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lunes, 29 de agosto de 2011
Textos Recobrados 1931-1955
Jorge Luis Borges (1899 - 1986)
Textos Recobrados 1931-1955
Índice
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1931
Inscripciones
Wally Zenner. Encuentro en el allá seguro
César Tiempo. Libro para la pausa del sábado
¿Recuerda Vd. quien le enseñó las primeras letras?
1932
Edgar Wallace
Estornudos literarios
Infinita perplejidad
Los tres gauchos orientales
El querer ser otro
1933
[Sobre Nicolás Olivari]
Leyes de la narración policial
Arturo Capdevila. La santa furia del padre Castañeda
Jorge Max Rohde. Oriente
Alberto Hidalgo. Actitud de los años
Cine: Cinco breves noticias
Cine: Cinco breves noticias
La eternidad y T. S. Eliot
Han condenado el pecado de sinceridad
Arte, arte puro, arte propaganda
Los intelectuales son contrarios a la costumbre de usar sombrero
Mitologías del odio
1934
Yo, judío
Encuesta sobre la novela
Elvira de Alvear. Reposo
Arturo Jauretche. El paso de los libres
1935
Las pesadillas y Franz Kafka
Gloria Alcorta. La prison de l'enfant
La génesis de "El cuervo" de Poe
La prison de l'enfant. Gloria Alcorta
"La vuelta de Martín Fierro"
Yo...Yo ¿Qué opina Vd. de sí mismo?
Francisco Luis Bernárdez. El buque
Arturo Capdevila. Joan Garin e Satanás
1936
Borges opina sobre R. Kipling
Tareas y destino de Buenos Aires
Bernabé Pérez Ortiz. Haciendo patria
El nuevo subterráneo
Laberintos
Raúl E. Fitte. Sanatorios de altitud
Alfredo Cahn. Cuentistas de la Alemania libre
América y el destino de la civilización occidental
1937
Antología clásica de la literatura argentina
Inscripciones
1938
Lepanto. G. K. Chesterton
1940
Algunos pareceres de Nietzsche
Para la noche del 24 de Diciembre de 1940, en Inglaterra
1941
Nota sobre "La tierra purpúrea"
Antología poética argentina
1942
Teoría de Almafuerte
Sobre una alegoría china
1943
El compadre. Manuel Pinedo
La última invención de Hugh Walpole
1944
El propósito de "Zarathustra"
1945
De la alta ambición en el arte
El compadrito
William James. Pragmatismo
Manifiesto de escritores y artistas
Cartas de Musset y George Sand
Una declaración final
Vindicación del 1900
1946
Nota sobre el Ulises en español
Hilda Roderick Ellis. The Road to Hell
Noyes Ainsworth. Christopher Smart
Estanislao del Campo. Fausto
Franz Werfel. Juárez y Maximiliano
Jorge Luis Borges [...] fue enviado a inspeccionar gallinas
La paradoja de Apollinaire
Estela Canto. Entrevista con Jorge Luis Borges
En forma de parábola
1947
Nota sobre el Quijote
1948
El enigma de Ulises
Erna Risso Platero. Arquitecturas del insomnio
1949
A. Xul Solar
Wally Zenner. Antigua lumbre
Edgar Allan Poe
1950
La literatura gauchesca
1951
Nordau
Portugal
1953
El destino de Ulfilas
Diálogos del asceta y del rey
La apostasía de Coifi
La literatura alemana en la época de Bach
1954
Héctor Basaldúa. Arrabal
El dios y el rey
1955
Jorge Luis Borges [...] nos habla de su labor futura
Anotación
Jorge Luis Borges rechazó el "salario del miedo" de la dictadura
Flamante director de la Biblioteca
Alfonso Reyes
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INSCRIPCIONES
Destiempo, Buenos Aires, Año I, N° 3, diciembre de 1937.
I
Escribo, acaso para mi propia elucidación, esta noticia de una pantomima casual que me fue dado sorprender hace algunos años, en los fondos del Cementerio. La considero un símbolo de inocente y antigua zafaduría, pero le ocurre lo que a todos los símbolos: el trabajo que le encargan es lo de menos.
En otoño o en invierno debió ocurrir, una noche de luna. Yo caminaba por la calle Vicente López hacia Junín, orillando el paredón de la Recoleta, con su corona de aspavientos de mármol. La esquina de Uriburu, quién no la sabe, es de las tradicionales del Norte: dos altos y hondos conventillos, un almacén decrépito y una hilera retacona de casas bajas, con una pared casi blanca. Aquella noche, esa larga blancura servía para perfilar un negro espectral, ya quebradizo de alto, que tenía un pobre chamberguito rabón requintado sobre los ojos, y el encanecido y ralo bigote requintado sobre la jeta. Pero también —tercera línea oblicua hacia abajo— orinaba con cierta majestad hacia el vigilante. Éste ocupaba su lugar natural en medio de la calle, mientras el otro, desde su pedestal, al cordón, lo señalaba sin reserva y sin prisa. La gestión era copiada por otro negro, un iniciado prematuro o acólito, de pocos y malévolos años, pero que a la sombra del padre, parecía el mismo negro magistral divisado de lejos. Menos extraña que ellos, la mucha luna de esa noche los definía o tal vez un farol.
La música (dicen que escribió Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir.
II
La blasfemia contra el Espíritu, la blasfemia sin remisión en el venidero mundo y en éste, es la que se agazapa en la queja la prosa de la vida, tan suspirada por imbéciles y canallas —gremios que se equivalen al fin. Su corolario es que los estados poéticos no son una frecuente reacción en este negro y opulento universo, sino un pequeño lujo sentimental que se reparte con los cigarros de hoja y con el café, en la glorieta de una quinta de noche, las canalladas necesarias del día una vez evacuadas. Lo cual es la verdad, para los que emiten la queja. Es la blasfemia que reverenciamos en el Quijote, cuya "realidad" se compone de incomodidades, de proverbios, de dolencias de vientre, de analfabetos, de hambre y de golpes, y la "poesía" de otra convención aun más pobre, hecha de frío amor, de rápidas sanciones legales, de golpes y de brujos. La derrota persistente y final de la segunda de esas deplorables ficciones, es considerada no sé por qué, un importante símbolo de la historia universal de nuestra esperanza. (1931)
Wally Zenner
ENCUENTRO EN EL ALLÁ SEGURO
Wally Zenner, Encuentro en el allá seguro, Buenos Aires, Viau y Zona, 1931.
Prefacio
Estas intensas páginas, corresponden con orgánica precisión a la especie elegiaca. No por voluntario remedo de los prototipos clásicos de esa forma, sino por identidad de emoción, cumple este libro —realizado en el habitual dialecto poético de estos años— con los más tenues requisitos del género. La brevedad, la pensativa queja, la lágrima, están en su decurso, y también esta práctica esencial, de repetición asombrosa: la reticencia o abstención de lo novelesco, de lo biográfico. Es tema de los que merecen examen.
El epitafio —desde las inscripciones monumentales de la Antología Griega hasta ciertos espléndidos ejercicios de Edgar Lee Masters— es biográfico esencialmente: su materia es la personalidad del que falleció, no las emociones generadas por su muerte; su procedimiento, el aporte de fechas y de nombres propios, típico de la novela también. La elegía, en cambio —sin otra memorable infracción que las varoniles coplas de Manrique—, interroga el puro hecho fúnebre, su operación de maravilla y de perplejidad en los supervivientes. El individuo cuyo fin se deplora, queda subordinado por ella al misterio fundamental de que haya un morir. Se recuerdan así, en la literatura inglesa elegiaca, el ejemplo de Donne, que ni siquiera conoció la blanca mujer muerta que lamentó en sus dos Anniversaries, y los ulteriores de Milton y de Shelley, que deploraron el deceso de amigos íntimos, sin permitirse ninguna confidencia biográfica. Esa difícil abstención debe ser compensada con la mayor dignidad del intento lírico: la general dicción de la muerte. Ese propósito infinito es el de Wally.
La muerte, nuestra más vasta posesión y la más ignorada, echa su sombra planetaria sobre estos versos, que parecen fluctuar entre mortalistas e inmortalistas. Postulan más de una vez la perduración; otras con lágrima y silencio la niegan. Ese vaivén, esa confesada zozobra, cumple con nuestras dos realidades: la especulativa y la emocional. Su declaración es otra de las naturales sabidurías de este volumen. Creo realmente que la mortalidad es de suposición más dramática que la inmortalidad, ya que esta última, aunque más favorable a nuestra general esperanza, parece disminuir la muerte a una ocultación, a un indecoroso escamoteo provisional, y le resta sentido. Creo asimismo que la aniquilación postuma del recuerdo, sería menos terrible que una memoria infinitesimal, incesante...
Pienso en la persona de plenitud que se revela aquí. La seriedad y la importancia de su belleza, la persuasión patética de su voz, la orgullosa hospitalidad de su trato, parecen altivecer aun más las atenciones trágicas de este libro. Niña de intensidad y de pasión, meditando la inabarcable muerte; no sé de una oportunidad mejor de poesía.
9 de mayo de 1931
César Tiempo
LIBRO PARA LA PAUSA DEL SÁBADO
Gleizer, 1930
Argentina, periódico de arte y crítica, Buenos Aires, Año I, N° 3, agosto de 1931.
No sé hasta donde podrá dictaminar en materia hebrea un mero, incircunciso argentino, pero sospecho que este judaizante y no judaico libro de Zeitlin, padece una discordia. ¿Qué pensaríamos de un discípulo de Dostoievski que se expresara solamente en acrósticos, o de un caníbal vegetariano, o de un ferviente adorador de Picasso que dilapidara todas sus rentas en la continua adquisición de croquis de Sirio? Una no menos milagrosa incongruencia me acecha y me incomoda en este perseverado volumen. El tema es Israel, la larga sangre de Israel, sus emigraciones, sus días; el estilo movilizado con ese eterno fin, es un dialecto literario de la lengua española, practicado por unos pocos muchachos del distrito central de la prescindible ciudad sudamericana de Buenos Aires, indescifrable en Tehuantepec o en Saavedra. ¿Necesitaré recordar a César —Israel Zeitlin— Tiempo, tan abundoso de eruditos epígrafes y de guturales cursivas, que hay un estilo hebreo, una como respiración natural de la poesía judaica? Esa respiración, ese modo, es el de los más incompatibles hombres de letras que proceden de Abrahán —el de David, el de Isaías, el de Jesús, el de Aben Gabirol, el de Yejudá Levi, el del rabí Sem Tob, el de Heine, el de James Oppenheim, el de Spire, el de Rafael Cansinos Assens, judío honoris causa, el de Werfel— y no es el de Leopoldo Lugones. Sin embargo, el intruso de Córdoba del Tucumán hace el gasto. Demuéstrelo la página 38:
Bien de mañana este ángel modernista
copia en la trepidante
máquina de escribir del restaurante
la pintoresca lista
de platos que al fervor del mediodía
vuelcan su aliento cálido sobre la judería.
O la 132:
También tuvieron que emigrar
los jóvenes adictos al alcohol
que llaman correligionario a Castelar
como a Maimónides y Gabirol;
unos: sionistas infractos
que entre cubano y san martín
ante los espejos estupefactos
peroran en términos exactos
y echan sus redes a la del violín,
y otros: adeptos a la Hebraica
con cierta prosopopeya de jumentos,
que desconocen la Ley Mosaica
e infringen todos los Mandamientos.
Lugonería honesta, cuidada (un poco más abajo de Franco, bastante más arriba de Nalé Roxlo) es la definición de la mejor mitad de este libro. El finado ultraísmo puede prohijar lo que falta. Así (página 89):
Empolvada de hastío
la tarde se consume blandamente
en el escaparate de mis ojos...
Mi corazón ansia treparse a ese tranvía
para pasear la calle
a la única amiga que ha sabido
empapelarlo de romanticismo.
Y en un rincón del cielo
está mochino el sol cual si le hubieran
sacado a puntapiés del horizonte.
Quedan por señalar algunas inocentes variantes: Fechorías del mismo autor por Libros del mismo autor; Iluminaciones de Manuel Eichelbaum por Ilustraciones; Intención de vocabulario.
¿RECUERDA VD. QUIÉN LE ENSEÑÓ LAS PRIMERAS LETRAS?
Diario La Razón, Buenos Aires, 31 de agosto de 1931.
Jorge Luis Borges es un noble escritor de la vanguardia literaria argentina. Poeta de los salmos encantados, ensayista erudito de "Inquisiciones" y "El tamaño de mi esperanza", Jorge Luis Borges es una de las figuras de mayor relieve y más justo prestigio de la nueva literatura de nuestro país. He aquí su respuesta a la pregunta de La Razón:
—Mi madre me enseñó esas primeras letras; acaba de repetirme que las aprendí casi con alacridad e impaciencia. Debe ser la verdad, porque yo no he recuperado ningún recuerdo de ese gradual proceso asimilativo. Me consta que su escena fue un dormitorio, que miraba a dos patios de baldosa colorada y resplandeciente, que daban a un entreverado jardín. En el medio de ese jardín, jadeaba y trabajaba un alto molino. Afuera —tiempo del novecientos cuatro o novecientos cinco, esquinas de Serrano y de Guatemala— rondaba el incipiente Palermo de las arduas banderas de remate y de la precaria honradez, de las tormentas amarillas de tierra y del compadrito enlutado, de los juiciosos balconcitos mirones a ras de la vereda y de las parradas mostrencas. Esas imágenes me gustan, ahora que han ascendido a memorias. Entonces no pasaban de realidad y yo las ignoraba con decisión, porque las selvas de la India y del África eran lo que prefería mi pensamiento, incalculables, populosas y crueles.
Tuve una institutriz inglesa después. Su pedagogía fue deletérea o inútil, porque al ingresar yo en 1909, al cuarto grado de la escuela primaria, descubrí con temor que no me podía entender con mis condiscípulos. Carecía del léxico más común: "Biaba", "biaba caldosa", "otario", "pina", "muy de la garganta", "ganchudo", "faso", "meneguina", "batir". Las obscenidades de primera necesidad también no faltaban. Las estudié y pronto me curé del contrario error pedantesco de menudearlas mucho. Nuestro profesor —no el de dialecto arrabalero, se entiende— era un señor Arguelles, de iras famosas, que nos escarnecía, nos golpeaba y nos despreciaba, y a quien adorábamos todos. La escuela creo que sigue funcionando en la calle Thames.
EDGAR WALLACE
Edgar Wallace, Buenos Aires, Rovira Editor, Colección Misterio, Número 75, 1932.
—El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad.
Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, el santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, el santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica de que la ley tiene razón, infaliblemente; pero también las petrificaría el pensar que su desmedrada vida de cuchilleros fugitivos era emocionante o deseable. Matar, para el criollo, era "desgraciarse": nada más opuesto a la idea del "asesinato considerado como una de las bellas artes" del mórbidamente virtuoso de Quincey, o de la "Teoría del asesinato moderado" del sedentario Chesterton.
Ambas pasiones —la de las aventuras singulares, la de la inmaculada legalidad— hallan satisfacción en la narración policial. Edgar Wallace, tengo entendido, era uno de los más conocidos artífices de ese género literario. No he leído su obra. Lamento esa omisión y tengo el propósito de corregirla, porque no soy de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, al contrario, que la organización y la aclaración, siquiera mediocre, de un suculento asesinato o de un doble robo, exigen un trabajo intelectual que es muy superior a la fétida emanación de sonetos sentimentales o de diálogos entre personajes de nombre griego o de poesías en forma de Carlos Marx o de ensayos siniestros sobre el centenario de Goethe o de meritorios estudios sobre el problema de la mujer, Oriente y Occidente, la ética sexual, el alma del tango y otras inclinaciones de la ignominia.
Espero que nuestra literatura argentina merecerá tener, algún improbable día, sus Wallace.
ESTORNUDOS LITERARIOS
Monterrey, Correo literario de Alfonso Reyes, Río de Janeiro, N° 8, marzo de 1932.
Jorge Luis Borges me escribe desde Buenos Aires:
"Releo en la página 40 del Calendario: 'Un solo estornudo sublime conozco en la literatura: el de Zaratustra'. —¿Puedo proponerle otro? Es uno de los tormentosos presagios de la Odisea y está en el libro XVII, al final. La reina, fastidiada, hace votos por la terrible vuelta del héroe, y entonces (sigo la versión de Andrew Lang): 'Telemaco estornudó con vigor y en torno el techo resonó maravillosamente'.
"El ominoso carácter de la efusión es reconocido en seguida, y Penélope exclama: 'Eumeo ¿No adviertes que mi hijo ha estornudado una bendición sobre mis palabras? Ya sé de cierto que ningún destino a medio forjar caerá sobre los pretendientes y que ninguno de ellos conseguirá eludir la muerte y los hados'.
"Sería entretenido rastrear los escamoteos y las deformaciones de ese estornudo a través de los púdicos traductores. ¿Lo estornudó Mme. Dacier o lo falsificó? Chapman, en su versión de 1614, no lo silencia:
"....in echoes round
Her son's strange neesings made a horrid sound"
"(Neesing, me informa el Diccionario, es una antigua forma de sneezing) — P.D. También, en una revista americana, este epíteto homérico: 'The not to be sneezed at sum of two thousand dollars'. — El estornudo, ahí, es despectivo".
Amigo Jorge Luis: No tengo a la mano a Mme. Dacier, ni tampoco la Ulixea, de Pérez, el padre del célebre secretario de Felipe II, libros ambos que se me han quedado en mi tierra. Ud. puede consultar allá a D. Leopoldo Lugones, experto en materia de Odisea. — En la traducción castellana de Segalá y Estalella, la página 453 se abre con el alegre estornudo. También lo encuentro en la versión de Bérard, III, página 45.
INFINITA PERPLEJIDAD
Diario Crítica
Buenos Aires, 21 de septiembre de 1932
El doctor Gálvez —hombre de tan desdibujada y gaseosa personalidad que la sordera parecía agotar su definición y que los alacranes tenían que ensañarse estérilmente con una cornetita— se ha enriquecido de misterio hace poco. Parece que orientó, hacia una Academia hiperbórea, un documento de inusitada originalidad, que reclamaba el premio Nobel de literatura para su propio "colporteur" e inventor, el mismo doctor Gálvez.
Ese documento, en su lógico afán de ser colectivo, reclutó algunas firmas universitarias: ya tan desconocidas aquí que en Estocolmo las pueden ignorar hasta el punto de creer que son famosas. Además, el sensacionalismo geográfico es una de las tradiciones del premio Nobel. Sin duda, Benavente y Echegaray fueron agraciados por el solo prestigio de la música de Bizet; el bengalí Tagore debió su lucrativa apoteosis a la circunstancia natal de ser bengalí, y Sienkiewicz era satisfactoriamente polaco. Esa versatilidad significa que antes o después del Juicio Final los suecos nos decretarán a los argentinos un escritor equivalente a George Bernard Shaw, y que ese oficializado escritor puede ser un Gálvez. Todo país será glorificado a su tiempo.
"¿Qué espera nuestra patria?", se habrá interrogado el Gálvez de turno, el doctor Manuel, y habrá confeccionado su petición. Que la patria necesita honra —máxime después del entilingamiento operado por la revolución de Uriburu y de las recientes apoteosis de la denuncia— es irrecusable, que Gálvez (Manuel) fuera el predestinado a ese fin, es lo que podemos dudar. No insistiré: ciertas erudiciones son bochornosas y una demasiado precisa frecuentación de esas persistentes novelas resultaría un poco obscena e inverosímil.
Básteme confesar que en el temerario decurso de una vida lectora y borroneadora, he tenido ocasión de examinar los libros que se llaman "Nacha Regules", "Historia de arrabal", "La pampa y su pasión", "Miércoles santo", "La sombra del convento" —y que sé lo que todos saben. Ese "todos" incluye naturalmente a Gálvez, que sin duda es el primero en reconocer el carácter no existente, pero sí prescindible y desabrido, de sus novelas. El misterio nos roza.
¿Qué vano y espantoso destino hizo que el inexplicable abogado codiciara el tesoro del inventor de la dinamita?
Su buena situación económica debió impedir o refrenar ese apetito extraño. Su lucidez debió recordarle que sólo una invencible ignorancia de nuestras cosas podía concederle ese premio, y que una suma difusión de sus chismes no sería precisamente gloriosa para la patria. Tampoco su museo de talismanes (dedicatorias de Miomandre, cartas y pésames) pudo provocarle esa crisis.
Trémulos, aguardamos la explicación.
LOS TRES GAUCHOS ORIENTALES
Diario La Prensa, Buenos Aires, 16 de octubre de 1932.
Sólo circulan dos informes del libro que da nombre a esta nota, ambos insuficientes. Copio íntegro el primero, que bastó para incitar mi curiosidad. Es el de Leopoldo Lugones, en la página 189 de "El payador", "Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un libro felicitado por Hernández, 'Los Tres Gauchos Orientales y el matrero Luciano Santos', poniendo en escena tipos gauchos de la revolución uruguaya llamada 'campaña de Aparicio', dióle, a lo que parece, el oportuno estímulo. De haberle enviado esa obra, resultó que Hernández tuviera la feliz ocurrencia. La obra del señor Lussich, apareció editada en Buenos Aires por la imprenta de la 'Tribuna' el 14 de Junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich, agradeciéndole el envío del libro, es del 20 del mismo mes y año. 'Martín Fierro' apareció en Diciembre. Gallardos y generalmente apropiados el lenguaje y peculiaridades del campesino, los versos del señor Lussich formaban cuartetas, redondillas, décimas y también aquellas sextinas de payador que Hernández debía adoptar como las más típicas". El elogio es considerable, máxime si atendemos el propósito nacionalista de Lugones, que era exaltar nuestro "Martín Fierro", y a su reprobación incondicional de Bartolomé Hidalgo, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Ricardo Gutiérrez, de Echeverría. El otro informe, incomparable de reserva y de longitud, es el despachado en la "Historia crítica de la literatura uruguaya", por Carlos Roxlo. La "musa" de Lussich, leemos en la página 242 del segundo tomo, "es excesivamente desaliñada y vive en calabozo de prosaísmos; sus descripciones carecen de luminosa y pintoresca policromía". Desgraciadamente, es imposible hacer ese reproche a las del doctor Roxlo, que acaba por reconocer que solamente lo "deleita 'el estilo criollo', en obras empedradas de pensamientos... como el 'Martín Fierro' de don Rafael (sí, de don Rafael) Hernández".
Se entiende que el mayor interés de la obra de Lussich es el de una posible anticipación del inmediato y posterior "Martín Fierro". La diversa nacionalidad de los escritores es un pormenor peligroso, y el artiguismo oriental y el desdén porteño no faltarán a su tradición si prescinden de otras circunstancias menos patrióticas e indudablemente más vagas. El debate, degradado así a pundonor, puede ser tan brutal e inolvidable como el del football. Lo iniciaré, aunque sin ambiciones épicas.
El libro de Lussich, al principio, es menos una profecía del "Martín Fierro" que una repetición de los coloquios de Ramón Contreras y Chano. Enfrente de un churrasco madrugador, entre mate y mate, dos veteranos que enseguida son tres, cuentan las patriadas que hicieron. El procedimiento es el habitual, pero los hombres de Lussich no se ciñen a la noticia histórica, y abundan en pasajes autobiográficos. Esas frecuentes digresiones de orden narrativo o patético, son las que prefiguran el "Martín Fierro", ya en la entonación, ya en los hechos, ya en las mismas palabras.
Comienzo por estas décimas de Lussich, para que le conozcan la voz.
Pero me llaman matrero
Pues le juyo a la catana,
Porque ese toque de diana
En mi oreja suena fiero;
Libre soy como el pampero
Y siempre libre viví,
Libre soy cuando salí
Desde el vientre de mi madre,
Sin más perro que me ladre
Que el destino que corrí.
Tengo en el dedo un anillo
De una cola de peludo,
Como hombre soy corajudo
Y ande quiera desensillo;
Le enseño al gaucho más pillo
De cualquier modo a chusiar,
Y al mejor he de cortar
Si presume de muy bravo,
Enterrándole hasta el cabo
Mi alfajor sin tutubiar.
Mi envenao tiene una hoja
Con un letrero en el lomo
Que dice: cuando yo asomo
Es pa que alguno se encoja
Sólo a esta cintura afloja
Al disponer de mi suerte,
Con él yo siempre fíjuerte
Y altivo como el lión;
No me salta el corazón
Ni le recelo a la muerte.
Soy amacho tirador,
Enlazo lindo y con gusto;
Tiro las bolas tan justo
Que más que acierto es primor.
No se encuentra otro mejor
Pa reboliar una lanza,
Soy mentao por mi pujanza
Como valor, juerte y crudo,
El sable a mi empuje rudo
¡Jue pucha! que hace matanza.
Otros ejemplos, esta vez con su correspondencia inmediata o conjetural:
Yo tuve ovejas y hacienda,
Caballos, casa y manguera;
Mi dicha era verdadera
¡Hoy se me ha cortado la rienda!
Carchas, majada y querencia
Volaron con la patriada,
Y hasta una vieja enramada
Que cayó... supe en mi ausencia!
La guerra se lo comió
Y el rostro de lo que jué
Será lo que encontraré
Cuando al pago caiga yo.
("Los tres gauchos orientales").
Tuve en mi pago en un tiempo
Hijos, hacienda y mujer,
Pero empecé a padecer,
Me echaron a la frontera
¡Y qué iba a hallar al volver!
Tan sólo hallé la tapera.
("El gaucho Martín Fierro").
Me alcé con tuito el apero,
Freno rico y de coscoja,
Riendas nuevitas en hoja
Y trensadas con esmero;
Linda carona de cuero
De vaca, muy bien curtida;
Hasta una manta fornida
Me truje de entre las carchas,
Y aunque el chapiao no es pa marchas
Le chanté al pingo enseguida.
Hice sudar el bolsillo
Porque nunca fi tacaño:
Traiba un gran poncho de paño
Que me alcanzaba al tobillo
Y un machaso cojinillo
Pa descansar mi osamenta;
Quise pasar la tormenta
Guarecido de hambre y frío
Sin dejar del pilcherío
Ni una argolla ferrugienta.
Mis espuelas macumbé,
Mi rebenque con virolas,
Rico facón, güeñas bolas,
Manea y bosal saqué.
Dentro el tirador dejé
Diez pesos en plata blanca
Pa allegarme a cualquier banca
Pues al naipe tengo apego,
Y a más presumo en el juego
No tener la mano manca.
Copas, fiador y pretal,
Estribos y cabezadas
Con nuestras armas bordadas,
Las de la Banda Oriental.
No he güelto a ver otro igual
Recao tan cumpa y paquete
¡Ahijuna! encima del flete
Como un sol aquello era
¡Ni recordarlo quisiera!
Pa qué, si es al santo cuete.
Monté un pingo barbiador
Como una luz de ligero
¿Pucha, sipa un entrevero
Era cosa superior!
Su cuerpo daba calor
Y el herraje que llevaba
Como la luna brillaba
Al salir tras de una loma.
Yo con orgullo y no es broma
En su lomo me sentaba.
("Los tres gauchos orientales").
Yo llevé un moro de número
¡Sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
Más plata que agua bendita
Siempre el gaucho necesita
Un pingo pa fiarle un pucho.
Y cargué sin dar más güeltas
Con las prendas que tenía;
Gergas, poncho, cuanto había
En casa, tuito lo alcé.
A mi china la dejé
Media desnuda ese día.
No me faltaba una guasca
Esa ocasión eché el resto:
Bozal, maniador, cabresto,
Lazo, bolas y manea.
¡El que hoy tan pobre me vea
Tal vez no crerá todo esto!
("El gaucho Martín Fierro").
Y ha de sobrar monte o sierra
Que me abrigue en su guarida,
Que ande la fiera se anida
También el hombre se encierra.
("Los tres gauchos orientales").
Ansí es que al venir la noche
Iba a buscar mi guarida,
Pues ande el tigre se anida
También el hombre lo pasa,
Y no quería que en las casas
Me rodiara la partida.
("El gaucho Martín Fierro").
Se advierte que en octubre o noviembre de 1872, Hernández estaba "tout sonore encoré" de los versos que en junio del mismo año le dedicó el amigo Lussich. Se advertirá también la concisión del estilo de Hernández, y su ingenuidad voluntaria. Cuando Fierro enumera: Hijos, hacienda y mujer o exclama, luego de mencionar unos tientos:
El que hoy tan pobre me vea
Tal vez no crerá todo esto!
sabe que los auditores de la ciudad no dejarán de agradecer esa discordancia. Lussich, más espontáneo o a
tolondrado, no procede jamás de ese modo. Sus ansiedades literarias eran de otro orden, y solían parar en imitaciones de las más insidiosas partes del "Fausto".
Yo tuve un nardo una vez
Y lo acariciaba tanto
Que su purísimo encanto
Duró lo menos un mes.
Pero ¡ay! una hora de olvido
Secó hasta su última hoja
Así también se deshoja
La ilusión de un bien perdido.
En la segunda parte, que es de 1873, esas imitaciones alternan con otras facsimilares del "Martín Fierro", como si reclamara lo suyo don Antonio Lussich.
Pienso que es todo. Pienso que es indiscutible el derecho de los previos diálogos de Lussich a ser considerados un borrador del libro definitivo de Hernández. Un borrador incontinente, lánguido, ocasional, pero utilizado y profético.
EL QUERER SER OTRO
Diario El Litoral, Santa Fe, en Magazine o Anuario 1932, publicado el 1 de enero de 1933.
Quisiéramos ser Goethe, dicen que dice alguna página de Eugenio d'Ors. Quisiera ser Alvear, dice el discutidor de tejemanejes políticos. Quisiera ser Joan Crawford, dice en cualquier platea o cualquier palco, cualquier voz de mujer. Sintácticamente esos tres anhelos se corresponden. Para el gramático, para el mero inexistente gramático, la misma locución quisiera ser obra con igual sentido en los tres. Para mí, no. Quisiéramos ser Goethe me parece una mínima canallada, una pequeña simulación de escritor que finge renunciar a otras más evidentes codicias para codiciar una obra que pocos visitan con gusto, pero que se considera muy distinguida. (Omito la circunstancia interesante de querer ser un muerto, de querer ser ya una gloria o un nombre). Quisiera ser Alvear no significa Quisiera ser Alvear. Significa Quisiera ser quien soy, pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no aprovecha, porque sólo es Alvear. Significa en último análisis: Alvear querría ser yo... Quisiera ser Joan Crawford, en cambio, puede significar Yo quisiera habitar ese glorioso cuerpo de Joan y cobrar sus espléndidos honorarios de adoración y de oro y de competentes fotógrafos, pero puede querer decir también Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan Crawford. Ese deseo es el que más interesa en verdad: que B quiera ser N.
¿Tiene algún sentido ese anhelo? Ya he señalado que en el habitualísimo caso Quisiera ser Alvear, B no quiere ser N; quiere ser B + N o B multiplicado por N. En el de la espectadora de Joan, B quiere dejar de ser B y ser del todo N: pero esa previa obliteración o suicidio lo desaparece de modo que no queda nada de B y que su incorporación a N, o rápido consumo por N, es impracticable. Si en el decurso del minuto siguiente, yo me convierto en el antiguo barbero del hermano mayor del secretario confidencial de Al Capone, en el preciso instante en que ese problemático personaje ocupa mi lugar —el milagro es tan imperceptible como absoluto. Nada me impide suponer que esos secretos cambios, están aconteciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con esos pudorosos milagros. La desconcertante falta de asombro en el segundo preciso de la transformación, es una prueba de la perfección del ajuste. Arribo a esta conclusión melancólica: B no puede llegar a ser N, porque si llega a serlo, no se darán cuenta ni N ni B.
En este desconsuelo, no sé de otro posible socorro que el de los metafísicos idealistas. Estos disolvedores benéficos —empezando por David Hume— arguyen que una persona no es otra cosa que los momentos sucesivos que pasa, que la serie incoherente y discontinua de sus estados de conciencia. B, para esos disolventes, no es B. Es, imaginemos: mirar distraído un farol + apurar el paso + reconocerse en el espejo de una confitería + deplorar que uno no pueda enviarle alfajores a tal niña en tal calle + figurarse con algún error esa calle + rectificar el ángulo del chambergo + tener frío + pensar en la hora + cerciorarse de que uno estaba silbando + no dar con el nombre de la tonada + ver un carro + dejarlo pasar + comprobar que uno de los troperos es malacara y que le han puesto encima una lona + saberse de golpe misteriosamente feliz o misteriosamente abatido + saber que lo que uno está silbando es norteamericano y que Myriam Hopkins lo canta + figurársela de frente a la clara Myriam y no poder figurársela de perfil + atravesar la calle San Luis, o será Viamonte + oír retumbar dos campanadas que uno se imagina altas + tener frío y sueño + buscar la luna en el cielo + etcétera... La primer consecuencia de esa teoría es que B no existe. La segunda (y mejor) es que no existiendo N tampoco, muchos instantes de la casi infinita serie de B pueden ser iguales a los de N. Vale decir: B, en determinados instantes, es N. Dos hombres rendidos de sed que prueban el primer contacto del agua —uno en los arrabales de Ondurmán, en 1885; otro en la Pampa de San Luis en 1860— son literalmente el mismo hombre. Todas las personas absortas en la venturosa audición de una sola música, son la misma persona. Todos los amantes que se abrazaron con plenitud en el ancho mundo, que se abrazarán y se abrazan son la misma clara pareja: son Adán y Eva. Nadie es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento.
Entre adivinaciones y burlas, me parece que hemos arribado a la mística.
[SOBRE NICOLÁS OLIVARI]
Nicolás Olivari, El hombre de la baraja y la puñalada. Estampas cinematográficas, Buenos Aires, M. Gleizer Editor, 1933.
Nicolás Olivari es el más indudable poeta de los que oigo. No creo en su talento: creo en su genialidad, que es cosa distinta. Sé que decir la palabra genialidad es alzar la voz y que eso es una descortesía o un énfasis. Que Olivari es un poeta de lo desagradable, también lo sé; pero esas dos consideraciones —la de la voz baja en la crítica y la del sedicente buen gusto— se quedan fuera de lo poético. Poesía es expresión. Olivari expresa con desesperada intensidad el tema que es suyo: el aburrimiento, el estudio para suicida, el rencor suburbano que ha sucedido a la compadrada orillera en esta ciudad. Olivari es mucho.
LEYES DE LA NARRACIÓN POLICIAL
Hoy Argentina, Buenos Aires, Año I, N° 2, abril de 1933.
El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está en la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgracia. Era un percance de hombres, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato Considerado Como Una De Las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.
Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Cárter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryall en una insomne máquina de escribir, que despachaba más de setenta mil palabras al mes. El genuino retrato policial —¿precisaré decirlo?— rehusa con parejo desdén las aventuras físicas y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos y de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Roget, 1842, de Edgar Alian Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots, de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— serían unos solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los dioses instantáneos de la rutina homérica o como los apartes escénicos o como los borrosos confidentes de Jean Racine o como los monólogos que difunden los héroes palabreros de Shakespeare.
Los mandamientos de la narración policial son tal vez los que siguen:
A) Un límite discrecional de sus personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.
B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.
C) Avara economía de los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y hombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.
D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de unos quince apellidos y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de que apellido procedió el manotón, es de considerable interés.
E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsinor y que la mano ensangrentada cayó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de sus ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.
F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector—sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de forcé de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.
No soy, por cierto, de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, al contrario, que la organización y la aclaración, siquiera mediocres, de un algebraico asesinato o de un doble robo, comportan más trabajo intelectual que la casera elaboración de sonetos perfectos o de molestos diálogos entre desocupados de nombre griego o de poesías en forma de Carlos Marx o de ensayos siniestros sobre el centenario de Goethe, el problema de la mujer, Góngora precursor, la étnica sexual, Oriente y Occidente, el alma del tango, la deshumanización del arte, y otras inclinaciones de la ignominia.
Arturo Capdevila
LA SANTA FURIA DEL PADRE CASTAÑEDA
Madrid, 1933
Selección, Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 1, mayo de 1933.
La biografía novelada es un género incómodo, menos quizá para el lector que para el escritor. Su problema es éste: Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan, nadie les presta crédito. La vaguedad es cosa desabrida, pero la mucha precisión huele a apócrifa. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. Capdevila, en este memísimo libro, ejerce ambos métodos. El primero es cuestión de repasar y de interrogar los archivos; para el otro no basta con la sola probidad. Se necesita la invención, que es el reverente nombre que damos a un feliz trabajo combinatorio.
El numeroso estilo del autor —tan hilado de amenos sobresaltos y de alarmas sabrosas— condice con los tiempos que estudia. Los estudia con intimidad, con cariño, con ironía, con cierta inevitable nostalgia. Los estudia con las dos significaciones que cubre la palabra piedad. Así es y así debe ser. Un periodista estrafalario de hace cien años es ahora enternecedor. Toda anticuada picardía es ingenua.
En este libro están otra vez Várela y Castañeda y Lafinur, las tardes y los patios.
Jorge Max Rohde
ORIENTE
Buenos Aires, 1933
Selección, Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 1, mayo de 1933.
Anticuado pero no todavía enternecedor es Jorge Max Rohde. Es más bien una especie de arsenal de nociones tilingas. Horriblemente se congregan en él la divina Ironía, la dulce Francia, el inmutable y misterioso Oriente, la rubia Albión, el sórdido mercantilismo yanqui, lo Eterno Femenino, el himno renovado de los pájaros y los brotes, el fatal Tedio de la ciencia, el abuelo Hugo, el azul ensueño del mar, la Verdad, el Bien, la Belleza. Inútil añadir que es un escritor "impecable". No escribe Jesucristo; escribe la nivea Figura. Infinitamente segrega frases como ésta: "La barca sagrada del misterio egipcio surca las aguas de la fantasía: flámulas purpúreas ondean a la belleza celeste; ramas de oro y marfil salpican el aire con perlas de espuma". O aún como éstas: "En tanto, otras nubes desgarran sus plumajes cisneos. El sacrificio las hermosea; pues, al abanicar al sol inválido, recogen en sus alas la más luciente de las brisas".
Cuando prefiere ser erudito, escribe Mahomet o sino Harunal-Roschild (con una ele forastera el segundo, contaminada de Rachilde o de Rothschild). En la página 10, da una definición del realismo, que se pudo aplicar con precisión al nominalismo —que es la doctrina opuesta.
Alberto Hidalgo
ACTITUD DE LOS AÑOS
Buenos Aires, 1933
Selección, Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 1, mayo de 1933.
Hidalgo no es únicamente el autor de este libro, sino su ingenuo y aterrorizado lector. Así lo prueba el comentario perpetuo que hace de los dieciocho poemas. En ese comentario —que abarca más de una mitad del volumen— les (y se) promete inmortalidad, fundado en ciertos ilusorios contactos de su poesía con la doctrina de Einstein, con el kantismo y con el galimatías universitario de Hegel.
Deploro esa incongruente reclame, porque los poemas son eficaces. Pruébalo este admirable párrafo:
Será según si estrujásemos en la mano una toda bandera, y luego la soltáramos al vuelo de sus pájaros contenidos, y ella se pusiera a cantar como una voz cuando la aprieta el júbilo.
Y esta buena permutación:
Desde el agua roja de las venas hasta la sangre blanca de los ríos.
Y esta válida hipérbole:
¡Tanto le clamé al cielo que me quedé sin brazos!
Y este buen ejercicio a la manera de Carlos Mastronardi (de cuyo estilo hay ecos felices en muchos lugares del libro):
Balcón dorado y maceta lo dicen.
Recomiendo el olvido de las notas y la completa lectura de los poemas. La oscuridad -cuando es deliberada, como aquí— es una condición literaria.
Cine
CINCO BREVES NOTICIAS
Selección, Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 2, junio de 1933.
Cabalgata. — Film eficaz hasta las lágrimas. No sé si es intelectualmente bueno, sé que me ha conmovido. Lástima que el cariño y la ironía que hay en su tratamiento de la difunta era victoriana y de la guerra boer, desaparezcan en cuanto asoma la guerra de 1914, no menos capaz de piedad. Raro es también que para el director de este film (y para casi todos sus públicos) el vals resulte conmovedor, pero el jazz terrible y profético. La cabeza gris de Clive Brook nos envejece a todos, nos proyecta en las vacantes profundidades de 1950.
Sumergible. — Nada más tolerable y más digno que la abnegación infeliz, que el patriotismo de un país en derrota. Sumergible, film de un patriotismo enlutado, carece de las charras insolencias y de las felicidades espesas que hacen insoportable a tanta producción análoga "aliada". Ya sé que son favores de la derrota, pero el buen resultado es indiscutible. Las fotografías, excelentes.
Un ladrón en la alcoba. — Afirmar de este film que es el mejor del año (y hasta de muchos años) es poco. No es tal vez un film importante, no es tal vez memorable a través del tiempo: es un film perfecto. Para la fama de cualquier otro director, su argumento hubiera sido ruinoso. Lubitsch ha construido con él un mundo voluntariamente irreal, un mundo en el que todo es ficción, desde el caballero encantando con sus amígdalas hasta el insobornable comunista y la melodiosa góndola basurera.
El signo de la Cruz. — Cecil B. de Mille ignora con perfección que la reconstrucción de personajes tan remotos como los mártires cristianos circenses y los perseguidores romanos, debe ser un problema. No recurre a la tentativa de comprensión ni al voluntario anacronismo: le basta con disfraces, con leones, con barbas postizas, con himnos luteranos y letra gótica. El único minuto defendible de esta cargosa producción, es el del gato negro paladeando la leche aparencial del baño de Claudette Popea Colbert. Por vez primera en su carrera obesa de triunfos, de Mille parece sospechar un problema (el de persuadir a su público que esa candida superficie es realmente leche) y resolverlo con alguna elegancia.
Como tú me deseas. —Los despojos del libro de Pirandello, sus meras alusiones y ruinas, bastan para construir un buen film. Ni siquiera las excesivas aplicaciones de falso color local italiano han podido perderlo. Greta Garbo, con su total carencia de saludable sex-appeal, con su desconsolada ilustre y náufraga estampa, es la actriz adecuada para ese rol. El público, siempre menos inteligente que el film (salvo en las vistas de la Pandilla, en las que se produce una indisoluble fusión) cree que el problema es policial y que lo importante es averiguar si la condesa es la condesa. El genuino problema —el de la identidad sin memoria— es imperceptible para ellos.
Cine
CINCO BREVES NOTICIAS
Selección, Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 3, julio de 1933.
King Kong. — Un mono de catorce metros de altura (algunos entusiastas dicen que quince), es evidentemente encantador, pero tal vez no basta. No es un mono jugoso; es un reseco y polvoriento artificio de movimientos esquinados y torpes. Su única virtud —la estatura— parece no haber impresionado mucho al fotógrafo, que se obstina en no retratarlo de abajo sino de arriba —enfoque a todas luces desacertado, que invalida y anula su elevación. Falta añadir que es jorobado y de piernas chuecas: rasgos que lo achican también. Para que nada tenga de extraordinario, lo hacen luchar con monstruos mucho más raros que él, y le destinan alojamiento en falsas cavernas de catedralicio grandor, donde se pierde su afanosa estatura. Un amor carnal o romántico por Miss Fay Wray perfecciona la ruina de ese gorila monumental y también la del film.
Nacida para pecar. — Dos leves culpas hay que perdonarle a este film: una el desenlace incoherente que parece responder a una modificación de última hora; otra el horrendo título español que habrá ahuyentado a muchos espectadores, acaso a los mejores. (El nombre original es She done him wrong). Salvadas esas mínimas erratas, el film es interesantemente satisfactorio. May West, en su papel de guaranga espléndida, de mujer sólo física, supera notoriamente a Jean Harlow y —ni que decirlo— a Marlene. Canta unos blues desconsolados que quiero volver a escuchar la tercera vez que vea el film. El ambiente, la Nueva York rumbosa y popular de fines de siglo, con sus caudillos parroquiales, sus guapos de galera torcida y recto revólver, sus concurridas prostitutas de cintura estricta y peinado frágil, sus himnos metodistas nasales, sus delaciones, bruscas iras y fiestas, es enternecedor.
Congo. — Otro título ahuyentador y otro film excelente. No se trata de cazadores cautos y vanidosos con tropillas de negros ni de leones con obligación fotográfica ni de catálogos botánicos y zoológicos. Parece mentira, pero ni un solo comentador español de los de África que habla (más bien, Orense que habla) ni un solo mono de travesuras incómodas, afligen este film. Es una tragedia humana, abyecta e infernalmente humana. En ella es memorable el trabajo del actor Walter Huston, digno de hombrearse con el del mejor Bancroft, el de la Ley del hampa y los Muelles.
Huérfanos en Budapest. — Un film que puedo honradamente recomendar, pero cuya omisión no es imperdonable —como el tenebroso pecado contra el Espíritu. Un film de amena lentitud, de buen ambiente sentimental que asciende muchas veces a mágico. Un film que observa sin mayor incomodidad las unidades clásicas de tiempo, de lugar y de acción. El tiempo, un atardecer, una noche y una mañana; el lugar, el jardín zoológico en Budapest; la acción, un no desagradable idilio. Un film limpito, fortalecido y aún justificado por un excelente fotógrafo.
La flota invisible. — La buena fotografía, la mejor y muchas veces la única virtud de los films europeos, no colabora en esta producción. El argumento quiere ser misterioso, pero no pasa de confuso y de intolerable. Tan malo es, que merecería la firma de Rene Clair. Un error feliz del programa dice que es el film más impenetrable que se ha estrenado hasta la fecha, y dice la verdad. Recomiendo con entusiasmo, el examen de cualquier otra vista, aunque ésta se titule King Kong.
LA ETERNIDAD Y T. S. ELIOT
Poesía, Revista Internacional de Poesía
Buenos Aires, Vol. 1, N° 3, Entr. 2, julio de 1933.
Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que la Eternidad fue inventada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de esa vertiginosa invención fue la barranca de Fourviére, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la inventó, —el obispo Ireneo— esa primera Eternidad fue otra cosa que un vano paramento sacerdotal o lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo; los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue decretada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún difuso texto platónico. La buena conexión y distinción de las Tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est inmediata et lucida fruido rerum infinitarumb. Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician toda la variedad del espacio y todos los minutos del tiempo.
T. S. Eliot (Selected essays, 1932, páginas 13 a 25), también ha requisado una Eternidad, pero de carácter estético. Estas son sus claras palabras: El sentido histórico hace escribir a un hombre, no meramente con su generación en la sangre, sino con la conciencia de que toda la literatura europea, y en ella la de su país, tiene un simultáneo existir y forma un orden que es también simultáneo... La aparición de una obra de arte afecta a cuantas obras de arte la precedieron. El orden ideales modificado por la introducción de la nueva (de la efectivamente nueva) obra de arte. Ese orden es cabal antes de aparecer la obra nueva; para que ésta no lo destruya, una alteración total es imprescindible, siquiera sea levísima. El pasado es modificado por el presente, el presente es dirigido por el pasado. Y luego: El poeta debe sentir que la mente de Europa —la mente de su propia nación: esa mente que uno llega a reconocer como mucho más importante que su mente particular— es una mente que varía y que esa variación es un desarrollo que no pierde nada en su avance, que no jubila a Shakespeare ni a Homero ni a los decoradores murales de la caverna de Altamira.
La singularidad de esa doctrina es más evidente que su precisión o su empleo. Para no demorarnos en el asombro, conviene recordar los conceptos que intenta conciliar o eludir. Uno es la idea de progreso. Esa idea inestable bien puede corresponder a la realidad, pero el abyecto siglo diecinueve la apadrinó. Somos del siglo veinte —id est, ya somos demasiado evolucionados para dar crédito a groses [sic] falacias como la evolución. Quede esa ingenuidad para los varones de los daguerrotipos desvanecidos y de los botines de elástico. Burlas aparte, el indefinido progreso hace de todo libro el borrador de un libro sucesivo: condición que si linda con lo profético, da en lo insensato y embrionario también. Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dada, que engendró a Bretón. España admite con fervor esa cosmogonía, siempre que Góngora sea el iniciador de la serie, el primer Adán.
La hipótesis contraria, la de los clásicos, es mucho más inepta. Bernard Shaw hace notar que San Mateo Evangelista insiste en dos cosas: en el claro linaje de Jesús como hijo de José el carpintero (que era de la casa real de David) y en que Jesús no era hijo de José, sino del Espíritu y una virgen. Los postulados de la hipótesis clásica no son menos incompatibles. De un lado afirma que la erudición y el fino trabajo son las condiciones del arte; de otro que las tortugas moralistas de Lafontaine y la novela popular Don Quijote y la analfabeta Odisea tienen secreta y permanente razón. El público venera esas prescripciones, porque le importa menos la claridad que la aprobación de sus gustos —entre los que se cuenta el opinar que no hay como el progreso pero que no hay como lo antiguo también. A esa benévola admisión de opiniones confusas debe su favor la teoría. La contradicción es fundamental. El clasicismo quiere ser un canon estético, pero está henchido de eruditas lealtades y de fines vindicatorios. La prioridad le importa mucho más que la no perfección. Ha producido un monstruo peculiar —la antología histórica— donde se quieren conciliar vanamente el goce literario con la distribución precisa de glorias. Ha bendecido aberraciones como la fábula, que degrada los pájaros del aire y los árboles de la tierra a tristes ornamentos de la moral. Ha fomentado con tesón el anacronismo: la palabra Júpiter en la boca que cree en el Dios hebreo, la palabra Dios en la boca que cree en el generoso Azar. Ha conservado imaginaciones horribles: diosas paridas por la espuma, las seis gargantas y los dieciocho arcos de dientes de Escila, llenos de muerte negra, el perro venenoso de tres caras que cuida los dormitorios de hierro de las Euménides, una ingeniosa vaca de madera que sortea los inconvenientes de la liaison de una mujer y un toro, un anciano aquejado de elefantiasis que contrae matrimonio con su madre después de resolver una adivinanza, quimeras y amorcillos y basiliscos y fétidas harpías, un orbe de animales combinados y de obscenidades inútiles. Ha inventado el sentido histórico: recurso invulnerable, que expone la rudeza de la época para cubrir las imperfecciones de Calderón, y que venera en Calderón el más alto genio de esa época feliz, cuyo esplendor apenas imaginamos. No quiero traer más ejemplos: el amor anticuario del clasicismo es tan poderoso que un clasicismo recto, que juzgara según su propio canon y prescindiera de piedades históricas, importaría una novedad superior a cuantas nos remiten desde París, cada tantos inviernos.
Llego a la tesis formulada por Eliot. No es la vindicación o el instrumento de un gusto personal. No se propone recusar el acumulado orden clásico ni promete a sus clientes un talismán que vaticine glorias. No es una idea política, por más que su inventor quiera enardecerla contra las buenas invenciones sintácticas de Cari Sandburg o en pro del inverosímil Rostand. Su corolario —la influencia del presente sobre el pasado— es de una veracidad literal, aunque parece una travesura relativista. Pruebas no faltan. Los contemporáneos ven en el libro una generosa efusión, los descendientes un mundito especial que consta sobre todo de límites. Por obra de Barbusse y de Lawrence, las camas turbulentas de la saga de los Rougon-Macquart son de una reserva ya clásica. En cambio, Góngora, la "extrema izquierda", en el proceso literario español, era esencialmente un artífice algo menos complejo que Pope, que en el proceso literario inglés hace de Boileau.
HAN CONDENADO EL PECADO DE SINCERIDAD
Diario Crítica
Buenos Aires, Año XX, N° 6881,16 de junio de 1933
J. Luis Borges, el autor de "El Idioma de los Argentinos " y "Luna de Enfrente", se ha expresado así con respecto a la sorpresiva medida adoptada en contra de "Carina"por la Intendencia Municipal™.
Se ha repetido con alguna facilidad que la República Argentina es un país joven. Estoy de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es un país adulto. Estoy con entusiasmo de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es todavía un país de adultos.
La hombría argentina reside meramente en el ejercicio sexual y en la incesante articulación de malas palabras. La cultura argentina reside meramente en el elogio de las sanas costumbres y en vigilarse para no articular esas malas palabras. Fiel a esta segunda superstición, la Inspección de Teatros ha decretado que los oídos familiares porteños no serán injuriados otra vez (ya lo fueron otra) por las palabras malsonantes que obstruyen cierta incriminada pieza de Crommelynck. El pudor municipal es maravilloso, si tenemos en cuenta que esas palabras son el imprescindible repertorio de toda conversación argentina, que se desmoronaría sin ellas en la mudez o en el vago vuelo político o en el "este" inicial y el "¿qué me dice?" y otros expletivos afines.
La culpa de Crommelynck, por lo demás, no es únicamente verbal. Se trata de una falta más grave, que el argentino no perdona y no entiende: la discusión o la presentación de lo erótico sin picardía. Esa fundamental seriedad, esa carencia de guiñadas y burlas, es el pecado verdadero de Crommelynck para la mente municipal: el mismo que antes le imputara a Lawrence y antes a Henri Barbusse, y antes de todos ellos, a Whitman.
Nota: El Intendente Municipal por medio de la Inspección de Teatros decidió prohibir la representación de "Carina" de Crommelynck en el teatro Odeón. Opinan también: Concepción Ríos, Alejandro E. Beruti, Vicente Martínez Cuitiño y Enrique Amorim.
ARTE, ARTE PURO, ARTE PROPAGANDA...
Contra, la revista de los franco-tiradores
Buenos Aires, Año 1, N° 3, julio de 1933
¿El arte debe estar al servicio del problema social?
Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de artillería liberal o de repostería endecasílaba.
Tampoco el Arte por el Arte es la solución. Para eludir las fauces de ese aforismo, conviene distinguir los fines del arte de las excitaciones que lo producen. Hay excitaciones formales, id est artísticas. Es muy sabido que la palabra azul en punta de verso produce al rato la palabra abedul y que ésta engendra la palabra estambul que luego exige las reverberaciones de tul. Hay otros menos evidentes estímulos. Parece fabuloso, pero la política es uno de ellos. Hay constructores de odas que beben su mejor inspiración en el Impuesto Único, y acreditados sonetistas que no segregan ni un primer hemistiquio sin el Voto Secreto y Obligatorio. Todos ya saben que éste es un misterioso universo, pero muy pocos de esos todos lo sienten.
LOS INTELECTUALES SON CONTRARIOS A LA COSTUMBRE DE USAR SOMBRERO
Diario Crítica
Buenos Aires, 8 de septiembre de 1933
Borges es viejo sin sombrerista
En nuestras ediciones anteriores nos hemos ocupado de la extraordinaria aceptación que el"sinsombrerismo" ha tenido entre nosotros, como una consecuencia de la inconsistencia de la moda de usar sombrero. Requerimos al mismo tiempo la opinión de algunos escritores, e insertamos la respuesta de Ulyses Petit de Murat, quien se manifestó abiertamente contrario al uso de sombrero, (....) Jorge Luis Borges, cuya obra literaria le ha valido su colocación al frente de los valores intelectuales jóvenes de nuestro país, ha respondido con el humor y la originalidad que le son característicos. Sus palabras son éstas:
Yo no sabía que la omisión o la práctica de esa peluca supletoria que los hombres mortales de habla española llaman sombrero (palabra absurda, ya que "sombrero" debía ser el que trafica en sombras), bastase a definir dos sectas, pero me juran que así es y que "sinsombrerista" es el varón que no usa otro sombrero que la intemperie, el saludo o el firmamento, y "sombrerista" el encaperuzado y mitrado. Lo importante, como se ve, es la discordia y la fabricación de motivos nuevos para odios viejos.
Hace ya muchos años que los sombreros prescinden de mi cabeza, sin resfriarse y sin mayor incomodidad. Los argumentos a favor de esa separación amistosa son evidentes: por eso mismo indagué con curiosidad los de cierto grupo militante de "sombreristas". Uno de ellos, el señor Arturo Cancela, afirma que sin sombrero separable no hay saludo. Casi merece que se lo nieguen por creer que éste reside en quitarse una prenda de vestir, y por negárselo a las mujeres, cuyo sombrero, como se sabe, es inseparable.
Otro, el señor Echagüe, razona que debemos ensombrerarnos a fin de constituir una inlustración, o mejor dicho un comentario perpetuo del verso de Cervantes: "Caló el chapeo, requirió la espada", y en homenaje a la bacía que se encasquetó Don Quijote. Su primer argumento hace de la espada un complemento ineludible de los sombreros; y el segundo es "sinsombrerista", puesto que tiende a reemplazar el sombrero por yelmos de Mambrino y bacías. Ambos argumentos, sumados, ascienden (o descienden), a menos dos.
Sólo me falta asegurar que no he percibido el menor socorro de las Fábricas de Insombreros.
MITOLOGÍAS DEL ODIO
Diario Crítica, Buenos Aires, 29 de septiembre de 1933.
Acerca de los mitos a que el odio da vida, Jorge L. Borges hace ingeniosas reflexiones en este artículo, cuidándose —nueva prueba de la exquisitez de su gusto— de no incurrir en la criética, "ciencia de los canallas ", como él la llama.
Las atrocidades fueron casi el vínico artículo de primera necesidad que no escaseó durante la guerra y que la población civil devoró con una felicidad repugnante. El mercado norteamericano fue el decisivo y la superioridad de los productos anglo-franceses determinó en abril de 1917 la capitulación final de noviembre de 1918. Un continente militó contra los imperios centrales por obra y gracia de las Shahrazads de Lord Northcliffe. El hecho no es injusto, y lo está corroborando la primacía de los novelistas "aliados" —la de Bouvard et Pécuchet y de Lord Jim sobre el inadmisible Meister de Goethe.
La historia de esa propaganda no ha sido escrita, pero sus datos pueden ser excavados de un reciente volumen. Su título, Spreading germs ofhate (Diseminando gérmenes de odio); su fecha y su lugar, Londres 1931; su redactor, el imaginario prosista pero no menos afligente poeta Jorge Silvestre Viereck. Para secreta y vasta felicidad de los que comprenden inglés, copio su primera línea, que parece un autógrafo directo del conde Drácula: The Master Propagandist toyed with his de mi—Tasse. Afortunadamente, los hechos que relata son otra cosa. Son los genuinos rudimentos de una mitología, privada de terrores ahora, pero que tuvo el imprimatur de Wells, de Sandburg, de Unamuno, de Verhaeren, de Bergson, para no mencionar un etcétera de millones, que probaron la muerte metalúrgica de las fundiciones de Krupp, en los confines de la tierra, el aire y el mar. Entresaco un par de episodios. El primero es el camino de perfección de un hecho inocente. Un día entre los días del mes de octubre de 1914, declaró la "Koelnische Zeitung":
Cuando se anunció la toma de Amberes, fueron echadas a vuelo las campanas.
Se entiende que esos campanarios felices eran los de Alemania. A las veinticuatro horas, el diario "Le Matin" de París, propuso una versión ya patética:
Según la Gaceta de Colonia, el clero de Amberes tuvo que echar a vuelo las campanas cuando esa plaza fuerte capituló.
Siempre los belgas fueron detestados en Francia. El "Times", imparcial como de costumbre, no consintió los reprensibles errores de la versión francesa: uno el molesto verbo capitular, otro la conjetura de que los belgas —entonces oficialmente heroicos— se dejaban mandar por los alemanes. Tradujo así:
Anuncia "Le Matin" que fueron destituidos de su cargo los sacerdotes belgas, que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes cayó.
Algo mejor está, pero la mera destitución de los eclesiásticos carece del horror conveniente. Una tercera refacción se imponía y el "Corriere della Sera" la acometió:
Según informaciones del "Times", los valerosos sacerdotes belgas que se negaron a tañir las campanas cuando Amberes cayó, han sido condenados a presidio por el tribunal militar.
Adulta en pocos días y transformada, la noticia vuelve a París. Oh, anagnórisis! el padre, el periodista de "Le Matin", le sale al encuentro. Le da la forma simétrica que le falta, la que elabora con sus medios estrictos el cortejado horror, la que hará temblar a Almafuerte en el suburbio de ladrillo y de cinc de una ciudad sudamericana.
Recordarán nuestros lectores aquellos bravos sacerdotes de Amberes que se negaron a tañir las campanas cuando la fortaleza capituló. Ahora se confirma desde Milán que fueron amarrados a las campanas, los pies en alto, la cabeza pendiente, y que debieron hacer de badajos vivos.
Otros mitos nacen perfectos: verbigracia, el de la Kadaververwertungsanstalt —laboratorio utilizador de cadáveres— improvisación feliz o genial de un militar inglés, a principios del diecisiete. Ese fraude sutil, espejo y paradigma de fraudes, abundó en piezas justificativas auténticas de origen alemán, en su mayoría oficiales. Entre los laberintos y las fugas de la escritura gótica, se traslucía la palabra Kadaver, descarada y confesa. Todo era verdad: los cadáveres, la profanación metódica de la muerte, la glicerina que las materias grasas rendían, el abono animal. El arte radicaba en una omisión: las patas, crines, herraduras y corvejones de esos cadáveres.
Los chinos (que saben que una de las tres almas del hombre se adhiere a su despojo y que abominan de toda medicina quirúrgica por su mutilación del cuerpo, obra final de los divinos antepasados) fueron los primeros consumidores de esa ficción. Debidamente retemblaron con ella. Charteris, su inventor, no se avenía a suponer que en América la escucharan sin risa. Northcliffe, mejor conocedor de la época, la desencadenó sobre el mundo. Nadie cometió elfaux pas de no creer. En París, dicen, aún conserva cierta frescura, a la diestra de un mito lucrativo sobre la culpabilidad de la guerra.
Sitiada por el hierro, el oro y el hambre, Alemania debió capitular en 1918. El coronel inglés Liddell Hart, en un examen de las causas primarias de ese derrumbe —The real war, página 505— reconoce la vasta colaboración de la propaganda. Northcliffe, después de haber inculcado en los pueblos el evangelio o chisme o simbología del peligro alemán, difundió en Alemania el otro chisme de los catorce puntos. Ambos apresuraron el fin.
Inferir de lo embustero de esas historias la inocencia total de los alemanes o de los no alemanes, sería de malísima lógica. El problema es de orden patético: hay hechos esencialmente crueles que, referidos, no conmueven a nadie. De ahí la conveniencia de las mentiras que cifran en un rasgo portátil los horrores confusos y chapuceros de una invasión. Ya Bernard Shaw apuntó, en algún prólogo, que las batallas de la guerra excedían la imaginación de los hombres y que ésta las tenía que reducir a la escala de siniestros marítimos o ferroviarios.
Para 1933 los charros mitos de 1918 son conjuros inútiles. No nos vanagloriemos demasiado. Que estalla el lunes una guerra y el martes nadará en mitologías este planeta. De un lado haremos que milite la luz, de otr[o] la perdición... Ya una reciente vez, a raíz de un concurrido seis de setiembre, nos animó un obsceno apetito de prevaricaciones, coimas y escándalos. Antes, unos pocos homúnculos perdieron o deterioraron su alma inmortal con el ejercicio del robo; luego, su vergonzante ocupación recayó en manos provisionales y —lo que es peor— la República entera se dedicó a la infinita beatitud de hablar de ellos. Hubo quien improvisó honestamente una memoria falsa, capaz de recordar cualquier atropello del imperceptible Klan Radical —que era una broma lucrativa de Alberto Hidalgo, sin otra culpa que unos chabacanos carteles... Ignoro cuál es peor: ejecutar un crimen mientras llega la hora del té, o insumir la vida y los días en la imaginación y discusión de hechos criminales. Lo primero es desaprobado por el lenguaje, que es responsable del error judicial de mantener palabras como asesino, que derivan de un acto la definición eterna de un hombre, pasado y venidero —como si hubiera un mote indeleble para el que una vez envidió.
Pablo de Tarso dijo: Más vale casarse que arder. Miguel de Unamuno confirma: Son las intenciones y no los actos los que nos estragan el alma, y no pocas veces un acto delictuoso nos limpia de la intención que lo engendrara. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. También recuerdo que en el poema heroico de Milton, el pecado del primer hombre y de la mujer no es el acto carnal (ya cumplido por ellos en el Jardín con límpida inocencia), sino el ejecutarlo con malicia y con remordimiento ulterior. Para el santificado Spinoza, todo remordimiento es una desdicha, no una virtud.
Dios me perdone de incurrir en la ética: ciencia de los canallas.
UNA SENTENCIA DEL QUIJOTE
Boletín de la Biblioteca Popular, Azul, Peía, de Buenos Aires, N° 4, octubre de 1933.
Busco y releo en el capítulo veintidós del primer Quijote: Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la haya cada uno con su pasado. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello. Siempre he sabido que esas tan decentes palabras eran un secreto que los hombres de nuestra América sólo podemos compartir con los hombres de España. Un secreto incomunicable, como el saber instintivamente que el español no es un hombre poético —desengaño que la generosa mitología norteamericana y europea rechaza con escándalo. Un intransferible secreto, como el modesto idioma español.
Busco y releo en Los dos caminos de reyes (página 212): Y no se ha dicho, a todo esto, lo único que había que decir: que América es muy distinta de España. Conozco ese parecido parcial, esas molestas divergencias en la igualdad que tanta mala sangre producen, ese prejuicio criollo de que la palabra bonito es de mujerengos, esa sensación española de que la palabra lindo es afeminada. Conozco también ciertas eternidades hispánicas, cierto oscuro esplendor, ciertas solemnes pompas fúnebres del estilo, cuya pasión es inconjeturable en América: verbigracia, determinadas amarguras de Quevedo y aun de Jorge Manrique. Lo que no he sentido en otro lugar es el tan íntimo y parejo contacto con lo español, como el de ese párrafo del Quijote. Justificar esa afirmación será la finalidad de este artículo. Me explicaré.
Las demás naciones occidentales padecen una extraña pasión: la despiadada y fingida pasión de la legalidad. El individuo, en ellas, se identifica sin esfuerzo con el estado. Entiéndase, con el estado en sus mínimos accidentes: con las ordenanzas municipales, con el personal de las oficinas públicas y comisarías, con las multas por exceso de velocidad, con las disposiciones sobre numeración de las casas del municipio, con las Comisiones de Higiene, con las penas sobre remoción de afirmados, con la ley adicional de elecciones, con la Contribución Directa y Patentes, con la reglamentación de los tramways en circulación, con la Oficina de Estadística, con el decreto que hace obligatorio el uso de bozal en los perros, con la nomenclatura de ataúdes, con la Mesa de Multas. Con la policía, principalmente. En algún número atrasado del American Mercury, Goldberg, el hispanista, cuenta su infancia callejera en uno de los barrios bravos de Boston, y la primera historia que frangolló: el relato de un chico, que denuncia a un ladrón a la policía y lo hace detener. ¿Qué muchacho de la Paternal o Barracas iba a soñar siquiera en glorificar a un delator gratuito, a un joven voluntario de la denuncia? El sudamericano (y el español) saben (o mejor dicho, sienten) que no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, según lo formuló don Quijote. El norteamericano, en cambio, es básicamente estadual. No cumple su destino, como la vasta mayoría de todos nosotros, al margen o a pesar del gobierno. Vive a favor de la sociedad, o en su contra. Cuando se desengaña, cuando pierde la fe de sus mayores en el District Attorney, en el subsecretario de Obras Públicas, en el pastor metodista o en el vigilante, su rebelión retumba por el planeta, coreada por ametralladoras precisas. Ninguna historia es tan espléndidamente ilegal como la de sus fornidos Estados. Dinastías magníficas de malevos han pisado ese continente, donde los peleadores individuales de Arizona —cuyo prototipo es Billy the Kid, que debía a la justicia veintiuna muertes, sin contar mejicanos, cuando encontró a los veintiún años la suya— hasta las antiguas bandas de Nueva York, diestras en el manejo de la trompada, del cuchillo, del palo, de la botella arrojadiza, de la pistola y aun del pulgar saltador de ojos, y el bandidaje actual de Frank Nitti, sucesor de Al Capone, y el de los hermanos O'Donnell, que quieren disputarle la sucesión... Eso, cuando el norteamericano pierde su fe. Cuando la mantiene pura y sin tacha, su héroe natural es el polizonte —mejor si aficionado—, el hombre honrado que es verdugo de los otros hombres no yéndoles nada de [en] ello. Lo conmueven el espionaje y la delación. En su cinematógrafo (que es un documento genuino, en cuanto se refiere a los sentimientos del público) los personajes preferidos son la mujer que tienta con su amor a un criminal para sonsacarle un secreto, y el periodista que confunde su empleo con el de un vigilante. La superioridad numérica de la policía lo entusiasma, también sus motocicletas y escudos. Es hombre tironeado por dos pasiones, ya formuladas y sufridas una vez por Apollinaire: la aventura y el orden. Las une en la novela policial: síntesis superior hegeliana. En esa abaratada novela, que fue una discusión intelectual bajo la pluma de su inventor, Edgar Alian Poe, y que ahora es un espléndido ajedrez bajo la de Chesterton, y una vergüenza bajo la de cualquiera de sus colegas —salvo unas veces, unas pocas veces, Van Diñe.
He dicho que la legalidad no nos apasiona; tampoco lo ilegal. Nuestro héroe, Martín Fierro, es un gaucho, un soldado, un desertor, un asesino, un buen amigo de su amigo, un matrero, y esas diversas figuraciones nos distraen y sabemos que es el mismo y un hombre. Sabemos que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar como les ocurre morir. También sabemos que infrigir la ley no es una virtud y que el más frecuente asesino y la más concurrida prostituta pueden ser dos imbéciles. Quién no debía una muerte en mi tiempo, le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. Sabemos que lo definitivo es lo que una persona es, no lo que hace. Sabemos lo que don Quijote sabía: que allá se la haya cada uno con su pecado, con su humano, seguro, natural y humilde pecado.
No propongo una ética trabajada ni quiero invalidar la tradicional. Digo la verdad de mis sentimientos, de nuestros sentimientos, del sentimiento que he creído escuchar entre las agitaciones y maniobras novelísticas de Cervantes. De este pasaje, ya sé que Samuel Taylor Coleridge observó (en una conferencia de febrero de 1818) que es tal vez el único de la obra, en que el autor prescinde de la máscara de su héroe y habla directamente. Yo estoy seguro de reconocer en la amonestación la voz de Cervantes.
Una observación última. Si la vida postuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el Quijote —lenta presentación total de una gran persona, a través de muchísimas aventuras, para que la conozcamos mejor— ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado, de obscenas ediciones de lujo, de libros que más parecen muebles que libros, de alegorías evidentes, de versos de todos tamaños, de estatuas. Es la común tarifa de la gloria, se me dirá. Pero hay algo peor. La Gramática —que es el presente sucedáneo español de la Inquisición— se ha identificado con el Quijote, nunca sabré porqué. El Purismo, no menos inexplicable y violento, lo ha hecho suyo también —pese a las aficiones itálicas de Cervantes.
Contra la burda calidad de esa fama, un solo medio de defensa hay posible. Leer el Quijote.
YO, JUDÍO
Megáfono, Buenos Aires, N° 12, abril de 1934.
Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia —que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.
¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. Se trata de una hipótesis haragana, de una aventura sedentaria y frugal que a nadie perjudica —ni siquiera a la fama de Israel, ya que mi judaismo era sin palabras, como las canciones de Mendelssohn. Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi "ascendencia judía, maliciosamente ocultada". (El participio y el adverbio me maravillan).
Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella fecha, para demostrar que todos, o casi todos, "procedían de cepa hebreo-portuguesa". Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol. Sin embargo, el capitán Honorio Acevedo ha realizado investigaciones precisas que no puedo ignorar. Ellas me indican el primer Acevedo que desembarcó en esta tierra, el catalán don Pedro de Azevedo, maestre de campo, ya poblador del "Pago de los Arroyos" en 1728, padre y antepasado de estancieros de esta provincia, varón de quien informan los Anales del Rosario de Santa Fe y los Documentos para la historia del Virreinato —abuelo, en fin, casi irreparablemente español.
Doscientos años y no doy con el israelita, doscientos años y el antepasado me elude. Agradezco el estímulo de Crisol, pero está enflaqueciendo mi esperanza de entroncar con la Mesa de los Panes y con el Mar de Bronce, con Heine, Gleizer y los diez Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin.
Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo; sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.
ENCUESTA SOBRE LA NOVELA
Gaceta de Buenos Aires, letras, arte, ciencia, crítica
Buenos Aires, Año 1, Núm. 6, sábado 6 de octubre de 1934.
¿Existe una novela argentina? ¿ Quiénes son los novelistas nuestros, si los hay? ¿Qué problemas argentinos fueron llevados a la novela? Dentro de la novela, como género literario —respetamos los géneros literarios— ¿qué aporte hizo la novela argentina? Si alguien quiere establecer un contacto con nuestra realidad: ¿a cuáles novelistas debe dirigirse y a cuáles novelas de esos novelistas?
Me está pareciendo que ese interrogatorio, amigo Pedro Juan Vignale, adolece de alguna superstición. Ustedes hablan de "novela argentina" como si fuera dificilísimo producirla; ustedes hablan de "novela argentina" como si producirla fuera importante. Lo natural es que en la obra queden los rastros del ambiente en que se formó; ello es inevitable y no puede —sin más— constituir un canon. Imaginemos que la tilinguería especial de las novelas de Gálvez fuera privativamente argentina; esa piadosa hipótesis haría de cualquiera de ellas "la novela argentina" por excelencia —sin redimirla un ápice.
Prefiero limitarme, por consiguiente, a la elogiosa enumeración de unos nombres.
En primer lugar (y pese a las "sextetas de payador" que, aunque persona distraída, he notado) el "Martín Fierro", de Hernández. Ya he procurado razonar ese parecer; básteme repetir ahora que el goce peculiar que da el "Martín Fierro" es mucho más afín al que nos proporciona el Quijote que al de una página de Swinburne o de Verlaine.
¿Qué otros inolvidables nombres? Pienso que "The purple land" de Guillermo Enrique Hudson: libro por el cual nuestra novelística entra en la de Inglaterra. Pienso que "Hormiga Negra" de Eduardo Gutiérrez: libro desengañado, antimitológico, reverso estricto de todas las apoteosis del gaucho que siguen fatigando nuestras imprentas, y aun de las del mismo Gutiérrez. Pienso que la vituperada "Amalia", de José Mármol: libro que ha impuesto su visión de la época de Rosas a cuantos la novelaron después. Pienso que "Don Segundo" pese a la identificación no siempre total de Güiraldes con el joven tropero y a su deliberado afán (alguna vez incómodo) de ponderar las dificultades y los peligros. Pienso que "El juguete rabioso" de Roberto Arlt: libro que me hace perdonar a su autor el haber publicado "Los lanzallamas" . Pienso que "Silvano Corujo", de Gilardi, adecuación feliz de los procedimientos y del estilo de "Don Segundo" a un tema orillero.
Pienso también que "La gloria de don Ramiro", aunque me consta que Ávila de Castilla está fuera de nuestras aguas territoriales y que el siglo diez y seis es poco argentino.
Elvira de Alvear
REPOSO
Buenos Aires, M. Gleizer, 1934.
Considero que la función del prólogo es entablar la discusión que debe suscitar todo libro, y evitar al lector las dificultades que una escritura nueva supone. Estas, claro está, son tanto mayores cuanto mayor es la novedad. En el libro común, el prefacio no tiene razón de ser, es un mero despacho de cortesías; en el excepcional, puede ser de alguna virtud. Entiendo que éste que propone Elvira de Alvear es de los segundos: por eso no me disculpo de prologarlo.
Tres consideraciones generales quiero dejar escritas aquí.
La primera se refiere a lo circunstancial, a lo prolijo y circunstancial, de sus versos. En lugar de los sentimientos abstractos —meditación ascética de la muerte, dicha de amor correspondido, pena de amor sin contestación, congoja diurna del poniente, semanal del domingo, anual de los mojados otoños— en que se suele demorar la poesía, éstos persiguen las vivas digresiones de la emoción, no desligada de los pormenores y alarmas del mundo externo. Esas intromisiones del paisaje y de los recuerdos empiezan por chocar, pero concuerdan bien con la realidad y si nos resolvemos a cotejar esos populosos poemas, no con poemas destilados de otros poemas, sino con nuestro abarrotado vivir, confesaremos que del todo se justifican. Algunas dichas y desdichas fundamentales componen el destino de cada hombre, pero esas vastas direcciones del alma no ignoran la diversa coloración del espacio y del tiempo. Ningún destino se resuelve sin resto en el apetito carnal, en el anhelo de obtener puestos públicos y en la perplejidad de la muerte, sino también (digamos) en el andén número catorce de Constitución, en el manejo de la Enciclopedia Británica, en el uso y abuso del café solo, en el amor de altas mujeres de traje negro, en el inagotable olor peculiar de la pasta española, en tal o cual aplicación de la música de los Saint Louis Bines, en la variada infamia de un cáncer, en el recuerdo de una rosa amarilla después de una tormenta. Alguna vez yo premedité una poesía que eliminara todos los pormenores circunstanciales; Elvira de Alvear acaba de lograr lo contrario, y ello confiere a sus poemas una incomparable autenticidad.
Otra característica es la extensión de determinadas composiciones. Desde un renglón perdido en sus infatigables Obras Completas, el infinito predicador Baltasar Gracián sigue infiriéndonos aquella numérica vaguedad de "lo bueno si breve, dos veces bueno". A ese dictamen suelen agregar los atolondrados aquel otro de Poe, que niega la posibilidad de poemas largos. De acuerdo, pero dilucidemos que largos quiere sólo designar aquellos poemas que no se dejan leer de una vez (ejemplo, la epopeya de Milton) y que el mismo Poe reclama una determinada duración para que el hecho estético se produzca. Mi propósito es recobrar este desdeñado principio: la extensión puede ser intensidad, no lo contrario como deja entender la etimología. Hay quien propende a la brevedad, a cifrar muchas intenciones en una estrofa o tal vez en un verso; hay quien busca una lenta saturación, una ardiente y sabia monotonía de renglones unánimes. De estos es Elvira de Alvear. De ello podemos inducir (claro que sin desmedro de su ejecución poética de hoy) que su definitivo porvenir está en la novela: adivinación que parece corroborada por el modo circunstancial de muchas poesías. Por lo demás, tampoco faltan memorables versos en este libro (cielo espeso, el de la patria, encima es un eficacísimo ejemplo) pero la plenitud de cada composición importa mucho más que sus partes. Ello es extraordinario en este tiempo en que todo escritor tiene líneas buenas aisladas y casi ninguno tiene otra cosa.
Una tercera observación quiero aventurar; el tema será la oscuridad de ciertos pasajes. Me consta que esa oscuridad no sobrevive a la relectura, pero eso no me impide dar este consejo al lector: Separar (alprincipio) el goce estético de la comprensión intelectual. El escándalo de esa prevención es sólo aparente. Su fin es legitimar una acción que todos practicamos. El verso funciona por el delicado ajuste verbal, por las "simpatías y diferencias" de sus palabras, no por la firmeza de las ideas en que lo resuelve después el conocimiento. Busco un ejemplo clásico, un ejemplo que el más insobornable de mis lectores no querrá invalidar. Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, horrendo en galeras y naves e infantería armada. Es fácil comprobar que en tal soneto la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
I su Epitaphio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón. En general, sospecho que la posible justificación lógica de esos versos (y de todos los versos) no es otra cosa que un soborno a la inteligencia. El agrado —el suficiente, máximo agrado— está en el equilibrio difícil, en el heterogéneo contacto de las palabras12. Yo me atrevo a pensar que todos los artificios de la retórica son reducibles a la oposición, al contraste, y que son tanto más afortunados cuanto menos burda es la oposición. Yo haría caber en el oximoron parcial todos los esplendores de la palabra, antiguos y futuros... Así, en este verso que destaco al azar
en la angustia de esperar una cifra
hay el contraste de la connotación emotiva de las palabras angustia y esperar y la connotación abstracta de cifra.
Felices los poetas, y misteriosos. El honor del prosista reside en la adecuación exquisita del propósito y de la obra, en la justicia y la necesidad de las cláusulas; el del poeta, en que la obra sea inconmensurable con la intención y la rebase de algún modo, infinitamente. Amanuense de los rumores de un dios, cuyas distracciones debe suplir, el poeta ensaya la construcción de un orden posible. Sus intenciones nada importan, o sólo importan cuando la obra está malograda. Por consiguiente, nada escribiré de los propósitos especiales que fueron impulsión de Elvira de Alvear. Aquí están sus versos: autónomos.
27 de octubre de 1934.
Arturo Jauretche
EL PASO DE LOS LIBRES
Prólogo
Buenos Aires, Editorial "La Boina Blanca"
La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada —y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o sino de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso telégrafo13 y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del Orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder —sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje—. Ya lo dice Jauretche, en una de sus estrofas más firmes:
En cambio murió Ramón
jugando a risa la herida:
siendo grande la ocasión
lo de menos es la vida.
Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los corteses cantores de Islandia y de Noruega, diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi "cantando y combatiendo los tiranos del Río de la Plata".
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los Libres está en la tradición de Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La adecuación de la manera de esos poetas al episodio actual es tan feliz que no delata el menor esfuerzo. La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los hombres.
Salto Oriental, noviembre 22 de 1934.
LAS PESADILLAS Y FRANZ KAFKA
Diario La Prensa, Buenos Aires, 2 de junio de 1935.
Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de reciente inauguración. Es verdad que de Luciano de Samosata a Quevedo (o si se quiere, de Isaías al Dante) muchos escritores han simulado la relación de un sueño, pero sus diversas ficciones no guardan el menor parecido con lo que nuestra mente suele expedir en las madrugadas confusas. A menos de pensar que la vida onírica de Quevedo fue tan superior a la nuestra como su vigilia genial, todo nos deja suponer que sus "sueños" eran ejercicios de sátira que no pedían otra cosa a su nombre que la oportunidad de congregar personas incoherentes o la de cortar el relato en cuanto la invención propendía a languidecer. No son visuales, y muy contadas veces son mágicos; son más bien oratorios, moralistas, chascarrilleros. Advertir que alguien los soñó, no puede ser sino un artificio retórico. En cuanto a los "soñadores" proféticos —Isaías, Ezequiel, San Juan el Teólogo, Dante, John Bunyan—, su estilo continuado y autoritario en nada se parece al de nuestros sueños. Eliot ("Selected Essays", página 229) insinúa que la calidad de los sueños contemporáneos es inferior, porque les atribuimos un origen visceral o sexual, y que si los creyéramos divinos, observarían el decoro y el orden que ahora, indiscutiblemente, les falta; la conjetura es más inteligente que verosímil.
Sea lo que fuere —y descontando determinadas visiones de Swedenborg y Blake, que deben ser auténticas—, el primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth, en su poema discursivo "The Prelude", ejecutado en el verano de 1805. Resumo aquí el resumen que da De Quincey. El soñador, el presoñador, está leyendo el "Don Quijote" en la playa, y bajo la opresión del sol cenital, se queda dormido, fija la vista en las arenas. Esos pormenores no son inútiles: preparan y justifican el sueño. Éste, por deformación natural, hace de la playa un Sahara, y del ecuestre y benévolo Don Quijote un árabe de lanza, que viene desde lejos en dromedario. Se acerca el árabe y Wordsworth nota en sus facciones la agitación del miedo. En la mano tiene dos libros: uno, los "Elementos de Geometría", de Euclides; otro, que es un libro y no lo es, porque también semeja un caracol, y es ambas y ninguna de las dos cosas. El árabe le advierte que se lo ponga al oído; Wordsworth obedece, y oye una voz en un lenguaje extraño pero indudable que profetiza la aniquilación inmediata del mundo por obra de un diluvio. Gravemente, el árabe corrobora que así es y que su divina misión es la de enterrar esos libros: el primero, "que mantiene amistad con las estrellas, no molestado por el espacio y el tiempo", y el otro, "que es un dios, muchos dioses". Se trata, en suma, de rescatar de la ruina general de la humanidad la poesía y las matemáticas. El horror cunde por el rostro del árabe; Wordsworth mira a su espalda y divisa una gran luz en el horizonte. El árabe pronuncia que son las aguas que ya están ahogando el planeta. Dicho esto, huye, y el poeta se despierta aterrorizado, a la serena vista del mar.
Es imposible no admirar muchos rasgos del ensueño anterior —la lanza que une las imágenes del manchego y del árabe, la ambivalencia de caracol y de libro, la compañía de ese objeto mágico y de un libro escolar, la profecía que está a cargo de aquél y no del jinete, el agua dilatada en diluvio, la inundación que se manifiesta al principio en el pavor de un rostro y al fin como una luz en el horizonte—; pero esa misma continuidad de la fábula parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos de un soñador. Los sueños (dice Spiller) son el plano más bajo del pensamiento. De ahí lo inverosímil de esa arquitectura exquisita; de ahí también la dificultad de crear sueños, vale decir, episodios encantadores, pero que puedan sin violencia atribuirse a un estado caótico. " Alice in Wonderland", de Lewis Carroll — 1865—, adolece también de esa falta. En cambio, el "Réve parisién", de Baudelaire —aquel de un infinito país atónico, de metal, de mármol y de agua, negro y pulido—, parece menos imposible, en razón de su misma simplicidad.
Tampoco los sueños de Kafka son continuados; cada uno de ellos apareja una sola intuición. Tienen clima y traiciones de pesadilla. Antes de resumir alguno, quiero señalar el desdén que suelen profesar los psicólogos por ese tigre y ángel negro de nuestro sueño: la pesadilla. Para casi todos, no es otra cosa que "un accidente aislado, el episodio de una indigestión o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos", (Paul Groussac, "El viaje intelectual", página 257). Suelen abundar de tal modo en su posible origen visceral o respiratorio, que no reparan en su peculiar ambiente de horror, diverso no ya de los otros sueños, sino —cualitativamente— de los instantes atroces de la "realidad". De cuanto he leído sobre ese tema, sólo han quedado en mi recuerdo las observaciones de Coleridge, en las notas para su conferencia de marzo de 1818. Este declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas fuerzas —las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por las imágenes—, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesadilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio? Ese clima es precisamente el de los relatos de Kafka.
La N. R. F. ha publicado en 1933 una versión de su novela "El proceso", libro que me atrevo a juzgar menos extraordinario que los cuentos recopilados bajo el nombre general "Ein Landarzt" ("Un médico de campaña"), no traducido aún. Todos son breves: alguno no rebasa las cinco páginas. Dos propósitos tengo al insistir sobre esa brevedad: uno, el de animar la curiosidad del lector, asegurándole unos gastos frugales de atención y de tiempo; otro, el de evidenciar que cada relato puede limitarse a una idea, apenas "aprovechada" por el narrador. Es notorio que el proyecto de un libro suele aventajar a su ejecución; Kafka, en cada uno de los cuentos del "Landarzt", ha escrito ese proyecto, sin mayor adición de pormenores circunstanciales o psicológicos. Resumo uno de aquellos resúmenes, en la seguridad de que algo se pierde, pero no todo. El nombre es "Eine kaiserliche Botschaft", ("Un mensaje imperial"). Está escrito en segunda persona. El héroe, el nada heroico y resueltamente pasivo héroe de la fábula, se identifica de ese modo con el lector, como en los versos vocativos de Whitman. El argumento es éste. El emperador —cualquier emperador— está agonizando. Para que todos puedan asistir a su muerte, las paredes interiores del palacio han sido derribadas. El emperador aguarda el final en su lecho de muerte y lo cerca una muchedumbre casi infinita. Antes de fallecer, el emperador hace un signo y un servidor tiene que inclinarse sobre él para recoger sus últimas órdenes. El emperador murmura un mensaje urgente para el más ignorado de sus subditos, que habita el extremo opuesto de la ciudad. Inmediatamente el servidor se pone en camino. Es infatigable y altísimo y tiene sobre el pecho una estrella, símbolo de su misión imperial. Todos se apartan frente al hombre y la estrella. Pero la turba es tan numerosa que el mensajero nunca llegará al jardín del palacio. Aunque llegara, jamás acabaría de atravesar el infinito ejército respetuoso que está de guarnición. Aunque lo atravesara, jamás podría atravesar la ciudad en que vives, llena también de una muchedumbre infinita. El mensajero nunca llegará y es inútil que lo esperes en la ventana. Ahora mismo avanza con rapidez entre los hombres que se apartan ante la estrella, pero tú vivirás y morirás sin haber recibido el mensaje.
Algún perverso lector interrogará: ¿Se trata de un símbolo? Yo, apasionadamente, juzgo que no. Nada en el mundo es incapaz de una interpretación simbólica; ni siquiera los sueños (cf. el almanaque de los mismos y la tesis de Freud), ni aun aquellas rocas imitativas que procuran distraer al espectador con el perfil de Napoleón o de Lincoln. Es harto fácil denigrar los cuentos de Kafka a juegos alegóricos. De acuerdo; pero la facilidad de esa reducción no debe hacernos olvidar que la gloria de Kafka se disminuye hasta lo invisible si la adoptamos. Franz Kafka, simbolista o alegorista, es un buen miembro de una serie tan antigua como las letras; Franz Kafka, padre de sueños desinteresados, de pesadillas sin otra razón que la de su encanto, logra una mejor soledad. No sabemos —y quizá no sabremos nunca— los propósitos esenciales que alimentó. Aprovechemos ese favor de nuestra ignorancia, ese don de su muerte, y leámoslo con desinterés, con puro goce trágico. Ganaremos nosotros y ganará su gloria también.
Gloria Alcorta
LA PRISON DE L'ENFANT
Lithographies de Héctor Basaldua, Buenos Aires, 1935.
Prefacio
El defecto más constante de las letras francesas o, si se quiere, el carácter de esta literatura que puede muy fácilmente confundir a un extranjero, es la ansiedad cronológica e histórica de sus escritores. Demasiado modestos para considerarse otra cosa que meros momentos posibles o necesarios de una evolución, demasiado lúcidos para no saber exactamente lo que emprenden, nunca se ven sub specie aeternitatis, siempre sub specie temporis vel historiae. Tratan, o bien de continuar una tradición o bien de contradecirla a sabiendas. Francia propone así el extraño y metódico espectáculo de una literatura hecha para sus historiadores. Todos pueden verificar que la fecha de una obra francesa se percibe fácilmente en una simple lectura, lo que no ocurre en un libro inglés, a menudo habitado por profecías y anacronismos. (Hablo de la única literatura occidental que puede, sin una desproporción demasiado flagrante, juxtaponerse a la francesa.) En cuanto a este libro, es mucho más contemporáneo por las incoherencias buscadas y por la parte que se refiere al sueño, que por sus motivos comunes —grandes parques ociosos, mármoles contemplados, aguas rectangulares de los estanques— que derivan de Henri ele Régnier. No proscribo estos motivos; en lo que respecta a la atmósfera mágica u onírica de todo el volumen, nuestra incredulidad se complace, pero es bastante probable que el libro comience a morir por ese lado. Más importante que los símbolos elegidos y que la atmósfera general, es la sintaxis de estos poemas, su organización admirable.
A falta de poder citar el volumen entero, copio algunos ejemplos:
Yo lo espero desde mi infancia,
desde hace cuatro largos días y cuatro largas noches.
Para esta facultad bastante misteriosa que se llama la razón, "desde mi infancia" puede significar una duración más vasta que "desde hace cuatro largos días y cuatro largas noches"; para la imaginación, lo contrario es verdadero, porque la primera espera no es concebible, y mucho menos concreta. Trasponer el orden de estos versos, es aniquilarlos.
He sentido en alguna parte
una guirnalda desnuda de mujeres que bailaban.
Es una estatua que habla, una Venus o Diana, agobiada por el pesado sol. Admiro allí tres cosas: la desnudez que no se atribuye a las mujeres sino a la guirnalda total de las figuras; el pasado indefinido y el imperfecto; este voluntariamente nebuloso "alguna parte", que designa de una manera lejana el pedestal bien próximo y nos demuestra la prisión de Afrodita.
Flores húmedas sobre los vestidos, los vestidos duros de las
estatuas sin cabezas, sin brazos que amenazan.
Dos operaciones, dos "efectos", a destacar en estos versos: primero, la sorpresa de ver estas flores húmedas sobre los sordos vestidos en mármol conciso; después, la pena que parece manifestarse en la ausencia de brazos amenazantes.
Y hemos caminado días y semanas
a través de pasillos sin fin.
Circunstancia de pesadilla y de laberinto: no es la marcha la que no tiene fin, son los pasillos mismos.
Una última cita, en la que no trataré de analizar los valores muy complejos: los contactos de las palabras, los adverbios, la prosodia ferviente e infalible.
El se alia a las formas insaciables de las nubes,
El vuela incesantemente enamorado de su deseo, su deseo
de ser Dios.
El vuela, y lentamente ignorando lo mortal,
Virgen, locamente virgen, levanta vuelo.
Se comprueba que este Universo ha empezado por los rudimentos de la astronomía y por el caos —es un principio menos preciso que las sensaciones, las ideas o los sentimientos. En una época, y en un hemisferio, en que la torpeza es la apuesta notoria del genio, es sorprendente que el universo poético y sintáctico que propone Gloria Alcorta empieza —yo diría casi insolentemente— por la perfección. Por la perfección, digo, por la más delicada y ardiente perfección. Yo no sé si ella encuentra les mots justes que fueron tan preciados a la familia Goncourt y a Flaubert; ella logra mucho más —encuentra estas palabras sutilmente desplazadas sin las cuales las operaciones de la poesía no existirían. La ternura y lo sobrenatural abundan en este libro; guardémonos de ignorar la ciencia verbal que las transmite o las forma.
Buenos Aires, 12 de julio de 1935.
LA GÉNESIS DE "EL CUERVO" DE POE
Diario La Prensa, Buenos Aires, 25 de agosto de 1935.
En su entrega de abril de 1846 —el primer año de la guerra con México, el año de la travesía del Misisipí por las carretas del heresiarca polígamo Brigham Young—, el "Graham's Magazine" de Filadelfia publicó un artículo a dos columnas de su corresponsal Mr. Poe, titulado "The philosophy of composition". Edgar Alian Poe, en ese artículo procuraba explicar la morfología de su ya glorioso poema "The raven". Diversos traductores —desde el venezolano Pérez Bonalde a Carlos Obligado— han vinculado ese poema a la literatura española. Cabe, pues, descontar su conocimiento y proceder a las glaciales revelaciones de su creador.
Este comienza por alegar los motivos fonéticos que le indicaron el estribillo melancólico nevermore (nunca más). Dice luego su necesidad de justificar de un modo verosímil el uso periódico de esa palabra. ¿Cómo reconciliar esa monotonía, ese "regreso eterno", con el ejercicio de la razón? Un ser irracional, capaz de articular el precioso adverbio, era la solución evidente. Un papagayo fue el primer candidato, pero inmediatamente un cuervo lo suplantó, más decoroso y lóbrego. Su plumaje aconsejó después la instalación de un busto de mármol, por el contraste de esa candidez y aquella negrura. Ese busto era de Minerva, de Palas: por la eufonía griega del nombre y para condecir con los libros y con el ánimo estudioso del narrador. Así de todo lo demás... No traslado la fina reconstrucción ensayada por Poe; me basta recordar unos eslabones.
Inútil agregar que ese largo proceso retrospectivo ha merecido la incredulidad de los críticos, cuando no su burla o su escándalo. ¡Del interlocutor de las musas, del poeta amanuense de un dios oscuro, pasar al mero devanador de razones! La lucidez en el lugar de la inspiración, la inteligencia comprensible y no el genio, ¡qué desencanto para los contemporáneos de Hugo y aun para los de Bretón y Dalí! No faltó quien rehusara tomar en serio las declaraciones de Poe: ellas no pasaban, se dijo, de una maniobra para utilizar la notoriedad del poema anterior, una de esas ladinas segundas partes "que nunca fueron buenas". La conjetura es verosímil, pero cuidémonos de no confundir "lucrativo" y "malo", "oportuno y digno de vituperio"... Otro censor, más inteligente y letal, pudo haber denunciado en aquellas hojas una vindicación romántica de los procedimientos ordinarios del clasicismo, un anatema de lo más inspirado contra la inspiración. (Es la tarea vitalicia de Valéry). Otros, harto crédulos, temieron que el misterio central de la creación poética hubiera sido profanado por Poe, y recusaron el artículo entero. Se adivinará que no comparto esas opiniones. De hacerlo no ensayaría este comentario, que importaría el descaro de suponer que el mero hecho de anunciar mi adhesión iba a acreditarlas. Yo —ingenuamente acaso— creo en las explicaciones de Poe. Descontada alguna posible ráfaga de charlatanería, pienso que el proceso mental aducido por él ha de corresponder, más o menos, al proceso verdadero de la creación. Yo estoy seguro de que así procede la inteligencia: por arrepentimientos, por obstáculos, por eliminaciones. La complejidad de las operaciones descritas no me incomoda; sospecho que la efectiva elaboración tiene que haber sido aún más compleja, y mucho más caótica y vacilante. En mi entender, Poe se redujo a suministrar un esquema lógico, ideal, de los muchos y perplejos caminos de la creación. Sin duda, el proceso completo era irrecuperable, además de tedioso.
Lo anterior no quiere decir que el arcano de la creación poética —de esa creación poética— haya sido revelado por Poe. En los eslabones examinados, la conclusión que el escritor deriva de cada premisa es, desde luego, lógica; pero no es la única necesaria. Verbigracia, de la necesidad de un ser irracional capaz de articular un adverbio, Poe derivó un cuervo, luego de pasar por un papagayo; lo mismo pudo haber derivado un lunático, resolución que hubiera transformado el poema. Formulo esa objeción entre mil. Cada eslabón es válido, pero entre eslabón y eslabón queda su partícula de tiniebla o de inspiración incoercible. Lo diré de otro modo: Poe declara los diversos momentos del proceso poético, pero entre cada uno y el subsiguiente queda —infinitesimal— el de la invención. Queda otro arcano general: el de las preferencias. ¿Qué necesidad inevitable hizo que el poeta compusiera ese poema particular? ¿Qué anhelo satisficieron en él esos dos símbolos del cuervo y del mármol? Entiendo que esas interrogaciones (y las que quiera proponer el lector) son inteligentes; entiendo con no menos convicción que la sola esperanza de una respuesta es aventurada. Bástenos comprender que a Edgar Alian Poe le gustaban esos dos símbolos.
Esa comprensión no es tan irrisoria como parece. La mente, por no sé qué superstición alemana de la "profundidad", suele magnificar el valor del contenido (conjetural) de los símbolos y desconocer los encantos de su forma plástica o verbal. Las formas de un pirata, de Gary Cooper, de un gaucho cuchillero, de un granadero de Carlos XII, de un "cowboy", son diversos guarismos que manifiestan la idea de coraje, pero quién no ve las atracciones o repulsiones peculiares de cada uno. Otra cara de esa verdad: el verso funciona por el delicado ajuste verbal, por las "simpatías y diferencias" de sus palabras, no por la firmeza de las ideas en que lo resuelve después el conocimiento. Busco un ejemplo clásico, un ejemplo que el más insobornable de mis lectores no querrá invalidar. Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, "horrendo en galeras y naves e infantería armada".
Es fácil comprobar que en el tal soneto la espléndida eficacia del dístico:
Su tumba son de Flandes las campañas
y su Epitaphio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: "el llanto militar", cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: "el llanto de los militares". En cuanto a la "sangrienta Luna", mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué meritorias piraterías de don Pedro Tellez Girón. En general, sospecho que la posible justificación lógica de esos versos (y de todos los versos) no es otra cosa que un soborno a la inteligencia. El agrado —el suficiente, máximo agrado— está en el equilibrio difícil, en el heterogéneo contacto de las palabras. De la palabra, a veces. En las 1001 Noches, en la entera novelística del Islam, es común el caso del héroe que se enamora de una mujer hasta la palidez y la muerte, por el solo encanto de su nombre.
¿Qué conclusiones autorizan los hechos anteriores? Juzgo que las siguientes: primero, la validez del método analítico ejercido por Poe; segundo, la posibilidad de recuperar y fijar los diversos momentos de la creación; tercero, la imposibilidad de reducir el acto poético a un puro esquema lógico, ya que las preferencias del escritor son irreducibles.
El valor del análisis de Poe es considerable: afirmar la inteligencia lúcida y torpe y negar la insensata inspiración no es cosa baladí. Sin embargo, que no se alarmen con exceso los nebulosos amateurs del misterio: el problema central de la creación está por resolver.
Gloria Alcorta
LA PRISON DE L'ENFANT
Buenos Aires, 1935
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 1, noviembre de 1935.
Organizar lo sobrenatural, jugar a la magia, es una de las actividades predilectas de la razón, y aun de la incredulidad. En este libro límpido, Gloria Alcorta la ejerce con alegría. Su atmósfera es de ensueño, pero de ensueño gobernado lúcidamente, con un desvelo que no excluye el temblor. Gloria Alcorta sueña, pero sabe que está soñando. ¿No es ése, acaso, el goce peculiar de los sueños? Yo escribí alguna vez que el horror especial de la pesadilla era su irrealidad, era el saber que comerciábamos con fantasmas; ahora sospecho que en el sueño feliz hay el agrado de sabernos instigadores de ficciones hermosas. Salvo en el poema final —el que da su nombre a la serie—, Gloria parece preferir el sueño feliz. En general, opera con los símbolos de Verlaine y de Henri de Régnier: los grandes parques descuidados y ociosos, el agua rectangular que repite un mármol ilustre, los antifaces, las puestas de sol y las despedidas, las serpentinas muertas del alba. Son cosas que se parecen a la tristeza; la dicha está en las travesuras incorregibles de la sintaxis, en la tierna prosodia. El es cosa ligera, alada y sagrada es la definición platónica (o socrática) del poeta; el presente volumen la justifica.
Se trata de un primer libro, se trata —¡oh lúcido milagro!— de alguien que no comienza por la dudosa y turbia genialidad, sino por la sonriente magia y el orden. El orden verdadero, entiéndase, hecho de muchos y pequeños desórdenes, no el orden falso de los lúgubres perpetradores de sonetos perfectos. Empezar por la destreza, por la graciosa y ardua destreza ¿no es ello extraordinario?
El libro "La prison de l'enfant" incluye siete litografías admirables de Basaldúa y un prólogo de G. L. B.15 de aceptable doctrina, pero consumado en un francés que es más bien incómodo.
LA VUELTA DE MARTÍN FIERRO"
Diario La Prensa, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1935.
"Nunca segundas partes fueron buenas" dijo (para que le dijeran que no) Miguel de Cervantes en el principio de un Quijote segundo que aventaja notoriamente al primero. La observación es justa, y la bondad del segundón cervantino es otra cosa que la proverbial excepción que confirma la regla, ya que procede —según ha demostrado Groussac— de una rectificación del plan primitivo, no de su mera y simple continuación. Queda pues el problema multiplicado en tantos ejemplos: el por qué de la inferioridad general de las segundas partes. Descartada la hipótesis bergsoniana, sentimental (supremacía de la misteriosa intuición, impropiedad y estupidez de la inteligencia), indagaremos otra. Sospecho que la fatiga del escritor tiene alguna culpa, y mucho más que la del escritor, la del público. Éste, en efecto, requiere una proeza no muy posible: la repetición de un asombro. Quiere ser asombrado por el héroe que la primera parte le descubrió, y no tolera ningún cambio en el héroe. Quiere lo mismo y quiere que lo mismo sea diferente. Sucede así con las segundas partes lo que sucede con las muchas versiones fonográficas de los "Saint Louis Blues" o "Don Juan": deben satisfacer una lealtad, pero también deben deslizar novedades. En el caso que me propongo estudiar —"La vuelta de Martín Fierro"— colaboran otras molestias, especiosa una de las dos, real aunque discontinua la otra. Empiezo por aquélla: la historia, según la intención del autor, termina con "La ida". Cruz y Fierro atraviesan la frontera con su tropilla prestada, se pierden más allá de los fortines del Azul o Junín, se aindian o perecen. El símbolo es cabal: ya queda evidenciado lo que el ejército hace con los decentes paisanos de la provincia de Buenos Aires. El público, más curioso que José Hernández, prefirió disentir. Nada le importó el gaucho Martín Fierro, símbolo impersonal del hombre pampeano deteriorado por el cantinero, el sargento y el comisario pagador; le interesó el destino de Martín, que tenía un parejero moro y que se agarró a puñaladas con aquel negro y lo dejó tendido. Le interesó la amistad de Fierro y de Cruz, del contrito policiano y del desertor. No pretendo que a Hernández no le importaran esos valerosos destinos; lo que asevero es que el favor del público lo determinó a continuarlos. Rojas y Lugones lo admiten. "Semejante revelación —dice el último— influyó por suerte nuestra en el ánimo del autor, y La vuelta de Martín Fierro completó de una manera definitiva su empresa". Hay un hecho seguro: esencialmente, el "Martín Fierro" es una novela (pese al accidente del verso) y una novela es buena en razón directa del interés que la unicidad de sus caracteres inspira al autor y en razón inversa de los propósitos intelectuales o sentimentales que la dirigen. Así, nuestro admirable "Don Segundo Sombra" me parece inferior a "Huckleberry Finn" de Mark Twain, no sólo por la menor identificación del autor con el héroe, sino porque Mark Twain no quiso otra cosa que copiar unos hombres y su destino, en tanto que a Güiraldes le adivinamos un propósito partidario: demostrar que el arreo de novillos en la chata provincia de Buenos Aires —los literatos de la capital le dicen La Pampa— tiene mucho de heroico. A José Hernández las hazañas ecuestres y cuchilleras de un gaucho lo asombran algo menos, pero adolece de otro propósito que le impide alcanzar la novela "pura": el propósito vindicatorio, social. Las ideas generales son el riesgo del novelista. No es imposible que el epíteto sobre; lo cierto es que los ejecutores más gloriosos de la novela —Cervantes, Defoe, Conrad, Dostoievski, Flaubert— parecen haber sido más observadores que pensadores, más enamorados de lo concreto que algebristas y músicos de lo general. Cierta vez, una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas. Es el caso de Martín Fierro. Algún panegirista, devoto de la mera multiplicación, ha querido que la biografía de ese gaucho fuera la de todos los gauchos y ha pretendido comprimir en ese cuchillero individual de 1870 el proceso complejo de nuestra historia. En esa pretensión acechan dos equivocaciones hermanas. En primer lugar, la sola concepción de un país habitado únicamente por desertores domiciliados en vizcacheras, es inimaginable; en segundo, el gaucho de la campaña de Buenos Aires ha contado poquísimo en el decurso de la historia argentina, y aun en la de su provincia natal. Es evidente que la historia del Uruguay no es la historia de Montevideo; la de Buenos Aires, en cambio, cabe en la ciudad de ese nombre. En la otra banda el campo mandó; en ésta, la ciudad. Descontada alguna intrusión entrerriana o santafecina, la montonera (ese organismo primordial de la guerra gaucha) apenas si figura en nuestra provincia en el combate episódico de Las Palmitas, donde la deshace el coronel Suárez. Comparado a caudillos de horda, como Quiroga, Artigas, Andresito o Ramírez, nuestro máximo "gaucho" —donjuán Manuel— es un estanciero burócrata. Su poderío está en la capital, donde el gaucho de veras no entra ni se establece; Rosas, en cuanto la pierde, se embarca... Por lo demás, la primacía del gaucho oriental, correntino, entrerriano y aun brasilero, no merece cólera, o pesadumbre. Su razón es clara: la sujetadora influencia de Buenos Aires.
He prometido denunciar otro rasgo que me resulta incómodo: los certificados de autenticidad y vigor que el escritor se extiende a sí propio, con insistencia comercial. Infinitamente insinúa que de todos los gauchos que hay en plaza, el único genuino es Martín.
Aquí no hay imitación,
esto es pura realidad.
En tales versos, el tono comercial es inconfundible. Otra vez, alude sin mayor disimulo a Estanislao del Campo:
Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar,
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi modo de cantar.
El penúltimo lance del poema —la payada de contrapunto entre Martín Fierro y el negro— ha padecido el elogio romántico de Miguel Cañé y la censura literaria de Lugones. Entiendo que los dos se equivocan al juzgar sus lacras aisladas o sus virtudes, y que debemos encararla en función de los payadores incultos y de su ambiente. Recordará el lector los asuntos propuestos en aquel duelo de voces atipladas y de trabajosas guitarras: el canto de la tierra, el canto del cielo, el canto de la noche, el canto del mar, el peso, la cantidad, la medida, el tiempo, el amor y la ley. Nada de criolladas, como esperaría un porteño, sino temas grandotes, dignos de la labia de Byron o la confusa meditación de los griegos. Esa aparente anomalía me parece admirable. Al gaucho cantor lo gauchesco no le interesa, sino la pretensión y el prestigio. De paso, quiero anotar esta observación paralela: al compadrito, tampoco le interesa el lunfardo. "En trance de milonguear", Almafuerte es su dios y Joaquín Castellanos es su profeta. "El tango arrabalero ha conquistado el asfalto" oigo infinitamente. De acuerdo: lo que aún no ha conquistado son las orillas. En el "hinterland" de la Chacarita o de Boedo, persiste la milonga ceremoniosa, que se basta con las seis cuerdas de la guitarra, y que simula (como Fierro y el negro) temas gigantescos y vanos.
He señalado ciertas imperfecciones de la "Vuelta". Ellas no se deben interpretar en sentido absoluto, sino en relación con la primera parte y hasta con el nivel admirable de la segunda. Hay escenas —la paciente, valerosa muerte de Cruz, la muerte desordenada y sórdida de Vizcacha, las observaciones del comandante a los enganchados— de las que mal podría prescindir nuestra literatura. Hay esta broma espléndida:
Vos porque sos obtuso
ya te querés sublevar.
¿Sublevar contra qué? Contra el hecho de ser enrolado, precisamente. Hay también esta aclaración total de un destino:
Había un gringuito cautivo
que hablaba siempre del barco
y lo ahugaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
"Martín Fierro" es de los libros que yo más quiero; por eso mismo, trato de defenderme de esa pasión y de juzgarlo con probidad.
YO...YO
¿Qué opina Vd. de sí mismo?
Leoplán, Buenos Aires, Año II, N° 24,11 de diciembre de 1935.
La respuesta varía según la hora, según la temperatura, según el régimen dietético, según las personas que espero ver. De una a siete de la tarde —mis horas oficiales o teóricas de "trabajo"— me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur, pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las estúpidas.
Releo poco mis libros. Los dos capítulos iniciales de Evaristo Carriego, el libro entero Discusión, la página 51 de la Historia universal de la infamia y las biografías del Espantoso redentor Lazarus Morell y del Tintorero enmascarado Hákim de Merv en esa misma Historia, deben ser lo menos intolerable de cuanto he escrito. He publicado tres libros de versos: del primero (Fervor de Buenos Aires, 1923) me agradan dos páginas, Remordimiento por cualquier defunción y Llaneza; del segundo (Luna de enfrente, 1925) ninguna; del tercero (Cuaderno San Martín, 1929) las tituladas Isidoro Acevedo, Muertes de Buenos Aires, La noche que en el Sur lo velaron.
Temo parecer indulgente; sé lo imposible de escribir una página sin haber escrito un volumen.
Francisco Luis Bernárdez
EL BUQUE
Editorial Sur, Buenos Aires, 1935
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 2, enero de 1936.
Ya lo podemos confesar en voz alta: la obra de Bernárdez (como alguna vez la de Mallarmé) era casi irreparablemente inferior a su conversación, a su talento, a su intransigencia, a sus escrúpulos y a su fama. Alguien —digamos el no menos intransigente Néstor Ibarra—pudo juzgar que aquella fama de 1926 no era sino un error; "El buque", ahora, nos demuestra que era una verdadera adivinación, un simple anacronismo. "El buque" justifica con esplendor la fama de Bernárdez.
Muchos lectores, sin embargo, ignorarán qué clase de lectura se espera de ellos. "El buque" es un poema narrativo en primera persona que comprende un solo lugar y una sola noche; esos lectores interrogarán si el poeta les propone el relato —metafórico o literal— de una sola y concreta experiencia mística, o si ha querido alegorizar un largo proceso. Yo creo que lo segundo es lo cierto, pero que debemos leer el poema según la primer interpretación. Debemos leerlo a modo de novela y no de adivinanza. Es el caso de todas las alegorías, y aun de la más famosa y mejor: "El progreso del peregrino, de este mundo a aquel otro que vendrá", del visionario puritano Juan Bunyan. Abandonarse al puro goce de la lectura: tal es el proceder que recomiendo, al menos al principio.
En este libro, la destreza métrica y sintáctica de Bernárdez es continuamente admirable. Su vocabulario no es menos justo — si bien abusa alguna vez del dialecto escolástico, no siempre aligerado por palabras de un ambiente distinto. En general, prescinde de los epítetos asombrosos en pro de los epítetos necesarios — que pueden ser asombrosos también.
Copio unos versos (misteriosos y límpidos a la vez) para delectación del lector:
Detrás de cada puerta
(Por lo menos a mise me figura)
Puedo sentir a cierta
Persona que murmura
Mi sobrenombre por la cerradura.
¿De quién es esta sombra
Que, por el agujero de la llave,
Suspirando me nombra
Con un acento grave
Como la melodía de la nave?
Salgo de cada pieza
Donde suena la voz inusitada,
Con la misma certeza
De no haber visto nada
Más que la soledad acostumbrada.
La sombra que suspira,
La sombra que me llama con empeño,
Debe de ser mentira,
Debe de ser el sueño
De alguna sombra que no tiene dueño.
En busca de la fuente
Pródiga del sonido enamorado,
Desesperadamente
Pero sin resultado,
Voy recorriendo el buque abandonado.
A un escritor del Siglo de Oro las siguientes rimas agudas le hubieran sonado a jocosas; para nosotros, ya, son patéticas.
El hermoso velero
De tres palos y proa de violín
Apoya en el sendero
Mas ancho del jardín
Una blancura que no tiene fin.
El defecto del "Buque" —¿y qué poema de ochocientos versos no adolece de alguno?— es la naturaleza didáctica, para no decir escolar, de la revelación que le es deparada al autor. Hay estrofas que son nociones elementales de teología, versificadas.
En conjunto: un libro admirable.
Arturo Capdevila
JOAN GARIN E SATANÁS
1935, Barcelona
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 2, enero de 1936.
Antes de formular el justo elogio de este libro preclaro, conviene dirimir una confusión. Se trata de un reproche turbio, inarticulado, fundamental, que los más jóvenes le hacen a Capdevila. Un reproche de ardua refutación, porque no está en palabras, sino en desganos. Más de treinta volúmenes tiene publicados ya Capdevila, y no hay semestre que no aporte sus novedades. Nadie coteja las páginas antiguas con las modernas: todos prefieren resolver que las de ahora (por ser muchas) son malas, y que D. Arturo es un escritor que se ha "standardizado" — como si la palabra standard fuera un oprobio, en vez de una medida de perfección. (Lo delicioso es que los enemigos acérrimos de todo criterio cuantitativo recurren siempre a él, al ponderar con toda grosería la brevedad material de tal o cual obra). Olvidan que la facilidad no es obligatoriamente culpable, olvidan que hay un momento en que la expresión deja de constituir un problema. El escritor, llegado ese momento, se sabe vinculado a determinado vocabulario, a determinada voz, a determinadas formas sintácticas, y en ellos vierte lo que quiere decir...
Hay otra acusación; mejor dicho, hay otra manera de la acusación anterior. Con deliberación o sin ella, el escritor de fama es asimilado al "orden de cosas", al siempre deplorable "orden de cosas" que es urgente abolir. La opinión lo hace solidario de la fealdad de los edificios públicos, de la tristeza de los domingos y de las estatuas, del tedio de los días. De esa brutal asimilación no se salvan ni los más disconformes, ya que su rebelión es considerada como parte de ese "orden". Digamos toda la verdad: el hijo no se quiere reconocer en el padre, el hijo no tolera que su padre tenga razón.
Denunciadas ya esas dificultades, paso al libro de Capdevila17. Uno de sus agrados (y no el menor), es la deliberada ingenuidad y la falsa torpeza del conjetural o convencional "castellano antiguo" en que está redactado. El Cantar de Mió Cid, primer monumento de la literatura española, data del siglo doce; Arturo Capdevila en este Joan Garín e Satanás, ha querido remontarse al noveno. A menos de inventar un inextricable dialecto, a base de latín vulgar salpicado de árabe mogrebí, no le quedaba otro recurso que el declarado por él mismo en el prólogo: "En todo momento he buscado —y creo haberlo obtenido— un justo equilibrio entre el léxico arcaico y la perfecta posibilidad de entenderlo hoy sin diccionario. Dicho de otro modo, sólo he buscado escribir en un lenguaje capaz de lograr esa penumbra tan necesaria para penetrar en el encanto de una leyenda total y absolutamente medioeval."
El arte primitivo tiene (para nosotros) los peculiares méritos del candor y de la torpeza. Nadie le discute esos méritos, pero esa torpeza y ese candor suelen, a fuer de involuntarios, no ser siempre graciosos. De ahí una paradójica conclusión: la conveniencia de buscar el sabor arcaico en aquellos escritores contemporáneos que saben prepararlo y graduarlo. Nadie ejecuta esa delicada labor mejor que Arturo Capdevila. (La Edad Media no sólo es la Edad Media: es, para nosotros, la diferencia entre la Edad Media y la nuestra. Para acentuar una diferencia, es necesario conocer los dos términos).
BORGES OPINA SOBRE R. KIPLING
Diario Crítica, Buenos Aires, Año XXIII, N° 7822, sábado 18 de enero de 1936.
Para la gloria pero también para las afrentas, Rudyard Kipling ha sido equiparado al Imperio Británico. Los patriotas ingleses han difundido su obra y su nombre; los enemigos de ese Imperio (o partidarios de otros imperios, verbigracia: del difunto imperio español o del presente Imperio Soviético) lo niegan o lo ignoran. Los pacifistas contraponen a su obra múltiple, la novela, o las dos novelas de Erich María Remarque, y olvidan que todas las novedades de "Sin novedad en el frente" —infamia e incomodidad de la guerra, signos particulares y percances del miedo físico entre los héroes, uso y abuso del "argot" militar— están en las "Baladas cuarteleras" de Rudyard Kipling, publicadas hace treinta años. Los futuristas italianos olvidan que fue sin duda el primer poeta europeo que tomó de Musa a la Máquina...
Lo anterior no quiere significar que Rudyard Kipling vale meramente como precursor. Mi propósito es otro: quiero recordar que la obra —poética y prosaica— de Kipling, es infinitamente más compleja que su política, y aun que sus "ideas". En esa vasta obra está "Kim", novela picaresca de la India, que debió ejercer su poca o bien su mucha influencia en nuestro "Don Segundo". En su obra hay cuentos incomparables: "El jardinero", "El cuento más hermoso del mundo", "La foca blanca", "El hombre que fue rey", "La escritura de Yákub Jan", "La litera fantasma", "El ojo de Alá", "¡Tigre! ¡Tigre!"... En su obra hay páginas de poesía que ya me han adoptado para siempre y que se han instalado en mi recuerdo desde que tuve el goce de descubrirlas, hacia 1916 o 1917. Hablo del "Camino a Mandalay", de "Los tres balleneros", de "Canción del banjo" y de muchas estrofas prefijadas a "La luz que falló" y a los "Cuentos de las Colinas".
Nunca mis ojos vieron a Kipling y es uno de mis recuerdos más personales. Millones de hombres, de niños y de mujeres podrán decir lo mismo.
TAREAS Y DESTINO DE BUENOS AIRES
En Homenaje a Buenos Aires en el cuarto centenario de su fundación
Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1936.
[Discurso]
Contrariando las leyes de este género de oraciones centenarias o seculares, omitiré las súplicas de indulgencia, las confesiones premeditadas de agitación y las declaraciones presumidas de incapacidad personal. Me consta que esos ritos no tienen otro fin que hacer tiempo (de un modo decoroso o inofensivo) mientras la atención del público se organiza. Entiendo que lo mismo se consigue, contradiciéndolos, y proclamando que uno los contradice. De otras omisiones deliberadas —o negligencias culpables— de este discurso, nada diré. Prefiero que mis auditores las noten. Básteme, por ahora, prometer que no ensayaré en el papel —o en los caminos invisibles del aire— una enésima "fundación" de nuestra ciudad. Por lo demás, el tema ya constituye de por sí un género literario. Cabe sin embargo conjeturar que data de este siglo, si bien el escribano público Pedro Hernández y el landsknecht bávaro Ulrich Schmidel siguen haciendo el gasto; el uno para las fechas necesarias, el otro para el rasgo trágico o azaroso. A fines del siglo pasado, Vicente Fidel López rehusa el tema, como si le incomodara un poco admitir que a nuestra Buenos Aires, su Buenos Aires, la hubieran comenzado unos españoles: simples extranjeros, al fin. Groussac, en 1916, reúne sus dos fundaciones. Las juzgo magistrales, aunque me consta que ciertos lectores románticos no le perdonan su frecuente ironía, su continencia y su omisión realmente escandalosa de todo gimoteo sentimental...
Hacia 1926, un descendiente ya lejano y porteño de aquél Alonso Cabrera que acompañó a Mendoza, trató de imaginar por escrito la primera fundación. Repetiré su página, acaso tolerable o posible, por el tono conversado, oral, de sus alejandrinos asonantados. Su nombre:
La Fundación Mitológica de Buenos Aires
¿ Y fue por este río de sueñera y de barro
Que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
Entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
Era azulejo entonces como oriundo del cielo
Con su estrellita roja para marcar el sitio
En que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
Por un mar que tenía cinco lunas de anchura
Y aún estaba repleto de sirenas y endriagos
Y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
Durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
Pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera, pero en mitad del campo
Presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
Brilló y en la trastienda conversaron un truco;
El almacén rosado floreció en un compadre
Ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
Una cigarrería sahumó como una rosa
La nochecita nueva, zalamera y agreste.
No faltaron zaguanes y novias besadoras.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mise me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.
Sin embargo Buenos Aires tuvo principio. A pesar de ese juicio alejandrino y sentimental, celebramos ahora un centenario —el cuarto— de la primera fundación de la patria. De esa patria que de algún modo estaba ya prefigurada en el tiempo, cuando los hombres de Mendoza arribaron, fatigados de mares y de esperanza, con el alivio elemental de quien recupera la tierra. De barro y de caña hicieron las primeras viviendas; erigieron alrededor una empalizada, pelearon con los querandíes del norte; encendieron fogatas para espanto de tigres y alegría de las noches; cumplieron, en fin, con la rutina heroica de los conquistadores. Ya ejecutadas las faenas rudimentarias, interrogaron la llanura. Parda, pública, abierta, los ojos alcanzaban el horizonte, sin encontrar asidero ni reposo. Descubrían un mundo de cosas nuevas, y le repartían nombres antiguos. Descubrían un mundo de fieras sin tamaño en la noche o de cualquier terrible tamaño, de fieras vanamente conjeturadas por la huella o por el rugido. Las necesidades guerreras o cinegéticas o simplemente los empleos del ocio les hicieron recorrer esos campos. Yo los querría imaginar en la soledad, en el despejo antiguo de esas mañanas, y sin querer los veo atravesando fantasmas: fantasmas del cargado porvenir que ahora es una realidad o un recuerdo. Fatalmente, proyecto la ciudad sobre aquel desierto: impongo edificios, torres, avenidas, plazas, árboles, calles, hombres y muchedumbres en el aire liviano de ese ayer que tiene (para mí) cuatro siglos. No en vano esos cuatrocientos años han transcurrido. No podemos recuperar la soledad genuina de esos primeros hombres de Buenos Aires sin el contraste falso de nuestro abarrotado presente. De ahí lo desesperado y lo apócrifo de toda evocación. De ahí también la inutilidad de recordar las aventuras y circunstancias de esa segunda fundación en que renació Buenos Aires, después de su primer vida quemada. La superposición de los muchos días oculta y pierde el pasado remoto; yo vuelvo resignado al presente. Al promediar el año de 1936 ¿qué piensa de la historia de Buenos Aires un escritor porteño? ¿Qué grado singular de pasión inspiró Buenos Aires a los hombres del cuarto siglo de su era? Me dicen que estas digresiones aéreas formarán un volumen; es lícito suponer que los venideros buscarán en ese volumen la contestación a tales preguntas. Antes de formularla, conviene rechazar un seudo problema, capaz de una infinita perplejidad. Hablo del sentido intrínseco de Buenos Aires. ¿Qué es Buenos Aires? ¿Quién es y quién ha sido Buenos Aires ? Así planteado, el debate corre el albur de provocar mil y una respuestas, todas inverificables, todas diversas y todas igualmente mitológicas. Sucedería entonces lo que sucede con ciertos vanos y feroces debates sobre el color de las vocales. Claudel sostiene que la "A" es escarlata; otros dirán que es negra o es azul; otros no saldrán de su asombro ante la contumacia y perversidad de quienes no comprenden que es amarilla; todos, en fin, querrán participar en un juego tan fácil. Deliberadamente, elijo un ejemplo grotesco, pero una indagación de carácter sentimental sobre la "realidad" o el "alma" de Buenos Aires culminaría en resultados no menos personales, vanos e indiscutibles. Correríamos, por lo pronto, el serio peligro de aquel género de contestación que se puede llamar "topográfico". Alguien descubriría la substancia de Buenos Aires en los hondos patios del sur y en el fierro minucioso de sus cancelas; otro, en los saludos callejeros de Florida; otros, en los rotos arrabales que inauguran la pampa o que se desmoronan hacia el Riachuelo o el Maldonado; otro, en los tétricos cafés de hombres solos que se sienten criollos y resentidos mientras despacha tangos la orquesta; otros, en un recuerdo, un árbol, un bronce. Lo cual es tolerable, si entendemos por ello que ningún hombre puede sentirse vinculado a todos los barrios y falso, irreparablemente falso, si equivocamos esas preferencias o esas costumbres con una explicación o una idea. Además: pocas ciudades hubo en el tiempo o hay sobre la faz de la tierra, tan vaticinadas y descifradas como la nuestra. Cada invierno trae su conferencia:
augur de nuestro equívoco destino
porque ha dado unos pasos por Florida
según lo definió —y lo aniquiló— Fernández Moreno. El tal augur, por lo demás, nos suele definir a su imagen. Si es español, descubre que también lo somos nosotros, y formula la previsible ecuación: Meseta de Castilla = Pampa. Corolario frecuente: Don Quijote = Martín Fierro. Esos parecidos impresionantes hieren con menos fuerza la imaginación del augur francés o italiano, que, tout bonnement, prefiere declararnos latinos y asimilarnos de ese modo a las glorias de la metódica pasión de Racine o de los tercetos infernales y paradisíacos. Es fácil ver en esos interesados intérpretes —tan equiparables al payador suburbano a quien le basta el nombre de un auditor para descargarle una décima— un mero síntoma de la riqueza del país, que los importa anual y suntuosamente para que conjeturen quiénes somos, y (sobre todo) quiénes seremos. Creo, sin embargo, que esa reacción "proteccionista", incivil, adolece de falsedad. Primero, el hecho indiscutible de que sea interesado el intérprete no invalida las exégesis que propone; segundo, si lo importante es la "diferencia" argentina, sólo un forastero puede decírnosla; tercero, "haber dado unos pasos por Florida" es uno de los actos necesarios al conocimiento de esta ciudad, aunque tal vez haya otros; cuarto, el no moverse de la calle Florida, es un rasgo típico del porteño. Ignorar la ciudad, "vivir atado por las dos o tres calles diarias", es una negligencia harto común, que sería injusto calificar de culpable. En cuanto a las definiciones propuestas por esos invitados o intrusos, es verosímil que una de ellas —la del "hombre a la defensiva"— esté en la verdad, aunque el auditor amargo o colérico ceda a la tentación de murmurar que en Junín, en Maipú o en Chacabuco, hemos sido, más bien, hombre "a la ofensiva". Una objeción no menos patriotera (y algo más seria) podría esgrimirse contra la supuesta fórmula mágica No te metas descubierta por Keyserling —fórmula ajena de virtud, pero que nos hizo gracia escuchar de boca tan germánica y erudita.
De esa vana diversidad de los pareceres, de esas polémicas rara vez divertidas y finalmente nulas, queda un solo hecho indiscutible, un axioma: la importancia de Buenos Aires. La importancia emblemática, simbólica, no menos que la real. Ocupar la Casa Rosada, regir el hueco y desairado perímetro de la Plaza de Mayo, es dominar la entera República. Ayer lo vimos, en un atardecer de septiembre. Esa jugada decisiva, ese jaque mate convencional de nuestro ajedrez partidario, suele merecer la ironía de los extranjeros —o su estupor— pero es capaz de una justificación casi mística. Todos sabemos que ningún otro lugar hay en Buenos Aires tan saturado, tan curado de historia. De historia, de sensible tiempo humano. Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano de la palabra. Pero no es lo menos en otro; en el desusado, torpe, inmaduro. Después de cuatro siglos de "conquista", el hombre es todavía un intruso en estos confines de América. Nuestra Plaza de Mayo —la plaza del cabildo secular y de la modesta pirámide, la plaza de los ejércitos que regresan y de las decisiones civiles— es de todos los puntos del continente el más dulcificado y macerado por la costumbre humana. La historia de esa Plaza —y la de la ciudad más o menos sórdida que se fue estirando a su alrededor— es la historia argentina. No en vano he dicho lo de sórdida. Al promediar el año de 1867, Sarmiento, en Chile, se desahoga con Juan Carlos Gómez en una larga carta, de la que distraigo estas líneas: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires, una aldea, la República Argentina una estancia". Era la verdad, y casi lo es. Pero también es la verdad que esa aldea —esa lenta ciudad de veredas altas y de arrabales cuchilleros y ecuestres— dio término feliz a las dos tareas capitales de nuestra historia: la clara guerra con España, las turbias guerras con el gaucho y el indio.
Sé que toda alusión a la primera corre el albur incómodo de parecer ingenua, escolar. Quizá tengan razón los que así sienten —aunque no razones, ya que prefieren abstenerse de formularlas. En cuanto a mí, confieso que me gusta recordar que hombres de Buenos Aires —hombres de esta ciudad y de mi sangre— atravesaron con caballos y lanzas los caminos de la Cordillera y libraron en un amanecer la acción de Chacabuco y en un día de otoño la de Maipú. Me gusta recordar que un porteño, Isidoro Suárez, decidió la victoria de Junín —esa victoria silenciosa y cansada, "en la que no se disparó un solo tiro" y en que todo lo hicieron los jinetes y las lanzas profundas. Cuido y frecuento esos recuerdos, aunque me consta que esas guerras lejanas de nuestra independencia no enternecen ya a Buenos Aires, acaso por la geografía que abarcan y la dificultad de imaginarse el lugar de su acción. De esa incurable vaguedad se han contaminado sus héroes. El hecho es de comprobación facilísima. Hace diez años lo anoté. En cuanto al general San Martín (escribí yo entonces) ya es un general de neblina para nosotros, con entorchados y medallas y charreteras de humo... Las imágenes de 1810 se han desvanecido, y las de nuestras guerras y de nuestras glorias más allá de los Andes. El Teatro Nacional, el verso octosílabo y la pintura al óleo prefieren, con morosa delectación, el tiempo de Rosas —tan rico en buenos federales de notorio chaleco punzó, en serenos canturreadores y cronométricos, en unitarios afantasmados por la zozobra, en candombes que aluden a Paul Robeson, en documentos oficiales puntuados de vivas y de mueras, en el rojo insistente de las divisas y de la brusca sangre. Esa charra época nos fascina. Lo diré con otras palabras: hemos sacrificado la decencia al color local. O, si se quiere, la estética ha primado sobre la ética.
Sé que me acusarán de reeditar la leyenda unitaria. Yo podría contestar, en último término, que la capacidad de crear una leyenda de vida tan variada y tan inmortal, es una prueba concluyente de la superioridad de los unitarios. Por otra parte, un azar burlón ha querido que esa misma "leyenda" que movilizó tantos ejércitos contra Rosas y acabó por arrojarlo a Southampton, cuide ahora su imagen y le suministre el interesante fulgor de un prestigio satánico. El donjuán Manuel según Mármol y según Sarmiento es el que preocupa, no el desvanecido general Rosas del historiador Adolfo Saldías. (Ese general cuyo más indiscutido hecho de armas fue la recepción de la espada de otro general. El episodio ha sido comentado así por Groussac: Es una puerilidad ir a buscar hoy en las simpatías epistolares del Protector por el Restaurador, los elementos de juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al "héroe del desierto" importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín). Desgraciadamente, no todos los crímenes de Rosas fueron perpetrados por Rivera Indarte, según querría hacernos creer la novísima leyenda federal... Esos crímenes, ese cotidiano ritual de vivas y mueras, esa pedagogía de gritos callejeros y de colores, ese deliberado atontamiento de los espíritus, están en los recuerdos de Buenos Aires, en la memoria esencial de Buenos Aires. Por eso los he rememorado.
En mi sumario general de las atracciones de la época de Rosas, he omitido una, importantísima. Hablo del gaucho: numen o semidiós incorporado a nuestra figuración de ese tiempo. Hablar de semidiós o de numen es hablar de mitología; yo tengo para mí que el gaucho —no en cuanto hombre mortal de carne mortal, sino en cuanto figura de un culto— es uno de los mitos esenciales de Buenos Aires. No me propongo derribar ese mito tan firme; ya muchos lo intentaron y fracasaron. No ensayo una imposible demolición. Otro propósito me llama: el de indicar (siquiera sea de paso) lo paradójico y lo conmovedor de ese culto. Es sabido que las dos tareas de Buenos Aires fueron la independencia de la República y su organización; vale decir la guerra con España y la guerra con el caudillaje. En la primera, el gaucho tuvo su parcela de gloria —así como el orillero y el negro. El gaucho desgalichado, recreado, por una disciplina total. Mitre (Historia de San Martín, tomo primero, página 139,140) refiere ese trabajo. "El primer escuadrón de Granaderos a Caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado, animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra; empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército... Bajo una disciplina austera, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible... Al núcleo de sus compañeros, fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían formado por el valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. A su lado creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños del brazo de sus madres. Era el amalgama del cobre y del estaño, que daba por resultado el bronce de los héroes". El ecuatoriano Rey Escalona confirma esa noticia (Campaña del Ecuador, página 131): "Nuestros jefes y oficiales quedaron gratamente impresionados cuando tuvieron en su presencia a los soldados del Sur que mandaba San Martín. Les llamaba la atención la elevada estatura de los granaderos a caballo, de tez bronceada, porte marcial y equipo a la europea que los diferenciaba en mucho de nuestros soldados... Eran esclavos de la disciplina y lo mismo maniobraban durante el combate, como lo realizaron poco después en Río Bamba y Pichincha, que en una formación ordinaria".
El hecho es de toda notoriedad. La educación y la animación de ese ejército es obra de su general y de quienes lo secundaron (Soler, Las Heras, Necochea, y los otros): vale decir, la obra de Buenos Aires. He alegado esos testimonios para invalidar el prejuicio común que limita la guerra al ejercicio del coraje instintivo y que no se avergüenza de un desorden o de una imprevisión.
Paso a la otra y más difícil tarea de Buenos Aires: la guerra con el caudillaje. Sesenta encarnizados años duró esa guerra, desde que don Manuel Dorrego fue derrotado en Arenranguá por los hombres de Artigas hasta la segunda rebelión de López Jordán, el 73. Esa es la guerra, la de los montoneros y las indiadas que se golpean la boca en son de burla y que una vez atan los baguales crinudos en las cadenas de la pirámide. Es la guerra de los hombres de campaña que odian la incomprensible ciudad. Lo raro, lo conmovedor, es que la ciudad no los odia —nunca los odia. Sin embargo, all the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, está en esa guerra. Laprida es fusilado en Pilar; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del Sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar un mito, cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del Gaucho.
Las historias de nuestra literatura han dedicado su atención justiciera a los libros canónicos de ese culto. Los investigadores de nuestro idioma los releen y comentan. El minucioso amor de los filólogos se demora en cada palabra; básteme recordar el extenso pleito (no liquidado aún) sobre la tenebrosa voz contramilla, pleito, por otra parte, más adecuado a la infinita duración del infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas... En tales circunstancias, parecerá un absurdo afirmar que elpatbos peculiar de la literatura gauchesca está por definirse. Me atrevo a sospecharlo, con todo. Ese pathos, para mí, reside en el hecho —público y notorio, por lo demás— del origen exclusivamente porteño (o montevideano) de esas ficciones. Hombres de la ciudad las imaginaron, de la incomprensible ciudad que el gaucho aborrece. En su decurso es dable observar la formación del mito. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritos, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en sus primeras guitarreadas felices del Paulino Lucero. Hay alegría en esas guitarreadas y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo total con las efusiones germánicas (pasadas por Museo de Lujan) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. De ahí el olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega; impenetrable sucesión de trece mil versos, urdida en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. Ascasubi, en la advertencia de la primera edición, declara su propósito apologético. "Por último (nos dice) como creo no equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general el carácter del gaucho". Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno del Martín Fierro, el de tapa celeste. Martín Fierro es precisamente un malevo, un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de "gauchos malos" para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913, vivos aún en la memoria de quienes lo aplaudieron las iluminaciones y los brindis del Centenario, Lugones dicta en el Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro —y en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. En ese libro de corteza realista y de entraña piadosa, el mito preferido de Buenos Aires alcanza perfección. (Una prueba de ello es que la única novela importante que lo sucede —El Paisano Aguilar, de Enrique Amorim— nada tiene de mítico. Lo mítico gauchesco queda agotado en Don Segundo Sombra).
No me resigno a suponer que nuestra reverencia del gaucho sea una mera infatuación. Tampoco me satisface la conjetura de un desagravio imaginativo o ideal, otorgado a los que perdieron. Tampoco, la de una variación vernácula del tema conocido: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, Beatus Ule qui procul y los demás. Prefiero suponer que el porteño se reconoce de algún modo en el gaucho. No pienso, al proponer esa explicación, en las intervenciones o en contacto de esas dos maneras de vida. No pienso en el estanciero de Buenos Aires, que debe al campo la mitad de sus días y acaso lo mejor del recuerdo; no pienso en el matarife o el cuarteador, cuyo trabajo elemental, cuyo comercio con la tierra y los animales tanto lo asemejan al gaucho. Pienso, más bien, en una afinidad de destinos. El gaucho, como vencido estoico, el gaucho como "hombre que se fue" —sin esperanza, sin apuro, sin lástimas— tal es el mito que venera el porteño. El gaucho, siempre, ha sido una materia de la nostalgia, una querida posesión del recuerdo. Ascasubi ¡en 1872! dice que apenas quedan gauchos: anticipado mentís de quienes los recuerdan ahora —también para llorarlos. Martín Fierro define visualmente esa impresión de hombre a caballo que se aleja y se anula.
Cruz y Fierro de una estancia
Una tropilla se arriaron.
Por delante se la echaron
Como criollos entendidos,
Y pronto sin ser sentidos
Por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
Una madrugada clara,
Le dijo Cruz que mirara
Las últimas poblaciones
Y a Fierro dos lagrimones
Le rodaron por la cara.
Y siguiendo el fiel del rumbo,
Se entraron en el desierto...
Lugones repite la imagen, lujosamente (El Payador, página 73): "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta". No se trata de una casualidad. En Don Segundo Sombra —en la última hoja del último capítulo del último gran libro de la leyenda— vuelve la imagen esencial. "Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia... Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre".
En ese hombre que anonadaban las leguas, el porteño cree ver su símbolo. Siente que la muerte del gaucho no es otra cosa que una previsión de su muerte. La tarea del gaucho fue valerosa, pero no fue completa: debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear —gaucho matrero o gaucho montonero— con la inconcebible ciudad. El porteño envidia esa muerte, ese destino que tuvo rectitud de cuchillo. Sabe que el suyo es más intrincado y más vano —e igualmente mortal.
Nadie como el porteño para sentir el tiempo y el pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación, que uno de mis abuelos, hacia 1872, comandó en las últimas guerras contra los indios, realizando después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato; insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta república. El porteño lo sabe a su pesar. Se sabe habitador de una ciudad que crece como un árbol, que crece como un rostro familiar en una pesadilla.
He hablado mucho del recuerdo argentino y siento que una especie de pudor defiende ese tema y que abundar en él es una traición. Porque en esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado; pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía, y perfección de su sacrificio.
Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza. A todos nos impone un extraño amor —el amor del secreto porvenir y de su cara desconocida. Si hoy he jugado con recuerdos le pido a Buenos Aires que me perdone; nada desprecia el porvenir, ni siquiera recuerdos.
Mi agradecimiento a Mariano de Vedia y Mitre, Intendente de Buenos Aires, que me ha deparado este orgullo y esta alegría de hablar a mi ciudad; mi saludo, a los que me escuchan.
Bernabé Pérez Ortiz
HACIENDO PATRIA Buenos Aires, 1935
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 3, febrero de 1936.
La materia de este libro es épica: la dura construcción de una carretera, el variado combate con dificultades casi insalvables de orden geográfico y humano. Su escenario es la tierra de Castilla; su motivo central, la salvación de un pueblo entorpecido y como cegado por las tempestades de nieve. Se trata de Pineda de la Sierra, pueblo de la provincia de Burgos, cerca del Arlanzón. El autor cuenta que de niño, debía recorrer a lomo de muía las cuatro leguas ásperas que hay entre el pueblo más cercano y Pineda, bajo el cuádruple riesgo de la montaña, de la noche creciente, de la confusa nieve y los lobos. "Más de una vez, me sorprendió la oscuridad de la noche en el estrecho camino bordeado de espesos matorrales, y más de una vez, también, sentí entre las malezas y en lo alto de los cerros el aullido escalofriante de los lobos, que de este modo se ponían en comunicación para reunirse y dar el golpe sobre las ovejitas, a veces defendidas en sus majadas por cercos de arbustos, y siempre por magníficos mastines cuyos cuellos amparaban grandes carlancas con afiladas puntas de acero... A pesar de todo, casi siempre las fieras saltaban la barrera y ni perros ni pastores podían impedir que algunos pobres animalitos fueran alcanzados por las bestias, cuyos crueles colmillos pasaban de parte a parte los pescuezos". El niño que recorría esas soledades es ahora un hombre, con muchos años laboriosos de América. Por obra de su continuado fervor, dieciocho kilómetros de carretera cruzan ahora la cadena de la Demanda, salvando ríos y hondonadas y montes.
El libro consta de dos partes. La primera refiere a grandes rasgos (con oportunos toques autobiográficos, tales como el arriba citado) la historia del camino, desde su concepción a su ejecución; la segunda, documental, recoge una variada correspondencia.
Un personaje del "Embrujo de Sevilla" quiere oponer la vida del norteamericano, que la dedica entera a trabajar, a la del español que se la pasa cantando: contraste dos veces absurdo, porque las invenciones melódicas populares abundan en los Estados Unidos y porque los españoles trabajan. Buena prueba de lo segundo es la labor civil y fervorosa de Bernabé Pérez Ortiz.
Escribe Leoncio Sáez Alonso, en el prólogo: "Este libro es una lección de energía y de patriotismo".
Y luego: "A otra cosa no ha aspirado su autor, ya que sus rutas lo llevaron por sendas muy opuestas a las letras. Sin embargo, hay cartas que son un dechado de redacción; planeadas como para conmover a hombres públicos, cuya faz verdadera no acabamos nunca de conocer. Y con esas cartas están las respetuosas y sinceras, dirigidas a aquellas personas que ya por su dignidad o por su saber, tienen el respeto del caballero y del patriota que se siente tocado de gratitud, al llevar su persona en sus ideas a los hombres cumbres de un momento histórico de España.
Se trata, en suma, de las duraderas palabras de un hombre ilusionado y resuelto, que ha puesto en su escritura el mismo fervor y la misma generosa tenacidad que en su combate con las piedras y con las armas.
EL NUEVO SUBTERRÁNEO
Obra, Revista Mensual Ilustrada
Buenos Aires, Año I, N° 3 febrero de 1936
La sección final del subterráneo Constitución-Retiro, de Buenos Aires, ha sido inaugurada. Nadie ignora que los dos terminales de la nueva línea son el pasaje obligado de toda la población suburbana del norte y del sur —para no decir nada de La Plata—, vinculada así por el subterráneo con el centro de la ciudad.
Ello quiere decir que para todos, la obra realizada es un verdadero acontecimiento, y singularmente para nosotros, dado el carácter especial de esta publicación.
Hay, sin embargo, otro factor que importa destacar. Más allá de la obra y de sus evidentes e inmediatos beneficios urbanos, resalta el modo colectivo de su realización. Una considerable parte del costo ha sido cubierta en el país, mediante suscripción popular. El hecho significa una evolución en nuestros hábitos económicos. Hasta ahora, los argentinos no conocían otra inversión de sus capitales que los inmuebles y terrenos de escasa renta, las hipotecas o los préstamos.
Las grandes empresas de la Argentina —ferrocarriles, tranvías, compañías de teléfonos y electricidad— suscriben sus acciones casi por entero en el exterior, por idiosincrasia de nuestra economía nacional. Esta vez, el apoyo público ha permitido la ejecución de un vasto proyecto. El nuevo subterráneo es la obra de sus propios beneficiarios, del público para quien fue construido. Alentada por esta colaboración popular, la propia concesionaria de la línea emprende ahora, otra más amplia: la que unirá el Retiro y Belgrano con la Plaza de Mayo. Ese nuevo ramal no sólo acortará distancias: duplicará también el valor de las tierras atravesadas.
En breve, Buenos Aires contará con la red de subterráneos que reclaman las necesidades más inmediatas de su tránsito.
LABERINTOS
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 3, febrero de 1936.
El concepto de laberinto —el de una casa cuyo descarado propósito es confundir y desesperar a los huéspedes— es harto más extraño que la efectiva edificación o la ley de esos incoherentes palacios. El nombre, sin embargo, proviene de una antigua voz griega que significa los túneles de las minas, lo que parece indicar que hubo laberintos antes que la idea de laberinto. Dédalo, en suma, se habría limitado a la repetición de un efecto ya obtenido por el azar. Por lo demás, basta una dosis tímida de alcohol —o de distracción— para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto. Recuérdese la aventura, o percance, de la "escalera infinita" en una de las novelas de Stevenson.
El reciente libro de Thomas Ingram ("A general history of labyrinths", Londres, 1932) es quizá la primer monografía consagrada a ese tema. Incluye numerosas ilustraciones y abarca unas doscientas cincuenta páginas. Hay dos apéndices en cuerpo menor: uno, de "noticias apócrifas"; otro, que trata de fijar "los inmutables y genuinos principios que el arquitecto-jardinero debe observar en todo laberinto". Esos principios se reducen a uno: la economía. Si el espacio es vasto, el dibujo debe ser simple; si es reducido, los rodeos son menos intolerables. "Con dos millas cuadradas de terreno y doscientas bifurcaciones, curvas y ángulos rectos, el último chapucero es capaz de un buen laberinto... El ideal es el laberinto psicológico: el fundado (digamos) en la creciente divergencia de dos caminos que el explorador, o la víctima, supone paralelos. El laberinto ideal sería un camino recto y despejado de una longitud de cien pasos, donde se produjera el extravío por alguna razón psicológica. No lo conoceremos en esta tierra, pero cuanto más se aproxime nuestro dibujo a ese arquetipo clásico y menos a un mero caos arbitrario de líneas rotas, tanto mejor. Un laberinto debe ser un sofisma, no un galimatías".
El autor dedica un capítulo a cada uno de los cuatro famosos laberintos historiados por Plinio —incluso al tercero, al de Lemnos, cuya existencia niega (entendemos que sin mayor razón) y cuyas columnas discute. Del laberinto de Hauara (que constaba de dos palacios superpuestos e iguales, uno exterior y otro subterráneo, de mil quinientas cámaras cada uno y con doce patios) se ocupa, en cambio, con una prolijidad no inferior a la de aquel terrible edificio. Aun quedan rastros de él, excavados en 1888 por Flinders Petrie. Es obra de Amenembe Tercero, de la dinastía duodécima que imperó en Egipto veintitrés siglos antes de la era cristiana. Herodoto de Halicarnaso recorrió las cámaras superiores —lo que podríamos decir el anverso— pero le negaron la entrada a los subterráneos, de propósito sepulcral. "Ahí estaba el descanso de los reyes que edificaron ese tan confuso palacio, y de los cocodrilos sagrados". Así escribe Herodoto, en aquel libro de su Historia que narra también las costumbres del ave fénix: "pájaro raro hasta en Egipto".
Del celebrado laberinto de Creta, mucho tiene que referir, y que teorizar, Mr. Ingram. Es muy sabido que los griegos lo atribuían a Dédalo, artífice de un hombre de bronce que rechazó a los argonautas y de una vaca de madera de recuerdo infame, o galante. No es menos célebre la historia del Minotauro y de su ración anual de doncellas. Ingram la elogia. "En la última cámara o corazón de un recinto monstruoso ¿qué habitante mejor que un monstruo?" interroga. Habla después de Cnosos, de su numeración decimal, de una máscara de oro encontrada en Grecia, del santuario o palacio de la Doble Hacha y de las tauromaquias sagradas que engendraron la historia del Minotauro y en las que participaban mujeres.
Del primer apéndice de la obra copiamos una breve leyenda arábiga, traducida al inglés por Sir Richard Burton. Se titula:
Historia de los dos reyes y los dos laberintos
"Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo lo vino a visitar un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de su simplicidad) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y desesperado los días y las noches. Al final imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días y le dijo: En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde pereció de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere."
Raúl E. Fitte
SANATORIOS DE ALTITUD
Buenos Aires, 1936
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 4, marzo de 1936.
Bernard Shaw ha escrito que un sanatorio particular es un hotel de lujo. Su intención es denigrativa, pero lo cierto es que la buena edificación y buena dirección de un hotel ofrecen abundantes problemas, máxime si es de lujo: vale decir, cuando los huéspedes (o pacientes) han comprado el derecho de exigir cuanto se les antoje. No es menos indudable, con todo, que de los tres propósitos de la antigua fórmula terapéutica "curare cito, curare tuto, curare jucunde" —curar con rapidez, curar con seguridad, curar de una manera agradable— el primero se opone a los intereses del sanatorio, el segundo (como el primero) es harto difícil, y el tercero es el importante. Por lo demás, ya la palabra "sanatorio" es una especie de sofisma sutil o de petición de principio. ¿Cómo no sanar en un sanatorio? se pregunta el enfermo.
El libro que nos mueve a formular las consideraciones anteriores, es importantísimo. Su autor es el arquitecto Raúl E. Fitte, presidente del Tercer Congreso Panamericano de Arquitectos; su tema, el estudio, la crítica y la descripción de los sanatorios de altura en Francia, Italia, Suiza y España. Desde el punto de vista arquitectónico, la bibliografía de ese tema era nula; ese único hecho nos demuestra el valor de la obra de Fitte. En nuestro número anterior, adelantamos un capítulo de la obra; nuestros lectores habrán juzgado ya de su mérito.
No se trata de una compilación glacial de datos ajenos. El escritor, sin descuidar en página alguna la probidad científica más austera y más delicada, ejerce alguna vez la ironía. Así, cuando dice de la tuberculosis: "En un tiempo, era la enfermedad hereditaria, que se llevaba todos los hijos de una familia, los unos después de los otros. Era también la enfermedad interesante cantada por los románticos; la que tenía el privilegio agradable para el enfermo, pero terrible para la sociedad, de matar sin hacer sufrir y en medio de las más dulces ilusiones, por ser la enfermedad de los dieciocho años! Era la enfermedad soñada por las niñas y por los desilusionados, cuya existencia —nos dicen los poetas— se deslizaba en la alcoba tibia, rodeada de flores... soñando con el ser amado... asomándose a la ventana en la noche glacial para provocar la muerte"...
En otro lugar corrobora: "El conocimiento científico de la enfermedad nos es indispensable, ya que la idea que tenemos de ella es en general falsa y adquirida a través de los conceptos populares o de la literatura, que nos han inculcado datos erróneos, productos de la ignorancia de una época pasada o necesarios a la existencia del héroe de la novela: Margarita Gauthier y Mimí, no hubieran podido salir de los cerebros de Alejandro Dumas (h) y de Henri Muerger con los conceptos actuales de la enfermedad".
Alfredo Cahn
CUENTISTAS DE LA ALEMANIA LIBRE
Buenos Aires, 1936
Obra, Revista Mensual Ilustrada, Buenos Aires, Año I, N° 4, marzo de 1936.
El volumen que paso a comentar, es una antología de cuentos breves, compilada y vertida al español por Alfredo Cahn. Dicen las primeras líneas del prólogo: "La selección de tales trozos entre la obra de los autores de la Alemania libre (y no de Alemania, lisa y llanamente) no significa, en realidad, restricción alguna, pues ni antes ni después del advenimiento del Tercer Reich han interesado los autores que hoy gozan de la protección de las autoridades políticas de Alemania. Una antología de los mejores prosistas compuesta en 1929 y la que empieza a hojear el lector, habrían reunido de cualquier manera los mismos nombres, pues los valores no han cambiado, y han sido libres en 1929 los mismos que hoy se han mantenido libres..." Un antiguo rencor spenceriano de Hombre contra el Estado me hace abrazar con todo fervor la tesis de Cahn y presuponer que los autores que gozan del favor especial "de las autoridades políticas de Alemania" son verosímilmente tan nulos como los que detentan igual favor en la Rusia soviética —a quienes tampoco he leído—. Debo preguntar, sin embargo: Si la tesis de Cahn es verdadera ¿a qué insistir en que los autores son "libres"? ¿Se trata acaso de un ardid para que los cuentos nos parezcan más divertidos, al saber que fueron redactados por mártires? ¿Qué confusión deliberada es ésa entre los "mejores prosistas" (juicio de orden estético) y los que fueron y son "libres" (juicio moral)?
Una observación de conjunto: En este libro abundan los relatos naturalistas y ralean los fantásticos. El hecho importa, si consideramos que la literatura alemana no ha sido nunca psicológica ni realista. Un Henry James o un Proust alemán son inconcebibles: digo lo mismo de un Defoe, de un Zola, de un Maupassant. El instrumento natural de los alemanes ha sido siempre el símbolo: de Novalis a Kafka; desde Jakob Boehme hasta Spengler. Cuando el hombre de letras alemán se propone servirnos "une tranche de vie", nos sirve una tisana increíble y diáfana: experiméntese en la página 97 el cuento "El desfile".
Hay escritores cuya omisión deploro: verbigracia, Kasimir Edschmid; otros, cuya inclusión me alarma, como Heinz Liepmann.
He censurado la organización del volumen; sólo plácemes tengo, y puedo tener, para su ejecución. Traducir una lengua más compleja a una lengua más pobre sin que haya pérdida notable en el cambio, es empresa que linda con lo imposible; Alfred Cahn la ha cumplido. Las versiones de este libro son ejemplares; entre todas, quiero destacar la del singularísimo cuento de Thomas Mann: "José junto a las pirámides".
AMÉRICA Y EL DESTINO DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL
Nosotros, 2ª época
Buenos Aires, Año 1, N° 1, abril de 1936
Los primeros días de marzo, poco antes de que se produjera el gravísimo acontecimiento de la ocupación militar de la Renania, la dirección de Nosotros hizo circular entre los escritores y estudiosos argentinos, que directa o indirectamente se han ocupado de problemas sociales, la carta siguiente: [con las preguntas que figuran a continuación]
1º Frente a la probabilidad de una nueva guerra continental en el Viejo Mundo, ¿posee América recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar su civilización y cultura y desarrollarlas en lo futuro?
2º Si la nueva guerra tuviera para la civilización universal las calamitosas consecuencias temidas, ¿cuál será la suerte de la Argentina?, ¿qué deberá hacer para no zozobrar en el naufragio?, ¿cómo se bastará a sí misma si ello fuera necesario por un tiempo más o menos largo?
De Jorge Luis Borges
El desorden de ritos, de recuerdos, de inhibiciones, de aptitudes y de hábitos que integran la cultura occidental, no están a merced de una guerra —aunque las novelas de H.G. Wells digan lo contrario. Ustedes me preguntan si América "posee recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar y desarrollar su cultura, en caso de otra guerra europea"; yo les respondo que la de 1918 fue resuelta precisamente por "recursos materiales" americanos. En cuanto a "fuerzas espirituales", falta probar que las exportaciones de América son inferiores a los importes. Por ejemplo: hace algo más de medio siglo que la poesía lírica francesa vive de Whitman y de Edgar Allan Poe.
La segunda pregunta es harto difícil. De las diversas políticas raciales que se ejercen aquí (todas absurdas, ya que nuestra empresa más alta, la guerra de la independencia, fue una rebelión de los hijos contra los padres, vale decir una ruptura de esa continuidad de la sangre) entiendo que la francesa es la peor. El inglés puede repetir: My country, right or wrong, pero no identifica los intereses del Universo con los del Imperio Británico. (Bertrand Russell dijo hace poco que si nuestra cultura occidental se desmoronaba, podían reemplazarla los chinos.) El italiano juega a la mera latinidad; el español exige que de vez en cuando recordemos que es un hidalgo, que ha conocido tiempos mejores. El francés, en cambio, es el hombre que identifica el destino del Universo con el de la sous-prefecture. Otras naciones pierden una guerra y dicen ¡mala suerte!; el francés no concibe que la ocupación de Ménilmontant por una compañía de zapadores de la reserva de Mecklenburg no sea una catástrofe cósmica. De ahí, su ingenua prédica de un deber universal de "salvar a Francia" en cada uno de los duelos periódicos, previsibles y nada interesantes que mantiene con el "sale Boche". De ahí también, el riesgo de que nosotros intervengamos, por deseo de figurar.
No soy más germanófilo que francófilo, Mauthner y Valéry, Schopenhauer y Montaigne, Hoelderlin y Verlaine, tienen mi preferencia de años e igual. ¿Pero qué tendrán que ver esos altos nombres con el oro, el hambre y la muerte?
ANTOLOGÍA CLÁSICA DE LA LITERATURA ARGENTINA
Antología Clásica de la Literatura Argentina, Selección y Prólogo de Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Editorial A. Kapelusz y Cía., 1937.
Prólogo
En la presente Antología Clásica de la Literatura Argentina se aspira a ofrecer a los lectores una noción sintética de lo que fue la obra de los escritores y poetas del pasado definitivamente concluso: el título imponía limitaciones, y pensamos que sólo debería abarcar la extensión de tiempo que va desde los comienzos de la cultura de tipo occidental en el Río de la Plata, en el siglo XVI, hasta el final del período de organización de la Argentina moderna, en la década de 1880 a 1890. De los treinta y cinco autores que constituyen el conjunto, once alcanzaron el siglo XX; pero es significativo que cuanto escribieron todavía en nuestro siglo mire en general hacia el pasado: o es historia o son recuerdos personales.
No incluimos, pues, escritores nacidos después de 1850 o 1851: la generación de Joaquín González, de Ernesto Quesada, de Alejandro Korn, de Roberto Payró, pertenece de lleno a la Argentina actual; muchos de ellos acaban de desaparecer, unos pocos viven todavía.
Hay honda diferencia entre la literatura argentina de aquel pasado y la que comienza después de 1880. Los nuevos viven ya en una sociedad organizada, con perspectivas de estabilidad próspera: las instituciones de la nación, recientísimas como eran, habían adquirido solidez gracias a la energía moral y el vigor intelectual de sus creadores y sostenedores. Los pensadores pueden ya moverse, si lo desean, en el campo de la teoría pura; el artista puede, si lo desea, aislarse en la torre de marfil. Pero los hombres de la época anterior, desde la Revolución de Mayo hasta la conquista del desierto y la federalización de Buenos Aires, tenían que poner a prueba sus teorías en la acción; tenían que vivir la filosofía que profesaran; la literatura intervenía en las contiendas políticas. Eso da a la obra de aquellos escritores, desde Funes y Monteagudo hasta Avellaneda y Estrada, extraordinaria fuerza vital.
Nuestra antología, creemos, presenta el cuadro de la sociedad del pasado, con su inquietud constante, con sus aspiraciones y desfallecimientos: en ella domina, al fin, la fe en el porvenir de la patria, en el triunfo del bien y de la justicia sobre la tierra argentina.
Como los prosistas aquí representados son, por lo común, autores de obras extensas, las páginas que hemos escogido no siempre alcanzarán a representarlos en todos sus aspectos; hemos procurado, eso sí, que estén representados aspectos característicos: en lo posible, los mejores. Y hemos evitado las páginas demasiado conocidas, aunque sean magníficas: así, deliberadamente, omitimos El hogar paterno, y El rastreador, y El baquiano; entre las de Sarmiento.
A los poetas, en cambio, cabía representarlos a veces con obras íntegras: así van el Martín Fierro de Hernández, el Fausto de Estanislao del Campo, el Santos Vega de Obligado. Del Santos Vega de Ascasubi y de La vuelta de Martín Fierro resultaba necesario escoger solamente pasajes.
Hemos buscado, para cada obra, la edición autorizada, a fin de respetar las palabras auténticas del autor, muchas veces estragadas en las reimpresiones corrientes. Todo corte en el texto transcrito se señala con puntos suspensivos. Cuando para comprensión de algún pasaje es necesario intercalar una o más palabras, va indicado entre paréntesis angulares.
Todos los autores que aparecen en la antología son conocidos como escritores, a excepción de María Sánchez, admirable mujer que en sus cartas supo revelar con expresión vivaz su espíritu siempre activo y generoso. Creemos que su presencia completa el cuadro de la vida argentina del pasado. Se ha dicho que su voluminoso epistolario, cuando se publique, será porción significativa de la literatura argentina; lamentamos no haber tenido a mano otros materiales que los pocos ya impresos.
Figuran en la colección dos autores nacidos en territorios vecinos, pero en épocas en que la unidad del Río de la Plata era completa: Ruy Díaz de Guzmán y Bartolomé Hidalgo. Uno y otro están íntimamente ligados a la vida argentina. Lo está, igualmente, Groussac. Y lo está, por fin, Hudson, a quien sólo aleja de nosotros el idioma que escogió para expresarse.
INSCRIPCIONES
Bitácora, Cuaderno ii, Buenos Aires, junio de 1937.
Las definiciones taxativas del arte literario —lo valedero es la metáfora (el finado ultraísmo), lo valedero es la metáfora más la rima (Lugones, 1909), lo valedero es la invención de extraños detalles (yo, pienso que con Josef von Sternberg), lo valedero es la sintaxis (yo también, otras noches)— sirven un justo fin: despejar un poco los diezmiles y los cienmiles de libros que el atolondrado tiempo acumula. Su voluntario fanatismo es análogo a la otra convención de que hay "genios" —hombres de sobrenatural calidad, que nos dispensan de estudiar o mentar la obra de sus colegas. Ahí está lo irrisorio de la disputa de modernos y antiguos: los dos consultan nuestra comodidad, el alivio de los oprimidos estantes.
En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas. Hacia 1910, los futuristas concibieron ese propósito y aprovecharon los diversos servicios de la Unión Postal Universal para que figurase en los diarios. Hacia 1650, se discutió en el Parlamento Inglés la aniquilación de cuanto pudiera recordar el orden antiguo, empezando por los archivos depositados en la Torre de Londres. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él. Más de cuatrocientos hombres de letras fueron decapitados por ocultación de volúmenes de bambú, delito que importaba una infracción de ese principio artificial de la historia... Butler, en 1871, imaginó un venerable Profesor de Mundología, que presidía también una Sociedad Para Una Más Completa Obliteración Del Pasado.
La consecuencia que derivo de lo anterior es un exceso de belleza en el mundo, así como también de fealdad.
Priva tanto la idea de que la instigación del asombro es el más urgente deber de la literatura, que ya los escritores sólo redactan lo que les produce extrañeza —id est, lo ajeno a ellos. Si un escritor destaca o interpreta un pasaje, podemos sin el menor peligro inferir: a) que no le agrada mucho, b) que le parece a primera vista insignificante, c) que prefiere cualquier interpretación a la presentada por él. Si en verdad creyera que su interpretación es la justa, creería que los otros lo creen así, y vindicaría la contraria —para asombrar.
G. K. Chesterton
LEPANTO
Traducción de Jorge Luis Borges
Sol y Luna, Buenos Aires, N° 1, 1938.
Blancos los surtidores en los patios del sol;
El Sultán de Estambul se ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara que todos temen,
Y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de su barba,
Y enarca la media luna sangrienta, la media luna de sus labios,
Porque al más íntimo de los mares del mundo lo sacuden sus barcos.
Han desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
Han arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
Y la agonía y la perdición abrieron los brazos del Papa,
Que pide espadas a los reyes cristianos para rodear la Cruz.
La fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
La sombra de los Valois bosteza en la Misa;
De las irreales islas del ocaso retumban los cañones de España,
Y el Señor del Cuerno de Oro se está riendo en pleno sol.
Laten vagos tambores, amortiguados por las montañas,
Y sólo un príncipe sin corona, se ha movido en un trono sin nombre,
Y abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
El último caballero de Europa toma las armas,
El último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro,
Que otrora fue cantando hacia el sur, cuando el mundo entero era joven.
En ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
Sube por la senda sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los cañones retumban,
Don Juan de Austria se va a la guerra.
Forcejean tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
Oscura púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
Carmesí de las antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los clarines, los cañones y aquí está él.
Ríe Don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando fuerte, todos los tronos del mundo,
Yergue la cabeza como bandera de los libres.
Luz de amor para España ¡hurrá!
Luz de muerte para África ¡hurrá!
Don Juan de Austria
Cabalga hacia el mar.
Mahoma está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(Don Juan de Austria va a la guerra?)
Mueve el enorme turbante en el regazo de la hurí inmortal,
Su turbante que tejieron los mares y los ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de la siesta,
Y camina entre los árboles y es más alto que los árboles,
Y a través de todo el jardín la voz es un trueno que llama
A Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:
Genios y Gigantes,
Múltiples de alas y de ojos,
Cuya fuerte obediencia partió el cielo
Cuando Salomón era rey.
Desde las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se precipitan,
Desde los templos donde cierran los ojos los desdeñosos dioses amarillos;
Ataviados de verde suben rugiendo de los infiernos verdes del mar
Donde hay cielos caídos, y colores malvados y seres sin ojos;
Sobre ellos se amontonan los moluscos y se encrespan los bosques grises del mar,
Salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
Surgen en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo, —
Se agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.
Y él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
Y cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de santo
Y no deis tregua a los rumies de día ni de noche,
Pues aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.
Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
De sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
Pero hay un ruido en las montañas, en las montañas y reconozco
La voz que sacudió nuestros palacios —hace ya cuatro siglos:
Es el que no dice "Kismet"; es el que no conoce el Destino,
Es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
Ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.
Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de Austria va a la guerra)
Callado y brusco —¡hurrá! Rayo de Iberia
Don Juan de Austria
Sale de Alcalá.
En los caminos marineros del norte, San Miguel está en su montaña.
(Don Juan de Austria, pertrechado, ya parte)
Donde los mares grises relumbran y las filosas mareas se cortan
Y los hombres de mar trabajan y las rojas velas se van.
Blande su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
El fragor atraviesa la Normandía; el fragor está sólo;
Llenan el Norte cosas enredadas y textos y doloridos ojos
Y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa,
Y el cristiano mata al cristiano en un cuarto encerrado
Y el cristiano teme a Jesús que lo mira con otra cara fatal
Y el cristiano abomina de María que Dios besó en Galilea.
Pero Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
Don Juan que grita bajo la fulminación y el eclipse,
Que grita con la trompeta, con la trompeta de sus labios,
Trompeta que dice ¡ah!
¡Domino Gloria!
Don Juán de Austria
Les está gritando a las naves.
El rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(Don Juan de Austria está armado en la cubierta)
Terciopelo negro y blando como el pecado que tapiza los muros
Y hay enanos que se asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de cristal con los colores de la luna,
Lo toca y vibra y se echa a temblar
Y su cara es como un hongo de un blanco leproso y gris
Como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
Y en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
Pero Don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.
Don Juan está de caza y han ladrado sus lebreles—
El rumor de su asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah, ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurra!
Don Juan de Austria
Ha desatado el cañoneo.
En su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla rompieran,
(Don Juan está invisible en el humo)
En aquel oculto aposento donde Dios mora todo el año,
Ante la ventana por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
La media luna de las crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
Y velan los altos leones alados en las galeras de San Marcos;
Y sobre los navios hay palacios de morenos emires de barba negra;
Y bajo los navios hay prisiones, donde con innumerables dolores,
Gimen enfermos y sin sol los cautivos cristianos
Como una raza de ciudades hundidas, como una nación en las ruinas,
Son como los esclavos rendidos que en el cielo de la mañana
Escalonaron pirámides para dioses cuando la opresión era joven;
Son incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que huyen
De los altos caballos de los Reyes en la piedra de Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza del infierno
Donde por la ventana de su celda una amarilla cara lo espía,
Y no se acuerda de su Dios, y no espera un signo—
(Pero Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)
Cañonea Don Juan desde el puente pintado de matanza,
Enrojece todo el océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
El rojo corre sobre la plata, y el oro.
Rompen las escotillas y abren las bodegas,
Surgen los miles que bajo el mar se afanaban
Blancos de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.
¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
Don Juan de Austria
Ha dado libertad a su pueblo!
Cervantes en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
Por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
Y sonríe, (pero no como los Sultanes) y envaina el acero...
(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)
ALGUNOS PARECERES DE NIETZSCHE
Diario La Nación24, Buenos Aires, 11 de febrero de 1940.
Siempre la gloria es una simplificación y a veces una perversión de la realidad: no hay hombre célebre a quien no lo calumnie un poco su gloria. Para América y para España, Arturo Schopenhauer es primordialmente el autor de El amor, las mujeres y la muerte: rapsodia fabricada con fragmentos sensacionales por un editor levantino. De Friedrich Nietzsche, discípulo rebelde de Schopenhauer, ya observó Bernard Shaw (Major Barbara, Londres, 1905) que era la víctima mundial de la frase "bestia rubia" y que todos atribuían su renombre y limitaban su obra a un evangelio para matones. A pesar de los años transcurridos, la observación de Shaw no ha perdido en validez, si bien hay que admitir que Nietzsche ha consentido y tal vez ha cortejado ese equívoco. En sus años finales aspiró a la dignidad de profeta y sabía que ese ministerio es incompatible con un estilo razonable o explícito. El más famoso (no el mejor) de sus libros es un pastiche judeo-alemán, un prophetic book más artificial y harto menos apasionado que los de Blake. Paralelamente a la composición de su intencionada obra pública, Nietzsche apuntaba en otros cuadernos los razonamientos capaces de justificar esa obra. Esos razonamientos (y toda suerte de meditaciones afines) han sido organizados y editados por Alfred Bacumler y componen dos tomos de cuatrocientas y quinientas páginas cada uno. La obra general se titula —algo torpemente— "La inocencia del devenir" y ha sido publicada en 1931 por Alfred Króner. "En los libros publicados", escribe el editor: "Nietzsche habla siempre ante un adversario, siempre con reticencias; en ellos predomina el primer plano, como lo ha declarado el mismo autor. En cambio, su obra inédita (que abarca de 1870 a 1888) registra el fondo de su pensamiento, y por eso no es obra secundaria, sino obra capital."
Este fragmento —el 1072 del primer volumen— es un testimonio patético de su soledad: "¿Qué hago al borronear estas páginas? Velar por mi vejez: registrar para el tiempo, cuando el alma no puede emprender nada nuevo, la historia de sus aventuras y de sus viajes de mar. Lo mismo que me reservo la música para la edad en que esté ciego."
Es común identificar a Nietzsche con las intolerancias y agresiones del racismo y elevarlo (o denigrarlo) a precursor de esa pedantería sangrienta; veamos lo que Nietzsche —buen europeo, al fin— pensaba hacia 1880 de tales problemas. "En Francia —anota— el nacionalismo ha pervertido el carácter, en Alemania el espíritu y el gusto: para soportar una gran derrota —en verdad, una definitiva— hay que ser más joven y más sano que el vencedor."
La reserva final no debe impulsarnos a creer que las victorias de 1871 lo regocijaban con exceso. El fragmento 1180 del segundo volumen declara: "Para entusiasmarnos por el principio, Alemania, Alemania encima de todo, o por el imperio alemán, no somos lo bastante estúpidos"; poco antes observa: "Alemania, Alemania encima de todo, es quizá el lema más insensato que se ha propalado jamás. ¿Por qué Alemania —pregunto yo— si no quiere, si no representa, si no significa algo de más valor que lo representado por otras potencias anteriores? En sí, es sólo un gran Estado más, una bobería más en la historia."
El antisemitismo lo mueve a las siguientes observaciones: "Encontrar un judío es un beneficio sobre todo cuando se vive entre alemanes. Los judíos son un antídoto contra el nacionalismo, esa última enfermedad de la razón europea... En la insegura Europa son quizá la raza más fuerte: superan a todo el occidente de Europa por la duración de su proceso evolutivo. Su organización presupone un devenir más rico, un número mayor de etapas que el de los otros pueblos... Como cualquier otro organismo, una raza sólo puede crecer o perecer: el estancamiento es imposible. Una raza que no ha perecido, es una raza que ha crecido incesantemente. La duración de su existencia indica la altura de su evolución: la raza más antigua debe ser también la más alta. En la Europa contemporánea los judíos han alcanzado la forma suprema de la espiritualidad: la bufonada genial.
"Con Offenbach, con Enrique Heine, la potencia de la cultura europea ha sido superada: las otras razas no tienen la posibilidad de ser ingeniosas de esa manera... En Europa son los judíos la raza más antigua y más pura. Por eso la belleza de la mujer judía es la más alta."
Examinado con alguna imparcialidad, el párrafo anterior es muy vulnerable. Su propósito es refutar (o molestar) al nacionalismo alemán; su forma es una afirmación y una hipérbole del nacionalismo judío. Este nacionalismo es el más exorbitante de todos; pues la imposibilidad de invocar un país, un orden, una bandera, le impone un cesarismo intelectual que suele rebasar la verdad. El nazi niega la participación del judío en la cultura de Alemania; el judío, con injusticia igual, finge que la cultura de Alemania es cultura judía. Por lo demás, el pensamiento de Nietzsche debe haber sido más imparcial que sus afirmaciones; sospecho que se dirigía, in mente, a alemanes incrédulos e indignables.
En otro lugar escribe proféticamente: "Los alemanes creen que la fuerza debe manifestarse por el rigor y por la crueldad. Les cuesta creer que puede haber fuerza en la serenidad y en la quietud. Creen que Beethoven es más fuerte que Goethe; en eso se equivocan."
Este fragmento —el 1168— no carece tal vez de actualidad y aun de futuridad: "Todos los verdaderos germanos emigraron: la Alemania actual es un puesto avanzado de los eslavos y prepara el camino para la rusificación de la Europa". Inútil agregar que esa doctrina puede congregar escasos prosélitos en la Alemania de hoy. El país está regido por germanistas que preconizan la anexión de ciertos vecinos porque son de raza germánica y ciertos otros vecinos porque son de raza inferior. Esos peligrosos etnólogos afirman un predominio germánico en Escandinavia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en Francia, en Lombardía y en Norteamérica: hipótesis que no les prohibe atribuir a Alemania la exclusiva representación de esa ubicua raza.
En otro lugar dice Nietzsche: "Bismarck es un eslavo. Basta mirar las caras de los alemanes: emigraron todos los que tenían sangre varonil, generosa; la lamentable población que no se movió: el pueblo de alma servil se mejoró después con alguna adición de sangre extranjera, principalmente eslava. La mejor sangre de Alemania es la sangre aldeana: por ejemplo, Lutero, Niebuhr, Bismarck."
Movilizar contra Alemania el párrafo que acabo de trasladar sería una ligereza y una injusticia. Una de las capacidades geniales del intelectual alemán —no sé si del francés— es la de no ser accesible a las supersticiones del patriotismo. En trance de ser injusto, prefiere serlo con su propio país. Nietzsche —no nos dejemos desviar por su nombre polaco— era muy alemán. Una de las amonestaciones que hemos leído nos exhorta a no confundir la mera violencia y la fuerza: así no hubiera hablado Zaratustra si hubiera tenido presente esa distinción.
En el fragmento 1139, Nietzsche condena con plenitud la obra de Lutero; en el fragmento 501 escribe, sin embargo: "El hombre hace que un acto sea meritorio, pero es imposible que un acto dé méritos a un hombre." También es imposible formular con menos palabras la doctrina que opuso Martín Lutero a la doctrina de la salvación por las obras.
En aquel ruidoso y casi perfectamente olvidado volumen —Degeneración— que tan buenos servicios prestó como antología de los escritores que el autor quería denigrar, Max Nordau vio en el carácter fragmentario de las obras de Nietzsche una demostración de su incapacidad para componer. A ese motivo (que no es lícito excluir y que no es importante) podemos agregar otro: la vertiginosa riqueza mental de Nietzsche. Riqueza tanto más sorprendente si recordamos que en su casi totalidad versa sobre aquella materia en que los hombres se han mostrado más pobres y menos inventivos: la ética.
Excepto Samuel Butler, ningún autor del siglo XIX es tan contemporáneo nuestro como Friedrich Nietzsche. Muy poco ha envejecido en su obra —salvo, quizás, esa veneración humanista por la antigüedad clásica que Bernard Shaw fue el primero en vituperar. También cierta lucidez en el corazón mismo de las polémicas, cierta delicadeza de la invectiva, que nuestra época parece haber olvidado.
PARA LA NOCHE DEL 24 DE DICIEMBRE DE 1940, EN INGLATERRA
Saber Vivir, Buenos Aires, N° 4/5, noviembre/diciembre de 1940.
Que la antigua tiniebla se agrande de campañas,
Que de la porcelana cóncava mane el ponche,
Que los bélicos "crackers" retumben hasta el alba,
Que el incendio de un leño haga ilustre la noche.
Que el tempestuoso fuego, que agredió las ciudades
Sea esta noche una límpida fiesta para los hombres,
Que debajo del muérdago esté el beso. Que esté
La esperanza de tus espléndidos corazones.
Inglaterra. Que el tiempo de Dios te restituya
La no sangrienta nieve, pura como el olvido,
La gran sombra de Dickens, la dicha que retumba.
Porque no hacen dos mil años que murió Cristo,
Porque los infortunios más largos son efímeros,
Porque los años pasan, pero el tiempo perdura.
NOTA SOBRE "LA TIERRA PURPÚREA
Guillermo Enrique Hudson, Antología, Buenos Aires, Losada, 1941.
Esta novela primogénita de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de Oro y los fragmentos del Satiricen; Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Don Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado: en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo dieciséis español, siglo diecisiete). El género es difícil, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto. He citado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim; después, imperdonablemente, le da el horrible oficio de espía. Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.
El mayor defecto de esta novela es (me parece) la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como los viajes de Simbad o como el Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. En realidad, su novela tiene dos argumentos. El primero visible: las aventuras del inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible: el acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también.
Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersindo) nos escamotearan esa verdad... The Purple Land es fundamentalmente criolla. En Ascasubi hay una felicidad no menor, hay rasgos más vividos, pero están inconexos y secretos en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) está falseado por inconvincentes bravatas y por una quejumbre casi italiana; Don Segundo, por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo; Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.
Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo lateral, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias del recuerdo y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.
Otro acierto de Hudson es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige sin embargo la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra: azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo. Macaulay, en su artículo sobre John Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria: el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.
Mejorando una frase que James Boswell ha divulgado, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más hermosas del mundo) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn de Mark Twain).
ANTOLOGÍA POÉTICA ARGENTINA
J. L. Borges, S. Ocampo, A. Bioy Casares
Prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1941.
Prólogo
Ningún libro es tan vulnerable como una antología de piezas contemporáneas, locales. En vano el agredido compilador se empeña en simular una erudición que linda con la omnisciencia, una imparcialidad que es inaccesible a las variadas tentaciones de la costumbre, de la pasión, del hastío, una perspicacia que prefigura el Juicio Final; el público (yo también soy el público) inevitablemente denunciará pecados de omisión y de comisión. ¡Qué injusta la omisión de B, la inclusión de C! ¿Cómo repitieron esa página de Lugones, que ya figura en otras antologías? ¿Cómo rehusaron esa página de Lugones, que todas las antologías publican? Esas interjecciones (y otras) requieren alguna respuesta.
Teóricamente hay dos antologías posibles. La primera —rigurosamente objetiva, científica— estaría gobernada por el propósito de cierta enciclopedia china que pobló once mil cien volúmenes: comprendería todas las obras de todos los autores. (Esa "antología" ya existe: en tomos de diverso formato, en diversos lugares del planeta, en diversas épocas.) La segunda —estrictamente hedónica, subjetiva— constaría de aquellos memorabüia que los compiladores admiran con plenitud: no habría, tal vez, muchas composiciones enteras; habría resúmenes, excertas, fragmentos... En realidad, toda antología es una fusión de esos dos arquetipos. En algunas prima el criterio hedónico; en otras, el histórico.
Para la nuestra, hemos optado por el siguiente método. En lo que se refiere a los poetas representados, hemos querido prescindir de nuestras preferencias: el índice registra todos los nombres que una curiosidad razonable puede buscar. Alguna firma podrá no ser familiar al lector; el examen de las piezas correspondientes la justifica; más importante nos parece la ausencia de exclusiones imperdonables. Salvo en el caso de ciertos poetas mayores —Almafuerte, Lugones, Banchs, Capdevila, Ezequiel Martínez Estrada, Fernández Moreno—, figuran tres (o dos) composiciones de cada autor. Contrariando los métodos románticos de nuestro tiempo, no hemos optado por las más personales, características; hemos incluido las que nos parecen mejores. En muchos casos, las dos categorías coinciden. Hemos excluido los romances octosilábicos: forma rudimentaria y monótona.
El orden de la obra es el cronológico. Los autores se ordenan según la fecha de publicación de su primer libro. Abre la antología Almafuerte: escritor olvidado con injusticia, hombre que hubiera sido en plena barbarie el fundador de una religión, en plena civilización un Butler o un Nietzsche, pero que depravaron o entorpecieron la jerigonza de los diarios y el arrabal. Lo sigue el múltiple Lugones, cuya obra prefigura casi todo el proceso ulterior, desde las inconexas metáforas del ultraísmo (que durante quince años se consagró a reconstruir los borradores del Lunario Sentimental") hasta las límpidas y complejas estrofas de nuestro mejor poeta contemporáneo: Ezequiel Martínez Estrada. No es imposible que los críticos de un porvenir remoto juzguen que todos los poetas actuales son facetas o hipóstasis de Lugones. En esa extravagante unificación habría una justicia simbólica. Las fealdades endémicas de Lugones, sus lapsos de mal gusto, no la desmienten". Fuera de esa órbita quedarían Enrique Banchs, Evaristo Carriego (que como Juan Pedro Calou, procede de Almafuerte) y Fernández Moreno, en quien algunos ven la influencia de los Machado, pero que es más intenso, más rico. Tal vez Lugones fue el primer poeta argentino que cuidó cada línea, cada epíteto, cada verbo. El ultraísmo exageró esas atenciones parciales y no paró hasta la desintegración del poema. No llegó, sin embargo, a la consecuencia final de ese procedimiento: la publicación de imágenes sueltas. (Tules Renard, en Francia, ya había cometido esa audacia.)
Hará veinte años clasificábamos a los poetas por la omisión o por el manejo de la rima; ese criterio (sin duda, insuficiente y parcial) tenía por lo menos la virtud de señalar una diferencia retórica. Ahora se prefieren las distinciones religioso-políticas: interminablemente oigo hablar de poetas marxistas, neotomistas, nacionalistas. En 1831 observó Macaulay: "Hablar de gobiernos esencialmente protestantes o esencialmente cristianos es como hablar de repostería esencialmente protestante o de equitación esencialmente cristiana". No menos irrisorio es hablar de poetas de tal secta o de tal partido. Más importante que los temas de los poetas y que sus opiniones o convicciones es la estructura del poema: sus efectos prosódicos y sintácticos.
Los franceses han contaminado de realismo (en el sentido escolástico de la palabra) la crítica literaria de nuestro tiempo. La exornan con metáforas militares (brigadas, retaguardia, vanguardia) y con metáforas políticas (centro, izquierdas, derechas). Niegan los individuos; sólo ven generaciones, escuelas. La reductio ad absurdum de ese "método" es cierto venerado manual de Albert Thibaudet, que tolera subtítulos como éste: El proceso Dreyfus, y hasta como éste: Reservistas. Paul Valéry.
No quiero desmentir la comodidad de las clasificaciones; quiero indicar que son meras comodidades, indispensables en el juego académico que se llama historia orgánica de la literatura argentina, pero que nada tienen que ver con el goce poético ni con la inextricable verdad. Teóricamente es lícito afirmar que El cencerro de cristal de Güiraldes —año de 1915— es la primer derivación importante del Lunario sentimental de Lugones (1909); no menos verosímil es inferir que ambos eran lectores de Jules Laforgue... Una cosa es hablar de "poesía católica"; otra, percibir (inventar) las afinidades de los vehementes salmos de Wally Zenner, de las formas heráldicas de Marechal, de los agradables caos de Molinari, de las simetrías hispánicas de Bernárdez.
He mencionado, en el decurso de este prólogo, algunos nombres; quiero asimismo enumerar (antología de esta antología) los siguientes poemas: Aulo Gelio, de Capdevila; Walt Whitman, de Martínez Estrada; Circuncisión, de Grünberg; Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo, de González Lanuza; Luz de provincia, de Mastronardi; Espléndida marea de lágrimas, de Petit de Murat; Chanson sur deux patries, de Gloria Alcorta; Enumeración de la patria, de Silvina Ocampo.
Es muy sabido que los literatos veneran lo popular: siempre que les permita un glosario y alguna pompa crítica, siempre que la indiferencia y los años lo hayan enriquecido de oscuridades o, a lo menos, de incertidumbre. Ahora celebran y comentan y a veces leen las payadas de los "gauchescos"; en un porvenir quizá no lejano deplorarán que las antologías argentinas de 1942 no incluyan el menor fragmento de la vasta epopeya colectiva que suman las letras de tango y que los discos de fonógrafo perpetúan. ¡Ahí está lo argentino —exclamarán— desdeñado por los fríos intelectuales! A esa futura reprensión es lícito oponer dos respuestas. Una: La categoría geográfico-sentimental argentino nada tiene que ver con lo estético. Otra: Ciertos poemas que deliberadamente rehuyen el color temporal y el color local —verbigracia, los lúcidos sonetos de Enrique Banchs— son, sin habérselo propuesto, muy argentinos. La poesía española de estas décadas es interjectiva, ocular; la de los argentinos es más explícita y no por eso menos íntima. El lector juzgará. La dificultad de clasificar nuestra lírica demuestra su caudal heterogéneo, su variedad feliz.
Ninguno de los géneros literarios que practican los argentinos ha logrado el valor y la diversidad de la lírica. El siglo diecinueve produjo una excelente prosa, una escritura apenas modificada de su lenguaje oral; el siglo veinte parece haber olvidado ese arte, que perdura en muchas páginas de Sarmiento, de López, de Mansilla, de Eduardo Wilde. Lugones inaugura el empleo de un lenguaje escrito y no siempre rehusa las tentaciones de una sintaxis oratoria y de un vocabulario excesivo... Una antología de nuestra prosa contemporánea sería menos múltiple que este libro y abarcaría menos firmas irrefutables.
A diferencia de los bárbaros Estados Unidos, este país (este continente) no ha producido un escritor de influjo mundial —un Emerson, un Whitman, un Poe— ni tampoco un gran escritor esotérico: un Henry James o un Melville. Tenemos sí, varios poetas no inferiores a los de cualquier otra nación de habla hispánica. Básteme repetir los nombres de Lugones, de Martínez Estrada, de Banchs.
TEORÍA DE ALMAFUERTE
Diario La Nación, Buenos Aires, 22 de febrero de 1942 .
Entre las obras que no he escrito ni escribiré (pero que de algún modo me justifican, siquiera misterioso y rudimental), hay una cuyo título creo es el de esta nota.25 Borradores de caligrafía pretérita prueban que ese libro irreal me visita desde 1932. Consta de unas cien páginas en octavo; imaginarle más es afantasmarlo indebidamente. Nadie debe dolerse de que no exista o de que sólo exista en el mundo inmóvil y atroz que forman los objetos posibles: el resumen que ahora trazaré puede equivaler al recuerdo que deja un libro extenso. Además, le conviene singularmente su condición de libro no escrito; el tema examinado es menos la letra que el espíritu de un autor, menos la notación que la connotación de una obra. A la teoría general de Almafuerte precede una conjetura particular sobre Pedro Bonifacio Palacios. La teoría (me apresuro a afirmarlo) puede prescindir de esa conjetura...
Nadie ignora que Palacios fue un hombre casto; es lícito inferir que esa castidad no era voluntaria. El tema fisiológico es siempre ingrato; prefiero remitir a mis lectores a la obra polémica de Bonastre ("Almafuerte", XII, 1920) y a la débilísima refutación ("Almafuerte y Zoilo", página 25, 1920) que vanamente balbuceó Antonio Herrero.
El testimonio de Almafuerte es más válido que cualquier discusión: lo prestan con terrible claridad las décimas tituladas "En el abismo", que son el primer poema que redactó. Copio las últimas:
Yo soy de tal condición
que me habrás de maldecir,
porque tendrás que vivir
en eterna humillación.
Soy el alma, la visión,
el hermano de Luzbel,
que, impotente como él,
como él blasfema y grita.
¡Sobre mi testa gravita
la maldición del laurel!
Yo soy un palmar plantado
sobre cal y pedregullo:
la floración del orgullo,
del orgullo sublimado.
Soy un esporo lanzado
tras la procesión astral;
vil chorlo del pajonal
que al par del águila vuela...
¡Sombra de sombra que anhela
ser una sombra inmortal!
Yo, cada vez que me río,
pienso que ríe algún otro,
y cual si domase un potro
no me trato como a mío.
Soy la expresión del vacío,
de lo infecundo y lo yerto,
como ese polvo desierto
donde toda hierba muere...
¡Yo soy un muerto que quiere
que no lo tengan por muerto!
Harto más importante que la desdicha que las estrofas anteriores declaran es la aceptación plenaria de esa desdicha. Otros —Boileau, Swift, Kropotkin, Ruskin, Carlyle— han padecido como Pedro Palacios; nadie ha concebido como él una doctrina general de la frustración, una vindicación y una mística. He denunciado la soledad central de Almafuerte. Éste (acaso para no suicidarse) llegó a la certidumbre de que el fracaso no era un estigma suyo, sino el destino substancial o final de todos los hombres. Escribió (Herrero: "Almafuerte y su obra", 1918): "La felicidad humana no ha entrado en los designios de Dios" y "No pidas más que justicia, pero mejor es que no pidas nada" y "Menosprecíalo todo, porque todo tiene conciencia de su condición menospreciable". El puro pesimismo de Almafuerte excede los límites del Eclesiastés y de Marco Aurelio: éstos vilipendian el mundo, pero alaban y admiran al hombre justo, al que se identifica con Dios. No así Almafuerte, para quien la virtud es un azar de las fuerzas universales.
Yo repudié al feliz, al potentado,
Al honesto, al armónico y al fuerte. ..
¡Porque pensé que les tocó la suerte,
Como a cualquier tahúr afortunado!
dejó escrito en "El misionero".
Spinoza condenó el arrepentimiento; Almafuerte, el perdón. Lo condenó por lo que hay en él de pedantería, de condescendencia altanera, de Juicio Final ejercido por un hombre sobre otro.
Cuando el Hijo de Dios, el Inefable,
Perdonó desde el Gólgota al perverso...
¡Puso, sobre la faz del Universo,
La más horrible injuria imaginable!
dice uno de los cantos de "El misionero". Aun más claro es el último:
...No soy el Cristo-Dios, que te perdona.
¡Soy un Cristo mejor: soy el que te ama!
Almafuerte, para compadecer enteramente, hubiera querido ser tan obscuro como el ciego, tan inútil como el tullido y —¿por qué no?— tan infame como el infame.
Almafuerte creyó que la frustración es lo fundamental, lo central, del destino humano. Cuanto más abatido un hombre, más admirable; cuanto más invisible, más claro; cuanto más ruin, más alto. Así pudo escribir en "El misionero":
Yo veneré, genial de servilismo,
En aquel que por fin cayó del todo
La cruz irredimible de su lodo,
La noche inalumbrable de su abismo.
En otros versos de ese extraño poema dice del asesino:
¿Dónde oculta sus palpitos de lobo?
¿Dónde esgrime su trágica energía?
¡Para ponerme yo como vigía
Mientras urde su crimen y su robo!
De la composición "Dios te salve" (que de algún modo prefigura la misma idea), básteme transcribir los versos finales:
Al que sufre noche y día
—Y en la noche hasta durmiendo—
La noción de sus miserias,
La gran cruz de su pasión:
Yo le agacho mi cabeza, yo le doblo mis rodillas,
Yo le beso las dos plantas, yo le digo: ¡Dios te salve,
Cristo negro, santo hediondo, Job por dentro,
Vaso infame del Dolor!
Almafuerte debió desempeñarse en una época adversa. En el Asia Menor o en Alejandría hubiera sido un gnóstico, un tejedor de dioses subalternos y de letras numéricas; en plena barbarie, un Antonio Conselheiro:, un Mahoma; en plena civilización, un Bütler o un Nietzsche. El destino le deparó los suburbios de la provincia de Buenos Aires; lo redujo a los años 1854-1917; lo rodeó de tierra, de polvo, de callejones, de compadritos ni siquiera iletrados. Su labor fue contradictoria, parcial. Honradamente creyó que la felicidad no es deseable. Su pensamiento acecha en los rincones de su obra; por ejemplo, en esta evangélica: "El estado perfecto del hombre es un estado de ansiedad, de anhelación, de tristeza infinita".
Federico de Onís ("Antología de la poesía española e hispanoamericana", 1934) ha repetido que el ideario de Almafuerte es vulgar. Estas notas quieren insinuar lo contrario. Más de un poeta argentino es igual o superior a Almafuerte; muchos rigen una retórica no menos espléndida que la suya y harto más lúcida: ninguno es más complejo intelectualmente; ninguno es un renovador de los problemas de la ética.
SOBRE UNA ALEGORÍA CHINA
Diario La Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 1942
Arthur Waley, cuyas delicadas versiones de Murasaki son obras clásicas de la literatura inglesa de nuestro tiempo, ha traducido, ahora, la Relación de viajes por las tierras occidentales de Wu Ch'engen. Se trata de una alegoría del siglo XVI; antes de comentarla, quiero examinar el problema o seudo problema que el género alegórico presupone.
Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: ¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos en el mediodía y tres a la tarde? Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Los símbolos, además del valor representativo, tienen un valor intrínseco; en los enigmas (que pueden constar de veinte palabras) es natural que no haya un solo rasgo injustificado: en las alegorías (que suelen rebasar las veinte mil) ese rigor es imposible. Es también indeseable, pues la pesquisa de continuas correspondencias minúsculas entorpecería toda lectura. De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199) dictamina que a un personaje alegórico podemos atribuirle cualquier discurso o cualquier acto, siempre que éstos no contradigan o no confundan la idea personificada por él. "Los caracteres alegóricos", dice, "ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico". La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Por ejemplo los vividos héroes del Pilgrim'sprogress —Christian, Apollyon, Master Greatheart, Master Valian-for-truth— proponen una doble intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres substantivos abstractos. (Un problema no irresoluble sería la ejecución de una alegoría breve y secreta, en la que todo lo que obrara o dijera una de las personas fuera esencialmente una injuria, lo de otra una merced, lo de otra una mentira, etc.).
De la novela traducida por Waley conozco una versión anterior, de Timothy Richard, curiosamente titulada A mission to Heaven (Shanghai, 1940). También he recorrido las excertas que incluye Giles en su History of Chinese literature (1901) y Sung-Nien Hsu en la Anthologie de la littérature chinoise (1933).
Quizás el rasgo más evidente de la vertiginosa alegoría de Wu Ch'engen es la vastedad panorámica. Todo parece transcurrir en un minucioso mundo infinito, con inteligibles zonas de luz y alguna de sombra. Hay ríos, grutas, cordilleras, mares y ejércitos; hay peces y tambores y nubes; hay una montaña de espadas y un lago punitivo de sangre. El tiempo no es menos pródigo que el espacio. Antes de recorrer el universo, el protagonista —un insolente mono de piedra, producido por un huevo de piedra— haraganea muchos siglos en una gruta. En sus peregrinaciones ve una raíz que cada tres mil años madura: quienes la huelen, viven trescientos sesenta años; quienes la comen, cuarenta y siete mil. En el Paraíso del Poniente, un Budha le habla de una divinidad cuyo nombre es el Emperador de Jade: hace mil setecientos cincuenta kalpas que se perfecciona ese Emperador y cada kalpa consta de ciento veintinueve mil años. Kalpa es término sánscrito; el amor de los ciclos de enorme tiempo y de los espacios ilimitados es típico de las naciones del Indostán, así como de la astronomía contemporánea y de los atomistas de Abdera. (Oswald Spengler, recuerdo, dictaminó que la intuición de un tiempo y de un espacio infinitos era privativa de la cultura que él llamó fáustica; pero el más inequívoco monumento de esa intuición del mundo no es el vacilante y misceláneo drama de Goethe sino el viejo poema cosmológico De rerum natura).
Un rasgo singular hay en este libro: la noción de que el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios. El mono se introduce en los palacios del Emperador de Jade; a la aurora regresa; en la tierra ha pasado un año. Las tradiciones musulmanas ofrecen un rasgo parecido. Refieren que el Profeta fue arrebatado por la resplandeciente yegua Alburak hasta el séptimo cielo y que conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio la palmada en el hombro. Al dejar el planeta, el casco sobrenatural de Alburak había derribado una jarra; a su regreso, el Profeta la levantó antes que se derramara una sola gota... En el relato musulmán, el tiempo de Dios es más rico que el de los hombres; en el relato chino, es más pobre y más dilatado.
Una mano exuberante, un cerdo haragán, un dragón de los mares occidentales convertido en caballo, un borroso y pasivo malhechor cuyo nombre es Arena, que emprenden la difícil aventura de la inmortalidad y que para obtenerla ejercen el fraude, la violencia y las artes mágicas: tal es el argumento general de esta composición alegórica. Justo es agregar que la empresa purifica los caracteres: todos, en el capítulo final, ascienden a Budhas y regresan al mundo con un cargamento precioso de cinco mil cuarenta y ocho libros canónicos. J. M. Robertson, en su Breve historia del Cristianismo, sugiere que los gnósticos delinearon las jerarquías divinas a imagen de la burocracia terrestre; los chinos han usado ese método: Wu Ch'engen satiriza con fruición la burocracia angelical y, por consiguiente, las de este mundo. En el género alegórico propende a la tristeza y al tedio; en este libro excepcional encontramos una irresponsable felicidad. Su lectura no nos recuerda el Criticón o los autos sacramentales: nos recuerda el último libro de Pantagruel o las Mil y una noches.
Los prodigios abundan en su decurso. El héroe, encarcelado por los demonios en una esfera de metal, crece mágicamente, pero la esfera crece también. El prisionero se achica hasta lo invisible, pero también se achica su cárcel... En otro capítulo pelean un demonio y un mago. El mago, herido, se convierte en cuatro mil magos. El demonio terriblemente le dice: "Multiplicarse es baladí; lo difícil es volver a juntarse".
También hay rasgos humorísticos. Un monje, convidado por unas hadas a un atroz banquete de carne humana, alega que es vegetariano y se va.
Uno de los capítulos terminales incluye un episodio en el que conviven lo patético y lo simbólico. Un hombre verdadero, Hsian Tsang, dirige a los fantásticos peregrinos. Al cabo de muchas adversidades les corta el paso un río dilatado y obscuro, de olas altísimas. Un barquero les propone llevarlos. Aceptan, pero el hombre percibe con horror que la barca no tiene fondo. El barquero declara que desde el principio del tiempo ha conducido en paz a miles de generaciones humanas. En la mitad del río ven un cadáver arrastrado por la corriente. De nuevo el hombre siente el frío del miedo: los otros le dicen que mire bien. Ese cadáver es el suyo: todos lo congratulan y abrazan.
La versión de Arthur Waley, aunque literariamente muy superior a la ejecutada por Richard, es acaso menos feliz en la selección de aventuras. Se titula Monkey y ha aparecido en Londres este año. Es obra de uno de los pocos sinólogos que es también un hombre de letras.
Manuel Pinedo
EL COMPADRE
(Seudónimo de Jorge Luis Borges)
El compadrito. Su destino, sus barrios, su música
Selección de Sylvina Bullrich Palenque y Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Emecé Editores, 1945.
Hombre de las orillas: perdurable.
Estaba en el principio y será el último.
Estará donde un trágico boliche,
Sin revocar, humilde y colorado,
Ante el vértigo inmóvil de los huecos
Aventura su caña y su baraja;
Estará donde un hombre de voz áspera,
Al compás de seis cuerdas trabajosas,
Frangolle con desdén una milonga
Más trivial y modesta que el silencio,
Pero que hable de vida, tiempo y muerte;
Estará donde el último retrato
De Irigoyen presida austeramente
El vano comité que clausuraron
Con rigor las virtuosas dictaduras,
Negando al pobre el ínfimo derecho
De vender la libreta del sufragio;
Estará donde esté el despedazado
Suburbio, los calientes reñideros
Donde giran los crueles remolinos
De acero y aletazo, grito y sangre.
Mientras haya un clavel para la oreja
Del cuarteador; mientras perdure un tango
Que sea feliz y pendenciero y límpido;
Mientras, desde la altura del pescante,
El carrero gobierne taciturno
El lento río de los tres caballos,
Y mientras el coraje o la venganza
Prefieran al revólver tumultuoso
El tácito puñal, estará el hombre.
Oscuro y lateral, vivió sus días.
Se llamó Isidro, Nicanor, Amalio.
Admitió sin asombro los rigores,
El goce, la traición (ajena o propia).
Intuyó que a la larga son iguales
La precaria costumbre de la dicha
Y la costumbre que se llama Infierno.
En los días pretéritos fue el hombre
De Soler, de Dorrego, de Balcarce,
De Rosas y de Alem; fue siempre el hombre
Que se juega por otros hombres, nunca
Por una causa abstracta; fue el anónimo
Que se desangra en el barrial, vaciado
El vientre a puñaladas, como un perro.
(Murió en el Paraguay; murió en los atrios;
Murió la numerada muerte pública
Del hospital; murió en los pendencieros
Burdeles de Junín; murió en la cárcel;
Murió al margen del turbio Maldonado;
Murió en los carnavales de Barracas;
Murió en los carnavales, con careta).
Cesan los versos. La epopeya sigue
En Gerli, en el Rosario, en Ciudadela.
Los prontuarios registran el retrato
De un enlutado de mirada aviesa.
La sangre silenciosa del indígena
Perdura en él. Prefiere la ironía
Al insulto, el rencor a la esperanza.
Las noches de la dársena y del hueco,
Las albas que desoían y denigran,
Lo verán acechar, sexo y cuchillo.
1943
LA ÚLTIMA INVENCIÓN DE HUGH WALPOLE
Diario La Nación, Buenos Aires, 10 de enero de 1943.
A juzgar por el drama y por la novela, ninguna de las acciones del hombre es tan interesante como el asesinato, para las imaginaciones británicas. Macbeth y Dorian Gray, Eugene Aram y el Sr. Edward Hyde, Jonas Chuzzlewit y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afición. Hasta su nombre —murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y terriblemente figura en muchas carátulas: On murder considered as one of the fine arts; Murder for profit; The murder in the rué Morgue; Murder in the Cathedral....
Las vísperas, la ejecución y la posteridad de un asesinato son el tema de la última novela de Sir Hugh Walpole. Se titula The killer and the slain y ha sido publicada sin la revisión final del autor. La he llamado novela, a causa de las doscientas cincuenta páginas que comprende; Walpole la subtitula A strange story, un extraño cuento. La palabra cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes.
He contrapuesto la novela a los cuentos. Edgar Allan Poe, en The philosophy of composition (1846) y en The poetic principie (1850), arguye que los poemas largos no existen, ya que de hecho se resuelven en una sucesión de poemas breves, por imposibilidad de agotarlos en una sola lectura; ese argumento es trasladable a la prosa y cabría razonar que la novela no es un género literario sino un mero simulacro tipográfico... Sin embargo, es lícito sospechar que la diferencia entre la novela y el cuento no sólo es cuantitativa. En la novela prototípica interesan los caracteres; en el cuento, los hechos. También podría sostenerse que en la novela interesa lo que sucede; en el cuento, lo que va a suceder. Esas divisiones, tan atendibles en la teoría, son confusas e inútiles en la práctica: en cualquier forma de ficción, hasta en una anécdota, comprobamos que los caracteres existen en función de los hechos, y los hechos en función de los caracteres.
El argumento de The killer and the slain no es complejo. Desde la niñez un hombre (el que narra) es dominado y maltratado por otro; para romper esa tiranía, lo mata; el muerto, para perdurar o para vengarse, penetra en la conciencia del asesino; éste se transforma en él, gradualmente. Esa transformación, para ser atroz, debería ser asombrosa; Walpole no nos concede ninguna ambigüedad y hace que el novelista John Ozias Talbot emprenda su conversión fatal en James Oliphant Tunstall inmediatamente después de haberlo asesinado. El lector adivina las diversas etapas del proceso antes que el autor se las comunique, y la única sorpresa efectiva es el desenlace. En un relato breve, la simetría de la primera mitad y de la segunda hubiera sido una virtud; en una dilatada novela es un defecto que el autor no ha logrado corregir o disimular.
En el mundo imaginado por Walpole, como en el de los gnósticos sirios y en el de Hollywood, hay una continua milicia de las fuerzas del mal contra las del bien. Al formular esta afirmación pienso en el Portrait of a man with red hair, en The Oíd ladies, en Marmer John, en el admirable Above the dark circus y en este libro postumo que no es, por cierto, el más admirable de la serie.
Walpole ha sido, con Victoria Sackville West y con Arnold Bennett, uno de los primeros panegiristas ingleses de Kafka; en las ficciones de este narrador, como en la diversa y caótica realidad, solemos ignorar quiénes representan el mal y quiénes el bien; en las de Walpole, esa atribución es notoria. En The Killer and the Slain, Walpole ha simplificado demasiado los caracteres, hasta el punto de que la transformación del uno en el otro es, desde el principio, inequívoca. Además, al encarnar el mal en la persona del pintor James Oliphant Tunstall, ha dotado a éste de previsibles y concretos rasgos malignos: lo ha hecho bebedor, brutal, calavera, soberbio, germanófilo y cruel. Henry James (a cuya memoria está dedicado The killer and the slain) ha observado en el prólogo de The turn of the sorrows que para sugerir el mal hay que eludir las especificaciones concretas, que inevitablemente son débiles; Walpole ha desoído ese parecer e inventa y acumula pequeñas maldades ineficaces. Es justo agregar que el problema que se ha propuesto (la presentación verosímil de un ser íntegramente perverso) es imposible y que no lo ha resuelto ningún teólogo y ningún literato. En The turn of the screw y en las narraciones congéneres de Arthur Machen el pecado no se revela —como en The killer and the slain— bajo la especie de actos concretos; no es una voluntaria transgresión de las leyes divinas, es un abominable estado del alma.
El lúcido lector no habrá dejado de observar que las iniciales de John Ozias Talbot son puntualmente las de James Oliphant Tunstall; esa coincidencia literal (y otras de aspecto, voz, estatura, etcétera) sugieren que el benévolo asesino y el diabólico asesinado son la misma persona y que nos hallamos ante una ficción alegórica del tipo de William Wilson, de Poe, o del Jekyll and Hyde, de Robert Louis Stevenson. Una circunstancia patética parece confirmar esa hipótesis: el fantasma que alguna vez persigue a Talbot después de la muerte de Tunstall no es el de Tunstall, sino el del mismo Talbot, que ha perecido esencialmente al cometer el crimen. Tal vez no es ilegítimo suponer que toda la historia es una alucinación padecida por el protagonista...
He denunciado las secretas faltas del libro; las virtudes son evidentes. En ningún momento es tedioso; puede ser inverosímil o inconvincente en el recuerdo, pero nunca en el curso de la lectura: está ejecutado con singular claridad y abunda en pormenores circunstanciales que indican la sinceridad y la plenitud con que lo ha imaginado el autor. A medida que el héroe degenera, las valoraciones y el estilo se modifican. En otras literaturas que la inglesa, lo impreciso y lo fantástico se confunden; en este relato de Walpole la precisión convive felizmente con la irrealidad. Ha sido redactado sin vanidad: Walpole no se interpone entre los lectores y el texto.
En el capítulo tercero de la primera parte uno de los personajes observa que lo diabólico en el hombre no son los apetitos carnales y que las armas del demonio son la mezquindad, la perfidia, la traición a sí mismo, la frialdad y el juicio temerario. Ese dictamen coincide con el de Stevenson, que en uno de los Ethical studies —año 1888— quiere enumerar "todas las manifestaciones de lo verdaderamente diabólico" y propone esta lista: "la envidia, la malignidad, la mentira mezquina, el silencio mezquino, la verdad calumniosa, el difamador, el pequeño tirano, el quejoso envenenador de la vida doméstica". Urgido por razones literarias, Walpole, en The killer and the slain, ha recurrido a manifestaciones más espectaculares del mal.
EL PROPÓSITO DE "ZARATHUSTRA"
Diario La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944.
Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, ciertamente) es una imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo sepa, ha agotado la significación de ese rasgo. Así, Alexander Tille enumera las afinidades de Zarathustra con el Canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental, de Goethe, con La sabiduría del brahmán de Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahn y con determinadas páginas de F. Th. Vischer; ese catálogo es, sin duda, justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y que en las visceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth Fórster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zarathustra es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su hermano, y que encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis, de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus más lejanos designios. Tampoco el célebre pasaje en que Nietzsche define esa obra como una composición musical.
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sintaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno. Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" {De los oráculos que han cesado y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V: "Es opinión de algunos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia; que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones: en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religión, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso —llamémoslo así—, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de "precursores" con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que la Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré al Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir, cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos mil años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, las énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar, el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él: presintió, que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad: prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en Thefair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así, todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno: Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valerosa.
DE LA ALTA AMBICIÓN EN EL ARTE
Latitud
Buenos Aires, Año 1, N° 1, febrero de 1945
Contesta Jorge Luis Borges
¿Por qué escribe usted?
Porque no puedo no escribir, sin ese peculiar sentimiento de desventura que engendran la cobardía y la deslealtad. Me creo mejor razonador, mejor inventor, que otros escritores; sé que casi todos escriben mejor que yo, que a casi todos los asiste una espontánea y negligente facilidad que me está vedada y que no lograré ni por la meditación ni por el trabajo ni por la indiferencia ni por el magnífico azar. Escribo, sin embargo, porque para mí no hay otro destino. (Eso lo sé, desde la ya remota niñez). Para mi salvación, de nada me serviría ganar batallas como mi bisabuelo Suárez, ni morir en la cruz como el Redentor, ni traicionar por treinta dineros al Redentor como Judas Iscariote lo hizo; Judas, cuyo misterioso destino era traicionar. Cada hombre tiene su destino, más allá de la ética; ese destino es su carácter (hace dos mil quinientos años lo dijo Heráclito en el Asia Menor); ese destino es la ética secreta del hombre; así interpreto yo el apotegma que se lee en la falsa carátula de cada uno de los cuatro volúmenes de la Historia de San Martín: "Serás lo que debes ser, y sino no serás nada". (Mi padre discutía conmigo esa interpretación; afirmaba que San Martín dijo más o menos: Serás lo que debes ser —serás un caballero, un católico, un argentino, un miembro del Jockey Club, un admirador de Uriburu, un admirador de los extensos rústicos de Quirós— y sino no serás nada —serás un israelita, un anarquista, un mero guarango, un auxiliar primero; la Comisión Nacional de Cultura ignorará tus libros y el doctor Rodríguez Larreta no te remitirá los suyos, avalorados por una firma autógrafa... Sospecho que mi padre se equivocaba).
¿ Cuál es su mayor ambición literaria?
Escribir un libro, un capítulo, una página, un párrafo, que sea todo para todos los hombres, como el Apóstol (1 Corintios 9:22); que prescinda de mis aversiones, de mis preferencias, de mis costumbres; que ni siquiera aluda a este continuo J. L. Borges; que surja en Buenos Aires como pudo haber surgido en Oxford o en Pérgamo; que no se alimente de mi odio, de mi tiempo, de mi ternura; que guarde (para mí como para todos) un ángulo cambiante de sombra; que corresponda de algún modo al pasado y aún al secreto porvenir; que el análisis no pueda agotar; que sea la rosa sin por qué, la platónica rosa intemporal del Viajero querubínico de Silesius.
¿Qué prepara usted?
Para el remoto y problemático porvenir, una larga narración o novela breve, que se titulará El Congreso y que concillará (hoy no puedo ser más explícito) los hábitos de Whitman y los de Kafka.
Para el porvenir inmediato, un cuento fantástico sobre una ciudad de inmortales, que ilustrará Leticia Alvarez de Toledo; un cuento simbólico (a la manera de ciertas composiciones de Browning) que procede de un párrafo de Renán y que se llamará Averroes; otro cuento fantástico sobre el tema del eterno regreso, que se titulará, si no me equivoco, El traductor de Hume; un cuento de contrabandistas que ocurrirá en 1890, cerca del Arapey; un cuento policial, en colaboración con Adolfo Bioy Casares, cuyos protagonistas son Isidro Parodi, Gervasio Montenegro y el inédito Marcelo N. Frogman (que es una hipérbole de Savastano), y cuyo título ignoramos aún.
EL COMPADRITO
El compadrito. Su destino, sus barrios, su música.
Prólogo de Jorge Luis Borges,
Buenos Aires, Emecé Editores, 10 de febrero de 1945.
Prólogo
El compadrito fue el plebeyo de las ciudades y del indefinido arrabal, como el gaucho lo fue de la llanura o de las cuchillas. Venerados arquetipos del uno son Martín Fierro y Juan Moreira y Segundo Ramírez Sombra; del otro no hay todavía un símbolo inevitable, aunque centenares de tangos y de saínetes lo prefiguran. Por lo demás, la primacía literaria del gaucho es quizá nominal: en el cuchillero Martín Fierro (como en Hormiga Negra y en otros paladines congéneres) la gente cree admirar al gaucho, pero esencialmente admira al compadre, en el sentido peyorativo de la palabra. Lo prueba el hecho de que el episodio más familiar de nuestra epopeya (sigo la clasificación de Lugones) es la pelea con el negro en el almacén.
Esta primera antología del compadrito no simula ser exhaustiva, ni puede serlo. Deliberadamente hemos prescindido del teatro nacional y de las letras de tango; suponemos que el lector ya maneja esa erudición divulgada. También hemos rehusado los encantos itálicos del lunfardo: fárrago artificial e indigente, menos típico de los arrabales que de la cárcel. Hemos prodigado las descripciones, los diálogos, los versos, las noticias de historiadores y de sociólogos. Hemos intercalado, entre estos testimonios ajenos, alguna manifestación inmediata del compadrito: coplas tramadas o prohijadas por él, una antigua milonga en la que resuenan su felicidad y su coraje.
Tres partes integran este libro. Los textos compilados en la primera registran el destino del compadrito, su ética de hombre que está solo y que nada espera de nadie; los de la segunda, la cronología de su arrabal; los de la tercera, su música. Suya con plenitud es la sentenciosa milonga; suyo parcialmente es el tango, si bien los instrumentos originales —piano, flauta, violín, después bandoneón— prueban que éste no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guitarra.
Ojalá este volumen sirva de estímulo para que alguien escriba aquel verosímil poema que hará con el compadre lo que el Martín Fierro hizo con el gaucho. Ojalá aquel poema, como el otro, sea menos estudioso de lo accidental que de lo central, de los dialectos y apariencias del tiempo que de la forma de un destino.
William James
PRAGMATISMO
Buenos Aires, Emecé Editores, 14 de marzo de 1945
Nota preliminar
Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Anselmo, Leibnitz, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Roscelín, Locke, Hume, William James. El nominalismo inglés del siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo XVIII; la economía de la fórmula de Occam, entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, permite o prefigura el no menos taxativo esse estpercipi. William James enriquece, a partir de 1881, esa lúcida tradición. Como Bergson, lucha contra el positivismo y contra el monismo idealista. Aboga, como él, por la inmortalidad y la libertad.
En la ubicua polémica secular de aristotélicos y platónicos, gozan los últimos de una incontestable ventaja: las conjeturas que proponen son singulares, increíbles e inolvidables. Parménides niega la variedad, niega el número, niega el tiempo y hace del intrincado universo una esfera inmóvil; para Platón, lo único real son las inconcebibles Ideas; Plotino, superando el principio de identidad, registra un orbe en el que cada cosa es todas las cosas, el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol; Anselmo afirma un hijo que no es posterior a su padre y a quien le interesa la ética; Leibnitz afirma que no ves las letras de este libro, pero que antes de crear el universo, Dios ordenó que las concibieras en el preciso instante en que las miraras; Kant razona que el espacio y el tiempo son anteriores en la mente a cualquier percepción; Bradley niega todo influjo de A sobre B, porque ese influjo es un tercer término C, que para influir en B requiere otro término D, que requiere otro término E, que requiere otro término F... Tales conjeturas pueden ser ciertas; nadie negará que son asombrosas; quien las combate, corre el albur de parecer un representante del mero, insípido sentido común. James eludió ese albur melancólico; en este libro, en The Willto believe (1897), en A pluralistic universe (1909) y en Some problems of Philosophy (1911), combatió a Hegel y a los hegelianos Bradley y Royce y fue tan asombroso como ellos, y mucho más legible. La exigencia alemana de que un filósofo sea también un abominable escritor ha sido impugnada por Schopenhauer (Parerga und Paralipomena, 2, XXIII); como Schopenhauer, como Hume, como Berkeley, como Descartes, James fue un escritor admirable. El pragmatismo, gracias a él, alcanzó a principios de nuestro siglo un auge no menor que el del bergsonismo congénere y que el auge presente del psicoanálisis. No sin prodigio, James logró que un sistema en que prevalecen hipótesis tranquilas fuera no menos atrayente que las más fanáticas invenciones de la razón. (Increíblemente, el hecho de que Papini fuera divulgador del pragmatismo y profesara —décadas después— el fascismo ha sido esgrimido contra James.) Suele argumentarse que James ha supeditado la filosofía a la felicidad y a la acción; pero esa felicidad es intelectual, esa acción es noble.
Las soluciones medias son uno de los rasgos del pragmatismo. Vanamente, secularmente, los deterministas discuten con los partidarios del albedrío. Estos afirman que es legítimo hablar de posibilidades, es decir, de hechos que pueden acontecer o no acontecer; aquéllos dicen que todo acto, por mínimo que sea, es fatal. Los estoicos enuncian la doctrina de los presagios, según la cual, formando un todo el universo, cada una de sus partes prefigura (siquiera de un modo secreto) la historia de las otras; el marqués de Laplace, hacia 1814, juega con el proyecto de cifrar en una sola fórmula matemática todos los hechos que componen un instante del mundo, para luego extraer de esa fórmula todo el porvenir y todo el pasado... James interviene; conjetura que el universo tiene un plan general, pero que la recta ejecución de ese plan queda a nuestro cargo. Nos propone así un mundo vivo, un mundo inacabado, cuyo destino incierto y precioso depende de nosotros, "una aventura verdadera, con verdadero riesgo" (Pragmatism, VIII). Para un criterio estético, los universos de otras filosofías pueden ser superiores (el mismo James, en la cuarta conferencia de este volumen, habla de "la música del monismo"); éticamente, es superior el de William James. Es el único, acaso, en el que los hombres tienen algo que hacer. Le falta la simétrica perfección de los epigramas, de los logogrifos, de los acrósticos, de los relatos policiales; más bien recuerda a la populosa novela o al multánime Shakespeare. "Lo que me agrada en este novelista —dijo, aludiendo a Dios, G. K. Chesterton— es el trabajo que se toma con los personajes secundarios". En el imprevisible mundo de James no hay personajes que sean, apriori, secundarios.
El universo de los materialistas sugiere una infinita fábrica insomne; el de los hegelianos, un laberinto circular de vanos espejos, cárcel de una persona que cree ser muchas, o de muchas que creen ser una; el de James, un río. El incesante e irrecuperable río de Heráclito.
El pragmatismo no quiere coartar o atenuar la riqueza del mundo; quiere ir creciendo como el mundo.
MANIFIESTO DE ESCRITORES Y ARTISTAS
Antinazi, Por una Argentina Libre y Democrática
Buenos Aires, Año 1, N° 5, jueves 22 de marzo de 1945
En los campos de batalla, el nazismo está viviendo sus últimos momentos. Mientras todas las naciones con un sentido de la dignidad humana se unieron para aniquilar a esta fuerza del mal, nuestro país fue conducido al aislamiento por una sucesión de gobiernos divorciados de la voluntad popular. Pero el pueblo argentino demostró en todo momento su más franca oposición al nazismo, como en las jornadas que siguieron a la liberación de París y en la voz valiente de las publicaciones que salieron en medio de duras circunstancias. Son estas expresiones las que han salvado la dignidad de nuestra patria.
La guerra ha llegado a su última fase y ya las tres grandes potencias que principalmente sobrellevaron el peso de la lucha han tomado —en acuerdo con la voluntad de las Naciones Unidas—, las medidas que organizarán la paz y que impedirán el resurgimiento del nazismo. Ausentes en los momentos más delicados, y ausentes en la Conferencia de Méjico, es inútil que quienes sostuvieron la política llevada por el país, intenten ahora tardías rectificaciones.
Como artistas y escritores conscientes de la hora, lucharemos en la medida de nuestra fuerza para que se restablezcan en nuestra patria las libertades fundamentales. Sintetizamos nuestra posición en los siguientes puntos:
1) Levantamiento inmediato del estado de sitio y restablecimiento de las garantías constitucionales, en primer lugar, las de prensa, palabra y reunión.
2) Libertad inmediata de los presos políticos y sociales.
3) Restablecimiento pleno de la autonomía universitaría de acuerdo a los postulados de la Reforma y restablecimiento de la ley 1420 de enseñanza laica. Reincorporación, previo desagravio, de los profesores, maestros y estudiantes separados arbitrariamente.
4) Convocatoria a elecciones, libres de fraude y violencia.
5) Cumplimiento de los compromisos internacionales contraídos, para reanudar así las relaciones amistosas con los países democráticos del mundo y colaborar con las Naciones Unidas en la paz progresista que se prepara.
6) Disolución de las organizaciones quintacolumnistas y represión severa del espionaje nazi.
Entendemos que el pueblo argentino sólo puede alcanzar estos propósitos con la unidad de todas las fuerzas democráticas.
Juan E. Acuña, José Alonso, Ben Ami, José Allegreto, Carmelo Arelen Quin, José Babini, Adolfo Bioy Casares, Edgar Bayley, Jorge Luis Borges, Norah Borges, Antonio Berni, Leónidas Barletta, Vicente Barbieri, Amadeo Vilches, Saulo Benavente, Córdova Iturburu, Dardo Cúneo, Horacio Cóppola, Juan C. Castagnino, Elias Castelnuovo, Gertrudis Chale, Andrés Calabrese.
Juana Ch. de Dourge, Manuel O. Espinosa, Norberto Frontini, Enrique Fernández Chelo, Luis Falcini, Tristán Fernández, Alfredo González Garaño, Luis Gudiño Kramer, Lila Guerrero, Carlos Giambiagi, Marcelo Gianelli, Eloisa Ferraría Acosta.
Gregorio Halperín, Renata D. de Halperín, José B. Heredia, Néstor Ibarra, Gyula Kosice, Bernardo Kordon, Agrupación "Liluli", Agrupación "La Carpa", Raúl Larra, José Luis Lanuza, José Ramón Luna, López Armesto, Raúl Lozza, Luis P. Reissig.
Ernesto Morales, Ulyses Petit de Murat, Raúl A. Monsegur, Horacio March, Juan José Manauta, Alfredo Martínez Howard, José Marial, Emilio Novas, Joaquín Neyra, Juan L. Ortiz, David Oberlaender, Luis Ordaz, María Rosa Oliver, Roger Plá, Elias Piterbarg, Pablo Palant, Sigfredo Pastor, Gerardo Pisarello, Anselmo Piccoli, Orlando Pierri, Manuel Peyrou, Alicia Pérez Peñalba, Angela Romera Vela, Carlos Ruiz Daudet, Marcelino Román, Marta Samatán, Marisa Serrano Vernengo, Ernesto Sábato, Luis Seoane, Lino Spilimbergo, Arturo Sánchez Riva, Amaro Villanueva, Aníbal S. Vázquez, Alfredo Várela, Domingo Viau, Abraham Vigo, Enrique Wernicke, Alvaro Yunque.
CARTAS DE MUSSET Y GEORGE SAND
Buenos Aires, Editora Inter-Americana, 1945.
Prólogo
El amor suele ser un convenio tácito cuyas partes se comprometen a hallarse indispensables y milagrosas. Juzgar que otra persona es milagrosa es una operación harto fácil, ya que todos vivimos en el anhelo de hallar personas milagrosas; avenirnos a que nos juzguen milagrosos no es mucho más difícil, ya que nadie se juzga por su conducta ni aún por sus palabras y pensamientos, sino por la partícula de inmediata divinidad que lo impulsa a vivir, la que se denomina voluntad en el lenguaje de Schopenhauer... En el convenio celebrado por George Sand y Musset, hay que notar esta circunstancia anormal: las partes eran realmente extraordinarias. No lo eran sólo para Dios; lo eran para los hombres, también. Heine declaró preferir (Ueber die franzoesische Buehme, 1940) el verso de Musset y la prosa de Sand al verso y a la prosa de Hugo; no es tarea difícil multiplicar testimonios análogos". El amor desea una secreta publicidad, desea misterio, simpatías y símbolos; el amor de Aurore Dudevant y de Alfred de Musset fue casi un espectáculo del París de la época romántica y lo es para nosotros, aún.
Los amores de George Sand fueron numerosos, pero sucesivamente "únicos" e indiscutiblemente sinceros. ¡Mi corazón es una tumba! le escribía a Sainte-Beuve. Más bien una necrópolis, corrigió después Jules Sandeau... Sainte-Beuve, hacia 1833, le propuso varias alianzas. La silenciosa, desdeñosa mujer las rehusó. Opinó que Dumas era "trop commis-voyageur", Jouffroy "trop vertueux", Musset "trop dandy". Sin embargo, accedió a conocer al último e irreparablemente se enamoraron. La historia ha sido comprendida por Swinburne: "Alfred era voluble y George no se condujo como un perfecto caballero".
Naturalmente, ese epigrama no agota la curiosa aventura. Tampoco parecen agotarla los volúmenes suscitados por ella: La confesión d'un enfant du siécle, Elle et lui, Lui et elle, Les lettres d'un voyageur, Le secrétaire intime... Las circunstancias que es posible extraer de esas páginas gárrulas, tumultuosas y por lo general antagónicas, son las que paso a referir: A fines de 1833, George Sand logró el consentimiento de la madre de Musset para emprender con él viaje a Italia. En enero de 1834 se establecieron en Venecia. Desgraciadamente para Musset, no era el amor la única pasión de George Sand; la dominaba y la abrasaba también la pasión del trabajo. Nueve y diez horas cada día, la pluma fatigaba el papel; las copiosas tareas de redacción usurpaban las noches; los ciento diez volúmenes futuros de sus Obras Completas entenebrecían el presente. Musset, tal vez abochornado de su relativa esterilidad, buscó el socorro del alcohol y de las mujeres. Lo postró una crisis nerviosa, agravada por las alucinaciones y por el frenesí del delirium tremens. Entonces, George Sand se consagró a salvarlo. Renunció a los queridos manuscritos, renunció a los diversos géneros literarios; a casi todo renunció para compartir y amparar sus confusas noches de insomnio. No estaba sola en la tremenda tarea: la secundaba un médico veneciano, Pietro Pagello, de quien —fatalmente— se enamoró. Lo demás está en estas cartas. También en la novela Jacques, cuyo protagonista declara: "Nunca me he impuesto la constancia. Cuando he sentido que el amor había muerto, lo he dicho sin remordimiento o bochorno, y he acatado la Providencia, que me conducía a otra parte."
Tales fueron las circunstancias de la aventura. Pero lo verdadero en toda aventura no son las circunstancias concretas, es la general y abstracta pasión. Esa pasión que quiere comprender y abrazar todas las relaciones humanas y hace que en el "Cantar de los Cantares", el rey le diga a la sulamita hermana mía, esposa mía, y que en estas cartas enamoradas, Alfred de Musset acaricie a George Sand con los nombres de hermana, de hija y de madre. Esa pasión impersonal que hace que toda carta de amor parezca redactada por nosotros, dirigida a nosotros.
UNA DECLARACIÓN FINAL
Aspectos de la literatura gauchesca, Número, Montevideo, 16 de enero de 1950.
Conferencia leída en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo, el día 29 de octubre de 1945.
No hay en la tierra un hombre que secretamente no aspire a la plenitud: es decir, a la suma de experiencias de que un hombre es capaz. No hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Candorosamente pensaron ciertos filósofos que el hombre sólo aspira al placer; también aspira a la derrota, al riesgo, al dolor, a la desesperación, al martirio. Así, harto de gloria inútil, Osear Wilde entabla un proceso que le franqueará la prisión, para enriquecerse de sombra... Hace veinte años, pudo sospechar mi país que las indescifrables divinidades le habían deparado un mundo benigno, y reversiblemente alejado de todos los antiguos rigores. Entonces, lo recuerdo, Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba, épicamente) las durezas de la vida de los troperos; a Francisco Luis Bernárdez y a mí, nos alegraba imaginar que en la alta ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con propósito literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan incorregiblemente pacífico, nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" que habían logrado otras generaciones más venturosas. Los poemas gauchescos eran, entonces, documentos de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos.
Muchas noches giraron sobre nosotros y aconteció lo que no ignoramos ahora. Entonces comprendí que no le había sido negada a mi patria la copa de amargura y de hiél. Comprendí que otra vez nos encarábamos con la sombra y con la aventura. Pensé que el trágico año veinte volvía, pensé que los varones que se midieron con su barbarie, también sintieron estupor ante el rostro de un inesperado destino que, sin embargo, no rehuyeron. En esos días escribí este poema. Lo daré, como quien pone una viñeta al pie de una página.
Poema conjetural
El doctor Francisco Laprida, asesinado
el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao,
piensa antes de morir:
Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento
Se dispersan el día y la batalla
Deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
Yo, Francisco Narciso de Laprida,
Cuya voz declaró la independencia
De estas rudas provincias, derrotado,
De sangre y de sudor manchado el rostro,
Sin esperanza ni temor, perdido,
Huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
Que, huyendo a pie y ensangrentando el llano
Fue cegado y tumbado por la muerte
Donde un oscuro río pierde el nombre,
Así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
Me acecha y me demora. Oigo los cascos
De mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
De sentencias, de libros, de dictámenes,
A cielo abierto yaceré entre ciénagas;
Pero me endiosa el pecho inexplicable
Un júbilo secreto. Al fin me encuentro
Con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
El laberinto múltiple de pasos
Que mis días tejieron desde un día
De la niñez. Al fin he descubierto
La recóndita clave de mis años,
La suerte de Francisco de Laprida,
La letra que faltaba, la perfecta
Forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
Mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
Que me buscan. Las befas de mi muerte,
Los jinetes, las crines, los caballos,
Se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
Ya el duro hierro que me raja el pecho,
El íntimo cuchillo en la garganta.
VINDICACIÓN DEL 1900
Saber Vivir, Buenos Aires, Año V, N° 53,1945.
Hace quince o veinte años que la nostalgia, la ternura y la burla tejen una cariñosa mitología alrededor del año 1900. Los elementos de esa mitología están en la conciencia de todos; corresponden a la escenografía art-nouveau de Los crepúsculos del jardín, de Lugones, con adición de algunos artefactos característicos: picos de gas, tranvías de caballos, bigotes, bigoteras, corsés, tarjetas postales en relieve, lámparas con caireles. Por supuesto, ese esquema simbólico de 1900 no es precisamente igual a 1900. Nunca lo son, por lo demás, los esquemas simbólicos. Lo característico de una época no está en ella; está en los rasgos que la diferencian de la época siguiente. Esos rasgos diferenciales sólo son perceptibles después. Así, los tranvías de caballos son típicos de 1900 porque han sido reemplazados por tranvías eléctricos; los buzones rojos no lo son, porque no han sido reemplazados. Para ver el año 1945 tal como lo verán los hombres de 1970, tendríamos que ver también el año 1970...
He mencionado el art-nouveau, he mencionado las decorativas estrofas de Los crepúsculos del jardín o de la sucursal montevideana de Herrera y Reissig. Ese arte y esa literatura son menos típicos de la realidad de 1900 que de nuestra visión. El erudito examen de cualquier enciclopedia revela los siguientes hechos: en 1899, Ibsen publicó el drama Cuando nos despertemos de entre los muertos; en 1900, Conrad publicó Lord Jim y Bernard Shaw sus Tres comedias para puritanos: (El discípulo del diablo, César y Cleopatra, La conversión del capitán Brassbound); en 1901, Kipling publicó Kim y, H. G. Wells, Los primeros hombres en la luna. Cinco libros acabo de enumerar; libros contradictorios o heterogéneos que pueden suscitar cualquier reacción salvo la de piadoso cariño; libros cuyo solo recuerdo evoca la compleja y apasionada realidad de 1900. Compleja y apasionada... Los epítetos pueden asombrar, pues el pasado nunca es complejo (ha sido simplificado y estilizado por la memoria, por la memoria en la que siempre colabora el olvido) y nunca es apasionado, porque lo vemos como un cuadro en el que faltan nuestra voluntad, nuestra incertidumbre.
He mencionado, al azar de una enciclopedia, obras literarias: el lector que quiera ampliar el breve catálogo bosquejado aquí, puede agregar obras filosóficas, políticas, científicas, pictóricas y musicales. A no dudarlo, sentirá la gravitación de una realidad que casi lo confundirá, más complicada, más polémica, más libre, más razonable, más habitable, que la de 1945.
El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un periodista, el siglo XX ha calificado de "estúpido" al siglo XIX; tal vez no es ilícito recordar que las dos doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con Karl Marx; el estúpido siglo XIX fue, antes que ninguna otra cosa, un siglo de libérrima discusión; no hay argumento contra él, contra sus preferencias o instituciones, que no haya sido formulado por alguien en ese mismo siglo. El progreso es uno de los fetiches del siglo XIX; la refutación más enérgica del progreso es la de Schopenhauer, hombre del siglo XIX.
El darwinismo es otro de esos fetiches; nadie después lo ha refutado como lo refutó en su tiempo, Samuel Butler. Centenares de invectivas contra el estado totalitario fatigan las imprentas; ninguna tiene la lucidez y el poder del ensayo profético de Spencer, El hombre contra el estado.
La mitología peculiar de 1900 ha trascendido al cinematógrafo. Ello era previsible, ya que se trata de una época lo bastante cercana para que la sintamos vinculada a nuestro destino, para que sin esfuerzo la imaginemos; lo bastante lejana para exhalar un prestigio romántico. Naturalmente, las películas que la exhiben son menos fieles como imágenes del pasado que del desdeñoso presente. El tango, el compadrito y el patotero abrumadoramente figuran en tales films; de su presencia cabe deducir que interesan en 1945, no que en 1900 interesaron. (A juzgar por la literatura contemporánea, tal no fue el caso). Otro elemento del que no se resuelven a prescindir esos films pseudo históricos son automóviles antiguos, de alabada y mediocre velocidad. Los protagonistas veneran esos vehículos porque son más veloces que una carreta; el público los desprecia, porque son harto menos veloces que los automóviles de hoy; es decir, el público procede exactamente como los personajes de que se burla... De paso, cabe deplorar la frivolidad de quienes exigen que una obra de arte sea cuidadosamente contemporánea, escrupulosamente local; toda obra de arte inevitablemente lo es, aunque su tema sea lejano en el tiempo y en el espacio. No hay que solicitar como una virtud una limitación que tiene el carácter de una fatalidad.
El tango, en el año 1900, no era importante. Sospecho que era casi imperceptible, pero los tangos de esa fecha que aún perduran —Don Juan, de Ernesto Poncio; La morocha, de Saborido— son, a no dudarlo, significativos del carácter de entonces. Digo el carácter, pues no pienso en los múltiples caracteres, en los múltiples y cambiantes caracteres de los hombres de entonces, sino en algo más precioso y fundamental: en el carácter anhelado por ellos, en el carácter que les halagaba atribuirse. (Chesterton, en algún ensayo de Heréticos, ha observado que el arte popular no refleja nunca el verdadero carácter de sus lectores, pero sí el carácter ideal). Basta escuchar los tangos que he mencionado, o las congéneres milongas que los precedieron, para saber que los compadres que los inventaron, silbaron y divulgaron, no eran tal vez hombres felices, ni siquiera hombres valerosos, pero sí eran hombres cuya aspiración era la felicidad y el valor. Eso anhelaban, así les gustaba pensarse. El tango actual, en cambio, se complace en la desventura y en el fracaso, y sólo admite la felicidad y el valor como temas de la nostalgia, como bienes que se han tenido y que ya no se tienen. El orillero del siglo XIX quería ser admirado por dichoso, por resuelto y por temerario; el de nuestro tiempo, por haber sido alguna vez esas cosas y, sobre todo, por ser un maltratado, un rencoroso, una víctima. De un ideal clásico hemos pasado a un ideal romántico, en el más abyecto sentido de esa palabra.
Hay una diferencia fundamental entre las milongas antiguas —el Pejerrey con papas, digamos, de la Academia Montevideana— y las milongas de sabor arqueológico que ahora se elaboran: las de ayer expresaban una felicidad posible, inmediata, las de hoy, un paraíso perdido.
Podría objetarse a lo anterior que la diferencia entre los tangos primitivos y los de ahora se debe, principalmente, a los instrumentos, a la sustitución de la flauta y del violín por el bandoneón quejumbroso. A ello podemos replicar que un motivo psicológico determinó esa sustitución, que el bandoneón fue elegido por quejumbroso. Durante muchos años yo creí que la decadencia del tango, que el entristecimiento del tango, era obra de los compositores boquenses; comprobé, luego, que los compositores antiguos eran también de origen itálico. No se trataba, pues, de una diferencia de sangre, sino de una diferencia de fecha. Nadie ha compuesto tangos más felices, más fundamentalmente criollos, que Vicente Greco.
Quienes hayan seguido estas inconexas y casuales observaciones, habrán notado que su propósito es negativo. No me he propuesto la imposible tarea de definir en una página una complicada etapa del mundo; me he limitado a señalar que esa etapa no se parece demasiado a su mitología ulterior. Tampoco ha sido mi propósito anular el placer que esa mitología produce; preferiría, eso sí, que gozáramos de ella como ficción, no como transcripción de una realidad. Hay expresiones de una época (decorativas, arquitectónicas, musicales, literarias también) cuyo encanto se debe a la sospecha de que son ligeramente ridiculas; ello aconteció en el 1900 con el art nouveau, con el estilo vienes y con la lírica simbolista; ello acontece en nuestros días con la frugal albañilería de Le Corbusier, con las incómodas efusiones del superrealismo" y con las novelas sin argumento. ¿Qué no diríamos de quien se aventurara a juzgarnos por esas complacencias?
Nuestra época es, a la vez, implacable, desesperada y sentimental; es inevitable que nos distraigamos con la evocación y con la cariñosa falsificación de épocas pretéritas.
NOTA SOBRE EL ULISES EN ESPAÑOL
Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 1, enero de 1946.
No soy de aquellos que místicamente prejuzgan que toda traducción es inferior al original. Muchas veces he comprobado, o he podido sospechar, lo contrario. Los evidentes calembours en que abunda el "Oráculo manual" de Gracián (Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre: lo que éste sigue, el otro persigue) lo hacen muy inferior al Gracians Handorakel de Schopenhauer, que, al prescindir de tales juegos, logra disimular el trivial origen fonético de las "ideas" que propone. Hacia 1827, De Quincey tradujo al inglés el "Laocoonte" de Lessing; he confrontado ambos trabajos; el texto inglés es más urbano y más elocuente. Así también, las prolijas versiones literales de las 1001 noches (Lañe, Burton, Mardrus, Littmann) insinúan e imponen la sospecha de que el resumen de Galland es harto superior al texto árabe. No nos asombren tales hechos; presuponer que toda recombinación de elementos es necesariamente inferior a un arreglo previo es presuponer que el borrador 9 es necesariamente inferior al borrador H ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la superstición o al cansancio.
Declarado esto, considero el problema de verter el Ulises al español. Salas Subirat juzga que la empresa "no presenta serias dificultades"; yo la juzgo muy ardua, casi imposible. Los más amargos detractores de Joyce (George Sampson: The concise Cambridge history of English literature, página 972) admiten su maestría verbal. Quienes rechazan el Ulises como novela, lo aceptan, sometidos, como epopeya. El Ulises, tal vez, incluye las páginas más caóticas y tediosas que registra la historia, pero también incluye las más perfectas. Lo repito, esa perfección es verbal. El inglés (como el alemán) es un idioma casi monosilábico, apto para la formación de voces compuestas. Joyce fue notoriamente feliz en tales conjunciones. El español (como el italiano, como el francés) consta de inmanejables polisílabos que es difícil unir. Joyce, que había escrito en el Ulises: bridebed, childbed, bed of deatb, ghast-condled, tuvo que resignarse a esta nulidad en la versión francesa: lit nuptial, lit departurition, lit de mort aux spectrales bougies.
En esta primera versión hispánica del Ulises, Salas Subirat suele fracasar cuando se limita a traducir el sentido. La frase inglesa: horseness is the whatness of allhorse es una memorable definición de la tesis platónica, no así la lánguida equivalencia española: el caballismo es la cualidad de todo caballo. Otro ejemplo, breve también: phantasmal mirth, folded away: muskperfumed es una frase melodiosa y patética; júbilos fantasmagóricos momificados: perfumados de almizcle es, quizá, inexistente. Hombre de inteligencia múltiple equivale más bien a la nada que a myriadminded man. Muy superiores son aquellos pasajes en que el texto español es no menos neológico que el original. Verbigracia, éste, de la página 743: que no era un árbolcielo, no un antrocielo, no un bestiacielo, no un hombrecielo, que recta e inventivamente traduce: that is was not a heaventree, not a heavengrot, not a heavenbeast, not a heavenman.
A priori, una versión cabal del Ulises me parece imposible. El propósito de esta nota no es, por cierto, acusar de incapacidad al señor Salas Subirat, cuyas fatigas juzgo beneméritas, cuyas aficiones comparto; es denunciar la incapacidad para ciertos fines, de todos los idiomas neolatinos y, singularmente, del español. Joyce dilata y reforma el idioma inglés: su traductor tiene el deber de ensayar libertades congéneres.
Hilda Roderick Ellis
THE ROAD TO HELL
Cambridge University Press, 1945
Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 3, marzo de 1946.
De los paraísos que ha proyectado la imaginación de los hombres, ninguno más singular, ninguno menos duplicable, diremos, que el paraíso militar que ha descrito, a principios del siglo XIII, el polígrafo islandés Snorri Sturlason.29 Es una casa bajo tierra (Valhala, Valbóll); espadas y no lámparas la iluminan; tiene quinientas puertas y por cada puerta saldrán, el último día, ochocientos hombres; van a dar ahí los guerreros que murieron en la batalla; cada mañana se arman, combaten, se dan muerte y resurgen; luego se embriagan de aguamiel y comen la carne de un jabalí inmortal. Hay paraísos contemplativos, paraísos voluptuosos, paraísos que tienen la forma del cuerpo humano (Swedenborg), paraísos de aniquilación y de caos, pero no hay otro paraíso guerrero, no hay otro paraíso cuya delicia esté en el combate. Mil y un doctores alemanes lo han invocado para demostrar el temple viril de las viejas tribus germánicas. Fuera de algunas líneas de César y de Cornelio Tácito, los alemanes han perdido toda memoria de su mitología; nadie ignora que se han acogido a la de los vikings.
Miss Roderick Ellis investiga, en este volumen, la escatología escandinava. Mantiene que Snorri simplificó, en gracia del rigor y de la coherencia, la doctrina de las fuentes originales, que datan del siglo VIII o del siglo IX. Ha comprobado que muy pocos textos mencionan la hoy famosa Valhala. Sólo cuatro veces la nombra la Edda Mayor; la Historia Dánica de Saxo Gramático habla de un hombre a quien una mujer misteriosa conduce bajo tierra; ve ahí una batalla; la mujer dice que los combatientes son hombres que perecieron en las guerras del mundo y que su conflicto es eterno. En la Saga de Thorsteinn, Uxafótr, el héroe penetra en un túmulo; adentro hay bancos laterales; a la derecha hay doce hombres bizarros, de traje rojo; a la izquierda, doce hombres abominables, de traje negro; se miran con visible hostilidad; luego pelean y se infieren crueles heridas, pero no logran darse muerte... Dicho sea con otras palabras: el paraíso militar no fue nunca, ni siquiera entre vikings, una esperanza general de los hombres. Fue una cambiante y nebulosa leyenda, quizá más infernal que paradisíaca. Friedrich Panzer la juzga de origen celta.
Sea lo que fuere, el concepto de que el infierno (o el paraíso) consta de la infinita repetición de un acto esencial es, innegablemente, asombroso. El undécimo libro de la Odisea lo prefigura; también lo publica el terrible cuento Where tbeirfire is not quenched —Donde su fuego nunca se apaga— de May Sinclair. (Cabe sospechar, sin embargo, que el impulso que llevó a los poetas a representar a Judas en el infierno, vendiendo eternamente a Jesús, es el mismo que los lleva a representarlo con una barba roja o con la bolsa de los treinta dineros; corresponde a la necesidad de caracterizarlo de una manera vivida).
Otros capítulos estudian los ritos funerarios del Norte, el culto de los muertos, la necromancia y el concepto del alma.
Ainsworth, Noyes
CHRISTOPHER SMART
The University of Missouri Studies, XVIII, 4
Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 4, abril de 1946.
Christopher Smart no perecerá totalmente, porque su nombre está vinculado a otros nombres (uno, venerado por él; otro, que nunca oyó) que ignoran el desgaste y la muerte. Hacia 1783, alguien lo equiparó, en una discusión, con el poetastro Derrick; el doctor Samuel Johnson observó que no había mucho que elegir entre una pulga y un piojo. En 1887, Browning lo apostrofó en el tercer poema de la gárrula serie Debates con algunas personas que tuvieron importancia en su tiempo. Browning, en ese poema alegórico, imagina una casa apenas notable por la mediocridad y el buen gusto, pero que atesora, en el centro, una capilla de secreto esplendor, a la que siguen otras habitaciones insípidas. La casa es la obra literaria de Smart; la capilla, el poema que se titula A song to David.
Con Macpherson, con Beckford, con William Blake, Christopher Smart es una de las excepciones románticas del ordenado siglo XVIII. En su dolorosa vida hubo largos intervalos de locura. Durante uno de esos eclipses, compuso (o proclamó, o acumuló) el bíblico poema Jubílate Agno, que de algún modo prefigura los métodos de A song to David. En monstruosos versículos, convoca todas las criaturas del mundo, angelicales, humanas, animales, vegetales y minerales, para celebrar con él, que está loco, la gloria del Señor. A diferencia de las enumeraciones de Whitman, las de Christopher Smart no excluyen la directa mención de amigos del poeta y su vinculación emblemática a determinados peces, joyas y plantas. Por ejemplo:
"Que Johnson, de la casa de Johnson, se regocije con Omphalocarpa, especie de corteza erizada. Que Dios sea bondadoso con Samuel Johnson".
Otras líneas son menos claras:
"Que Shema se regocije con la Luciérnaga, que es la linterna del viajero y el aguamiel del músico...
Que Hamul se regocije con el Cristal, que es puro y transparente...
Que Mattithiah bendiga con el Murciélago, que mora en las desolaciones de la soberbia y vuela entre sepulcros".
Otro versículo declara (como las lilas de Zuleika Dobson) la inmortalidad personal de las flores; otro, que las flores pueden ver y que a Alexander Pope lo reconocían los claveles de su jardín; otro, que las flores son ángeles o están animadas por ángeles; otro, que el gato es una especie querúbica (esto es, contemplativa) del género angelical de los tigres. Muchos versículos están dedicados a un gato, que distrajo los años de cautiverio del pobre Smart:
"Porque yo soy dueño de un gato de sobresaliente belleza, por el que alabo a Dios Todopoderoso".
Verosímilmente, los inventarios botánicos y zoológicos que prodiga Christopher Smart proceden del antepenúltimo salmo de la Escritura ("El árbol de fruto y todos los cedros, la bestia y todo animal, lo que se arrastra por la tierra y el ave de alas") y del Libro de Job. Ahí el Señor, desde un torbellino, aduce como pruebas de su poder el mar, el hielo, el unicornio, los astros, Behemoth y Leviatán. También Christopher Smart los invoca, en A song to David. Así:
Strong is the lion —like a coal
His eyeball—like a bastión's mole
His chest against the foes;
Strong, the gier eagle on his sail,
Strong against tide, the enormous whale
Emerges as he goes.
(Strong against tide repite la forma sintáctica del famoso lentus in umbra de la primera égloga de Virgilio. En el primer discurso del Samson Agonistes de Milton, análogamente se lee They creep, yet see; I, dark in light, exposed...)
En la obra de Smart los versos indescifrables abundan pero también los versos espléndidos. De los primeros ha sobrellevado alguno el lector; he aquí un ejemplo de los últimos:
"Porque yo busqué la belleza, pero Dios, Dios me mandó al mar por perlas".
La poesía de Smart es una transformación de la extraña locura que padeció. Ebrio de gratitud por el universo, caía de rodillas en cualquier parte, a cualquier hora de la noche o del día, y prorrumpía en clamorosas plegarias. Hacia la medianoche o la aurora, solía despertar a sus amigos para que rezaran con él. No lo arredraban ni el rigor ni las burlas. Los caóticos versículos de Jubílate Agno y las graves y enérgicas estrofas de A song to David educan o subliman esa necesidad de alabar.
Christopher Smart nació en el condado de Kent, en 1722, y murió en Londres, en 1771.
Estanislao del Campo
FAUSTO
Buenos Aires, Editorial Nova, 1946.
Prólogo
Obras que fingen defender cosas indefendibles —el Elogio de la locura, de Erasmo; Sobre el asesinato, considerado como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey; La decadencia de la mentira, de Wilde— presuponen épocas razonables; épocas tan ajenas a la locura, al asesinato y a la mentira, que les asombra el hecho de que alguien pueda vindicar esos males. ¿Qué pensaríamos, en cambio, de épocas en las que fuera necesario probar, con dialéctica rigurosa, que el agua es superior a la sed y que la luna merece que todos los hombres la miren, siquiera una vez antes de morir? En esa época vivimos; en Buenos Aires, a mediados del siglo XX, un prólogo del Fausto debe, ante todo, ser una defensa del Fausto.
Que yo sepa, su primer detractor fue Rafael Hernández, en un libro de 1896, cuyo inesperado tema es la nomenclatura de las calles de Pehuajó; Lugones, en 1916, renovó el ataque. Ambos acusan de ignorancia y de falsedad a Estanislao del Campo. Juzgan insostenible el primer verso de la primera estrofa. Rafael Hernández observa: "Ese parejero es de color overo rosado, justamente el pelo que no ha dado jamás un parejero, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores"; Lugones confirma: "Ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos". También han sido condenados los versos
Capaz de llevar un potro
A sofrenarlo en la luna.
Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno sino bocado y que sofrenar el caballo "no es propio de criollo ginete, sino de gringo rabioso". Lugones confirma o transcribe: "Ningún gaucho sujeta su caballo, sofrenándolo. Esta es una criollada falsa de gringo fanfarrón, que anda jineteando la yegua de su jardinera". (Vicente Rossi, después, ha aplicado el mismo procedimiento analítico al Martín Fierro, con el mismo resultado aniquilador).
¿Qué resolver, ante negaciones tan firmes? Yo me sé indigno de terciar en esas controversias rurales; soy aun más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a insinuar que aunque los ortodoxos abominen del pelo overo rosado, el verso
En un overo rosao
sigue —misteriosamente— gustándome. Ignoro si obra la costumbre, ignoro si la palabra rosao difunde una especial claridad; sé que me sería intolerable una variación. La décima entera, por lo demás, es un tremolante y bizarro objeto verbal; inútil cotejarla con la realidad, con otras realidades.
Pasan las circunstancias, pasan los hechos, pasa la erudición de los hombres versados en el pelo de los caballos; lo que no pasa, lo que tal vez nos acompañará en la otra vida, es el placer que da la contemplación de la felicidad y de la amistad. Ese placer, quizá no menos raro en las letras que en la realidad corporal, es (lo sospecho) la virtud central del poema. Muchos han alabado las descripciones del amanecer, de la llanura, del anochecer, que el escritor ha intercalado en sus páginas; yo tengo para mí que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos las ha contaminado de falsedad. Lo admirable es el diálogo, es la clara y resplandeciente amistad que trasluce el diálogo.
Estanislao del Campo: Dicen que en tu voz no está el gaucho, verdad que fue de una jornada en el tiempo y de un desierto en lo dilatado del mundo, pero yo sé que están en ella la amistad y el valor, realidades que serán y fueron y son en la ubicuidad y en lo eterno.
Estanislao del Campo, soldado que en Pavón saludaste la primer bala ¡qué raro que de tus populosas noches y días perdure solamente una tarde que no viviste, una tarde que desvelaron dos imaginarios paisanos que han ascendido a dioses y te franquean su media hora inmortal!
Franz Werfel
JUÁREZ Y MAXIMILIANO
Buenos Aires, Emecé Editores, 10 de julio de 1946.
Prólogo
De las obras dramáticas de Franz Werfel, las de mayor renombre son la "trilogía mágica" Spiegelmensch (1920) y la "historia dramática en tres fases y en trece cuadros "Juárez und Maximilian (1924). La primera de las dos corresponde a un género en el que siempre se ha mostrado eminente la literatura alemana: la falsa obra maestra. Así lo ha comprobado la crítica: Karl Heinemann observa que Spiegelmensch tiene más de magia teatral que de teatro mágico; Albert Soergel (Dichtung und Dichter der Zeit, II, 496), que no es una trilogía y no es mágica. En su clamoroso decurso, Werfel renueva un tema predilecto de las neurosis, de las literaturas y de los mitos: el doble, el doppelgaenger. (Ya Aristóteles trata de explicar la dolencia de aquéllos que en todo tiempo y en todo lugar ven su imagen; ya una tradición rabínica narra la historia de tres hombres que bajaron al Reino de las Tinieblas: uno regresó loco; otro, ciego; el tercero, Akiba ben Yosef, dijo haberse encontrado consigo mismo.) Dos hermanos, dos enemigos, libran un largo duelo a muerte en la obra: el yo esencial del héroe, el SeinsIch, que ansia lo absoluto y lo eterno; su yo aparencial o yo espectacular, ScheinIch o SpiegeIch, que apetece las vanas plenitudes de la realidad, es decir, de la irrealidad. Tres mundos atraviesa el protagonista de ese drama alegórico: el mundo espiritual, cuyo símbolo es un convento; el mundo vital o afectivo; el ilusorio mundo de los éxitos, del poder y del goce. Ninguno de esos mundos lo satisface. Al final hay un juicio en el que testimonian las sombras; el héroe se juzga a sí propio y se condena a muerte. Bebe la copa del veneno; el yo aparencial, fulminado, se pierde en el espejo; el yo esencial despierta en el mundo absoluto, que es "incomprensible y hermoso". Tal es, a grandes rasgos, el emblemático argumento de Spiegelmensch. La crítica alemana, al desaprobarlo, ha pronunciado los venerados nombres de Fausto, de Peer Gynt y del Till Damaskus de Strindberg; tales evocaciones (a las que podríamos añadir la de Jekyll y Hyde) son válidas si quieren indicar una afinidad; son improcedentes si quieren abrumar con su gloria o sugerir un plagio.
En Spiegelmensch el autor parte de una serie de conceptos abstractos, hecho que explica la poca vitalidad de la obra; en Juárez und Maximilian su punto de partida es la intuición total de un carácter. (Que la historia confirme esa intuición importa muy poco; lo indispensable es que creamos que cree en ella el autor.) "Su carácter fue su destino", dijo famosamente Gottfried Keller de un personaje de sus cuentos; lo mismo es lícito decir del Maximiliano de Werfel, como de todo irredimible héroe trágico. Maximiliano es un hombre complejo y escrupuloso, a quien han extraviado las circunstancias en un mundo implacable. Antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez. Incurre, gradualmente, en la culpa máxima: la de admitir que su enemigo puede tener razón. Dicta decretos filantrópicos; ampara al peón y al indio. Obra de esa manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa. A través de la derrota y de las tradiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A éste (que acabará por fusilarlo en Querétaro) nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático; Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador.
En el primer volumen de Parerga und Paralipomena de Schopenhauer asombrosamente se lee que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo olvido un rechazo, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. De esa fantástica doctrina (que Schopenhauer fundamenta en razones de índole panteísta) podría ser un ejemplo minucioso este gradual e inexorable drama de Werfel. En su decurso, anota Albert Soergel (obra citada, II, 498), Werfel trata la historia de tal modo "que ésta, sin dejar de ser historia, es poesía".
Franz Werfel es un gran poeta judioalemán en el que vive la Tradición de los Salmos; esa circunstancia es visible en toda su obra.
Y Esto Ocurrió en Buenos Aires en 1946
JORGE LUIS BORGES, ESCRITOR QUE ENORGULLECE A LA ARGENTINA FUE ENVIADO A INSPECCIONAR GALLINAS
Diario El Plata, Montevideo, 25 de julio de 1946
Bajo estos mismos títulos dice un diario porteño:
"Ha sido comentado en los más diversos tonos en los ambientes artísticos, la medida adoptada por las autoridades edilicias contra el escritor Jorge Luis Borges, quien desde hace dieciocho años desempeña un puesto importante en una biblioteca del municipio. No es necesario abundar acá en consideraciones acerca de los sólidos méritos del prestigioso escritor a quien de cierta manera puede considerárselo como jefe de una escuela: "el borgismo ", que de ciencia cierta existe, pero que algún día será analizada ampliamente. La producción, la obra y la acción de Borges son, asimismo, tan vastamente conocidas dentro y fuera del país, que no es necesario que nos detengamos a analizarlas en estos momentos. Pero el escritor es quien va a hablar.
—¡Hola, don Jorge Luis! ¿Cómo le va?
—Ya lo ve, vivito y coleando.
—¿ Y qué le pasó en la Municipalidad que se cuentan las cosas más dispares acerca de su traslado, cesantía o lo que fuere?
—Nada; una cosa muy sencilla. Yo toda la vida he tenido dos "hobbyes" por no decir dos debilidades: los libros y firmar. Cuando chico firmaba en las paredes. ¿Se acuerdan ustedes de aquellos poemas murales? Me ha gustado siempre firmar lo que escribo y a veces, cuando algo de un amigo me gusta mucho, también lo firmaría.
—Sí, bueno, está bien; pero eso ¿qué tiene que ver con el asunto de la Municipalidad?
—A eso iba. Como a mí me da por firmar todo lo fumable, resulta que firmé cuanto manifiesto me trajeron los amigos. Esos manifiestos ingenuos en que se afirma que la verdad debe triunfar y que la libertad es libre, como dice el paisano.
—Bueno, pero ¿quépasó, entonces?
—Un momento; en los poemas no hay que pegar saltos. Hace pocos días me mandaron llamar para comunicarme que había sido trasladado de mi puesto de bibliotecario al de inspector de aves —léase gallináceas— a un mercado de la calle Córdoba. Aduje yo que sabía mucho menos de gallinas que de libros y que si bien me deleitaba leyendo "La serpiente emplumada", de Lawrence, de ello no debe sacarse la conclusión que sepa de otras plumas o diferenciar la gallina de los huevos de oro de un gallo de riña. Se me respondió que no se trataba de idoneidad sino de una sanción por andarme haciendo el democrático ostentando mi firma en toda cuanta declaración salía por ahí. Comprendí, entonces, que se trataba de molestarme o de humillarme simplemente. Naturalmente que si, como ustedes dicen, me hubieran trasladado a las funciones de agente de tránsito, a lo mejor me da por calzarme el uniforme, y ya me hubieran visto allá arriba en la garita armando un verdadero despatarro.
— Y usted, ¿qué actitud adoptó?
—Ninguna; me fui a casa. Tenía un libro de Elouard y otro de Vercors para los cuales no encontraba manera de roer tiempo a otras cosas y leerlos. Y me puse a leer y me olvidé del mundo. Pero al día siguiente, la realidad me dio un vuelco; de la Municipalidad me comunicaban que hacía veinticuatro horas que estaban esperando mi renuncia y que estaba ya en mora. Estaban, pues, plenamente convencidos de que no iba a aceptar la situación y que iba a renunciar. Me conocían, ¿verdad?
—Indudablemente.
—Eso es todo; la verdad, nada más que la verdad, sólo la verdad."
Nota: El 15 de agosto de 1946, la revista Argentina Libre publica el discurso pronunciado por Leónidas Barletta, en la comida de desagravio que la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.) ofrece a Borges, a raíz de su destitución del cargo de bibliotecario.
LA PARADOJA DE APOLLINAIRE
Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 8, agosto de 1946.
Con alguna evidente salvedad (Montaigne, Saint-Simon, Bloy), cabe afirmar que la literatura de Francia tiende a producirse en función de la historia de esa literatura. Si cotejamos un manual de la literatura francesa (verbigracia, el de Lanson o el de Thibaudet) con su congénere británico (verbigracia, el de Saintsbury o el de Sampson), comprobaremos no sin estupor que éste consta de concebibles seres humanos y aquél de escuelas, manifiestos, generaciones, vanguardias, retaguardias, izquierdas o derechas, cenáculos y referencias al tortuoso destino del capitán Dreyfus. Lo más extraño es que la realidad corresponde a ese frenesí de abstracciones; antes de redactar una línea, el escritor francés quiere comprenderse, definirse, clasificarse. El inglés escribe con inocencia, el francés lo hace a favor de a, contra b, en función de c, hacia d.... Se pregunta (digamos): ¿Qué tipo de sonetos debe emitir un joven ateo, de tradición católica, nacido y criado en el Nivernais pero de ascendencia bretona, afiliado al partido comunista desde 1944? O, más técnicamente: ¿Cómo aplicar el vocabulario y los métodos de los Rougnon-Macquart a la elaboración de una epopeya sobre los pescadores del Morbihan, que una al fervor de Fénelon la gárrula abundancia de Rabelais y que no descuide, por cierto, una interpretación psicoanalítica de la figura de Merlín? Esta premeditación que es la nota de la literatura francesa la hace abundar no sólo en composiciones de rigor clásico sino en felices, o infelices, extravagancias; basta, en efecto, que un hombre de letras francés profese una doctrina para que la aplique hasta el fin, con una especie de feroz probidad. Racine y Mallarmé (ignoro si la metáfora es tolerable) son el mismo escritor, ejecutando con el mismo decoro dos tareas disímiles... Hacer escarnio de esa premeditación no es difícil; conviene recordar, sin embargo, que ha producido la literatura francesa, acaso la primera del orbe.
De las obligaciones que puede imponerse un autor, la más común y sin duda la más perjudicial es la de ser moderno. 77 faut étre absolument moderne, decidió Rimbaud, limitación que corresponde, en el tiempo, a la muy trivial del nacionalista que se jacta de ser herméticamente danés o inextricablemente argentino. Schopenhauer (Welt ais Wille und Vorstellung, II, 15) juzga que la mayor imperfección del intelecto humano es su carácter sucesivo, lineal, su encadenación al presente; venerar esa imperfección es un desdichado capricho. Guillaume Apollinaire lo abrazó, lo justificó y lo predicó a sus contemporáneos. Más aún, le entregó su destino. Lo hizo —recuérdese el poema La jolie rousse— con admirable y clara conciencia de los tristes peligros de la aventura.
Esos peligros eran reales; hoy como ayer, el valor general de la obra de Apollinaire es más documental que estético. La visitamos para recuperar el sabor de la poesía "moderna" de los primeros decenios de nuestro siglo. Ni un solo verso nos permite olvidar la fecha en que fue redactado, falta en que no incurrieron, digamos, los coetáneos trabajos de Valéry, de Rilke, de Yeats, de Joyce... (Quizá, para el porvenir, el único fin de la literatura "moderna" sea el insondable Ulises, que de algún modo justifica, incluye y supera a los otros textos).
Quien juxtapone al nombre de Apollinaire el nombre de Rilke parece cometer un anacronismo, tan cerca de nosotros está el segundo, tan lejos —ya— el primero. Sin embargo, Das Buch der Bilder, que incluye el inagotable Herbsttag, es de 1902; Calligrammes, de 1918. Apollinaire, a trueque de exornar sus composiciones con tranvías, aeroplanos y otros vehículos, no se compenetró con su tiempo, que es nuestro tiempo.
Para los escritores de 1918, la guerra fue lo que Tiberio Claudio Nerón para su profesor de retórica: "lodo amasado con sangre". Todos la percibieron así, Unruh como Barbusse, Wilfred Owen como Sassoon, el solitario Klemm como el concurrido Remarque. (Paradójicamente, uno de los primeros poetas que destacaron la monotonía, el tedio, la desesperación y las deshonras físicas de la guerra contemporánea fue Rudyard Kipling, en sus Barrack-Room Ballads de 1903). Para Guillaume Apollinaire, subteniente de artillería, la guerra fue ante todo un bello espectáculo. Así lo exponen sus poemas; así lo corroboran sus cartas. Guillermo de Torre, el más devoto y lúcido de sus comentadores, observa: "En las largas noches de las trincheras el soldado-poeta podía contemplar el cielo estrellado de obuses e imaginar nuevas constelaciones. Así Apollinaire se figuraba asistir a un deslumbrante espectáculo en La nuit d'avril 1915:
Le del est étoilé par les obús des Boches
Laforét merveilleuse ou je vis donne un bal..."
Una carta del 2 de julio confirma: "La guerra es resueltamente una cosa hermosa y, a pesar de todos los peligros que corro, de las fatigas, de la falta absoluta de agua, en suma, de todo, no estoy descontento de hallarme aquí... El lugar es muy desolado: ni agua, ni árboles, ni aldea, ni nada más que la guerra suprametálica, architronante".
El sentido de una oración, como el de una palabra aislada, depende del contexto, que, algunas veces, puede ser la vida entera de quien la dijo. Así, la frase la guerra es una cosa hermosa consiente muchas interpretaciones. En boca de un dictador sudamericano, puede significar su esperanza de arrojar bombas incendiarias sobre la capital de un país vecino. En boca de un periodista, puede significar su firme propósito de congraciarse con el dictador para obtener un buen puesto público. En boca de un sedentario hombre de letras, puede significar su nostalgia de una vida arriesgada. En boca de Guillaume Apollinaire, desde las batallas de Francia... Significa, creo, un temple que sin esfuerzo ignora el horror, una aceptación del destino, una especie de fundamental inocencia. No de otra suerte aquel noruego que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más, apodó a la batalla fiesta de vikings; no de otra suerte el autor inmortal y desconocido de la Chanson de Roland cantó la claridad de una espada:
E Durandal, cum ies clere et blanche.
Cuntre soleil si reluis et reflambes.
El verso de Apollinaire
Laforét merveilleuse ou je vis donne un bal
no es una descripción rigurosa de los duelos de artillería de 1915, pero es un buen retrato de Apollinaire. Éste, aunque vivió sus días entre los baladins del cubismo y del futurismo, no fue un hombre moderno. Fue algo menos complejo y más feliz, más antiguo y más fuerte. (Fue tan poco moderno que lo moderno siempre le pareció pintoresco, y hasta conmovedor). Fue la "cosa alada y sagrada" del diálogo platónico, fue un hombre de sentimientos elementales y, por lo mismo, eternos, fue, cuando vacilaron los fundamentos de la tierra y del cielo, el poeta del antiguo coraje y del antiguo honor. Que lo atestigüen esas páginas suyas que nos conmueven como la cercanía del mar: La chanson du mal-aimé, Désir, Merveille de la guerre, Tristesse d'une étoile, La jolie rousse.
Estela Canto
ENTREVISTA CON JORGE LUIS BORGES
Revista Cabalgata, Quincenario Popular. Espectáculos, Literatura, Noticias, Ciencias, Artes
Buenos Aires, Año I, N° 4, 19 de noviembre de 1946.
Cuando se haga la historia del "caso Borges" se le reconocerá, antes que nada, como "genio de la evasión" —su predilección por las novelas policiales sería tal vez un indicio psicológico de esto—y se tendrá en cuenta, por ello, la infinita tarea que representa para un cronista entrevistar a Borges. Por lo pronto, debemos partir de un supuesto: el talento especialísimo de Borges se manifiesta —en general, porque nada nos garantiza lo contrario— tratando burlonamente lo que nos parece más estimable (probablemente lo que a él mismo le parece lo más estimable) y diciéndonos de pronto una frase brillante y aguda sobre aquello que creíamos despreciable. De esta manera se producen curiosos contrastes y desorientaciones: a veces tenemos la sensación de que Borges quiere darse a conocer, que nos indica algo; a veces creemos que no hay para él nada respetable.
—¿ Qué opina sobre la novela argentina ? —le preguntamos, para iniciar de un modo tan banal y temerario como tradicional el interrogatorio.
—Compruebo con placer que los novelistas argentinos están comprendiendo que la mera probidad y la mera veracidad son insuficientes —nos contesta Borges— y que la invención y la construcción no son actividades veladas. A la inconexa "tranche de vie" o a las efusiones autobiográficas de hace algunos años, y aun de hoy, están sucediendo obras que tienen en cuenta al lector, y que procuran, con no siempre frustrado propósito, distraerlo e interesarlo. Mencionar nombres es incurrir en inevitables omisiones, pero quiero destacar, entre otras, "La invención de Morel" de Adolfo Bioy Casares.
Inmediatamente Borges nos hace una reseña más o menos completa de las novelas, premiadas y no premiadas, publicadas en los últimos años. Parece, indudablemente, satisfecho de la línea últimamente seguida por nuestra novelesca incipiente.
—Quiero, asimismo, volver a llamar la atención sobre el extraordinario cuento de un escritor que se ha incorporado a nuestras letras: "El hechizado", de Francisco Ayala, y de las elegantes narraciones policiales de Manuel Peyrou. Un acontecimiento importante para la literatura argentina sería la publicación en un tomo de los admirables cuentos fantásticos de Santiago Dabove, hasta ahora dispersos.
A otra pregunta nuestra, que lanzamos al advertir que Borges está decidido a hablar sin hacer uso de sus respuestas desconcertantes, nos dice:
—La época funesta en que estamos no dejará de influir en la literatura argentina, melancólicamente. Los escritores de vocación servil cultivarán una literatura puramente formal, con adulaciones a la religión católica y a la (imaginaria) tradición; los más desaprensivos descubrirán asiduamente el color local y abundarán en virtuosos gauchos y en irreprochables desaparrados. Cada partido de cada provincia de la República dará su "Don Segundo Sombra", debidamente halagado y edulcorado. También padecerá la literatura de los escritores independientes, que se verán (que nos veremos) obligados a emitir opiniones justas, pero no asombrosas, sobre la libertad y la dignidad de protestar contra las crecientes injusticias que el inmediato porvenir, digno sin duda del bochornoso presente, nos deparará.
—¿Qué opina del existencialismo?
—¿Qué es eso? —nos pregunta Borges. Pasamos un momento embarazoso: nosotros tampoco sabíamos nada del existencialismo, y habíamos contado con Borges para enterarnos. Rápidamente nos escapamos por la tangente con otra pregunta:
—¿ Qué opina de la literatura francesa de la resistencia?
—¿Es que existe esa literatura? —nos contesta Borges. Evidentemente no quiere decirnos nada. Estamos tentados de decirle que, en algunos sectores, esta literatura es casi tan popular como la de las novelas policiales, pero prudentemente guardamos silencio y, finalmente, hacemos la más inocente de las preguntas:
—¿ Qué opina sobre el cine nacional?
—He visto muy pocos films argentinos; conservo un admirativo, aunque borroso recuerdo de "Prisioneros de la tierra"; también he visto "La guerra gaucha", creo recordar alguna polvorienta y vana batalla, despojada no sólo de todo horror, sino de todo interés.
Creo que la cinematografía argentina debería, hoy por hoy, limitarse a aquellos temas que ofrecen menos tentaciones patrióticas y sensibleras. Le convendría, creo, evitar los temas vernáculos, que inevitablemente se prestan a bajas efusiones y a confusas complacencias. No sé cómo resultará la filmación de "Un marido ideal" de Osear Wilde, y de "Madame Bovary" de Flaubert; no es imposible que el resultado sea funesto y justifique la irrisión o la compasión de todos los hombres; a priori, sin embargo, esos proyectos me parecen simpáticos.
Finalmente para dar ocasión a Borges de explayarse sobre uno de sus temas favoritos, le preguntamos:
—¿Qué opina sobre el tango?
Él nos corrige:
—¿Sobre la música popular? Opino que las milongas y los primeros tangos son admirables, porque expresaban una felicidad presente y un coraje presente; ahora nos complacemos en ellos, pero nuestra complacencia está contaminada de nostalgia y de la sensación de lo irreparablemente perdido, de lo que ya no se recobrará. La conciencia de una actual cobardía (copiosamente evidenciada en la literatura en estos últimos años) nos lleva a sobrestimar y a extrañar el antiguo coraje.
Estas últimas palabras nos llevan a preguntar al gran escritor que supo dar honda visión de nuestros compadritos:
—¿ Qué opina del coraje?
Borges, olvidando la entrevista, nos contesta:
—Es lo que más admiro.
—¿Por qué?
—Porque me parece lo más difícil de conseguir.
EN FORMA DE PARÁBOLA
Boletín de la Sociedad Argentina de Escritores
Buenos Aires, Año xiv, N° 29, diciembre de 1946
Imaginemos un astrónomo que negara la corriente doctrina de los ocasos. Este renovador empieza por observar (con toda razón) que la palabra ocaso es una petición de principio, ya que postula una relación entre resplandor que algunas personas creen advertir en el occidente (¡otra petición de principio!) y la cotidiana puesta de sol. Observa luego que no tiene la intención de negar que esos resplandores han existido y acaso existan, sino que se proponen explicarlo, uno por uno, cosa que sus adversarios no han hecho. Acto continuo explica, no sin gran aparato documental, declaraciones de testigos, etc., que el resplandor "accidental" de la tarde del sábado se debía a una festividad religiosa, el del viernes a las iluminaciones decretadas por el intendente para festejar el centenario de Marx, el del jueves al día del reservista, el del miércoles al patriótico incendio de Villa Crespo, el del martes al incendio del Reichstag, el del lunes al brillo de la prosa del doctor Martínez Zuviría. Agrega que se propone seguir dilucidando así todos los "ocasos" pretéritos y los que el porvenir le depare.
Ahora bien: por satisfactoria que sea cada explicación del astrónomo de mi fábula ¿quién no siente que el hecho de que sean tantas, las debilita y las anula? Algo parecido acontece con quienes tratan de explicar los actos oficiales que repetidamente nos sorprenden y nos consternan. Cada uno de esos actos llega provisto de su improvisado sofisma; lo grave es que todos ellos —y la suma total es casi tan vasta como la de los ocasos de mi parábola— son asimismo capaces de una explicación, que algunos llaman injusticia y otros nazismo.
La expoliación de que Ricardo Rojas ha sido víctima es un ejemplo más de esa melancólica serie.
NOTA SOBRE EL QUIJOTE
Realidad, Revista de ideas, Buenos Aires, Año 1, Volumen 2, N° 5, septiembre-octubre de 1947.
Paradójica gloria la del Quijote. Los ministros de la letra lo exaltan; en su discurso negligente ven (han resuelto ver) un dechado del estilo español y un confuso museo de arcaísmos, de idiotismos y de refranes. Nada los regocija como simular que este libro (cuya universalidad no se cansan de publicar) es una especie de secreto español, negado a las naciones de la tierra pero accesible a un grupo selecto de aldeanos. Su reductio ad absurdum es el consecuente padre Mir, que prefirió al Quijote los sermones del padre Alonso de Cabrera, por descubrir en ellos "más voces castizas, más giros nuevos, más locuciones elegantes, más variedad de modismos, más viveza de hispanismos, más fondo de ciencia" (Prontuario de hispanismo y barbarismo, 1908). Panegiristas de ese tipo infestaron el siglo XIX; Groussac los censuró; la natural reacción que tales paremiólogos despertaron ha producido, lo compruebo, un error contrario. Del culto de la letra se ha pasado al culto del espíritu; del culto de Miguel de Cervantes al de Alonso Quijano. Éste ha sido exaltado a semidiós; su inventor —el hombre que escribió: "Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escribir"— ha sido rebajado por Unamuno a irreverente historiador o a evangelista incomprensivo y erróneo. Descubrir que Alonso Quijano es un personaje patético es descubrir lo que no ignoraba su autor, sobre todo cuando escribió la segunda parte; también es olvidar que el desdén es uno de los medios de Cervantes para hacerlo patético. Abundan los ejemplos; no sé de ninguno más exquisito que la descansada sentencia —¡tan poblada de otras personas!— que narra de manera lateral la muerte del héroe: "Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como Don Quijote, el cual entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron dio su espíritu: quiero decir que se murió." ¿No es de irresistible eficacia el quiero decir? ¿No es conmovedor que todos maltraten a Don Quijote y que ese todos incluya también a Cervantes?
Es común alabar la difusión de Quijote y de Sancho. Se dice que son tipos universales y que si un nuevo Shih Huang Ti dispusiera el incendio de todas las bibliotecas y no quedara un ejemplar del Quijote, el escudero y el hidalgo, impertérritos, continuarían su camino y su diálogo en la memoria general de los hombres. Ello puede ser cierto, pero también es cierto que irían acompañados por Sherlock Holmes, por Chaplin, por Mickey Mouse y tal vez por Tarzán. Que los personajes de una novela asciendan (o decaigan) a mitos, depende casi tanto del ilustrador como del autor; también importa que no sean demasiado complejos... Quienes ponderan que Sancho y Quijote sean mitos, suelen asimismo abundar en la opinión de que son símbolos.
"La crítica europea —anota Groussac— simboliza en el hidalgo y su escudero las dos faces, ideal y material, del homo dúplex, opuestas e inseparables como el anverso y el reverso de una medalla" (Crítica literaria, 1924). Ciertamente, no hay cosa alguna que no pueda ser símbolo; según Carlyle, cada uno de nosotros lo es; en tal sentido, también lo serán Sancho y Quijote, que están hechos de palabras entrelazadas (R. L. Stevenson: Ethical Studies), vale decir, de símbolos. Mi propósito no es controvertir esa mágica afirmación; lo que niego es la hipótesis monstruosa de que esos españoles, amigos nuestros, no sean gente de este mundo sino las dos mitades de un alma. El Sancho y el Quijote de la leyenda pueden ser abstracciones; no los del libro, que son individuales y complejísimos, y que el análisis podría partir en otros Quijotes y Sanchos;. No, por cierto, aquel hombre de quien se ha referido este rasgo: "Para probar si la celada era fuerte, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza y sin querer hacer nueva experiencia della la diputó y tuvo por celada finísima de encaje."
Antes de Don Quijote, los héroes creados por el arte eran personajes propuestos a la piedad o a la admiración de los hombres; Don Quijote es el primero que merece y que gana su amistad. Dulcemente ha ganado la amistad del género humano, desde que ganó, hace tres siglos, la del valeroso y pobre Cervantes.
EL ENIGMA DE ULISES
Escritura, Montevideo, Año II, N° 3, marzo de 1948.
Mi propósito es comentar, siquiera brevemente, el enigmático relato que Dante pone en boca de Ulises (Inferno, XXVI, 90-142). No he descubierto, ni fingiré haber descubierto, una clave; de las incalculables generaciones que han leído ese canto sólo me diferencia, tal vez, un sentimiento algo más vivo de las dificultades que encierra. No explicaré el enigma; básteme denunciar su presencia.
Dante y Virgilio han descendido, en su viaje espectral, al octavo foso del octavo círculo del Infierno, donde los fraudulentos arden sin fin, cada cual en su llama. Ven una llama con dos puntas; Ulises y Diomedes, adentro, plañen el artificio del caballo y el sacrilego robo del Paladión. Virgilio, instado por Dante, pide que Ulises les refiera donde halló muerte. Como si la cansara el viento, la mayor punta de la llama oscila y murmura; después, oyen la voz de Ulises.
Éste refiere que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hijo ni la piedad que le inspiraba Laertes ni el amor de Penélope, aplacaron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanas. Con la última nave y con los pocos fieles que aún le quedaban, se lanzó al mar abierto; ya viejos, arribaron a la garganta donde Hércules fijó sus columnas. En ese término que un dios marcó a la ambición o al arrojo, instó a sus camaradas a conocer, ya que tan poco les restaba de vida, el mundo sin gente, los no usados mares antípodas. Les recordó su origen, les recordó que no habían nacido para vivir como brutos sino para alcanzar la virtud y el conocimiento. Navegaron al ocaso y después al sur y vieron todas las estrellas que cubren el hemisferio austral. Cinco meses hendieron el océano y un día divisaron una montaña, parda en el horizonte. Les pareció más alta que ninguna otra y se regocijaron sus ánimos. Esa alegría no tardó en trocarse en dolor, porque se levantó una tormenta que hizo girar tres veces la nave y a la cuarta la hundió, como plugo al Otro, y se cerró sobre ellos el mar.
Tal es, en mala prosa castellana, el relato de Ulises. Cabría razonar que, en rigor, no hay misterio en él: Ulises —no el advertido rey de la Odisea, ignorado por Dante, sino el artífice de crímenes de la Eneida (II, 164) y de las Metamorfosis de Ovidio (XIII, 45)— sufre la pena de falsario en el foso de los falsarios y, además, narra la historia de su muerte. Lógicamente, esa conjetura es irreprochable, pero estéticamente es inadmisible. Vemos a un reprobo que sufre un singular castigo; después, oímos su relato; es natural imaginar que éste encierra la causa eficiente de aquél. Así, los comentarios que he interrogado (Casini, Pietrobono, Vandelli) atribuyen al robo del Paladión y al fraude del caballo la perdición del alma de Ulises, pero asimismo culpan su viaje, que tachan de sacrilego. "La colpa di Ulisse rinnova la colpa di Adamo", escribe Pietrobono (Inferno, 325). En efecto, la montaña entrevista por el héroe antes que lo abismaran las olas es la santa montaña del Purgatorio:, prohibida a los mortales (Purgatorio, I, 130), y el límite violado por él no ha sido prefijado por Hércules sino por el Dios que lo creó y que lo abismará en sus infiernos y cuyo nombre no podrá pronunciar.
Nos enfrentan dos interpretaciones, ambas de tipo trágico. La primera postula una imperdonable culpa anterior que ningún acto, por insigne que sea, corregirá; la segunda, una culpa misteriosa en el viaje de Ulises". Guido Vitali (Inferno, 325) entiende que su culpa es la falta de verdadera fe, la soberbia; Ulises ha renunciado a su casa y al amor de los suyos, pero de nada le valdrá el sacrificio, pues no lo ha hecho por el reino de Dios (Lucas 18:29). Acaso recupera esa conjetura las razones de Dante, pero no hay que olvidar que las razones, que son trabajo posterior a lo estético, serán menos preciosas que su intuición de un hombre infortunado y valiente que, a fuerza de palabras nobilísimas y de empresas magnánimas, labra su perdición". Detrás de ese hombre nos parece entrever leyes crueles y antiguas: el Hado, que teje los destinos de los mortales con una lanzadera de hierro; la doctrina agustiniana, y tomista, de los predestinados al mal.
El Ulises dantesco es misterioso; urge que siga siéndolo. Quizá Dante, al urdir su historia, pensó menos en él que en el Otro, en la divinidad cuyo nombre calla ("e la prora iré in giú, com'altrui piacque") y que es el infinito protagonista de la Comedia. Hablar de los problemas literarios de un hombre como Dante puede parecer una irreverencia, pero la general felicidad de las soluciones que éste les dio no debe cegarnos al hecho de que ellos existieron y, alguna vez, resultaron insuperables. Uno de esos problemas, quizá el mayor, fue la verosímil presentación de la mente divina. Milton, siglos después, creyó resolverlo, identificando esa mente con la de Milton; su fracaso fue indiscutible. Harto más hábil, Dante procuró que su Dios no se le pareciera. Optó por identificarlo con la Justicia, no con el Amor. ¿A quién no maravilla pensar que el hombre que oyó la confesión de Francesca y estuvo a punto de morir de piedad, es (de algún modo) el Juez que la condena a errar para siempre en el negro huracán del segundo círculo? Tal es la verdad, sin embargo, salvo que prefiramos decir que Dante, que es nuestro sueño ahora, soñó la pena de Francesca y soñó su lástima... La misma dualidad nos afronta en el caso de Ulises. (También en el de Farinata, en el de Ugolino, en el de Brunetto Latini). Dante, poeta, lo justifica; Dante, ministro de la divinidad, lo condena. Lo hace, porque le consta que, como espectáculo estético, un destino trágico vale más que un destino dichoso; lo hace, para que Dios sea inescrutable, para que en Él perdure, intocada, como la tierra antartica prohibida a los marineros de Ulises, una zona de sombra. (De ese procedimiento hay una reductio ad absurdum en las alegorías de Kafka, donde las instituciones que representan la divinidad no sólo son inescrutables, sino insensatas). La condena de Ulises es misteriosa; también es misterioso el Juez que la dicta.
Ema Risso Platero
ARQUITECTURAS DEL INSOMNIO
Buenos Aires, Botella al Mar, 1948.
Prólogo
La historia de los sueños podría escribirse. Esas especies de apariencia libérrima tienen leyes secretas, y las 1001 Noches, que parecieron un caos venturoso, no son esencialmente menos rígidas que una tragedia clásica. Los símbolos, el vocabulario, los métodos, varían de una época a otra, acaso en forma cíclica; Arquitecturas del insomnio reúne, en su breve ámbito riquísimo, los temas ejemplares de la fantasía de nuestro tiempo y renueva otros que parecen eternos.
En Presencias del silencio tenemos, como en Henry James, como en Poe, el mágico tema del doppelgdnger ("sus ojos tenían entonces una expresión tan triste que me asustó mi propia mirada"); en El próximo testamento, como en las previsiones de Séneca, la destrucción del mundo por el agua; en Fines y principios una irónica o risueña cosmogonía y un intruso cuya mera presencia es la perdición de un mundo prefijado y armónico; en Lógica y absurdo, el concepto, caro a Novalis y a los gnósticos, de la vida como una enfermedad ("la vida era sólo una enfermedad de la muerte, ni siquiera una enfermedad grave"), los juegos con el tiempo ("diferentes versiones de lo que hubiera podido ocurrir") y el rasgo circunstancial del muerto reciente que los otros muertos no ven y que se acostumbra, luego, a ser invisible; en Viviendo momentos históricos, el confín de lo real y de lo soñado. Con voluntaria o inocente crueldad contrastan en este último el horror de tales momentos y la invencible trivialidad de quienes los viven...
Las amables ficciones que he enumerado vacilan entre el poema y el cuento y de algún modo prefiguran Ultima confesión, la más firme y la más compleja de todas. El arte literario es un juego de convenciones tácitas; infrigirlas parcial o absolutamente es una de las muchas felicidades (de los muchos deberes) de ese juego de límites ignorados. Cada libro es un orbe ideal, pero suele agradarnos que el autor lo confunda con el universo común e incluya en su ámbito hechos que es tradicional ignorar: verbigracia, la existencia del propio libro. Nos agrada que los protagonistas de la segunda parte del Quijote hayan leído la primera, como nosotros; nos agrada que Eneas, al errar por las calles de Cartago, mire esculpidas en el frontispicio de un templo las batallas de Ilion y, entre tantas imágenes dolorosas, también su propia efigie; nos agrada que en la noche seiscientos dos de las 1001 Noches, la reina Shahrazad refiera la historia que sirve de prefacio a las otras, a riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Ultima confesión enriquece, con eficaces y patéticas variaciones, ese difícil procedimiento.
Hablar de los procedimientos de un libro, que inevitablemente logra sus fines con una especie de negligente felicidad o de instintivo acierto, es casi una descortesía. Quizá lo más precioso de este volumen sea lo poético, no sólo perceptible en frases aisladas ("y la humedad de los atardeceres, lentos y graves como un secreto") sino en el agradable horror de los argumentos, en las íntimas formas de la invención. Las vigilias del porvenir serán generosas con quien ha concebido y ejecutado estas fervientes páginas.
Buenos Aires, 30 de mayo de 1948
A. XUL SOLAR
Catálogo de Galería Sarrios, Buenos Aires, 18 de julio al 2 de agosto de 1949
Hombre versado en todas las disciplinas, curioso de todos los arcanos, padre de escrituras, de lenguajes, de utopías, de mitologías, huésped de infiernos y de cielos, autor panajedrecista y astrólogo, perfecto en la indulgente ironía y en la generosa amistad, Xul Solar es uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época. Hay mentes que profesan la probidad, otras, la indiscriminada abundancia; la invención caudalosa de Xul Solar no excluye el honesto rigor. Sus pinturas son documentos del mundo ultraterreno, del mundo metafísico en que los dioses toman las formas de la imaginación que los sueña. La apasionada arquitectura, los colores felices, los muchos pormenores circunstanciales, los laberintos, los homúnculos y los ángeles inolvidablemente definen este arte delicado y monumental.
El gusto de nuestro tiempo vacila entre el mero agrado lineal, la transcripción emotiva y el realismo con brocha gorda; Xul Solar renueva, a su modo ambicioso que quiere ser modesto, la mística pintura de los que no ven con los ojos físicos en el ámbito sagrado de Blake, de Swedenborg, de yoguis y de bardos.
Wally Zenner
ANTIGUA LUMBRE
Buenos Aires, 1949. Impreso por Francisco Colombo.
Prefacio
Cuatro momentos del proceso divino distingue Juan Escoto Erígena; cuatro momentos son quizá distinguibles en la evolución de los escritores.
En el primero el escritor, aún indiferenciado, es casi cualquier hombre; su voz menos individual que genérica es la de todos.
En el segundo el escritor ha elegido un maestro; lo confunde con la literatura y minuciosamente lo copia, porque entiende que apartarse de él en un punto es apartarse de la ortodoxia y de la razón.
En el tercero que no todos alcanzan, el escritor se encuentra consigo mismo, como en ciertas ficciones orientales, célticas o germánicas. Encuentra su cara, su voz.
A esa tercera etapa corresponde el libro Antigua Lumbre. Finas y ardientes, delicadas y apasionadas la dicción, la retórica y las imágenes son inconfundiblemente de Wally Zenner.
Dos veces la vida le ha hecho abordar el género elegiaco, la perplejidad, la inevitabilidad de la muerte.
Encuentro en el Allá Seguro consideró ese tremendo tema sin definir los rasgos de la criatura cuya ausencia lloraba; los nobles tercetos de Antigua Lumbre graban, en cambio, con amor minucioso caracteres, acentos y ademanes irrecuperables y únicos.
Hay un cuarto momento que yo no he alcanzado, que muy pocos alcanzan.
En el primero lo repito, el escritor es todos; en el segundo, es otro; en el tercero es él; en el cuarto, es otra vez todos, pero con plenitud.
Así, los buenos versos de Shakespeare son manifiestamente de Shakespeare, pero los mejores, los eternos, ya no son de él. Tienen la virtud de parecer de cualquier hombre, de cualquier país. Digo lo mismo de este verso de Wally Zenner.
Morir de ti, espléndida y desnuda...
que ya no es sólo de ella sino de todas las enamoradas que fueron, que son, y que serán.
EDGAR ALLAN POE
Diario La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 1949.
Detrás de Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino postumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder, con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma.
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso memorable —Was it not Fate, that, on this July midnight— honra y acaso justifica sus páginas; lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry.
Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar, Un descenso al Maelstróm) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes en la Rué Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe.
Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Este creó un mundo imaginario para eludir el mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.
LA LITERATURA GAUCHESCA
Anales del Instituto Popular de Conferencias, Buenos Aires, Tomo XXXVI, Año 1950.
Conferencia pronunciada en la novena sesión del 7 de julio.
Los investigadores del origen de la literatura gauchesca se han limitado, en general, a señalar dos hechos: la vida pastoril de la pampa y de las cuchillas y la poesía popular de los payadores. El primero es, sin duda, necesario pero no suficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, no han producido una literatura equiparable a la de Ascasubi o Hernández. En cuanto a la poesía de los payadores, ésta es notoriamente abstracta y no cultiva un deliberado color local... El carácter urbano de Buenos Aires ha sido, en mi opinión, necesario para la formación del género gauchesco. Las guerras de la Independencia, la guerra del Brasil, las numerosas guerras civiles, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con el gauchaje de las milicias; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales nació la literatura gauchesca. También influyó en ella la preferencia romántica por el color local.
Paso, ahora, al examen sucesivo de los poetas.
El iniciador fue el montevideano Bartolomé Hidalgo. Le ocurre lo que a todos los precursores: corre el albur de parecer un torpe imitador de quienes lo imitaron, perfeccionándolo. Algún historiador lo presenta "vestido de chiripá sobre un calzoncillo abierto en cribas; calzadas las espuelas en la bota sobada del caballero gaucho; abierta sobre el pecho la camiseta obscura, henchida por el viento de las pampas"; esos rasgos rurales y minuciosos son asimismo imaginarios y no condicen con un hombre que, antes de inventar el género gauchesco, abundó en monólogos, en sonetos y en odas endecasílabas. Hidalgo descubrió la peculiar entonación del gaucho; en mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es y que descubrir una voz es haber descubierto un destino.
Las composiciones de Hidalgo podrán perderse; Hidalgo sobrevive en los otros poetas gauchescos. Sobrevive, notoriamente, en Hilario Ascasubi.
Ascasubi, en casi todas las historias de la literatura argentina, ha sido sacrificado a la gloria de Hernández. Los dos poetas, sin embargo, tienen poquísimo en común, fuera de la materia gauchesca. A Hernández le importa, sobre todo, la injusta suerte de los gauchos; Ascasubi es un poeta visual y también un poeta de la felicidad y del coraje. Es iluminativo cotejar la noticia de los malones que hay en Martín Fierro con la visión espectacular de Ascasubi (Santos Vega, XIII):
Pero al invadir la indiada
Se siente, porque a la fija
Del campo la sabandija
Juye delante asustada
Y envueltos en la manguiada
Vienen perros cimarrones,
Zorros, avestruces, liones,
Gamas, liebres y venaos
Y cruzan atribulaos
Por entre las poblaciones.
Entonces los ovejeros
Coliando bravos torean
Y también revolotean
Gritando los teruteros;
Pero, eso sí, los primeros
Que anuncian la novedá
Con toda seguridá
Cuando los pampas avanzan
Son los chajases que lanzan
Volando: chajá! chajá!
Y atrás de esas madrigueras
Que los salvajes espantan,
Cuando ajuera se levantan
Como nubes, polvaredas
Preñadas todas enteras
De Pampas desmelenaos
Que al trote largo apuraos
Sobre los potros tendidos,
Cargan pegando alaridos
Y en media luna formaos.
Una de las arengas que un historiador gótico pone en boca de Atila incluye la curiosa locución gaudia praelii, goces de la batalla; el coronel Hilario Ascasubi, unitario, ha expresado como nadie esos goces. Básteme recordar como prueba de ese coraje florido esta copla suya:
Vaya un cielito rabioso,
Cosa linda en ciertos casos
En que anda un hombre ganoso
De divertirse a balazos.
También, este saludo a un jefe de las fuerzas coloradas, Marcelino Sosa:
Mi coronel Marcelino,
Valeroso guerrillero,
Oriental pecho de acero
Y corazón diamantino.
Todo invasor asesino,
Todo traidor detestable
Y el rosín más indomable
Rinden su vida ominosa,
Donde se presenta Sosa...
Ya los filos de su sable!
El pseudónimo más famoso de Hilario Ascasubi fue Aniceto el Gallo; Estanislao del Campo, que lo imitaba, firmó Anastasio el Pollo. Este nombre ha quedado vinculado a una obra celebérrima: el Fausto. Increíblemente se ha negado a su autor un adecuado conocimiento de la campaña y de los hábitos del gaucho; Rafael Hernández, y Leopoldo Lugones después, han censurado el pelo del caballo del protagonista, negando que un overo rosao pudiera ser parejero... Es muy posible que en el Fausto haya errores de detalle; más fácil me parece atribuirlos a negligencia que a ignorancia. Se ha dicho que Estanislao del Campo no conoció al gaucho; ese desconocimiento, en un argentino de mediados del siglo XIX, que militó en Cepeda, en Pavón y en la revolución del 74, sería del todo inverosímil. Un crítico nada benévolo con los escritores gauchescos, Calixto Oyuela, ha opinado que el Fausto es una joya. En todo caso, cabe afirmar que harto más importante que los pormenores rurales del poema es el espléndido espectáculo de felicidad y de amistad que ofrecen sus páginas.
El cuarto poeta gauchesco es Antonio Lussich, autor de Los Tres Gauchos Orientales. Este libro debe su paradójica fama a la circunstancia de ser una prefiguración bastante precisa del Martín Fierro. En ello estriba, en mi opinión, su único mérito; si José Hernández no hubiera escrito su magno poema, hoy podríamos olvidarnos, sin injusticia, de Los Tres Gauchos Orientales. Veríamos en ese opúsculo una de tantas secuencias de la obra de Ascasubi. Felizmente para Lussich, algunas estrofas de su pluma profetizan el Martín Fierro. Éstas, por ejemplo:
Pero me llaman matrero
Pues le juro a la catana,
Porque ese toque de diana
En mi oreja suena fiero;
Libre soy como el pampero
Y siempre libre viví,
Libre fui cuando salí
Dende el vientre de mi madre,
Sin más perro que me ladre
Que el destino que corrí....
Soy amacho tirador,
Enlazo lindo y con gusto;
Tiro las bolas tan justo
Que más que acierto es primor.
No se encuentra otro mejor
Pa reboliar una lanza,
Soy mentao por mi pujanza;
Como valor, juerte y crudo,
El sable a mi empuje rudo
Jué pucha! que hace matanza.
La obra de Lussich apareció a mediados de junio de 1872; El Gaucho Martín Fierro, en diciembre de ese año.
Hemos llegado ahora al libro de la literatura gauchesca. Lugones, Rojas y otros críticos quieren hacer del Martín Fierro el libro clásico de la literatura argentina y pretenden que nuestra historia y nuestro carácter están cifrados, de algún modo en sus páginas. Oyuela ha denunciado lo extravagante de suponer que el complejo proceso de nuestra historia, con sus destierros, sus agonías y sus batallas, pueda estar comprimido, siquiera de un modo simbólico, en la payada autobiográfica de un gaucho cuchillero de mil ochocientos setenta y tantos, en la frontera austral u occidental de la provincia de Buenos Aires. Al error censurado por Oyuela se agrega otro: confundir los méritos literarios del Martín Fierro, que son irrefutables, con el mérito moral del protagonista, en quien se ha procurado ver un hombre ejemplar.
Leopoldo Lugones ha estampado que el Martín Fierro es un poema épico; en mi opinión, es más novelístico que épico. El destino y el carácter de su héroe son lo fundamental. Su criollismo está menos en el vocabulario que en el acento; Hernández, a diferencia de sus antecesores (salvo, tal vez, Hidalgo), no hace ostentación de palabras criollas; su tono suele ser de resignación y de triste coraje.
El poema de Hernández cierra y corona la poesía gauchesca. Lo siguen obras en prosa: las admirables y hoy tan olvidadas novelas de Eduardo Gutiérrez, el Don Segundo Sombra de Güiraldes, que aplica a una materia agreste las metáforas peculiares de mil novecientos veinte y tantos, El paisano Aguilar, de Enrique Amorim, que registra con veracidad y con dura pasión la vida en el norte del Uruguay... Fuera de los diálogos, estos libros están redactados en lenguaje culto y no corresponden a la literatura gauchesca.
La poesía gauchesca es una fusión quizá única de espíritu ciudadano y de forma rural; no se trata, por cierto, de una variación o magnificación de las improvisaciones de los payadores. Dos, por lo menos, de los poetas que han cultivado ese arriesgado género, merecen perdurar en nuestra memoria: Ascausbi y Hernández.
NORDAU
Max Nordau, Inicial del nuevo siglo, Buenos Aires, Fundación Max Nordau, 1951.
El sociólogo norteamericano Thorstein Veblen publicó en 1909 un artículo cuyo tema era la preeminencia intelectual de los judíos europeos y americanos. Veblen reconoce esa preeminencia, pero niega que ésta sea obra de una superioridad innata y prefiere atribuirla a un conjunto de circunstancias favorables. Los judíos, arguye Veblen, son de algún modo forasteros en cada país y esa condición les permite ser innovadores y formular críticas lúcidas; críticas, precisamente, de aquellos hechos que están ocultos para las personas que han nacido dentro de la cultura de cada país. Esas personas aceptan tales hechos como inevitable porción de la realidad; no perciben, no pueden percibir, lo convencional o lo falso que puede haber en ellos. El judío, en cambio, mira objetivamente las culturas occidentales; por eso puede innovar en ellas.
Quiero formular una observación que se me ocurre en este momento. Por otras razones, nosotros los argentinos nos encontramos en una situación análoga a la de los judíos. Por nuestro idioma, pertenecemos a la cultura hispánica; al mismo tiempo, instintivamente, todos nosotros comprendemos que la cultura hispánica no basta y buscamos otras culturas: antes, la cultura francesa; ahora, más bien, la de Inglaterra o la de los Estados Unidos. Pertenecemos, pues, a una tradición de la cual prescindimos, para asomarnos a otras tradiciones, sin prejuicios, sin supersticiones preconcebidas. El argentino, así, es de algún modo voluntariamente francés, voluntariamente inglés, voluntariamente italiano, o lo que fuere.
Es, experimentalmente, todo eso, pero es capaz de serlo con imparcialidad e incredulidad.
Así, el juicio de que Jean Racine (o Víctor Hugo) es uno de los mayores escritores del mundo puede ser verdadero o falso. Muchos franceses lo profesan, y muchos argentinos; la diferencia está en que el francés suele haber heredado ese juicio y el argentino puede haber llegado a él.
Al aventurar estas consideraciones, he estado pensando en Max Nordau33. Este renunció a la cultura judía o se creyó desvinculado de ella y se consagró a examinar de un modo imparcial, con toda la lucidez de que era capaz, las diversas admiraciones, idolatrías y supersticiones de la cultura europea.
Yo querría citar aquí un juicio de Chesterton. Éste, como buen católico, sentía una "simpatía imperfecta" por los judíos, pero sin embargo escribió que todos ellos nacían civilizados y que ningún judío es un palurdo. La primera impresión que nos da Max Nordau en su obra es la de hombre civilizado.
Sus trabajos críticos —Paradojas, Mentiras convencionales de la civilización, Degeneración— parecen corresponder exactamente a la idea del judío trazada por Thorstein Veblen. Vemos a un hombre que ha renunciado a su tradición y que examina, no con malevolencia, pero sí con imparcialidad, las aversiones y las preferencias de otras culturas. Max Nordau nació en Hungría, pero era descendiente de judíos sefardíes. En su familia hay una tradición que puede ser verdadera o falsa; lo importante de las tradiciones no es que sean verdaderas o falsas, sino que sean creídas. Según esa tradición, Nordau descendía de la famosa familia Abravanel; era, pues, descendiente de León Hebreo, autor de un libro, Los diálogos de amor, cuya lectura recomienda Cervantes en el prólogo del Quijote. Max Nordau, húngaro, se vinculó a casi todas las culturas europeas. Escribió en alemán; vivió muchos años en Francia, en Inglaterra y en España. A los diez o doce años había leído el Pentateuco y el Génesis en hebreo y, a los veinte, fue secretario de un obispo católico y redactaba textos en latín. Tuvo también un conocimiento directo de los idiomas escandinavos.
Nordau, en Degeneración, acusó de incoherencia y de extravagancia a la literatura de fines del siglo XIX. Esta acusación, ahora, puede parecemos injusta; Ibsen, Tolstoi, Walt Whitman, Zola, Wilde son, ahora, escritores razonables. Esto, que puede parecer una refutación de la tesis de Nordau, es, indirectamente, una confirmación, ya que Nordau, al hablar de degeneración, hablaba de una tendencia de la época, y el hecho de que la literatura de nuestro tiempo sea aún más incoherente prueba que Nordau tenía razón.
Menos famoso que los anteriores es el libro El sentido de la historia. Este libro es una amplificación de argumentos ya formulados por Schopenhauer y niega la posibilidad de una ciencia histórica. Según esta obra, puede haber un conocimiento de hechos históricos particulares, pero no una ciencia general de la historia, con leyes que permitan profecías o previsiones. El sentido de la historia es, pues, una anticipada refutación de las doctrinas de Spengler y de Toynbee. Nordau, al escribirlo, pensó en Hegel, que había formulado una teoría general de la historia según la cual los siglos culminan en el Estado prusiano.
Max Nordau censuró casi todas las supersticiones occidentales: la superstición monárquica, la superstición patriótica, la superstición de la novedad en la literatura. Tuvo el valor de atacar a los mayores escritores de su tiempo, sin dejar de reconocer su valía. Fue un ejemplo admirable de ese tipo de judío objetivo, de judío de algún modo Juez, de que habla Thorstein Veblen. También negó la inmortalidad con un fervor que podemos llamar religioso y que recuerda el del latino Lucrecio. A los veinte años, Max Nordau halló en el catálogo de la Biblioteca del British Museum de Londres el nombre de su padre —Südfeld— y los títulos de dos o tres libros hebreos, publicados por él. Se dijo que esa huella, en una biblioteca perdurable, en una biblioteca que podemos suponer inmortal, era leve pero era suficiente.
¿Qué huella dejará su hijo? Sospecho que de su vasta obra escrita sólo perdurará una fracción. En la historia de la literatura o de la filosofía suelen perdurar las personas que se resignan a ser extravagantes, a enfatizar y a cultivar lo que las diferencia de las demás, no las que simplemente se esfuerzan en pensar rectamente. Nordau no procuró ser original o asombroso. Procuró algo menos visible y más esencial: tener razón. Quizá los pareceres razonables y los hechos que integran el mundo no son asombrosos. Quizá, contrariamente a lo que suele creerse, la verdad no sea un misterio, sino algo que todos nosotros sabemos y que tratamos de olvidar, porque no es ingeniosa o asombrosa.
No sé si Max Nordau quedará en la historia de la literatura universal o, menos ampliamente, en la historia de la literatura alemana. Quizá Nordau, que era un hombre ingenioso, renunció muchas veces al ingenio y prefirió razonablemente, suicidamente, tener razón.
Hasta aquí he definido a Max Nordau como un hombre de cultura hebrea que logró un conocimiento íntimo de la cultura occidental y que pudo censurarla y juzgarla de un modo objetivo. Hasta aquí he olvidado, deliberadamente, dos hechos de carácter dramático.
El primero ocurrió en la infancia del escritor. Éste, a los doce años, había leído el texto original de las Escrituras; se creía miembro de Israel en el sentido religioso de la palabra. Un día Gabriel Südfeld, su padre, lo llevó a la sinagoga para presenciar una ceremonia y le dijo que durante la bendición, que es parte de la liturgia hebrea, no debía abrir los ojos, so riesgo de quedarse ciego. Max Nordau los abrió, para saber si era verdad lo que le había dicho su padre. Cuando salió de la sinagoga estaba temblando, pues había ocurrido algo terrible: había mirado y no se había quedado ciego. También temblaba porque había perdido la fe; al comprobar la falsedad de la advertencia que le había hecho su padre, había comprobado también, o creía haber comprobado, la falsedad de todas las religiones y la inexistencia de Dios. Max Nordau, desde ese momento, se creyó un incrédulo. Separado de la tradición de Israel, se consagró a predicar, con todo el fervor religioso que había quedado vacante en su alma, que el hombre es perecedero y que no es otra cosa que una suerte de casualidad de las combinaciones de la materia. Y creyó en todo eso.
El segundo hecho es de algún modo el reverso del anterior. En 1881 un barrio de la ciudad de Elisabethgrad, en Rusia, fue saqueado e incendiado por una turba de forajidos y de borrachos, que mataron a muchos judíos. Al año siguiente se repitió el pogrom, y otros muchos murieron. Para simplificar los hechos, para darles valor de parábola, podemos imaginar un solo pogrom o —y esto se ajustaría más a las tradiciones talmúdicas— un solo judío muerto. Max Nordau leyó en Londres la noticia de la matanza. Desde el punto de vista religioso, las víctimas —o la víctima— no estaban vinculadas a él, que había abjurado de la fe de sus padres. Se trataba, por lo demás, de ashkenazim, y él pretendía descender de judíos portugueses o españoles sefardíes. Max Nordau era ateo, Max Nordau se creía un ciudadano del mundo, un Weltbürger, pero en aquél momento sintió algo que trascendía la razón: sintió que esas lejanas personas a quienes jamás había visto y que, tal vez, lo hubieran considerado un renegado, eran, en cierto modo, él. En la muerte de esos judíos él también había muerto; la sangre derramada en Rusia era misteriosamente la suya. Desde aquel momento, Max Nordau volvió a ser judío. Se vinculó, después, a Herzl y llegó a ser uno de los jefes del sionismo.
Max Nordau fue un apóstol de Israel y un apóstol de la razón, y fue esas dos cosas con igual fervor y entusiasmo.
PORTUGAL
Enciclopedia Práctica Jackson
Buenos Aires, W. M. Jackson, Inc., Editores, Tomo IX, 1951.
Caracteres Generales y Época Medieval
Por su anhelo de maravillas, por su nostalgia, por su afición a la melancolía y a la desdicha, la literatura portuguesa difiere profundamente de la española. También la diferencia de ésta su limitado radio de acción. El Quijote y la novela picaresca española son acontecimientos europeos, que influyen en las literaturas de Inglaterra, de Francia y de Alemania; nada comparable a esa difusión continental hay en las letras portuguesas. Camoens es un gran épico, de la altura de Milton o de Torcuato Tasso; Oliveira Martins, un gran teorizador de la historia; Eca de Queiroz, un novelista de la talla de Flaubert o de Meredith; pero no modifican, fuera de su país, la evolución de sus disciplinas. Los escritores de Portugal no influyen en otras naciones; tampoco los acompaña la atención de su pueblo, y, en general, trabajan en la soledad. Por otra parte, la literatura portuguesa no se arraiga en la tradición popular, como la española. También la diferencia de aquélla su contacto secular con las civilizaciones asiáticas. Heterogéneas pruebas de ese contacto son Los Lusiadas, de Camoens, la Peregrinación, de Mendes Pinto, que refiere el descubrimiento de Japón y la obra entera de Wenceslao de Moraes. En la literatura de Portugal, como en la vida de Portugal, tierra de navegantes, están presentes el océano y las remotas aventuras del África, de la China y del Brasil. Así, las "relaciones de naufragios" constituyen una especialidad de la literatura portuguesa del siglo XVI.
La literatura dramática ha florecido abundantemente en España, dando nombres que constituyen verdaderas glorias universales. En cambio, se ha desarrollado muy poco en Portugal.
La Poesía
En los orígenes de esta poesía es muy notoria la influencia provenzal, así lo proclama uno de sus más famosos cultores, el rey don Dionís.
"Quiero hacer ahora un cantar de amor a la manera provenzal" (Quer eu esa maneira de proenzal — fazer agora un cantar d'amor).
El galaico-portugués, común a Portugal y a Galicia, fue el idioma lírico de la península; en él versificaron portugueses, gallegos, asturianos, aragoneses, navarros y castellanos.
Esta poesía corresponde a la época de la reconquista de España; los hombres se habían ido a la guerra y las mujeres habían quedado solas en las aldeas y en los altos castillos. De ahí el coloquio entre la doncella y la madre o el diálogo entre mozas; de ahí la nostalgia y la desolación de estos versos, la "saudade", nota esencial de la lírica portuguesa que constituye su principal característica.
Tres cancioneros —el Cancionero portugués de la Biblioteca Vaticana, que consta de mil doscientas piezas, el Cancionero Portugués Colocci-Brancuti y el Cancionero de Ajuda— conservan las composiciones de esa primera época. Las de tipo erótico se dividen en dos grupos: los cantares de amigo, en los que habla la mujer: los cantares de amor, en los que habla el hombre. Fuera de esos cantares, figura el Romance de don Fernando, de Alfonso López de Bayáo, y algunas cantigas satíricas "de escarnio" y de "mal decir". Se incluyeron asimismo tensiones, que son canciones dialogadas. Sin ser anónima, la poesía que registran los cancioneros es uniforme y no deja traslucir las personalidades de los autores. No ocurrirá lo mismo con los poetas del Cancionero General, publicado a principios del siglo XVI.
Alfonso X, el sabio (1221-1284), rey de Castilla, compuso, en galaico-portugués, cuatrocientas treinta Cantigas de Santa María y treinta poesías profanas. En las primeras traslada a lo divino el vocabulario y los procedimientos habituales en la poesía amorosa.
Su nieto, Don Dionís (1261-1325), rey de Portugal, fue también ilustre poeta y se destacó entre los cultivadores de la cantiga de amigo.
He aquí una de las más bellas, en nuestra traducción castellana, primero, y en su texto original después.
Ay flores, ay flores del verde pino
¿sabéis nuevas de mi amigo?
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Ay flores, ay flores del verde árbol
¿sabéis nuevas de mi amado?
Ay, Dios, ¿y dónde está?
¿Sabéis nuevas de mi amigo
que mintió en lo que acordó conmigo?
Ay, Dios, ¿y dónde está?
¿Sabéis nuevas de mi amado
que mintió en lo que había jurado?
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Me preguntáis por vuestro amigo
y os digo que está sano y vivo.
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Me preguntáis por vuestro amado
y os digo que está vivo y sano.
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Os digo que está sano y vivo
y ha de venir antes del plazo cumplido.
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Os digo que está vivo y sano
y ha de llegar antes del plazo pasado.
Ay, Dios, ¿y dónde está?
Ai flores, ai flores do verde pino,
si sabedes novas do meu amigo?
Ai, Deus, e u é?
Ai flores, ai flores do verde ramo,
si sabedes novas do meu amado?
Ai, Deus, e u é?
Si sabedes novas do meu amigo,
aquel que mentiu do que pos conmigo?
Ai, Deus, e u é?
Si sabedes novas de meu amado,
aquel que mentiu do que mi a jurado?
Ai, Deus, e u é?
—Vos me preguntades polo vosso amigo,
e eu ben vos digo que é sano e vivo.
Ai, Deus, e u é?
Vos me preguntades polo vosso amado,
e eu ben vos digo que é vivo e sano.
Ai, Deus, e u é?
E eu ben vos digo que é sano e vivo
e será vosco ante o prazo saido.
Ai, Deus, e u é?
E eu ben vos digo que é vivo e sano
e será vosco ante o prazo passado.
Ai, Deus, e u é?
Otra famosa cantiga de amigo es la siguiente, de Nuno Fernandes Torneol, vertida por Francisco Luis Bernárdez con fidelidad y belleza:
Despertad, amigo, que dormís en las mañanas frías,
todas las aves del mundo de amor decían:
ande yo alegre.
Despertad, amigo, que dormís en las frías mañanas,
todas las aves del mundo de amor cantaban:
ande yo alegre.
Todas las aves del mundo de amor decían,
de mi amor y del vuestro se acordarían,
ande yo alegre.
Todas las aves del mundo de amor cantaban,
de mi amor y del vuestro bien se acordaban,
ande yo alegre.
De mi amor y del vuestro se acordarían,
vos les quitasteis las ramas en que vivían;
ande yo alegre.
De mi amor y del vuestro bien se acordaban,
vos les quitasteis las ramas en que posaban;
ande yo alegre.
Vos les quitasteis las ramas en que vivían,
y les secasteis las fuentes en que bebían;
ande yo alegre.
Vos les quitasteis las ramas en que posaban,
y les secasteis las fuentes do se bañaban;
ande yo alegre.
He aquí su versión original:
Levad', amigo, que dormides as manhanas frias;
tódalas aves do mundo d'amor dizian:
leda m'and'eu!
Levad', amigo, que dormide'las frias manhanas;
tódalas aves do mundo d'amor cantavan:
leda m'and'eu!
Tódalas aves do mundo d'amor dizian;
do meu amor e do voss'en ment'avian:
leda m'and'eu!
Tódalas aves do mundo d'amor cantavan;
do meu amor e do voss'i enmentavan:
leda m'and'eu!
Do meu amor e do voss'en ment'avian,
vos lhi tolhestes os ramos en que siian:
leda m'and'eu!
Do meu amor e do voss'i enmentavan,
vos lhi tolhestes os ramos en que pousavan:
leda m'and'eu!
Vos lhi tolhestes os ramos en que siian
e Ihis secastes as fontes en que bevian:
leda m'and'eu!
Vos lhi tolhestes os ramos en que pousavan
e lhis secastes as fontes u se banhavan:
leda m'and'eu!
Muy posterior a las compilaciones citadas es el Cancionero General, de García de Rezende, secretario particular de Juan II. La primera edición data de 1516. Abundan en él las referencias mitológicas y dantescas. Las piezas más famosas que incluye son la Cantiga Partindose de Juan Roiz de Catello-Branco y las coplas del infante Don Pedro, condestable de Portugal.
En la literatura portuguesa de la Edad Media no figura la épica, fuera de un poema latino del siglo XIV sobre la toma de Alcacer do Sal. Paradoja aparente, la de una literatura que se inicia sin manifestaciones épicas y cuyo libro más ilustre será el poema épico Los Lusiadas. Recordemos que no hay mayor afinidad entre las epopeyas primitivas —el Beowulf o el Cantar de Mió Cid— y el poema épico elaborado según los cánones retóricos.
Prosa Medieval
Las primeras obras en prosa que se compusieron en Portugal son los cronicones, y las vidas de santos, escritas en latín, y los libros de linajes, de más valor jurídico que literario, sin bien alguno, el Libro de los linajes del conde don Pedro, recoge leyendas del ciclo de la Tabla Redonda y configura, aunque de modo fabuloso, una historia universal.
Una de las novelas que enloquecieron a don Quijote, el famoso Amadís de Gaula, ha sido atribuida por muchos a un autor portugués. Otros entienden que el autor fue español; el debate es importante, ya que se trata del "mejor de todos los libros que de este género se han compuesto", en opinión de Cervantes.
Análogo debate se ha producido acerca del origen de otra novela de caballerías, el Palmerín de Inglaterra; parece haber triunfado la tesis portuguesa, ya sostenida por Cervantes, que dijo de este libro "que era muy bueno" y que "es fama que le compuso un discreto rey de Portugal". Suele atribuirse a Francisco de Moraes.
El Renacimiento
La Poesía
Gil Vicente, Sá de Miranda, Bernardino Ribeiro y Antonio Ferreira inician la poesía de tipo renacentista.
Gil Vicente (¿1470?-¿1536?) marca la transición de las antiguas formas peninsulares a las nuevas formas itálicas. Fue poeta bilingüe: compuso autos pastoriles, autos religiosos, farsas, comedias y tragicomedias. Estas obras abundan en referencias a la mitología pagana que tienen el sabor del Renacimiento.
Merece destacarse el valor lírico de muchos pasajes; por ejemplo, éste que transcribimos, del Auto de la Sibila Casandra:
Muy graciosa es la doncella,
cómo es bella y hermosa.
Digas tú, el marinero
que en las naves vivías,
si la nave o la vela o la estrella
es tan bella.
Digas tú, caballero
que las armas vestías,
si el caballo o las armas o la guerra
es tan bella.
(Compárese con: "¿Quién es esta que se muestra como el alba, hermosa como la luna, esclarecida como el sol, terrible como un ejército con bandera?" Cantar de los Cantares, 6, 10.)
Francisco de Sá de Miranda (1485-1558) fue el primero que en Portugal elaboró tercetos a la manera dantesca, sonetos, octavas, rimas y otras combinaciones de endecasílabos. Escribió asimismo comedias, imitadas de los modelos griegos y latinos, y el poema Santa María Egipciaca que refiere la vida y la conversión de la cortesana de Alejandría.
Como Boscán, Sá da Miranda es menos importante para la literatura que para la historia de la literatura; sus obras valen principalmente por el ambiente que formaron, por el estímulo que dieron a otros.
Transcribimos estos versos de un soneto suyo:
Oh, cosas, todas vanas y mudables,
¿cuál es el corazón que en vos se fía?
Pasan los tiempos, van día tras día,
inciertos como al viento van las naves.
Bernardino Ribeiro (1482-1552) fue autor de églogas pastoriles y piscatorias. Sin embargo su mayor fama se debe a la novela que se conoce con el nombre de Menina e moga, por empezar con las palabras: "Niña y moza me llevaron de casa de mi madre para muy lejos" (Menina e moga me levaram de casa de minha maypara muyto lonje), que la definen como relato de melancolía y de infortunados amores.
Antonio Ferreira (1528-1569) escribió la tragedia Castro, cuyos largos versos blancos quieren imitar la métrica latina y cuyo tema son los amores de doña Inés de Castro y don Pedro de Portugal. También ha dejado epigramas, églogas, odas y sonetos.
La Historia
A diferencia de Gomes Eanes de Zurara y de Fernán Lopes, que en la Edad Media historiaron reinados o hechos particulares, los historiadores del Renacimiento ensayan obras de carácter más general y abarcan todos los aspectos de la vida de la nación.
Juan de Barros (1496-1570) imitador afortunado de Tito Livio, se propuso referir en cuatro libros dedicados a las cuatro partes del mundo entonces conocidas, "las proezas ejecutadas por los portugueses en el descubrimiento y la conquista de mares y de tierras". No pudo dar fin a esa vasta obra; de lo escrito, sólo quedan las cuatro décadas de Asia. La primera parece haber influido en Los Lusiadas. La prosa de Barros y el verso de Camoens fijan la lengua literaria de Portugal. Otro notable historiador fue el enciclopédico Damián de Goes (1502-1574) viajero, diplomático, humanista e íntimo amigo de Erasmo. Escribió en portugués y en latín; su Crónica de don Manuel I es literalmente inferior a los trabajos de Juan de Barros, pero los aventaja en espíritu crítico.
Los libros de ruta y las relaciones de naufragios son típicos del siglo XVI en Portugal. Éstas, divulgadas en hojas volantes, prefiguran el periodismo sensacional de épocas ulteriores y abundan en rasgos patéticos; los libros de ruta, escritos para servir a los estudios geográficos, suelen participar de la novela, de las memorias y del relato histórico. Es famosa la Peregrinación de Fernán Mendes Pinto (¿1509?-¿1583?), que narra el descubrimiento de Japón. Veintiún años erró Mendes Pinto por el Oriente; muchas veces padeció cautiverio y muchas lo vendieron. También es digno de mención el Tratado en que se cuentan muy por extenso las cosas de la China, con sus particularidades, y también del reino de Ormuz, de fray Gaspar de Cruz, muerto en 1570.
Camoens
Luís Vaz de Camoens (1524-1580) perteneció a una familia noble, de origen gallego. Era pariente de Vasco de Gama, cuya empresa celebraría en Los Lusiadas, y uno de sus antepasados militó en la batalla de Aljubarrota, bajo las banderas de España. Cuatro ciudades se disputaban el honor de su cuna; la más autorizada opinión se inclina a Lisboa.
Estudió en Coimbra y en sus primeras composiciones imitó el modo itálico de Sá de Miranda. En 1543 fue a Lisboa; en 1546 fue desterrado de esa ciudad, quizá por su participación en un duelo, quizá porque algunos pasajes de su comedia El Rey Seleuco molestaron a Juan III. Eligió, en 1547, la profesión de las armas; en África, en una escaramuza contra los moros, perdió el ojo derecho. Una reyerta callejera, en Lisboa, le valió ocho meses de cárcel. Perdonado en 1553 por el rey, partió para la India. Guerreó cinco años en el Oriente, en la costa de Malabar y en Macao. En una gruta de esa ciudad comenzó a escribir Los Lusiadas. A fines de 1559 sufrió un naufragio en la desembocadura del río Mekong, pero logró salvar el manuscrito de los siete primeros cantos. En 1570, después de muchas y arduas vicisitudes, pudo volver a Portugal. Logró, un año después, el permiso del rey don Sebastián, para publicar su gran epopeya. Fernando de Herrera la elogió, Tasso la celebró en un soneto, y uno de los ministros del rey dijo que tenía un solo defecto: no era tan breve que pudiera aprenderse de memoria, ni tan extensa que no tuviera fin. Previendo la invasión española de Portugal, Camoens escribió en el mes de marzo de 1580 a su amigo don Francisco de Almeida: "Todos verán que amé tanto a mi patria que no me bastó morir en ella sino con ella". Murió el 10 de junio. Un religioso que lo acompañó hasta el fin, escribió: "Lo vi morir en un hospital de Lisboa, sin tener una sábana con qué cubrirse, después de haber triunfado en Las Indias y de haber navegado más de cinco mil leguas".
Síntesis de su vida son estos versos del penúltimo canto de Los Lusiadas:
Mi brazo está, Señor, a pelear hecho,
Y mi mente en cantar ejercitada.
Los Lusiadas
En el Renacimiento, La Ilíada y La Odisea fueron consideradas las obras más altas de la literatura; de esa opinión justificable nació la creencia de que el género épico era superior a los otros. Grandes poetas se dedicaron a elaborar epopeyas. El interés general los acompañaba: ocurría entonces con el poema épico lo que ahora con la novela. La mitología pagana, lícita en Homero, pasó a la obra de sus imitadores cristianos como requisito del género.
El tema general del poema son las proezas de los lusiadas, o sea de los portugueses. El exordio declara ese propósito ("yo canto el pecho ilustre lusitano"), invoca a las musas del Tajo y se dirige al rey don Sebastián:
Monarca poderoso, cuyo imperio
Siempre ilumina el sol, pues lo visita
Mientras la vuelta da en nuestro hemisferio,
Y después que en el mar se precipita:
Vos, que reduciréis a cautiverio
Al torpe caballero ismaelita,
Al bárbaro otomano y bruta gente,
Que del Ganges aun bebe la corriente.
Las naves surcan los mares orientales; los dioses se reúnen para determinar si arribarán a la India. Baco se opone; Venus y Marte favorecen la empresa. Los portugueses llegan a Mozambique donde el gobernador procura destruirlos. En Quiloa y en Mombaza Baco renueva sus insidias que son frustradas por Venus. Ésta intercede por ellos ante Júpiter, que profetiza las gloriosas acciones de los navegantes y les envía a Mercurio que los dirige al puerto de Melinde. Vasco de Gama cuenta al rey de Melinde los orígenes de Portugal y la historia de sus reyes. Termina refiriendo su viaje y la aparición del gigante Adamastor en el Cabo de Buena Esperanza. Zarpan de Melinde y atraviesan el océano índico. Baco desciende al palacio de Neptuno y los dioses marinos desencadenan una tempestad, que es apaciguada por Venus y por sus ninfas. Entre tanto Veloso refiere a sus compañeros la historia de los doce de Inglaterra. Los navegantes llegan a Calicut, donde los recibe el Samorí, que después interroga a sus agoreros. Baco toma la forma de Mahoma para sublevar a los musulmanes contra los portugueses. También esta insidia fracasa. Los navegantes regresan a Portugal. Venus, para recompensar sus trabajos, les presenta una isla encantada, donde los esperan las nereidas, encendidas de amor. Tetis sube con Vasco de Gama a una montaña; en la cumbre le muestra la esfera armilar y le explica el sistema del universo. Los navegantes regresan a Lisboa. El poema concluye con una exhortación al rey don Sebastián.
La mitología clásica figura en Los Lusiadas, pero no como elemento esencial. La impetuosa y diestra versificación, el sabor exótico y la relación de hechos recientes determinaron el éxito del poema entre los contemporáneos.
Aunque no ausente de su vasta epopeya, la voz personal de Camoens debe buscarse en sus composiciones líricas, en las églogas, en las elegías, en las canciones, en las odas y en los sonetos. Entre estos últimos se destaca el que transcribimos, imitado del de Petrarca, "Anima bella, da quel nodo ciolta...", y que supera a su modelo.
Alma mía gentil, que te marchaste
tan pronto de esta vida y descontenta,
reposa allá en el cielo eternamente
y viva yo en la tierra siempre triste.
Si en la morada eterna a que subiste
memoria de esta vida se consiente,
no te olvides de aquel amor ardiente
que tú en mis ojos ya tan puro viste.
Y si vieras que puede merecerte
algo el dolor aquel que me quedó
de la incurable angustia de perderte,
ruega a Dios, que tus años abrevió,
que tan presto de aquí me lleve a verte
cuan presto de mis ojos te llevó.
No se ha dicho en vano que Luis de Camoens es el mayor lírico de lengua portuguesa.
El Siglo XVII
La Historia
En el siglo XVI los historiadores eran soldados y navegantes; en el XVII eran clérigos que trabajaban en la reclusión de sus celdas, y que, en general, no habían visto las remotas regiones que describían. Los guiaba el afán de demostrar la antigüedad y la grandeza de Portugal, la persistencia de su gente desde los principios del mundo. La verdad literal del Génesis era artículo de fe: no debe maravillarnos que esos historiadores buscaran el origen de los portugueses en los patriarcas del Antiguo Testamento, y vieran, en los fundadores del reino, biznietos de Noé y de Jafet. En esa hipotética genealogía hebreolusitana faltaban muchos eslabones: los historiadores se encargaron de fabricarlos, fundándose en las obras del falsario Annio de Viterbo o alegando libros inexistentes.
El centro de esa escuela histórica, que prefirió la fantasía y la exaltación, al espíritu crítico, fue el monasterio de Alcobaga; sus más famosos representantes, fray Bernardo de Brito (1568-1617), que comenzó la Monarquía Lusitana, y fray Antonio Brandao (1584-1637).
Superior a los escritores alcobacenses como historiadores, y tal vez a todos sus antecesores como prosista, fue fray Luís de Souza (1555-1632). Lo apresaron piratas moros; conoció en Argel a Cervantes; fue rescatado en 1577; residió en América Central y, en 1613, ingresó en la vida de religión. Escribió La vida de fray Bartolomé de los Mártires, la Historia de Santo Domingo y Los anales del rey don Juan III. A semejanza de los historiadores clásicos atribuye a los personajes discursos imaginarios, que perfilan los caracteres y ayudan a entender las situaciones.
Otro notable historiador fue Manuel de Faria y Sousa (1590-1649), que escribió en español una enciclopédica historia de Portugal, dividida en cuatro secciones, correspondientes a las cuatro partes del mundo, método ya ejercido por Juan de Barros. También comentó Los Lusiadas, investigando, o inventando, su sentido esotérico. Otro portugués, Francisco Manuel de Mello, escribió en español la Historia de la guerra de Cataluña.
Jacinto Freiré de Andrade relató en una prosa muy trabajada la vida de Don Juan de Castro, cuarto virrey de la India.
El Teatro
Durante el siglo XVII los jesuítas fomentaron el barroquismo en la arquitectura y en la retórica; la Agudeza y arte de ingenio, de Baltasar Gracián, miembro de la Compañía de Jesús, codificó en España los principios del conceptismo, nombre que tomó, en las letras, esa tendencia a lo ornamental, a lo torturado y a lo superfluo.
También los jesuítas portugueses rindieron exagerado culto a la forma; organizaron vastas representaciones teatrales en las que se atendía sobre todo al esplendor escénico; mostraban desfiles, cacerías, combates navales, batallas. Los espectáculos solían durar más de un día; en alguna comedia el número de actores ascendió a 240. Las piezas, redactadas en latín, eran representadas por escolares.
Contemporáneo de ese teatro culto fue el teatro popular: los autos religiosos y las llamadas comedias de cordel. Éstas solían ser anónimas; sabemos, paradójicamente, de su existencia, porque la Iglesia las combatió, incluyendo sus nombres en el Index de obras prohibidas.
En 1646 Francisco Manuel de Mello compuso, en redondillas, el ocurrente Auto del hidalgo aprendiz, cuyo primer acto parece haber influido en El burgués gentilhombre, de Moliere.
La Oratoria Sagrada
El pulpito en el siglo XVII ejerció funciones que corresponden actualmente a la prensa, divulgando y discutiendo cuestiones de interés general.
El más famoso de los oradores sagrados fue el padre Antonio Vieira, de la Compañía de Jesús, misionero en el Brasil y predicador de la corte. Dejó doscientos sermones; no sólo fue un orador elocuentísimo, aclamado en Lisboa y en Roma, sino un teorizador y renovador del arte de la oratoria.
También logró fama el padre Manuel Bernardes, autor de un libro de ejercicios espirituales, de la obra especulativa Luz y calor y de una serie de apotegmas, sentencias y relatos morales titulada Nueva floresta.
Contrastan con esta literatura moralizadora las tristes y apasionadas cartas que la monja portuguesa Mariana Alcoforado escribió al capitán Chamilly, conde de Saint-Léger. El original se ha perdido; la fama universal de este libro se debe a la versión francesa del año 1669.
El Siglo XVIII
El siglo XVIII fue, en Portugal, el siglo de las academias y "arcadias". En 1720 se fundó la Academia de la Historia; en 1780 la Real Academia de Ciencias, que inició la publicación de un diccionario de la lengua portuguesa. Cruz E.Silva, en 1756 fundó la Arcadia Ulyssyponense en la que ingresaron los más reputados poetas. Boileau reemplazó a Góngora; las normas de El arte poético prevalecieron sobre el Polifemo y las Soledades.
Los árcades cultivaron el soneto, la oda, la epístola, la sátira y el madrigal. Imitaron a los griegos y a los latinos. Fue una época de buenas intenciones y de ejecuciones mediocres.
La labor crítica encontró un ambiente adecuado; al promediar el siglo, el padre Luis Antonio Verney denunció la decadencia literaria y científica del país, en las cartas polémicas tituladas El verdadero método de estudiar.
El padre Francisco Manuel do Nascimento (1734-1819), traductor de Horacio, de Voltaire y de Chateaubriand, defensor de la pureza de la lengua e inventor incansable de latinismos, encarna la transición de esta época a la época romántica. Firmaba Filinto Elysio, fue perseguido por la Inquisición, alabó a Franklin y fue alabado por Lamartine.
Su rival y amigo Bocage (1735-1805), protagonista de leyendas obscenas, bohemio y racionalista, firmaba Elmano. Ha dejado sonetos perdurables en los que suelen convivir el sentimiento tumultuoso y la perfección de la forma. Acaso el más desesperado es el que dictó en su agonía y que empieza así:
"Ya Bocage no soy... En negra cueva — mi estro se perderá, deshecho en viento..." (Já Bocage nao sou... A cova escura — meu estro vai parar desfeito em vento...)
El Siglo XIX
El Romanticismo
Almeida Garrett (1799-1854) inició el movimiento romántico en Portugal, con su poema Camoens, escrito en endecasílabos blancos. Exilado en Inglaterra y en Francia, frecuentó los escritores de esos países y sufrió en particular la influencia de Byron. En Doña Blanca versificó una leyenda de la conquista de Algarbe. Creó el teatro romántico portugués; su obra más notable es la titulada Fray Luis de Sousa, cuyo protagonista es el autor de Los anales del rey don Juan III.
Otro exilado, el austero Alejandro Herculano (1810-1877), ensayó con felicidad la novela histórica y la novela campestre. También compuso, a base de investigaciones personales en archivos y bibliotecas, una exaltada Historia de Portugal.
Antonio Feliciano de Castilho (1800-1875), ciego desde los seis años, abusó de la exuberancia romántica y ejerció una suerte de dictadura en las letras de Portugal. Lo seguían Soares de Passos, "cantor para los tristes", Tomás Ribeiro, discípulo de Zorrilla y enemigo político de España, Gomes de Amorim, poeta del paisaje americano, poeta del mar, y Juan de Lemos, autor de las Canciones de la tarde.
Antero de Quental (1842-1891), hombre de vocación metafísica y estudioso de la filosofía alemana, dejó cuatro libros de poemas: Rayos de extinta luz, Odas modernas, Primaveras románticas y Sonetos. En el primero es notorio el influjo de Herculano; el segundo profetiza una era de paz y ataca a la Iglesia; el tercero consta de poemas de amor; el último, Sonetos, muestra su pesimismo esencial. Constituyen su obra maestra las cinco poesías "lúgubres", rescatadas por Oliveira Martins. Se suicidó en 1891.
Al margen de escuelas y de cenáculos, Juan de Deus (1830-1896) cultiva en soledad una manera sencilla y espontánea: es el poeta del amor. Llamó Camino de flores a. su colección de poemas breves.
El más famoso de los poetas de la segunda mitad del siglo XIX es Abilio Manuel de Guerra Junqueiro (1850-1923). Entre 1878 y 1890 fue varias veces diputado monárquico. Después, ingresó en el partido republicano; a partir de 1910 fue ministro de la República en Suiza.
En 1874 publicó La muerte de don Juan, obra en que el héroe romántico, tratado satíricamente, es arrastrado a la miseria y muere por fin de hambre; en 1885 La vejez del Padre Eterno, en que ataca a la Iglesia Católica. El esplendor verbal de estas obras las asemeja a las de Víctor Hugo.
Después aparecieron Finis patriae, Canción de odio y Patria, admirables de elocuencia y de amargura; después Los simples, poema de inspiración panteísta que narra los trabajos de un peregrino; en 1902 y en 1903 la Oración al pan y la Oración a la luz, que trata de ensanchar el número de los motivos poéticos buscándolos en lo universal, en lo cósmico.
En la obra tempestuosa y caótica de Guerra Junqueiro hay más retórica que verdadero lirismo.
El influjo de Hugo, harto visible en la producción de Guerra Junqueiro, también lo es en la Visión de los tiempos de Teófilo Braga (1843-1924), polígrafo que además de esta epopeya de la humanidad compuso la vasta obra Materiales para la historia de la civilización portuguesa. Con espíritu independiente, Teófilo Braga, fue adepto de la escuela positivista de Augusto Comte.
La Novela
Camilo Castello Branco (1826-1890) publicó en 1854 su primera novela, Anatema, en que conviven elementos históricos y elementos románticos. En 1857 apareció la extensa novela sensacional Misterios de Lisboa, a la que siguieron el Libro negro del padre Diniz, ¿Dónde está la felicidad? y Amor de perdición, relato pasional que se considera su obra maestra. En 1862, después de una intriga amorosa que le valió un año de cárcel, Castello Branco fue a vivir a una aldea. El ambiente agreste le sugirió las Novelas del Miño, que refieren en prosa magistral la torpeza y la inmoralidad de los campesinos. En las novelas de su última época exageró burlescamente los procedimientos de la escuela realista. Sobresalió en la polémica literaria. En 1890, aquejado de una ceguera incurable, se suicidó.
Gomes Coelho (1839-1871), cuyo nombre en la literatura es Julio Diniz, cultivó la novela ciudadana en Una familia inglesa y la novela rural en Las pupilas del señor rector y en Los hidalgos de la Casa Morisca, libros en que se ha creído advertir la influencia de Dickens.
Eça de Queiroz (1846-1900) es el mayor novelista de Portugal y figura entre los grandes del mundo. Ejerció la abogacía; viajó en 1869 por el Oriente; fue cónsul de Portugal en Cuba, en Inglaterra y en Francia.
Superada una primera etapa romántica, Eça de Queiroz publicó en 1875 su primera novela realista, El crimen del padre Amaro, novela minuciosa y triste, cuyo tema son los amores de un sacerdote, en una ciudad de provincia. Escribió luego, dentro de la misma tendencia, El primo Basilio, obra que ha sido equiparada a Madame Bovary. En Los Maias critica agudamente la sociedad de su tiempo, sus costumbres rudimentarias, a las que opone la civilización inglesa. Es eficaz en la ironía. Sus mejores tipos humanos son los que representan a su país; Juan de Ega es más vivo que Carlos de Maia. En La Reliquia, deslucida por un final torpe, hay admirables páginas sarcásticas y una cuidadosa evocación de la muerte de Cristo. El vencido da vida, en quien probablemente quiso verse Eça de Queiroz, aparece idealizado en la Correspondencia de Fradique Mendes. La ilustre casa de los Ramires es la obra más representativa del novelista, alejado entonces de las estrechas normas naturalistas. Hay en ella una novela dentro de otra novela; hay también una liberación para el protagonista, que, esta vez, no sucumbe a la melancolía y al tedio. En 1901 apareció La ciudad y las sierras, novela postuma y adoctrinadora. La naturaleza triunfa de los artificios del progreso; la sierra prevalece sobre la ciudad. Además de otras novelas y de algunos cuentos, Eça de Queiroz escribió relatos de ambiente oriental; entre ellos se destaca El mandarín, de argumento fantástico.
La Historia
En el siglo XIX, el historiador más importante es Juan Pedro de Oliveira Martins (1845-1894). Discípulo de Michelet, estuvo, como éste, dotado de una imaginación plástica y psicológica a la que unía grandes dotes de narrador y una notable capacidad de síntesis. Menéndez y Pelayo lo llamó "un gran artista histórico". Fidelino de Figueiredo (1881), historiador y crítico, es autor de una vasta Historia de la Literatura Portuguesa.
Libros de Viajes
Esa pasión de Portugal, la nostalgia, que tantos ecos ha dejado en la lírica, tiene su manifestación más directa en los libros exóticos y de viajes, que periódicamente surgen en su literatura.
Eça de Queiroz escribió sus Cartas de Inglaterra; Oliveira Martins, la Inglaterra de hoy; Ramalho Ortigao, Holanda y John Bull; Anselmo d'Andrade, el Viaje a España; Rui da Cámara, Viajes a Marruecos; Diniz Ayalla, Góa antigua y moderna; Pedro Gastón Mesnier, El Japón.
Inseparable del Japón es el nombre de Wenceslao de Moraes, que, como Lafcadio Hearn, se asimiló a la vida de aquel imperio y procuró, en páginas conmovidas, explicarlo a los hombres occidentales. También, como Lafcadio Hearn, comprobó con alguna melancolía, que sería siempre un extranjero en la patria de su elección. Del catálogo de sus obras mencionaremos Dai-Nippon, Cartas del Japón (1904-1905), y Culto del té.
EL DESTINO DE ULFILAS
Buenos Aires Literaria
Buenos Aires, Año I, N° 5, febrero de 1953
Ulfilas, obispo de los godos y padre de las literaturas germánicas, figurará hasta el fin de esta nota, pero tal vez no será su protagonista. En el siglo III, las hordas blancas que asolaban las fronteras de Roma traían de la guerra largos arreos de cautivos cristianos; una fuente griega del siglo V dice que los mayores de Ulfilas, oriundos del Asia Menor, fueron arrebatados y conducidos al Norte del Danubio. Ulfilas (Wulfila, Lobezno) nació en 311; es verosímil suponer que en sus venas confluyeron sangre siria y sangre germánica. Enviado en rehenes a Constantinopla, profesó el arrianismo, doctrina (o herejía) cristiana que enseña que el Padre es anterior al Hijo, "pues el que engendra es anterior a lo engendrado", si bien admite que la misteriosa generación ocurrió antes del tiempo y fuera del tiempo... Ejerció, durante unos años, el cargo de lector de las Escrituras; en 341, Eusebio de Nicomedia (negador de que el Hijo fuera consustancial con el Padre) lo elevó directamente al episcopado y le encomendó la dura misión de evangelizar a los godos. Ulfilas, en su patria, pudo formar y dirigir una creciente comunidad de conversos. El éxito de su labor misionera despertó la ira del rey; un carro, con el tosco ídolo de Thunor o de Woden, recorrió el país y quienes le negaron su adoración fueron entregados al fuego. El rigor continuó; hacia el año 348, Ulfilas atravesó el Danubio con su pueblo, sus rebaños y sus majadas, y los condujo a una retirada región. Lejos del tumulto guerrero de sus hermanos, los conversos emprendieron en esa tierra (que yace al pie de la cordillera de los Balkanes) una vida pacífica y pastoril. Dos siglos después, el historiador Jordanes escribiría: "Otros godos hubo también llamados menores, nación inmensa, cuyo obispo y jefe fue Vúlfilas, que, según es fama, los instruyó en el arte de la escritura; son los que habitan ahora en Eucópolis, en la región de Mesia. Pobres e imbeles, se establecieron al pie de una montaña, sin otro caudal que el ganado, los campos y los bosques. Sus tierras, abundantes en frutos de toda especie, dan poco trigo, y en lo que se refiere a las viñas, muchos no saben que hay tal cosa en el mundo; sólo se alimentan de leche" (De rebus Geticis, LI). Ulfilas, guiando a su pueblo de pastores a una tierra de promisión, recuerda fatalmente a Moisés; es razonable imaginar que éste fue su arquetipo y que en la travesía del Danubio se reflejó la travesía del Mar Rojo.
Ulfilas redactó tratados polémicos en griego y en latín; de los primeros ni una línea perdura, y de los latinos sólo la breve confesión en que reiteró, en la hora de la muerte, su fe: Ego Ulfilas semper sic credidi... Su obra capital fue la traducción gótica de la Biblia. Para escribirla, tuvo que crear un alfabeto, porque los godos carecían de escritura cursiva y el alfabeto rúnico empleado para la escritura epigráfica en alhajas de metal, en discos, en armas, en piedras sepulcrales y en remos, evocaba las viejas hechicerías y las viejas divinidades. Runa, en los idiomas germánicos, significaba letra y misterio; el dios Odín, en la Edda Mayor, dice que para alcanzar esas letras mágicas, pendió durante nueve noches de un árbol cuya raíz no han visto los hombres, "herido de lanza, ofrecido a Odín, yo mismo a mí mismo"... Cinco letras rúnicas tomó Ulfilas, dieciocho griegas, una cuyo origen se ignora y una latina, y con ellas fabricó la escritura que se llamó ulfilana y también mesogótica.
Es sabido que en griego la palabra Biblia es plural; quiere decir libros y designa el heterogéneo conjunto de los sesenta y tantos libros canónicos de Roma y de Israel. Trasladar esa larga literatura, a veces compleja y abstrusa, a un dialecto de guerreros y de pastores, es un trabajo que parecería, apriori, imposible. Doce siglos después, Lutero confesó que Job se mostraba tan reacio a la traducción como a los consuelos de Elifaz y Bildad y que exigir que los profetas hebreos hablaran alemán era como exigir que el ruiseñor imitara al tordo; si esto se dijo de una lengua ya trabajada por los trovadores y por los místicos, ¡cómo habrá luchado el antecesor con ese otro alemán visigótico de los aduares del Mar Negro! Razones prudenciales, nos dicen, le aconsejaron omitir los Libros de los Reyes, que corrían el albur de estimular el instinto bélico de la raza; todo lo demás lo tradujo. Prodigó, como es natural, barbarismos y neologismos: tuvo que civilizar el idioma. Habló deAiwwa, de Iudaland y de Paitrus (Eva, Judea, Pedro). Escribió aikklesjo, aiwaggeljo, anathaima, diabaulus, diakaunus y praufetes (iglesia, evangelio, anatema, diablo, diácono y profeta). Sonreír de estas deformaciones es fácil y acaso inevitable, pero mejor es recordar que no hay lengua (salvo la que habló Adán en el Paraíso) que no sea una torpe deformación de otras coetáneas o anteriores. Los idiomas germánicos permiten palabras compuestas; Ulfilas forja o emplea gud-hus (casa de Dios) por templo, y figgra-gulth (oro del dedo) por anillo. Fuego de la mano lo llamarán, seis siglos después, los poetas cortesanos de Islandia... En el Evangelio de Marcos (8: 36) está escrito: "¿Qué aprovechará al hombre si granjeare todo el mundo y pierde su alma?"; Ulfilas traduce mundo (cosmos, orden, en el original) por fair-hvus (fair house, bella habitación). En la Epístola de San Pablo a los Gálatas recurre [a] la palabra gentiles, que se opone a cristianos; Ulfilas, fiel al rigor etimológico, la traduce por thiudos, plural de thiudisks (popular) que dará, al cabo de unos siglos, teutsch y tudescos Ker deplora la servil literalidad del trabajo de Ulfilas; olvida el embarazo que tiene que infundir en el traductor un texto sagrado.
Más de treinta años gobernó a los godos Ulfilas, como jefe temporal y como prelado. En 381, el concilio de Constantinopla afirmó (contra los macedonios y los arríanos) que el Hijo y el Espíritu Santo son consustanciales con el Padre; se atribuye a esta controversia y a la condenación de su fe la última enfermedad y la muerte del venerable traductor. Esta ocurrió en la primavera de 382, en Constantinopla. En la misma ciudad (y maravillado por ella hasta el servilismo) murió en esos días el rey que había hecho quemar a quienes no adoraban al ídolo.
Cuando la Biblia visigótica se escribió, no había otro libro germánico. Palabras sueltas grabadas en un hierro de lanza o en un collar, ásperos cantos para entrar en batalla o para suplicar a los dioses, ensalmos para componer huesos dislocados o para mitigar un dolor reumático, agotaban la pobre "literatura" de las tribus del Norte. Más de tres siglos pasarían antes que surgiera en Nortumbria la Gesta de Beowulf, y ya los visigodos tenían la Biblia, los visigodos que saquearon a Roma y fundaron la monarquía de España.
A principios de la era cristiana, los dialectos teutónicos se habían dividido en tres grupos: el oriental, el occidental y el septentrional. El septentrional dio la donsk tunga (lengua danesa) de los vikings, que llegó a las costas de América y a las ciudades de Constantinopla y de Kiev; el occidental, las lenguas de Alemania y de Inglaterra, que hoy abarcan el mundo; el oriental, que Ulfilas adiestró para un complejo porvenir literario, ha perecido enteramente.
DIÁLOGOS DEL ASCETA Y DEL REY
Diario La Nación
Buenos Aires, 20 de septiembre de 1953
Un rey es una plenitud, un asceta es nada o quiere ser nada; a la gente le gusta imaginar el diálogo de esos dos arquetipos. He aquí unos ejemplos, derivados de fuentes orientales y occidentales.
Una tradición recogida por Diógenes Laercio refiere que el filósofo Heráclito fue convidado por Darío a visitar su corte y que rehusó la invitación con estas palabras:
"Heráclito de Éfeso al Rey Darío, Hijo de Hystaspes: salve.
"Todos los hombres se apartan de la verdad y buscan la vanagloria... En cuanto a mí, huyo de vanidades palaciegas y no iré a Persia, contentándome con mi cortedad, que es lo que me basta."
En esta carta, que seguramente es apócrifa, ya que ocho siglos median entre el historiador y el filósofo, no hay, a primera vista, otra cosa que la independencia o misantropía de Heráclito y que el rencoroso placer de ver desairada la invitación de un rey, que además era un extranjero. Bajo la superficie trivial late la obscura contraposición de los símbolos y la magia de que el cero, el asceta, pueda igualar y superar de algún modo al infinito rey.
En el libro noveno de sus Vidas de los filósofos cuenta Diógenes Laercio la historia; el sexto incluye otra versión, de nadie ignorada, cuyos protagonistas son Alejandro y Diógenes el Cínico. Llegó aquél a Corinto para dirigir la guerra contra los persas y fueron todos a mirarlo y a agasajarlo. Diógenes no se movió de su arrabal y ahí Alejandro lo encontró una mañana, tomando el sol. "Pídeme lo que quieras", dijo Alejandro, y el otro, desde el suelo, le pidió que no le hiciera sombra. Esta anécdota (que repiten las páginas de Plutarco) opone a los dos interlocutores: de otras diríase que sugieren una secreta identidad. Alejandro dice a los cortesanos que si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes, y el día en que uno muere en Babilonia, muere el otro en Corinto.
La tercera versión del eterno diálogo es la más dilatada: comprende dos tomos de los Sacred Books of the East que editó Max Muller en Oxford. Se trata del Milinda-Pañho (Preguntas de Milinda), novela de propósito doctrinal redactada en el norte del Indostán, a principios de nuestra era. El original sánscrito se ha perdido y la traducción inglesa de Rhys Davids ha sido hecha del pali. Milinda, dulcificado por la articulación oriental, es Menandro, rey griego de la Bactriana, que, a los cien años de la muerte de Alejandro de Macedonia, llevó sus armas hasta la desembocadura del Indo. Según Plutarco, gobernó rectamente, y a su muerte las ciudades del reino se repartieron sus cenizas. Reliquias del poder que ejerció, guardan los gabinetes de numismática veintitantas monedas de oro y de bronce; a veces la efigie es la de un joven, a veces la de un hombre muy viejo; cabe inferir que su reinado abarcó muchos años. La inscripción dice Menandro el Rey Justo; en una u otra de las caras puede haber una Minerva, un caballo, una cabeza de toro, un delfín, un jabalí, un elefante, una rama de palmera o una rueda. De estas figuras las tres últimas son acaso budistas.
En el Milinda-Pañho se lee que así como el profundo Ganges busca el Océano, que es aún más profundo, Milinda el rey buscó a Nagasena, portador de la antorcha de la Verdad. Quinientos griegos custodiaban al Rey, que identificó a Nagasena por su serenidad de león ("a guisa di león quando si posa") en medio de una muchedumbre de ascetas. El Rey le preguntó su nombre. Nagasena respondió que los nombres son meras convenciones que no definen sujetos permanentes. Aclaró que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja, ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas... Lo comparó a la llama de una lámpara que arde toda la noche y que es y deja de ser incesantemente. Habló de la reencarnación, de la fe, del Karma y del Nirvana y al cabo de dos días de controversia, o de catecismo, convirtió al Rey, que vistió el hábito amarillo de los monjes budistas. Tal es la trama general de las Preguntas de Milinda, en las que Albrecht Weber ha percibido una deliberada imitación del modo platónico, tesis rechazada por Winternitz, que observa que el manejo del diálogo es tradicional en las letras del Indostán y que no hay en las Preguntas el menor rastro de la cultura helénica:
Al vestir el hábito del asceta, el Rey, en esta tercera versión, parece confundirse con él y nos recuerda aquel otro rey de la epopeya sánscrita que deja su palacio y pide limosna por las calles y de quien son estas vertiginosas palabras: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado; desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra".
Quinientos años transcurrieron y los hombres idearon otra versión del infinito diálogo y ello no fue en la India sino en la China. Un emperador de la dinastía de los Han soñó que un hombre de oro voló en su cuarto y sus ministros le aclararon que éste bien podía ser el Buddha, que había logrado el Tao en las tierras occidentales; otro, de la dinastía de los Liung, amparó la fe de aquel bárbaro y fundó templos y monasterios. A su palacio de Nanking, en el Sur, llegó (dicen que al cabo de tres años de navegar) el brahmán Bodhidharma, vigésimo octavo patriarca del budismo indio. El Emperador enumeró las obras piadosas que había ejecutado: Bodhidharma oyó con atención sus palabras y le dijo que esos monasterios y templos y copias de los libros sagrados eran cosas del mundo aparencial, que es un largo sueño, y por consiguiente nada valía. Las buenas obras, declaró, pueden llevar a buenas retribuciones, pero nunca al Nirvana, que es la plena extinción de la voluntad, no la consecuencia de un acto. No hay una doctrina sagrada, porque nada es sagrado, o fundamental, en un mundo ilusorio. Los hechos y los seres son momentáneos y ni siquiera podemos afirmar si son o no son.
Entonces, el Emperador preguntó quién era el hombre que le replicaba de esa manera y Bodhidharma, fiel a su nihilismo, le respondió:
—Tampoco sé quién soy.
Largamente resonaron estas palabras en la memoria china; al promediar el siglo XVIII, se escribió la novela que se titula Sueño del aposento rojo, que encierra este curioso pasaje:
"Había estado soñando y se despertó. Se encontró en las ruinas de un templo. A su lado había un mendicante con hábito de monje taoísta. Era cojo y se estaba matando las pulgas. Hsiang-Lien le preguntó quién era y en qué lugar estaban. El monje respondió:
—No sé quién soy ni dónde estamos. Sólo sé que es largo el camino.
Hsiang-Lien comprendió. Se cortó el pelo con la espada y siguió al forastero."
En las historias que he referido, un asceta y un rey simbolizan la nada y la plenitud, cero y el infinito; símbolos más extremos de ese contraste serían un dios y un muerto, y su fusión más económica, un dios que muere. Adonis herido por el jabalí de la diosa lunar, Osiris arrojado por Set a las aguas del Nilo, Tammuz arrebatado a la región de la que no se vuelve, son famosos ejemplos de esa fusión; no menos patético es éste, que narra el fin modesto de un dios:
A la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido en Inglaterra a la fe de Cristo, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa obscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El Rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Ejecutó unos aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las primeras anunciaron al niño grandes felicidades y que la tercera dijo, iracunda: "No vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado". Los padres la apagaron para que Odín no muriera con ella. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del Rey, Odín había muerto.
Fuera de su virtud, que puede ser mayor o menor, los textos anteriores, diseminados en el tiempo y en el espacio, sugieren la posibilidad de una morfología (para usar la palabra de Goethe) o ciencia de las formas fundamentales de la literatura. Alguna vez he conjeturado en estas columnas que todas las metáforas son variantes de un reducido número de arquetipos; acaso esta proposición también es aplicable a las fábulas.
LA APOSTASÍA DE COIFI
Entregas de La Licorne
Montevideo, segunda época, Año I, N° 1-2, noviembre de 1953.
The Council closed, the Priest in full career
Rides forth, an armed man, and hurls a spear
To desecrate the Fane...
Wordsworth: Ecclesiastical sonnets, 1,17.
La conversión de los reinos germánicos de Inglaterra a la fe de Cristo es uno de los hechos capitales de la historia de Europa; sajones de Inglaterra convirtieron en el siglo VIII a los sajones del continente; anglosajón (sajón de Inglaterra) fue Alcuino que, bajo Carlomagno, reformó las escuelas de Francia. En su historia de la filosofía medieval, Gilson ha destacado lo que representó para el orbe la evangelización de Inglaterra; lo que no se ha dicho, tal vez, es lo casual e insignificante que ese acto, en una mayoría de casos, debió de ser para los primeros prosélitos.
Beda el Venerable, en su libro, habla genérica y despectivamente de ídolos, pero nos consta que los anglosajones adoraban a Tiw, a Woden y a Thunor, cuyos nombres, que traducen los de Marte, Mercurio y Júpiter, aún sobreviven en las voces inglesas Tuesday, Wednesday, Thursday. Rendían culto asimismo a la divinidad telúrica Nerthus (mencionada por Tácito en su Germania) a la que alguna vez dedicaron sacrificios humanos y luego sacrificios de naves. Dejar ese rudimentario panteón por el Dios de Israel y el de la patrística nos parece, ahora, trascendental; conviene no olvidar, sin embargo, que al devoto de muchas divinidades poco debió costarle agregar una al ya numeroso catálogo y que, al principio, agregó un nombre, un sonido, y no una representación muy perspicua. La conversión no era un cambio ético. Prueban o remiendan esta conjetura las primeras poesías de tema bíblico que se redactaron en Inglaterra; Cristo es el joven Héroe, los doce apóstoles son hombres de guerra que resisten el embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings. Imagino que para muchos la conversión paradójicamente no fue un acto religioso; fue un reconocimiento de que más allá del orbe germánico, y más fuerte y mayor que el orbe germánico, estaba Roma. De hecho, los bárbaros no sólo se convirtieron a la fe de Jesús sino a la prosa de Cicerón (o, por lo menos, de los padres latinos) y a la poesía de Virgilio. Remotos precursores de ese proceso, los capitanes de las tribus sajonas que irrumpieron en Inglaterra en el siglo V usaban espadas romanas.
La Saga de Njál, en su capítulo 96, ha conservado la simplísima historia de la conversión de un pagano. El misionero Thangbrand canta una misa; el jefe islandés Hall le pregunta para quién celebra esa fiesta. Thangbrand responde que para Miguel el Arcángel y agrega que ese arcángel hace que las buenas acciones de las personas que le gustan pesen más que las malas. Hall dice que le gustaría tenerlo de amigo. Thangbrand le asegura que Miguel será el ángel de su guarda si él se convierte ese mismo día a su fe. Hall accede; Thangbrand lo bautiza y, con él, a toda su gente.
Pero la más famosa conversión operada en el Norte es la de Edwin, rey de Nortumbria; la registra el segundo libro de la Historia ecclesiastica gentis Anglorum de Beda el Venerable. Edwin había tenido una visión en la que un desconocido le reveló la señal de la cruz; sabedor de este sueño Bonifacio V, Siervo de los Siervos de Dios, envió a la reina, que era cristiana, una afectuosa carta, un espejo de plata y un peine de marfil; luego envió al rey un misionero para que éste le enseñara la fe. Edwin reunió a los principales hombres del reino y les pidió consejo. El primero en hablar fue el sumo sacerdote pagano, Coifi. Dijo este prelado: "Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más. Si los dioses sirvieran de algo, me habrían amparado más bien a mí, que puse tanto empeño en servirlos. Por consiguiente, si estas nuevas doctrinas, examinadas, te parecen mejores, debemos adoptarlas sin dilación". Otro de los consejeros dijo: "El hombre es semejante a la golondrina, que en una noche de nevadas y lluvias atraviesa esta habitación en que estás comiendo con tus capitanes y príncipes, ante el fuego, y en un instante pasa de la noche a la noche. Así el hombre es visible por un espacio, pero no sabemos qué ocurrió antes ni qué vendrá después. Si esta nueva doctrina nos descubre algo, debemos escucharla".
Todos aprobaron su parecer y Coifi pidió al rey que le prestara su caballo y sus armas. Al sumo sacerdote le estaba prohibido usar armas y montar en caballo entero; Coifi empuñó una lanza y entró a caballo en el santuario de sus antiguos dioses. Ante el estupor general, arrojó entre los ídolos la lanza y prendió fuego al templo. "Así —leemos en la Historia ecclesiastica— el sumo sacerdote, movido por el Dios verdadero, profanó y quemó las imágenes antes consagradas por él".
No hay glosador de Beda que no pondere el símil pascaliano del pájaro, que pasa de la noche a la noche o, para ajustamos al texto con más rigor, del invierno al invierno (de bieme in hiemem regrediens). Fitzgerald, en su ilustre versión de las Rubáiyát, ve nuestros días como una caravana espectral que parte de la nada y llega a la nada; el símil conservado por Beda sugiere que la fe pagana era apenas una mitología, sin la esperanza, o amenaza, de una vida ulterior. Es curiosa y patética la suerte del inventor del símil; aquél no pudo sospechar que el pájaro fugaz de su ejemplo sería también un símbolo de su destino personal de hombre anónimo, que la Historia ilumina unos instantes y que luego se pierde.
Andrew Lang opone su anhelo "de satisfacción intelectual y comprensión del misterio de la existencia" a la superstición de Coifi, "que sólo quería cambiar la suerte y gozar de los placeres de la destrucción" (History of English Literature, 25).
El rey ha presidido la asamblea, pero no ha hablado; Beda se limita a escribir que abjuró el culto de los ídolos y permitió la predicación de la fe. El silencio dilata su autoridad; vagamente sentimos que los demás son como hipóstasis de la mente del rey, formas de su meditación. Ello, naturalmente, es falso; entiendo que en la escena de la asamblea hay un diálogo tácito, no sospechado por el hombre que la historió.
Éste declara expresamente que el sacerdote profanó sus altares, "movido por el dios verdadero". Para el piadoso historiador, Coifi procedió con sinceridad; en su desaforada abjuración tendríamos la prueba de lo mal que se conocen los hombres; Coifi, sacerdote de violentas divinidades, nunca habría estado tan cerca de ellas como en la hora en que las negó, derribándolas. El hecho es verosímil, pero creo entrever otra explicación.
La conversión del rey acarreaba la de todo su reino; no es un azar que aquél, antes de recibir la nueva fe, convocara a asamblea. En el año 627, el paganismo era todavía una fuerza política; Coifi, sacerdote de Woden o de Thunor, no podía ignorarlo, pero también sentía que esa fuerza estaba decreciendo. ¿No lo olvidaba acaso el rey ("hay muchos que reciben de ti mayores beneficios") y no lo malquería la reina, comprada por el peine y el espejo del italiano? El rey estaba a punto de abominar de la fe de sus padres; ¡qué triste porvenir el de un ex-obispo de los desacreditados demonios! En ese trance, Coifi optó por vender lo que ya virtualmente estaba perdido. Ofreció al rey su complicidad. Dijo: Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más, para que Edwin interpretara: Yo, sacerdote de los dioses que has resuelto negar, daré público ejemplo de apostasía; acuérdate de mí cuando sea cristiano tu reino. Cumplió con creces, para forzar el agradecimiento del rey; el episodio de la lanza, del potro y de los ídolos profanados fue, en mi opinión, deliberadamente dramático; fue una premeditada o improvisada ficción escénica.
El fin del cuento se ha perdido. Incendiario, impío y ecuestre, Coifi perdura como sujeto de malas pinturas históricas, pero nada sabemos de su destino ni del posible cumplimiento del pacto.
Seis años después, el rey pagano Penda de Mercia guerreó en el Norte de Inglaterra con Edwin, lo venció y lo mató.
LA LITERATURA ALEMANA EN LA ÉPOCA DE BACH
Cursos y Conferencias
Buenos Aires, Año XXII, Volumen XLIV, Nos. 259-260-261, diciembre de 1953.
(Conferencia. Versión taquigráfica)
En el ilustre ensayo de De Quincey sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, hay una referencia a un libro sobre Islandia. Ese libro, escrito por un viajero holandés, tiene un capítulo que se ha hecho famoso en la literatura inglesa, y al que alude Chesterton alguna vez. Es un capítulo titulado "Sobre las serpientes de Islandia"; es muy breve, suficiente y lacónico: consta de esta única frase: "Serpientes en Islandia, no hay". Eso es todo.
La tarea que ahora emprenderé es la descripción de la literatura alemana en la época de Bach.
Después de algunas investigaciones, tuve la tentación de imitar al autor de ese libro sobre Islandia y decir brevemente: literatura en la época de Bach, no hubo. Pero este laconismo me parece desdeñoso; una falta de urbanidad. Y, además, sería injusto, tratándose de una época que produjo tantos poemas didácticos imitados de Pope, tantas fábulas imitadas de La Fontaine, tantas epopeyas imitadas de Milton. Y a todo esto cabría agregar que florecieron, además, las sociedades literarias de un modo realmente insólito. Y también florecieron las polémicas, en las que se puso toda la pasión que está ausente en la literatura de esa época.
Además, he reflexionado que hay dos criterios distintos para la literatura. Hay el criterio hedónico, el del placer, que es el criterio de los lectores; y, desde este punto de vista, la época de Bach fue, literariamente, una época pobre. Y luego, hay el otro criterio, el de la historia de la literatura —que es mucho más hospitalaria que la literatura—; y, desde este punto de vista, se trata de una época importante, porque preparó la época siguiente, de la ilustración y, luego, la época clásica de la literatura alemana, la más rica de esa literatura y una de las más ricas de todas las literaturas: la época de Goethe, de Hólderlin, de Novalis, de Heine, de tantos otros.
Este fenómeno de una época pobre en la literatura alemana, no es único. Todos los historiadores de esa literatura lo han dicho: la literatura alemana no es sucesiva, sino periódica, intermitente. Se ha observado que hay épocas de esplendor, y, entre ellas, épocas casi nulas, de oscuridad y de inercia.
Se ha buscado explicación para este fenómeno. Que yo sepa, hay tres explicaciones. La primera es de tipo político. Se dice que Alemania, que llegó a ser una especie de campamento de todos los ejércitos de Europa, ha sido invadida y destruida periódicamente. (Como ha ocurrido hace poco). Y que los eclipses de la literatura alemana corresponden a esas aniquilaciones bélicas. Esta explicación es buena, pero no creo que sea suficiente.
Hay una segunda explicación, la que prefieren las historias de la literatura alemana redactadas por alemanes. Se dice que esas épocas de oscuridad, son épocas en que el verdadero espíritu alemán no ha podido abrirse camino, porque estaba dedicado a la imitación de modelos extranjeros. Esto es cierto; sin embargo, uno podría hacer dos observaciones adversas a esta explicación: podría observarse que cuando un país tiene un espíritu fuerte, las influencias extranjeras, exóticas, no debilitan el espíritu, lo fortalecen. Eso se observa en la época barroca, que es la época anterior a la que voy a considerar ahora, la de Bach. Se ha llamado "siglo barroco" al XVII, en Alemania. Y en ese siglo, que fue muy brillante para ese país, predominaron las influencias extranjeras; pero no de un modo que oprimieran al espíritu alemán. Fueron asimiladas y utilizadas por él.
Quiero indicar, de paso —porque es interesante para nosotros—, que el influjo que predominó en la literatura alemana del siglo XVII fue el español. Tenemos el influjo de los Sueños de Quevedo, en Michael Moscherosch, el mayor satírico alemán de esa época, que escribió un libro titulado Visiones prodigiosas y verídicas. El autor dice que en ese libro están retratados todos los actos de los hombres, sus naturales colores de hipocresía, de mentira y de vanidad. Está, evidentemente, influido por Quevedo, que le da vida a ese libro alemán.
Otro caso, más célebre, es el de Grimmelshausen. Grimmelshausen conocía las novelas picarescas españolas, una traducción fragmentaria del Quijote, el Rinconete y Cortadillo, y una versión alemana del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, y concibió el proyecto de aplicar la técnica de la novela picaresca española a la vida alemana, en la época de la Guerra de los Treinta Años. Ese proyecto fue, desde luego, un acierto.
Una observación que es muy fácil hacer sobre la novela picaresca española, es la limitación de los temas. La novela picaresca española no abarca, en general, toda la riqueza de la vida miserable, de la vida popular de España. Se trata, más bien, de aventuras mezquinas, de sirvientes, en muchos casos.
Si comparamos un libro como El Gran Tacaño, de Quevedo, con las jácaras del mismo autor, con esas poesías en las que aparecen prostitutas, rufianes, asesinos y ladrones, veremos que hay un mundo criminal, un mundo de forajidos mucho más rico en las jácaras que en la novela picaresca del Buscón.
Grimmelshausen acierta al aplicar la técnica de la novela picaresca española a la vida de un soldado, llamado Simplicissimus, en la Guerra de los Treinta Años.
Otro rasgo que lo diferencia de los modelos españoles: la novela picaresca española fue escrita con un propósito moral, satírico; en cambio, el Simplicissimus de Grimmelshausen —sobre todo, en los primeros libros— parece no tener otro propósito que el de reflejar, como en un vasto espejo, toda la terrible vida de Alemania durante la Guerra de los Treinta Años. Después, a medida que el libro obtuvo éxito, Grimmelshausen fue agregando capítulos. En los últimos ocurre algo que es típico de la mente alemana: la obra se aparta de los hechos concretos, y se convierte en una alegoría. En la última parte del libro, el héroe de tantas aventuras sangrientas se vuelve ermitaño, se refugia en la Selva Negra y luego en una isla. Este final del héroe en una isla es importante en la literatura alemana, porque anuncia un tipo de libros que se cultivaron muchísimo después, durante el siglo XVIII; es decir, precisamente, durante la época de Bach. Anuncia libros que en Alemania se llamaron Robinsonaden, es decir, libros que son imitaciones de la novela Robinson Crusoe de De Foe.
El Robinson Crusoe de De Foe impresionó muchísimo a los alemanes. Abundaron las imitaciones de ese libro. Finalmente, ocurrió que los alemanes se entusiasmaron tanto con esa idea de un hombre solitario en una isla, que destruyeron lo patético de esa idea —la idea de un solo hombre en una isla—, y concluyeron escribiendo novelas en las que había treinta o cincuenta Robinsones simultáneos; novelas que ya no eran historias de la soledad y de la paciencia de un hombre, sino historias de empresas coloniales o utopías políticas.
Vuelvo ahora al problema que indiqué al principio: el de las épocas de esterilidad y oscuridad, que se observan periódicamente en la literatura alemana.
Creo que, además de las circunstancias políticas y de la influencia de las literaturas extranjeras (que no siempre, contrariamente a la opinión de los críticos patrióticos, son maléficas), hay una tercera razón, que me parece la más posible de todas, que no excluye las otras, que es, acaso, fundamental. Creo que la razón de esas épocas de oscuridad de la literatura alemana está en el carácter alemán. Los alemanes son incapaces de obrar espontáneamente y necesitan siempre una justificación de lo que van a hacer. Necesitan verse a sí mismos en tercera persona, y verse magnificados también antes de obrar.
La prueba está en que los alemanes, durante mucho tiempo, no fueron, como han sido recientemente, un pueblo de acción sino un pueblo de soñadores. Recuerdo a este propósito un famoso epigrama de Heine, que dice que Dios otorgó a los franceses el imperio de la tierra, a los ingleses el imperio de los mares y a los alemanes el imperio de las nubes. Y recuerdo también un famoso poema de Hólderlin, titulado A los alemanes. En él Hólderlin les dice a sus compatriotas que no se burlen del niño que cabalga con un látigo y con espuelas en un corcel de madera, porque ellos son como ese niño: son también pobres de hechos y ricos de pensamiento. Se pregunta después si alguna vez de la nube no saldrá el rayo, y de la hoja oscura no saldrá el fruto de oro, y si el silencio del pueblo alemán no es la solemnidad que precede a las fiestas y el temor que anuncia la presencia del dios.
Y, además de estos ejemplos literarios, creo que todos podemos recordar ejemplos de la política alemana.
No sé si ustedes recordarán que, a principios de la guerra de 1914, un canciller alemán, Bethmann Hollweg, tuvo que justificar que los alemanes no hubieran cumplido su compromiso de defender la neutralidad y que la hubieran atacado. Cualquier político de cualquier otra parte del mundo, hubiera encontrado una argucia para defenderse, hubiera buscado un argumento. En cambio, Bethmann Hollweg, para justificar ese acto, que era evidentemente desleal, tuvo que construir una teoría de la lealtad, y dijo en un discurso que ellos no tenían por qué obedecer a un tratado, porque un tratado no era otra cosa que un pedazo de papel.
Esto lo hemos visto aun más exacerbado en el nazismo. A los alemanes no les ha bastado con ser crueles; han creído necesario construir una teoría previa de la crueldad, una justificación de la crueldad como postulado ético.
Creo que esto puede explicar esas épocas oscuras de la literatura alemana. Se trata de épocas de preparación, en que el espíritu alemán está tomando una decisión.
Yo he recordado muchas veces el proyecto de Valéry: escribir una historia de la literatura sin nombres propios. Una historia en que se presentaran todos los hechos, todos los libros del mundo, como escritos por una sola persona, por el espíritu universal. Juzgo que podemos, sin mayor riesgo, aceptar esa ficción de Valéry. Podemos suponer que toda la literatura alemana es obra del espíritu alemán. Entonces, podemos suponer que la época de la vida de Bach —es decir, los años que median entre 1675 y 1750—, corresponde a un período de meditación del espíritu alemán, que está preparando la época espléndida de Hólderlin, de Lessing, de Goethe, de Novalis y luego de Heine.
Uno de los rasgos de la época de Bach son las polémicas, muy apasionadas; polémicas que se repiten, que están ocurriendo en otras partes de Europa.
Pienso ahora que hasta decir Alemania, cuando estamos pensando en la Alemania de la época de Bach, puede inducir a error. Porque al decir Alemania, pensamos hoy en un gran país unido; en cambio, Alemania, en aquel tiempo, era una serie de pequeños reinos, principados y ducados, independientes. Alemania era entonces, de algún modo, un suburbio de Europa.
Y, para llegar a esta confirmación, basta ver lo que pensaron muchos alemanes de esa época. Basta considerar el caso de dos alemanes ilustres: Leibniz y Federico II de Prusia.
Leibniz escribió un tratado en el que procuraba defender el idioma alemán. En ese tratado, recomienda a los alemanes que cultiven su idioma; les dice que el alemán, bien cultivado, puede llegar a ser, no un idioma torpe y nebuloso, sino comparable a un cristal, como el francés. Agrega algunas consideraciones patrióticas, y después se dedica, toda su vida, a escribir en francés.
Creo que esta decisión de Leibniz de apartarse de su idioma para escribir siempre en un idioma extranjero, es una prueba de lo que él realmente pensaba. Leibniz era un hombre de una curiosidad universal. Era natural que le interesara el estilo de su propio idioma; pero, al mismo tiempo, lo sintió como un idioma provincial.
Tenemos otro caso, aun más explícito: el de Federico el Grande. Federico dijo cierta vez que no creía que nada bueno pudiera salir literariamente de Alemania. Y cuando se descubrió La Canción de los Nibelungos, la consideró una obra pueril y bárbara. Además, es sabido que Federico el Grande fundó una Academia, y que los individuos que frecuentaban esa Academia escribían todos en francés. Eran literatos franceses, a quienes se respetaba con veneración provincial.
No faltan otros ejemplos de ese carácter provinciano de la Alemania de entonces.
Tomemos el ejemplo del Dr. Johnson. El Dr. Johnson, ya viejo, quiso aprender un idioma que le fuera desconocido, para saber si poseía todavía su integridad intelectual. Eligió el idioma holandés; no se le ocurrió estudiar el alemán. Eso quiere decir que el alemán, entonces, era un idioma tan provinciano, tan lateral y tan fácilmente olvidable, como ahora el idioma holandés.
Vuelvo a las polémicas que se entablaron en aquella época. Hubo, entre ellas, una célebre: la polémica entre Gottsched y dos escritores suizos: Bodmer y Breitinger. Gottsched era un literato alemán que quiso ser el dictador literario de su época y publicó muchos libros en Liepzig, donde residió largo tiempo. Los suizos habían traducido El Paraíso perdido de Milton, y uno de ellos había escrito un poema épico sobre el Diluvio y otro sobre Noé. Los suizos defendían —de un modo nada interesado, por cierto— los derechos de la imaginación en la poesía. Y con ello despertaron la ira de Gottsched, que representaba el gusto francés. Publicó un libro titulado Arte poética, en que defiende las tres unidades aristotélicas: de acción, de lugar y de tiempo. Es muy curioso comparar esta defensa de Gottsched con las que se hicieron en otras partes de Europa. En ella se ve el ambiente provinciano, burgués, de Alemania. Y esto se nota también en lo que le contestaron sus adversarios suizos.
Dice Gottsched que las piezas de teatro tienen que limitarse a unidad de acción —es decir, que tiene que haber un solo argumento—, a unidad de lugar —que todo debe ocurrir en un mismo lugar— y a unidad de tiempo. La unidad de tiempo ha sido interpretada, siempre, en el sentido de veinticuatro horas. A Gottsched las veinticuatro horas le parecen excesivas, por un motivo muy burgués. Dice que, a lo sumo, pueden tolerarse doce horas; y que tienen que ser horas del día y no horas de la noche. Y luego agrega —sin darse cuenta de la falacia— esta extraordinaria razón: en las veinticuatro horas de la pieza de teatro no deben intervenir las horas de la noche, porque —nos explica— de noche hay que dormir. Gottsched, fiel al concepto burgués de que no conviene trasnochar, lo extiende a las veinticuatro horas que deben durar las piezas de teatro.
Hay, además, un poeta, Günther, que es otro ejemplo interesante de aquella época. Figura en todas las historias de la literatura alemana. Sus poemas son nulos, si los leemos sin saber la época en que los escribió; sólo son buenos si los comparamos con los de otros poetas alemanes, que escribieron en aquella época. Hay un poema de Günther del cual voy a leer unos versos, dedicados a Cristo.
Le dice a Cristo:
Desde afuera me atormenta
la fuerte marea de la desdicha;
de adentro, espantosos temores
y la furia de todos los pecados.
La única salvación, Cristo,
es mi muerte y tu lástima.
Este poeta es importante, porque es el poeta del "pietismo", la forma religiosa de la época en que vivió Bach. Es un movimiento que se produjo dentro de la iglesia luterana. Puede explicarse de esta manera: Lutero había empezado a vindicar la libertad del hombre cristiano, atacando la autoridad de la Iglesia. Y en un tratado suyo, De la libertad de un hombre cristiano, sostuvo esta paradoja: el hombre cristiano es señor de todo y de todas las cosas; y está sujeto a todo y a todas las cosas.
Lutero tradujo la Biblia al alemán. Esa traducción funda el alemán actual, es su primer documento literario. Lutero sostuvo que la verdadera fuerza del hombre estaba en sí mismo; no en la autoridad de la Iglesia, sino en su propia conciencia. Basándose en esto, atacó la venta papal de indulgencias.
Hay una curiosa doctrina papal que justifica la venta de indulgencias. Se dijo y se creyó, en tiempo de Lutero, que Cristo y los mártires habían acumulado un número infinito de méritos; y que esos méritos eran superiores a los requeridos por ellos para salvarse. Se imaginó que esos méritos superfluos de la vida de Cristo, de la Virgen y de los mártires, habían ido acumulándose en el cielo y habían formado allí lo que se llamó el Thesaurus meritorum, "el tesoro de méritos".
Se supuso también que el Sumo Pontífice tenía la llave de ese tesoro celestial, y podía distribuirlo a los fieles. Se dijo que las personas que compraban indulgencias, compraban alguna parte de esos méritos infinitos acumulados en el cielo.
Lutero negó esa creencia. Dijo que no tenía sentido ese concepto de méritos atesorados o almacenados en el cielo. Dijo también que, para salvarse, no se necesitaban obras, sino que bastaba con la fe. Que lo importante era que cada cristiano creyera que él estaba salvado, y con eso se salvaría.
Luego, cuando triunfó, el luteranismo se convirtió, a su vez, en otra iglesia. Llegó a convertirse, en Alemania, en un segundo Papado, tan rígido como el anterior. Entonces, muchas personas religiosas en Alemania protestaron contra esa rigidez, contra ese carácter exclusivamente dogmático del luteranismo; y quisieron volver a una religión más íntima. Esas personas que quisieron volver a esa comunicación directa del hombre con la divinidad, fueron los pietistas.
El más famoso, el jefe de todos ellos, se llamó Spener. Empezó reuniendo gente en su casa; esas reuniones se llamaban "reuniones de piedad" o "reuniones de personas piadosas". Sus enemigos los llamaron "pietistas". Ocurrió con la palabra "pietista" lo que ha ocurrido con tantos motes burlescos: fue adoptado por las mismas personas a quienes atacaba. Esto ha ocurrido muchas veces en la historia. En Inglaterra ocurrió con los "tories". Y, ya en un terreno muy distinto, hemos visto el mismo fenómeno en Francia con los "cubistas". La palabra "cubista" fue un nombre burlesco aplicado por un crítico hostil, que vio una cantidad de cubos en el cuadro: "Qu'est-ce que cela? C'est du cubisme?" Luego, la palabra "cubismo" fue adoptada por los agredidos.
Spener se propuso varios fines. Uno, que se reunieran personas para leer la Biblia. Otro —que debió parecer muy extraño—, que se practicara el cristianismo. Que todo cristiano diera pruebas evidentes de que lo era, en la rectitud de su vida, en la pureza de sus costumbres, en su conducta irreprochable. Dijo que todo cristiano debía considerarse un sacerdote y tomar parte en el gobierno de la Iglesia. Propuso que se toleraran las opiniones heterodoxas y que las predicaciones se hicieran de otro modo: que se cultivara un estilo menos retórico y más íntimo.
Este movimiento del pietismo desapareció después, porque llegó un segundo movimiento: el de la "ilustración" o "iluminación", que pretendió someter todo a la razón. Pero éste se fundó, en parte, en el movimiento anterior.
Resumiendo lo expuesto tendríamos esta conclusión, este hecho: Bach produjo su música en una época muy pobre literariamente; pero —y conviene no olvidar esta distinción— en una época que fue pobre, si buscamos en ella obras duraderas, pero que no fue pobre si la juzgamos desde el punto de vista de la actividad intelectual. Porque fue una época de discusiones, de polémicas, de inquietudes.
Y esta comprobación de una gran música, contemporánea de una pobre y casi nula literatura, podía llevarnos a sospechar que cada época tiene una expresión, y una sola; que aquellas épocas que han encontrado su plena expresión en un arte, no pueden encontrarla en otro.
Comprenderíamos entonces que no es una paradoja, sino un hecho normal, esta contemporaneidad de la gran música de Juan Sebastián Bach con la pobre literatura de Alemania en aquella época.
Héctor Basaldúa
ARRABAL
Buenos Aires, Ediciones Galería Bonino, 1954.
Glosa
¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la térra lucida y de barro de la térra pestífera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal — y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Bóhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevio William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos.
"El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciárseos dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertóes, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos — incluso a los verbales.
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas.
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.
1954, Buenos Aires.
EL DIOS Y EL REY
Diario La Nación, Buenos Aires, 2 de mayo de 1954
De las historias de Olaf Haraldsson, que logró después de la muerte el curioso título de perpetuo Rey de Noruega, he recorrido la que Snorri Sturlason compiló, a principios del siglo XIII; algún fragmento posterior recogido en la Nordische Mythologie, de Paul Herrmann, y el turbio y elocuente resumen que bosquejó Carlyle (Early Kings of Norway, 1875). Unas líneas que tratan del dios Thor, leídas casualmente, me instan ahora a referir, a mi vez, el destino de Olaf.
A los doce años, su madre lo hizo capitán de un barco de vikings. A los diecinueve, había asolado las riberas de Europa, desde Finlandia y Dinamarca hasta Nórvasund (Gibraltar) y había guerreado contra los daneses, en Londres. Su propósito era arribar a Jerusalén, pero en un vago río español soñó con un hombre, que le dijo que regresara, porque en Noruega sería rey por tiempo sin fin; este sueño puede haber sido imaginado para explicar por qué el futuro misionero del Norte no estuvo en Tierra Santa. Una tradición dice que recibió el bautismo en Rudhaborg (Rouen); Carlyle, que corta en dos mitades su biografía, sus días de viking y sus días de santidad, atribuye su conversión a "sus pensamientos y al insondable diálogo con el siempre quejumbroso Mar". A pesar de esa dicotomía, es lícito sospechar que Olaf Haraldsson no se despojó demasiado del viejo hombre cuando se revistió del nuevo; a un rey le hizo arrancar los ojos y lo llevó consigo por todas partes. (A otro, dispuso que le cortaran la lengua.) Tres veces trató el ciego de asesinarlo, pero Olaf no lo quiso matar "porque eran parientes lejanos". Carlyle refiere embelesado esta historia atroz (que duró muchos años), para demostrar que Olaf era piadoso, y acaba ponderando su buen humor y su sentido práctico, y "esa risa cordial, aunque no ruidosa, que le salía de las claridades del alma".
El hecho es que la conversión transfiguró a los pueblos, pero no, al principio, a los hombres. Fue un acontecimiento para la estirpe, no para el individuo. Pasar del culto de los dioses germánicos al culto de Jesús no era pasar de una mitología a una religión; era sumar a esa mitología un dios más servicial y más poderoso y pensar que los otros eran diabólicos. En el siglo VIII los catecúmenos debían abjurar todas las obras y palabras de los demonios Thunor y Woden; en el XII, la Historia Dánica, de Saxo Gramático, no niega la existencia de "Othinus" o de Thor: los declara hechiceros que aprovecharon la simplicidad de la gente para hacerse pasar por divinidades. Hubo conversos que abrazaron la nueva fe sin repudiar la antigua; Beda, el historiador, refiere que Raedwald, rey de los anglos, tenía dos altares: uno consagrado a Jesús, otro, más chico, en el que ofrecía víctimas a los "demonios" o divinidades paganas. Observa Friedrich Vogt que en el cristianismo se buscaba una fuerza mágica; en tal sentido, es edificante el caso de Clovis (Chlodwig, Ludovico, Luis), rey de los francos, casado con una princesa cristiana Clotilde de Borgoña. Clovis, en la angustia de una batalla, juró adorar "al Dios de Clotilde" si éste le daba la victoria; poco después, victorioso y bautizado, hizo tranquilamente asesinar a los otros príncipes merovingios. No nos maravillemos, pues, con exceso de las crueldades de Olaf.
Rebajados a demonios los dioses, los gentiles quedaban rebajados a adoradores de demonios y un poco a brujos, y era tal vez inevitable que los trataran sin la menor piedad. Olaf, desdeñoso de teologías, rondaba los distritos con una fuerza de unos trescientos hombres; rechazar el credo del Cristo Blanco era exponerse a la mutilación o a la muerte.
El rey quemaba las aldeas que persistían en las viejas idolatrías. "¡Qué lástima que este pueblo tan lindo vaya a ser incendiado!", dijo tristemente una tarde, mirando, desde la ladera de un monte, los huertos, los tejados y los caminos.
La devoción de los germanos era una forma trascendente de su lealtad, que, como escribe Jiriczek (Deustche Heldensage), "no era incompatible con el crimen y la traición, con el engaño y el perjurio, porque no la concebían como una abstracta y universal ley ética, sino como una relación personal y legal". Los hombres eran fieles a un ídolo, generalmente de madera, como podían serlo a su rey o a su capitán; se hablaba de los amigos de un dios; no de sus devotos. De Thorolf Mostrarakegg (que incorporó a su nombre el nombre del dios) leemos que, en un trance difícil, pidió consejo a Thor, "su querido amigo". Olaf Haraldsson, que los hombres apodaron el Grueso y después el Santo, dedicó su energía de viejo viking a ser enemigo de Thor.
Acaso lo eligió porque era el más fuerte de los dioses del Norte, el que descarga con brazos poderosos el trueno, el que guerreó con los gigantes de las montañas y con la cíclica serpiente que llena el mar, y que es tal vez el mar el que destrozará a la serpiente en la última batalla del mundo. La gente se lo figuraba rudo y plebeyo, de barba roja (Hercules barbatus lo llama una inscripción latina); sus atributos eran el martillo y el carro; su símbolo, la svástica. En el siglo XI, Adán de Bremen escribió que la imagen de Thor que se veneraba en Uppsala parecía representar a Júpiter; en Inglaterra, el jueves, día de Jove, sigue santificando a Thor y es el Thursday. Una tradición preservada en la saga del Njál cuenta que Cristo fue retado por Thor a combate singular y que rehuyó ese lance. De Olaf el Santo, campeón del Cristo Blanco en Noruega, cabría decir que todos los años de su reinado fueron un duelo con Thor.
En Gudbrandsdal la imagen del dios (escribe Snorri Sturlason) tenía un martillo en la mano y era tan alta que no había en el reino hombre de su estatura; diariamente recibía cuatro panes y una ración de carne; era hueca, hecha de madera y revestida de oro y de plata; los días templados la sacaban en andas y la gente se prosternaba. Olaf mandó a uno de sus hombres, Kolbein el Fuerte, que la partiera en dos; de los escombros del ídolo salieron ratas casi del tamaño de gatos, sapos, víboras y culebras, que habían engordado con las ofrendas. También hay memoria de sacrificios de caballos y de hombres.
Thor no era el único demonio que debió debelar el rey. Toda Noruega estaba como atravesada de espíritus: la fylgja, que toma la apariencia de un animal y entra en los sueños de los hombres cuando alguien va a morir; la hemingja, mujer tutelar que se hereda de generación en generación; las parcas (nornir), que tejen en un sitio desconocido las suertes de mortales y de inmortales; los elfos, que acechan bajo los túmulos y que enredan las crines de los caballos; los gigantes, que habitaron la tierra antes que los hombres; los dos lobos, hermanos de la serpiente, que devorarán la Luna y el Sol. De Olaf Tryggvason, predecesor de Olaf Haraldsson, es fama que el dios Thor abordó su nave, le refirió los duros trabajos que había ejecutado para ayudar a los noruegos y luego se arrojó por la borda y no lo vieron más; el Santo no habló nunca con su enemigo; pero una tradición recogida en el Flateyjarbók cuenta que un hombre le preguntó si no quería ser como aquel rey que era victorioso en sus guerras y tan diestro y bizarro que en todas las regiones del Norte nadie podía medirse con él y para quien el verso no era más arduo que para los demás el habla común. Olaf le tiró a la cabeza un libro de oraciones y le gritó:
—Por nada querría ser como tú, depravado Odín.
Otra curiosa tradición de la misma fuente hace de Olaf una reencarnación de Olaf de Geiratadr, que había muerto a mediados del siglo IX. Cabalgaban frente a su túmulo y un hombre de la escolta le dijo:
—¿Es cierto, rey, que te dieron sepultura en este lugar?
El rey le contestó:
—Nunca tuvo mi alma dos cuerpos y no podrá tenerlos. Si yo hablara de otra manera no habría verdad en mí. Entonces dijo el hombre:
—Cuentan que la otra vez que pasamos, alguien te oyó decir: Ya hemos estado aquí y ya hemos salido de aquí''.
—Nunca dije tal cosa —replicó el rey, cuyo rostro se había demudado, y puso espuelas al caballo y se fue.
Este diálogo, con su arcana sugestión indostánica y pitagórica de transmigración de las almas, deja entrever que el paganismo perseguido por Olaf habitaba también en su propio pecho. Hilda Roderick Ellis hace notar (The road to Hell, Cambridge, 1943), lo significativo de las tenaces negaciones del rey.
La historia está tocando a su fin. Olaf Haraldsson impuso a Noruega la fe del Cristo Blanco. Los largos templos de madera del Dios que Truena fueron entregados al fuego: sus efigies, befadas, astilladas y arrojadas a los pantanos. En el año 1164, la Iglesia admitió el nombre del rey en el catálogo de los santos, y numerosos y asombrosos milagros exigían, ya, esa inclusión. La derrota de Thor pudo parecer absoluta, pero su imagen sobrevive —secularmente, paradójicamente— en la de su mortal adversario, que los devotos se figuran de elevada estatura y de barba roja, y armado con un hacha, que es el martillo que blandieron los ídolos en Uppsala y en Gudbrandsdal.
JORGE LUIS BORGES,
ENCRUCIJADA DE ADMIRACIONES Y NEGACIONES, NOS HABLA DE SU LABOR FUTURA.
Noticias Gráficas
Buenos Aires, 19 de julio de 1955
Jorge Luis Borges se ha convertido hoy en una encrucijada de admiraciones y de negaciones. [...] Se le acusa de extranjerizante, se le enrostra su cultivo del género fantástico. ¿Por qué no preguntarle a él que opina de todo esto? La entrevista que aceptó de inmediato sin oponer dificultades, comenzó con la pregunta inevitable que deben soportar todos los escritores:
—¿Quéprepara usted Borges, en este momento?
—Varias cosas. Preparo un tomo de estudios medievales: la mitad consagrada a estudios dantescos y la otra a temas de literatura germánica, especialmente de Inglaterra e Islandia. Trabajo al mismo tiempo en un prólogo para una edición de las obras completas de Kafka y en otro para una edición de grabados de Héctor Basaldúa, sobre temas de suburbio orillero antiguo.
En Méjico se está por publicar un "Manual de zoología fantástica", en colaboración con Margarita Guerrero, donde figuran el unicornio, la hidra, etc., ilustrado con viejos grabados chinos y persas. La editorial Ene acaba de publicar un cuento que he escrito en colaboración con Luisa Mercedes Levinson, "La hermana Eloísa", de ambiente o espíritu sórdido, pero contado de manera humorística, por quien no se da cuenta que relata algo atroz. Estoy escribiendo además un prólogo para la traducción al francés de "Martín Fierro", que ha hecho M. Verdevoye y que publicará la Unesco.
— [...] Se le atribuye una vieja y sistemática hostilidad al "Martín Fierro ". Hemos leído artículos de tono polémico en ese sentido, i Qué opina usted, dicho sea de paso, sobre la necesidad de la polémica en nuestro ambiente?
—La polémica es útil, conveniente, necesaria. Siempre, eso sí, que los juicios no sean anteriores a la lectura de la obra, siempre que los ataques no se deban a imágenes previas del autor, que no tienen nada que ver con sus libros o con sus afirmaciones. La polémica exige fundamentalmente una condición: la buena fe. A veces se elogia a un autor, en contra de otro. Y a veces los ataques contra un escritor se producen en medio de disputas entre grupos, que de este modo recaen sobre alguien que no se considera bandera de nada. En lo que se refiere a mi hostilidad contra el "Martín Fierro" creo que tales "acusaciones" se han concretado sobre todo debido a la publicación reciente del libro "El Martín Fierro" (en colaboración con Margarita Guerrero). Allí digo que la literatura argentina existe y que consta por lo menos de un libro, el "Martín Fierro", del que se me declara enemigo. Es una típica maniobra polémica para simplificar y de ese modo falsear. Ocurre que no comparto la opinión de que el poema de Hernández, como lo cree Lugones, es una epopeya, nuestra Ilíada.
Yo veo en el "Martín Fierro" un tipo distinto de composición y aunque esté en verso y sin negar su fuerza épica, yo lo veo más como una novela. Creo también que la historia argentina no puede cifrarse toda en la figura de un gaucho cuchillero de 1800 y pico. La historia argentina tal vez no sea muy compleja, pero no es tampoco tan simple. Creo que el mérito mayor de "Martín Fierro" es la realidad del personaje. Por esa misma realidad puede juzgársele moralmente de modo muy distinto. Esa ambigüedad por la cual unos lo ven bueno y otros malo, corresponde a la realidad. Los héroes fabricados, se sabe más fácil lo que son o cómo son. "Martín Fierro" nos da la certidumbre de un ser humano, que es quizá lo más que el arte puede hacer.
En distintas oportunidades, Borges cita pasajes a veces extensos del poema, y entonces le preguntamos:
—¿Se sabe todo el "Martín Fierro" de memoria?
—Más o menos —nos contesta, y prosigue: —Me han criticado mi cuento "El fin". No lo escribí vanidosamente para corregir "Martín Fierro". Todo lo contrario. Creo, equivocado o no, que ese final está implícito en el poema. Me parece imposible que Hernández no lo haya previsto. Lo descartó porque pensaba continuar el "Martín Fierro". Mi cuento no lo considero invención mía, y si un poeta con más destreza que yo para esas cosas lo desarrollase en verso dentro del estilo del "Martín Fierro", yo no pensaría que me estaba plagiando.
—Señalan algunos que la primera parte de su producción, especialmente la poética, tiene evidente raíz argentina, mientras que sus libros de los últimos años se apartan del ámbito nacional, prefiriendo temas o problemas alejados de nuestra sensibilidad.
—He oído eso. Pero creo que se trata siempre de ese tipo de simplificaciones que no reflejan la verdad. La cosa no es tan sencilla. Se habla o se discute mi literatura fantástica. En los cuentos que justifican esa designación fíjese que he pensado casi en segundo término, el que sean fantásticos. Las ideas se me han presentado en esa forma. Pero además veamos qué es lo que verdaderamente ocurre. Tomemos —y es sólo un ejemplo— el que se titula "La muerte y la brújula", que transcurre en una ciudad imaginaria, pero que está íntegramente compuesto con imágenes de Buenos Aires. Y la cuestión presenta otros aspectos. Mencioné antes un libro de ensayos sobre literatura medieval, cuya primera mitad está consagrada a la "Divina Comedia", con algunos enfoques que creo nuevos, por lo menos en su aplicación a su autor. ¿Es posible decir en la Argentina que el Dante es un tema de literatura extranjera? Sería una afirmación discutible desde el punto de vista de nuestra cultura o de toda cultura. Volviendo a ese distingo entre la raíz argentina de la primera parte de mi obra, sólo diré que me siento actualmente más argentino que cuando volví de Europa y escribí esos poemas argentinos. Lo que pasa es que ahora no creo necesario y puedo prescindir de la topografía y el color local. Prefiero a veces situar lejos los temas para abordar con más comodidad, sin la preocupación del detalle, la elaboración de la materia esencial. Los mecanismos de la creación no son tan sencillos.
Y así sucede que mi cuento "El hombre en el umbral", que ocurre en la India, me fue inspirado por la visión de un conventillo de la calle Cangallo.
— ¿Qué planes literarios tiene para el futuro?
—Me gustaría trabajar sobre la figura de Almafuerte, desarrollando ideas que ya expuse sobre él. Creo que Almafuerte no sólo debe ser visto en función de nuestra literatura, dentro de la cual es una de sus personalidades más importantes. Admitiendo todas las censuras que se le dirigen sobre su corrección, su forma, su acento, creo, sin embargo, que es preciso ir más allá de los motivos retóricos para juzgarlo. Por eso quisiera escribir un libro sobre Almafuerte para extraer de su obra y de su vida una ética y una mística, y vincularlas a Nietszche, William Blake, los gnósticos. Se apreciaría así mejor la magnitud de su personalidad.
Dentro de lo que se llama literatura de ficción, creía haber abusado de los temas suburbanos, y no creí utilizarlos más, pero esos temas me buscan a mí. Y pienso en un cuento orillero, "Juan Muraña" (de Palermo), y "Los Iberra", otro cuento con malevos de Turdera. Deseo igualmente escribir una novela de la que ya ha nacido por lo menos el título: "El Congreso". Sería una novela fantástica, no de fantasmas ni una fantasía científica, sino psicológicamente. Cuando ya tenía planeado ese libro encontré su primera página no escrita en la primera página de "Viaje de Oriente", de Hermán Hesse, lo cual, por supuesto, no me hace desistir de mi proyecto. "El Congreso" —un Congreso ideal— comenzaría como una novela y terminaría como un cuento de hadas. Sería un libro en el que estarían implicados todos los anteriores míos, un libro nuevo, pero que resumiría y sería además la conciliación de todo lo que hasta ahora he escrito.
ANOTACIÓN
Jorge Luis Borges, Nueve Poemas, Ilustración de Santiago Cogorno
Buenos Aires, Ediciones "El Mangrullo", Impr. Francisco A. Colombo, 1955. Plaqueta.
Poeta es el hombre que logra una melodiosa expresión verbal de emociones genuinas o imaginadas; muchos poseen esta facultad y a veces ninguna otra. (Esto ya lo dijo en el Ion el Sócrates platónico.) Es evidente que yo no pertenezco a esa estirpe, y así estoy obligado a simular, mediante laboriosos procedimientos, la melodía (Poema del cuarto elemento, La noche cíclica) o a referir las circunstancias que produjeron tal o cual emoción (Llaneza, La noche que en el sur lo velaron, Mateo XXV, 30).
De las piezas de este cuaderno, El general Quiroga va en coche al muere, suerte de charra y agitada image d'Epinal, es quizá la más conocida. Otra importancia tiene el Poema conjetural que aspira a ser una dramatic lyric a la manera de los que forjó Robert Browning. Está hecho, como la Página para recordar al coronel Suárez, de historia pasada y presente. Los borradores del poema de Suárez datan de 1944; acontecimientos ulteriores me permitieron dar con el fin y hacer de este trabajo algo más que una inscripción piadosa.
Hacia 1953 intercalé este verso en "Luna de enfrente":
y el destino que acecha, tácito en el cuchillo.
En ese alejandrino está el origen del poema El puñal. Inferno I, 32 quiere ser una leyenda o una parábola.
Por las nueve heterogéneas composiciones elegidas para este libro, estoy dispuesto a que me juzguen como poeta.
Buenos Aires, 30 de agosto de 1955.
JORGE LUIS BORGES RECHAZÓ EL "SALARIO DEL MIEDO DE LA DICTADURA
Diario Crítica
Buenos Aires, sábado 1 de octubre de 1955
Cesante en su empleo de bibliotecario municipal, "prohibido" como conferenciante, acordonado de silencios resentidos de los pelafustanes de la pluma y los ganapanes de becas, prebendas y premios nacionales, Borges, buscador desinteresado del "porqué" de todo, preguntó por el de su odisea:
—Y se me respondió —nos cuenta ahora, recordando el absurdo— que por haber firmado mi adhesión a la candidatura Tamborini-Mosca; y que yo, además, era partidario de los aliados contra los nazis... Era profesor en el Colegio Libre de Estudios Superiores y también éste fue cerrado. Quedé sólo como profesor de la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, donde dicté cursos en español e inglés sobre literatura antigua anglosajona, y ahora he iniciado otro sobre Tomás de Quincey... Y me fui defendiendo económicamente como pude antes de aceptar el salario del miedo, que me ofrecieron, si me sometía, los jerarcas de aquel rebaño de "mentes de recambio".
Borges casi está agradecido a la larga conjura del odio a la inteligencia que soportó estos doce años, no como freno, sino como espuela para seguir adelante. [...]
—Creo que todos los argentinos tenemos hoy un solo deber primordial inexcusable —nos dice—: superar recelos y amnistiar rencores, para unirnos en la fe y la esperanza. En mí la alienta mucho, como indicio de acierto del gobierno libertador, el que se haya confiado a una preclara inteligencia perseguida, la de José Luis Romero, la restitución de la Universidad a su excelsa misión creadora de libertades. Recordemos el apólogo del Dragón y San Jorge... para no incurrir en "bizantinismos" funestos como los de los armenios de la leyenda: "—No nos adelantemos a ensalzar a San Jorge, decían unos, por el solo hecho de haber matado al Dragón". "Esperemos a ver qué hace con su espada fulgurante y victoriosa", susurraban los desconfiados. "¿Y si fuera otro Dragón, disfrazado de paladín matador de Dragones?" "Ahora que lo vemos muerto —gemían los proclives a la sentimentalidad ante el caído, aunque éste sea su verdugo—, no nos parece tan malo el pobrecito Dragón..."—. Yo no. Yo no me abroquelo de cautelas sobre si lloverá a la noche ante el hecho cierto de haber salido el sol esta mañana —concluye Borges, con hermosa confianza de hombre puro en la pureza de los otros hombres—. Yo creo en San Jorge y le estoy muy agradecido como argentino de que haya matado al Dragón.
FLAMANTE DIRECTOR DE LA BIBLIOTECA
Revista Propósitos
Buenos Aires, Año V, N° 704, 3 de noviembre de 1955
Entrevista de Rafael R. de Stefano
Hemos pedido para "Propósitos " una entrevista al escritor Jorge Luis Borges, flamante director de la primer biblioteca del país, la "Biblioteca Nacional". [...] La puerta del despacho se abre y Borges en persona, sin empaque alguno, nos invita con sencillez a pasar. Borges conquista rápidamente la simpatía. En sus movimientos hay una casi imperceptible vacilación. Su mirada se posa como si su espíritu estuviese en constante evasión. Su cabello lacio, ligeramente agrisado en las sienes, cae a veces sobre su frente en leve desorden. Sus manos subrayan inquietas alguna palabra, oscilantes y blandas.
El cronista, un poco distraído por el interés de observarlo le pregunta:
—"Propósitos" desea su opinión sobre la Universidad...
Borges se incorpora con alguna sorpresa:
—¿Sobre la Universidad?...
—Disculpe. En este momento estaba pensando en el Profesor Romero...
—Entonces a él le habrá preguntado acerca de la Biblioteca Nacional...
Borges ríe como ríe un hombre bueno. Ríe con toda la cara y sacudiendo los hombros. Por rara coincidencia en ese mismo momento el Interventor en la Universidad, profesor José Luis Romero decidía la incorporación de Jorge Luis Borges al cuerpo de profesores de la Universidad, por lógica gravitación de sus méritos intelectuales.
—Tenemos entendido que proyecta usted nuevos horarios de trabajo en la Biblioteca.
—Hemos decidido cambiarlos —contesta Borges— posiblemente desde el 15 de este mes. Estableceremos un horario que se extienda hasta la medianoche, analizando la situación geográfica de cada empleado para que no les ocasione contratiempos.
—Sería interesante —le decimos— que la Biblioteca funcionase los sábados, domingos y feriados, para la gente que está atada a su empleo, como creo que ocurre en otros países.
—Sería conveniente —afirma Borges— pero chocamos con la dificultad de la escasez de empleados. Sería necesaria una reestructuración completa. Más adelante estudiaremos ese problema.
—Usted sabe, Borges, que los lectores habituales siempre se han quejado de la lentitud con que se entrega el libro pedido.
—Consideraremos este inconveniente en primer término. Muchos problemas esperan solución. Hay secciones que desenvuelven su labor en lugares deficientes. Dedicaré la temporada estival a tratar de buscar soluciones a estas cuestiones.
—¿ Qué carácter tendrá la revista de la Biblioteca en lo sucesivo?
—Esa revista —responde Borges con visible interés— ha adquirido con el correr de los años un carácter de estricta erudición histórica, siendo su única función la de reimprimir documentos del archivo. Esto no es lógico, pues siendo la Biblioteca un conjunto de libros de toda clase de temas, no tiene por qué la revista especializarse en uno solo, ya se trate de historia, taxidermia o álgebra. Queremos darle un carácter más amplio y en sus páginas tendrá cabida toda expresión intelectual que se halle representada en la Biblioteca.
—Su fundador, Paul Groussac, le había dado matices humanistas.
—Así es. A eso volveremos en la medida necesaria.
—¿El caudal bibliográfico ha sufrido estancamiento?
—Si recordamos que uno de los lemas del régimen derrocado, fue el de "zapatillas sí, libros no", no podemos dudar de que así ha sido. En obras extranjeras fuera de las francesas hay una gran pobreza. Ya hemos puesto en marcha los medios de que disponemos para remediarlo.
—Veo que la Biblioteca Nacional quiere reivindicarse de tantos años de inercia.
—Indiscutiblemente. La Biblioteca no debe ser un ente pasivo sino por el contrario un cuerpo vivo cuyas manifestaciones no deben circunscribirse a la mera acción mecánica de pedido y entrega de libros. Pensamos organizar exposiciones, conferencias y cursos de extensión.
—De gran interés para estudiantes e intelectuales.
—No tenemos que limitarnos solamente a los intelectuales —expresa Borges con un gran sentido del problema de la cultura— esos cursos se dictarán en beneficio de la cultura popular.
—La Biblioteca, tal como la encontró no respondía a esas necesidades.
—No.
—¿Cree usted que la revolución influirá en la cultura?
—La revolución tiene que traer un renacimiento en nuestra cultura. No es un hecho exclusivamente político-militar. Es un proceso que se ha realizado en cada uno de nosotros; un proceso emocional. Los escritores tienen una magnífica oportunidad para dejar de retrotraerse a la figura del gaucho que no han tenido ocasión de analizar, o al ambiente del arrabal que no han vivido. Ahora viven instantes que cobrarán con el tiempo carácter de mito. Esto siempre sucede al margen del proceso histórico. Pueden alcanzar una literatura épica, y lo pueden lograr sin esfuerzo, espontáneamente, desde ya, los que tengan condiciones.
—Usted mismo no podrá sustraerse a ese impulso.
—Naturalmente —replica Borges— no podré. Laten en mí poemas de la Revolución que pronto saldrán a la luz. Están cercanos... los siento.
Aquí Borges se torna más íntimo, se recoge en sí mismo. Parecería escuchar la cercanía del poema. Murmura:
—Las epopeyas de Córdoba y Río Santiago no deben dejarse de atrapar poéticamente. Mis futuros cuentos aún cuando se desarrollen en Islandia tendrán un contacto imponderable, abstracto con los sucesos que hemos vivido. No pienso documentarme mucho. Si Homero lo hubiera hecho no sé si hubiera creado "La Ilíada".
ALFONSO REYES
México en la Cultura
México, N° 21, octubre-noviembre-diciembre de 1955
Rechacemos la tentación de pensar que todo le fue dado. Todo, porque como en la fábula de Mazeppa los aparentes disfavores son favores secretos y el hombre amarrado a un caballo que lo perderá en la estepa sin fin, va realmente a su reino. Fue así un favor para Alfonso Reyes haber nacido un poco a trasmano, en América, tierra que hereda las culturas occidentales, pero que no ha jurado devoción a ninguna de ellas. Otro favor fue que le tocara en suerte el español como lengua materna, ya que nadie, ni siquiera un nacionalista argentino, puede imaginar que esta lengua basta, y así Reyes debió adquirir el hábito de otras. También le fue dado el exilio, una de las armas de Joyce, que enseña que la patria es preciosa, como lo son las personas de nuestra familia, para nosotros, pero no tal vez para el universo. También a no dudarlo, la desventura, porque nadie es tan pobre que no la tenga y Reyes no iba a prescindir de este medio esencial.
Es evidente, sin embargo, que he enumerado condiciones, no causas; generaciones de hombres las recibieron y no supieron convertirlas en dones. Reyes es hoy el primer hombre de letras de nuestra América. No digo el primer ensayista, el primer narrador, el primer poeta; digo el primer hombre de letras, que es decir el primer escritor y el primer lector. Menos que un individuo, es ya un arquetipo. Amigo de Montaigne y de Goethe, de Stevenson y de Homero, nada hay que pueda equipararse a la delicada hospitalidad de su espíritu. Dos virtudes de México, el valor y la cortesía, están en su obra, esas virtudes cuya perdición en Florencia deploró Dante.
He conocido la dicha de conversar con Alfonso Reyes; hoy me consuela de la privación de ese diálogo el trato de sus libros.
Buenos Aires, 8 de diciembre de 1955.
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