da a la calle y llevo el cigarro hasta mis labios. Sonrío al advertir que estoy fumando como Ricardo. No he telefoneado. A la mejor los padres de Pascual llevaron el chisme a su casa y ahora sí debe tener un buen motivo para fugarse. Estaba borrachísimo. Pero estoy seguro de que vendrá a verme, puede ser que hasta haya logrado convencer a los demás. Pero si algún día debo irme no será con ellos, aunque Ricardo me siguiera como sombra durante siglos, tratando de convencerme.

No lo logrará, estoy seguro. Cuando le diga algo que le sea imposible contestar, sólo dirá ah y estará desarmado. Prácticamente, está desarmado. Digo, yo también. Ni siquiera sé qué deseo estudiar. Humberto anda muy misterioso con todo ese asunto. Algo trama, seguramente. Por supuesto, desearía que yo estudiara medicina, o sicología de perdida. Quizá yo mismo lo deseo. Quizás Humberto me está sicoanalizando, pero conmigo será difícil. Claro que soy un poco anormal, o un mucho, a la mejor; pero no me interesa gran cosa. Supongo que a Humberto sí debe importarle: digo, es su profesión y soy su hijo. Al menos, se divierte observándome (¿estudiándome?). Pero se niega a hacerlo a fondo. Le pedí que me hipnotizara y no quiso, sólo contó sus experiencias en el extranjero, en todos esos lugares tan suaves donde estudió antes de venir a montar su loquera aquí. Algún día también recorreré esos lugares y estudiaré algo interesante, pase lo que pase. Entonces sí saldré, pero nunca con Ricardo o con Pascual, con ellos no llegaría más lejos de Toluca. Estoy loco. Ya encendí otro cigarro y con el día tan claro pueden ver el humo que sale tras la piedra; entonces, vendrá Humberto furioso, porque hace apenas una hora que me dijo todo. Al diablo, sé que el asunto no pasaría de, no pasaría de que Humberto, estoy tarado, debe ser por la cruda, nunca me ha visto fumar y no tiene por qué hacerlo ahora. Ya está; otra vez. Es una especie de airecito en el estómago; ahora, escalofríos. Cierro los ojos y empiezo a sentirlos húmedos y sacudo la cabeza y aprieto el puño y muerdo mis labios y me dan ganas de gritar o de quedarme aquí tirado toda la vida.

El 25 de mayo de 1974 vivía de nuevo con Adela. Nos habíamos casado muy jovencitos, ella de 16 y yo de 18; pero después nos separamos, con divorcio y todo, sin imaginar que unos cuantos años después nos reencontraríamos y volveríamos a vivir juntos. Para celebrarlo, la invité a pasar una "segunda luna de miel"' en Acapulco. Ade accedió encantada, porque es acapulqueña total: esbelta, cálida y sensual. Hasta terminar la prepa vivió en el puerto y conoce muy bien sus modos de ser y su lenguaje. Todavía habla aspirando la hache para que suene como jota ("hombre" es "jambre"), lo cual a veces también hace con las eses (y "pues" puede ser "puej"). Por mi parte, he ido a Aca infinidad de veces, con mis papás desde pequeño y después con los cuates o las nenas en turno. Pero eso fue antes de Adela, a quien, después del reencuentro (de una vez hay que soltarlo), yo ya no dejaría perder y la seguiría por tierra y por mar.
Ese día salimos a las ocho en mi Datsun. Tomé el volante y puse el disco de las vacas de Pink Floyd en el autoestéreo de ocho tracks que, junto a un voluminoso equipo cuadrafónico, me trajeron fayuquientamente de Los Ángeles. Había tránsito en buena parte de la ciudad y tardamos poco más de media hora para llegar de la colonia Roma a la caseta de la autopista a Cuernavaca. Pero a partir de ahí no hubo problemas y subimos, a buen paso, hasta Tres Marías, a más de 3000 metros de altura, la Inevitable Escala de las Quesadillas de los Viajeros Fritangueros, como nosotros, que ya con ese delicioso, aunque un tanto grasoso, combustible, pudimos seguir y admirar debidamente los bosques de pinos profusos, húmedos, del alto Ajusco. Pasamos, con el debido respeto, la temible curva llamada la Pera, y oyendo Ziggy Stardust de David Bowie bajamos a Cuernavaca, que eludimos vía el libramiento.
Media hora más tarde, ya las once, estábamos en la caseta de Alpuyeca, esquivando a los vendedores de nieve de limón. Hicimos una escala "técnica" y entonces Adela quiso manejar. No, mhija, afirmé, yo voy bien, además, si mal no recuerdo, eres medio cafre, nomás me vas a traer cardiaco todo el tiempo. Pero ella insistió e insistió, con todos sus encantos, así es que no resistí y tomó el volante. Respiré con calma al verla manejar bien, segura, tranquila, ni rápido ni lento, y así recorrimos las montañas, que en esa parte son más bien áridas pero de suaves pendientes y amplios valles. Al compás de Its only rock'n roll, la Belladela empezó a platicar. No sabía yo cómo le gustó que la invitara a Acapulco. Ya tenía dos años sin ir y lo extrañaba, pues para ella era lo máximo. En cierta forma, yo comprendía y compartía su fervor: el puerto sin duda era el sitio favorito de todo México, pero especialmente de los chilangos, ricos y pobres, que en Semana Santa se lanzaban al puerto a como diera lugar, aunque tuvieran que dormir en el célebre Hotel Camarena, o sea, en la arena de la playa. La gran bahía y sus alrededores, decía Adela entusiasmada, contaban con playas para todos: desde las "de manso oleaje", como Caleta, Hornitos o Puerto Marqués; las bravas, pero explorables, tipo la Condesa o el Revolcadero, o las de plano imposibles, Pie de la Cuesta por ejemplo, donde nadar era privilegio de muy pocos jinetes de las olas. En los años sesenta, agregó, Acapulco había cambiado notablemente; los grandes hoteles ya no eran el Club de Pesca, el Mirador o el Papagayo, sino el Presidente, el Hilton y el Villa Vera. Caleta dejó de ser la playa favorita y se puso de moda la Condesa. Había restaurantes de todo tipo, bares, clubes nocturnos y discotecas. Y la zona, roja por supuesto, agregué yo, famosa por sus reventaderos El Burro y La Huerta. Algunos chavos de plano ahí se quedan y ni siquiera ven el mar, como en el cuento "En la playa", de Parménides, precisé. Adela sonrió. Bueno, pues Acapulco dejó de ser el de "agua y luz, casi nada; callejones llenos de cagada y un calor de la chingada", y se había consolidado como gran paraíso turístico internacional, especialmente después de las Reseñas Cinematográficas, festival de festivales que reunía las películas premiadas en Cannes, Venecia, Berlín o Hollywood, y convocaba a las grandes estrellas del cine con el correspondiente avispero de periodistas y paparazzi; en el aeropuerto el movimiento se había intensificado con los vuelos directos al extranjero, y por ese rumbo, Puerto Marqués, El Revolcadero, Playa Encantada y el otrora remoto Hotel Pierre Marqués, la lujosa cárcel de Howard Hughes, empezaba a tener compañía y después sería la zona "diamante".
Adela me indicó el letrero: termina morelos, y entonces cantó: "Por los caminos del sur, vámonos para Guerrero". ¡Vámonos!, cómo chingaos no, agregué. Pasamos la desviación a Taxco y llegamos a Iguala, pero no entramos en esa calurosísima y tamarindosa ciudad. Ahí se acababa la autopista de cuota y había que entrarle a la carretera de siempre, de una sola, curveante y estrecha vía. Por suerte el tránsito, leve, nos dejó avanzar rápido durante un rato. Atravesamos el río Mezcala, que es el Balsas, y de pronto ya estábamos en la Cañada del Zopilote, una extensa desolación con colinas, un lecho reseco de río, muchas piedras y vegetación casi desértica. El calor aumentó notablemente y yo me maldije por viajar a esas horas, hubiera sido mejor salir a las seis de la mañana, como sugirió Adelita, para no asarnos. Pero tú dijiste que saliéramos a las ocho y ya ves, menso, me asestó ella.
Adela insistió entonces en que el viejo Acapulco (el destino de la nao de China que en realidad era de Filipinas) se desvanecía con rapidez. A lo largo de la Costera había más negocios y mientras los acapulqueños se apeñuscaban en el centro, en la colonia Cuauhtémoc, en Mozimba y en los cerros de la Mira y de La Pinzona, la acción turística se daba a partir del Papagayo (y el colindante arroyo de aguas negras que impunemente infectaba la bahía), pasaba por la Diana, se refocilaba en la Condesa y avanzaba hacia Costa Azul, Icacos, la Base y la Escénica, algo impensable unos años antes. Pero el mar aún estaba limpio, salvo en el muelle, frente al zócalo, yen Caleta y Caletilla, que albergaban yates y lanchas. Acapulco no paraba de crecer y, como los buenos lugares ya estaban ocupados o eran carísimas, los más pobres se instalaban en La Laja, en las faldas del Veladero, lo que llamaban el Anfiteatro. Acorrientan a Acapulco, decían muchos, hay que sacarlos a patadas, y eso es exactamente lo que van a hacer, me dijo ella, te lo juro por el honor de las hijas de mi tío Alejandro. Igual van a acabar con la guerrilla de Lucio Cabañas, la van a hacer caca, vas a ver. Gracias a la plática, y a los 100 kilómetros por hora que le gustaron a Adela, salimos indemnes de los calorones de la Cañada del Zopilote.
El aire se refrescó conforme nos acercábamos a Chilpancingo, o Chilpo, como le dicen los chilpos, me aclaró Adela y se soltó a reír, muy contenta. Se veía hermosísima al volante, envuelta ahora en las canciones de Leonard Cohen. Cargamos gasolina, hicimos pis y tomamos un refresco antes de emprender el último tramo del viaje, poco más de 100 kilómetros a través de curvas cerradísimas. Había que ir muy despacio, lo cual por otra parte permitía ver la belleza inaudita de esa parte de la sierra. Le dije a Adela que me tocaba conducir, pero ella ronroneó ay no, mi vida, vengo manejando rico, lo he hecho perfecto, sin aceleres, ¿no? No, pues sí. Entonces relájate, hazte una chaira y échate un sueñito.
Las montañas, enormes y verdísimas, revelaban su majestuosidad cuando se abrían un poco los largos tramos de curvas en medio de la vegetación cerrada y semitropical. Pero duró poco la contemplación de la sierra porque la chistosita de Adela temerariamente empezó a agarrar los apretados serpenteos del camino a 80 kilómetros por hora, y cuando podía, aceleraba más. Oye tú, le advertí, ya empezaste, bájale, aquí es peligrosísimo. Tranquilo, me respondió, yo conozco estas curvas como si fueran las mías. Muy buenas, por cierto, dije, pero vete despacio. Qué te pasa, este tramo todos se lo echan en dos horas o más cuando se puede llegar en 45 minutos. Pero con mucha suerte y un carrazo, alcancé a decir, aterrado, cuando Adela rebasó en curva. Varios camiones de carga y tráileres avanzaban pesadamente y por milímetros no nos estrellábamos. ¡Bájale, mujer, nos vamos a matar! La muerte y yo somos comadres, me respondió, yo me muero donde quera, en la raya la primera y en el fuego el corazón, cantó muerta de la risa pero a la vez alerta al derrapar cardiacamente. Sin bajar la velocidad, la malvada se daba el lujo de celebrar el paisaje, mira qué monte más soberbio, ése parece una de las montañas-águila de Magritte, y los árboles, qué árboles, y el arroyo, mi alma, es tan fuerte y estruendoso que parece altanero, retador, como si dijera: esto es vida, lo demás son pendejadas.
Apenas había dicho eso cuando un horror súbito nos dominó. Había grava en una de las curvas y el Datsun, a 100 kilómetros por hora, se derrapó con violencia; Adela aceleró para sacarlo del filo del abismo en el que patinamos durante segundos eternos y de milagro logró volver al asfalto. Pero ahí entramos en un trompo vertiginoso; el coche no cesó de girar hasta que se estrelló contra la pared del monte, rebotó latigueante y de nuevo fue a dar al precipicio. Adela volanteó, acelerando, recuperó el camino milagrosamente y todavía avanzó un poco por la carretera, pero algo nos obstruía. Por tanto, detuvo el auto en un mínimo espacio que semejaba una cuneta junto al precipicio. Respiramos agitadamente unos segundos hasta que las bocinas de un tráiler nos hicieron reaccionar y así fuimos conscientes de nuestra gran suerte de que ningún otro coche hubiese venido mientras patinábamos sin control. Adela se bajó del coche a una velocidad increíble, se hincó y se puso a rezar con intensos susurros, mientras yo veía todo como si fuera la primera vez, en medio de una estupefacción que sin embargo no me impidió advertir que en el estéreo de ocho tracks se oía "Un día en la vida", de los Beatles, y constatar que la parte trasera del pobre Dat se hizo charamusca; la lámina rozaba con la llanta derecha y la cajuela no abría. A golpes de piedra logré despegar la salpicadera, pero me llevó un tiempo. En tanto, Adela fue sosegándose. Se fumó un cigarrito y después, casi con un gesto heroico, me dio las llaves del coche, sin decir nada.
Yo manejé hasta Tierra Colorada, donde un mecánico, que resultó bastante transa pero simpático, arregló algo "importantísimo" de la suspensión. Continuamos el viaje con cuidados y en silencio, lo cual permitió que Blood on the tracks de Bob Dylan manifestara su grandeza. Durante Un largo tramo un arroyo caudaloso nos acompañó chasqueando en las grandes piedras del cauce. La vegetación se hizo cada vez más tropical, empezaron a aparecer muchos pueblitos y ríos, y después vinieron las palmeras debidamente borrachas de sol. Sentir el húmedo calorcito tropical destrabó el silencio de Adela. No había nada como Cacapulca, reiteró. Su "bellísima bahía", una de las más grandes y espectaculares del mundo, podía alojar cientos de navíos sin perder la proporción exacta. Eso sin contar sus caletas aledañas y la isla Roqueta, donde un empedernido burro alcohólico se bebía tan tranquilo las incontables cervezas que los turistas le ponían en la boca. También estaban los riscos de la Quebrada, con sus afamados y temerarios clavadistas, que incluso se lanzaban al abismo con los ojos vendados y antorchas. Además, la de Acapulco tenía una hermana menor, casi réplica: la bahía de Puerto Marqués. Dos soberbias lagunas, la de Coyuca al norte y la de Tres Palos al sur, formaban barras con la desembocadura de los ríos Coyuca y Papagayo, riquísimas fuentes de vida, al igual que los cerros caducifolios del Veladero, parque nacional, los cuales, con sus sempiternos zopilotes, embellecían, nutrían y contribuían para que los huracanes veraniegos no entraran de lleno en el puerto.
Por mi parte, dije que, además de la belleza natural, Acapulco se había vuelto un sitio muy especial, un paraíso infernal, porque muchos turistas se volvían otros, mandaban al demonio sus máscaras de respetabilidad y responsabilidad, y (primero en el Bum Bum de Caleta, luego en el Tequila a Cagó y después en Paradise de la Condesa, o en Tiberius o Tugurius, además, claro, de la Zonaja) se desprendían de las inhibiciones y represiones sociales, y según la naturaleza de cada quien a veces se volvían encantadores o sumamente peligrosos. Acapulco en ese sentido resultaba una ambivalente válvula de escape y puerta regia para los mercaderes del vicio. Pero había cuando menos dos Acapulcos, precisaba Adela, el del nativo, el de sus paisanos, el de a de veras, en el que el trabajo y las ocupaciones hacían que se olvidaran las playas, la diversión turística, o se las viera como aparador de lujo. Además, ante el contacto con todo tipo de culturas, directa o indirectamente el acapulqueño ampliaba conocimientos, gustos, sensibilidad. Se cosmopolitizaba más rápido que en el resto del país. Las modas internacionales, buenas y chafas, llegaban ahí antes, y el porteño cambiaba sin cambiar, seguía siendo el mismo pero con nuevas señas de identidad. Por otra parte, en 1974 ya era bien visible la inmigración constante de gente de otros estados y de todas las clases sociales que anhelaba mejorar sus condiciones de vida o simplemente vivir muy a gusto en la turística gallina de los huevos de oro. En pleno 1974 Acapulco entraba en la fase final de una transición. La población flotante no lo notaba, pero en el puerto de noches como diamante azul se experimentaban transformaciones profundas, quizá más malas que buenas, que después abarcarían a todo el país. De cualquier manera, concluyó Adela, en este momento Acapulco es perfecto.
Ya habíamos rebasado la tortuosa subida de Tres Cruces y al fin contemplamos la gran bahía, con las rocas del Morro y la isla Roqueta, que con su faro se asomaba por detrás de la Bocana. Ah qué maravilla. ¡Bravo!, ¡autor, autor!, dijimos, pero en ese momento la puesta de sol nos enmudeció. Las cambiantes luces encendidas del cielo se confundían con las artificiales pero tenaces de la "zona dorada", que se volvía ya el principal centro turístico y un uptown. Pero, bueno, ya saben, eran "foquitos de colores, copitas con champán, mujeres vaporosas que me besan y se van".
Vuelo, 2007

El viejo se detuvo en la esquina, junto a un puesto de periódicos. Su visión se había ablandado y le costaba trabajo respirar, es la bola de años, se dijo. De vez en cuando le ocurrían pérdidas casi totales de energía, claro que en esta ocasión también están los tragos, pensó.
Frente a él se hallaba la avenida Álvaro Obregón, con sus réplicas de viejas estatuas. Había bancas en el camellón y franjas de prado con jardineras y altos árboles, el sitio perfecto para aterrizar un momento y recargar la pila, pensó al ver una banca desocupada bajo la sombra. Dejó pasar un grupo de autos pero después se lanzó al arroyo conteniendo a los coches con una mano quietos ahí cabroncitos, dejen pasar a La Bola. Lo insultaron con la bocina pero él no se inmutó. Jadeando, se acomodó en la banca.
Ese mediodía era pesado, el aire se había enrarecido por la contaminación y se respiraba una atmósfera reseca, como de aserrín asoleado, calificó el viejo que tomaba aire en la banca. Respiró profundamente varias veces, qué pedo me traigo, pensó y cuando se serenaba un poco lo conmocionó un estruendo de chillidos de llantas, láminas que chocan, cristales estallados. Justo frente a él un auto se detuvo tan abruptamente que el de atrás se le incrustó.
El viejo apenas contenía la temblorina que le dejó el sobresalto, necesito un trago, exactamente. Del bolsillo sacó una botellita de brandy barato y bebió de ella un largo trago; después extrajo lo que parecía una polvera de plástico y que era un vaso plegable; el viejo lo abrió como periscopio. Se sirvió un poco de brandy, lo bebió, plegó el vaso de golpe y observó el lío que el choque había causado.
La circulación se había detenido, muchos vehículos bocineaban neuróticamente y los dueños de los coches discutían rodeados por una multitud de curiosos, arréglense antes de que llegue la policía, dijo alguien, pero lo ignoraron. Los dos conductores se echaban la culpa mutuamente y no cedían. Más gente llegaba a presenciar el pleito que tenía como fondo musical una verdadera muralla de bocinazos.
Ya cállense, masculló el viejo lárguense de aquí con su ruidero, ¿qué no hay un sitio en esta ciudad donde uno pueda cultivar sus achaques en paz?, mascullaba, mira nada más qué descontón… Uno de los conductores había propinado un golpe repentino y terrible a su contrincante, y lo derribó; en el acto procedió a patearlo con vigor. Joder, murmuró el viejo cuando la gente le bloqueó la visibilidad, y se puso en pie para seguir el pleito. Pero, ya de pie, tampoco pudo ver nada, salvo el movimiento excitado de la gente. Sólo advirtió el tumulto que se había formado, el embotellamiento interminable de autos, y se fue llenando de ira desolada, porque a su edad, pensaba, le era difícil reconciliarse con todo eso. Qué cambio tan devastador había tenido la ciudad. Hasta su propia memoria le rehusaba imágenes de esa avenida en la normalidad de muchso años antes, por qué te hicieron eso, mhija, dijo, tan hermosa como eras, cómo pudiste permitir que toda la manada de estúpidos te violara y mancillara, que todos esos zánganos te devastaran, te acabaron los que se sienten los dueños del mundo, que quieren todo rápido y sin problemas, que se creen dueños del futuro y sólo son pobres topos que tragan tierra negra y creen estar en las alturas, igual que los jodidos, infeliz pueblo que te has envilecido, que has pisoteado a los pocos hombres buenos que pariste, siempre sojuzgado por alguien: españoles, franceses, gringos, mexicanos con alma de buitre, somos una verdadera mierda, decía, con más fuerza ya, y algunos se volvían para verlo; hubo un momento en que creí que íbamos a cambiar, que nos dirigíamos al verdadero encuentro con nosotros mismos, y no sé por qué lo pensé entonces pues ahora es lo mismo, sólo que antes la miseria no estaba tan a flote y la gente no era tan cínica, no se había descarado tanto; entonces creíamos que las cosas ahí iban, más o menos, y no pedíamos más; creíamos vivir ciclos, uno acaba, otro empieza, la energía se renueva y en realidad siempre era el mismo presente ruin, repugnante, el mismo embrollo, la misma confusión, la gritería, ahora todos gritan, se desgarran la ropa y no ven que sigue la misma pasividad de siempre que a todos nos tiene hundidos en la mierda desde hace años. Y que no me digan que nada ocurre, que todo está perfecto, si yo he vivido tantos años viendo cómo el aire asesinaba y todo se descomponía, a mí no me puedes andar con historias, yo vi lo que ocurrió, todos los días me he desayunado con la horrible verdad de que otro poco de vida buena se extinguía. Nos dejamos deslizar por una pendiente que íbamos edificando losa a losa, y ya que somos piojos aplastados, llantas ponchadas y reparchadas, ya que somos mierda, ni siquiera hemos podido ver verdaderos cabrones, no le damos grandeza a la maldad, ni siquiera sabemos lo que es eso, puro pobrediablismo, pinches diablitos ojetes con sus vasos de brandy barato en la mano, envueltos en polvos y humo, vestidos de cochambre, cagados y guacareados, o en autos lujosos, con ropa cara, guardaespaldas atrás, es igual ahora el viejo vociferaba con los músculos del cuello tensos y las venas hinchadas, y a mí de qué me sirvió leer megatoneladas de libros, saber tantos idiomas, almacenar tantos conocimientos, para acabar como esta puta ciudad: agonía perenne sin la bendición de la muerte, ¡húndete de una vez, hija de tu chingada madre! ¡Tu gran hazaña es ser la máxima ruina del mundo, ciudad jodida, ciudad jodida!
En la madre, se dijo. Qué pasa aquí, se preguntó el viejo al sentir un levísimo meneo que de pronto agarró fuerza y una sacudida espeluznante le bajó toda la sangre a los pies, la banca se removió entre chirridos de metal, los postes y los cables se agitaban, la gente abría los ojos con el máximo espanto, se daba cuenta perfecta de que estaba temblando y con un poder devastador. El viejo saltó de la banca pero en el suelo era lo mismo: trepidaba con fuerza, le provocaba un mareo invencible, la visión se le barría, las manos no hallaban dónde sujetarse, la agitación era pareja y, sobre todo, fuerte, alcanzaba a pensar el viejo, aún en el estupor y el terror, veía que los edificios se removían pesadamente, crujían, despedían nubes de polvo, los cables de electricidad finalmente se rompieron, chisporrotearon al caer, una explosión, un auto ardió y la gente, quemándose, salió corriendo, entre el estrépito ensordecedor de choques, golpes, gritos aterrados de gente atrapada, o que corría o trataba de permanecer en pie, más gente salía de casas y edificios, ¡ahora sí, hijos de la chingada!, ¡ahí tienen lo que buscaban!, bramaba el viejo, ebrio de terror, ¡no le saquen a las sacudidas de esta vieja madre! ¡Se está viniendo!, ¡gócenla, culeros!, caían grandes ramas, los árboles se bambolean, algunos se desplomaban pesadamente, y el viejo casi perdió el sentido cuando frente a él los rieles del tranvía no resistieron la tensión, estallaron en un chasquido sobrecogedor y el grueso lingote reblandecido se retorció como paréntesis invertidos que se alzaron en el aire, ay cabrón, ay canijo, esto sí está durísimo, está fuerte, gritaba el viejo, tambaleándose, entre la gente que huía de los autos que habían hecho explosión, de los potentísimos chorros de agua que brotaron por entre el concreto resquebrajado, la calle se agrietaba con crujidos secos, guturales, y chorros ahora turbios del drenaje volaban las tapas de las coladeras y se disparaban hacia arriba, ¡esto era lo único que nos faltaba!, ¡nos vamos a morir montados en esta montaña rusa! ¡Agárrense si pueden hijos de la chingada!, volvió a gritar el viejo con menos fuerza, las trepidaciones y las sacudidas no cesaban, eran eternas, al terror se sumaba la atroz premonición de que nunca iba a acabar, todo caería como se desplomaban los techos, un edificio de veinte pisos de pronto se ladeó y se resquebrajó, se vino abajo con una oleada de piedras, metales retorcidos, cristales, muebles, el primer piso de una casa cayó pesadamente, con nubes de polvo, explosiones, llamaradas, gritos desgarrados, no para, no para, un dolor de cabeza fulminaba al viejo, todo se está cayendo, alcanzó a musitar, esto es imposible, tiene que parar, ¡tiene que parar! La gente mostraba el máximo horror, estupor, mientras caían balcones, otros edificios se desmoronaban sobre la calle, los vehículos y la gente; los ruidos, golpes, gritos, ensordecían y el viejo no pudo sostenerse más en pie y se desplomó sentado, con las piernas extendidas, con las manos plantadas en la tierra del camellón, como niño. Entonces descubrió que el terremoto había cesado.

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