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viernes, 10 de octubre de 2025

El cordel del dedo

 


[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

En nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio Berfinghieri, el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble (que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se enamoró de un joven llamado Roberto que largamente la había cortejado; y habiendo llegado a tener intimidad con él, y teniéndola menos discretamente porque sumamente le deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud la había puesto en guardar bien a aquella, y nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama; por la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque de ninguna manera podía estar con su Roberto.

Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar algún modo de estar con él, y siendo también muy solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse, pero que después dormía profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía profundamente. Y para sentir ella cuándo llegaba de manera que nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de que él no esperase. La cual cosa agradó a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió estar con ella y alguna no.

Por último, continuando con este artificio de esa manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, dio con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a sí mismo: «Por cierto que esto debe ser algún engaño».

Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo, y estuvo atento para ver qué quería decir esto. No mucho después vino Roberto, y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió que debía esperar; y así hizo.

Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aquel y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta de que era quien era, es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la espada y se volvió hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.

La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose y encontrándose cortado el cordel del dedo, al instante se dio cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio había corrido tras de Roberto, levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que le diera Arriguccio recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que no tendría razón de quejarse.

Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue de allí y, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose, comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido, sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando a la alcoba, airadamente comenzó a decir:

-¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te equivocas!

Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y cuando pudo menear las manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le dio que le marcó toda la cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala mujer. La criada lloraba mucho como quien tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que no podía distinguir que aquella fuese de otra mujer que la suya.

Apaleándola, pues, y cortándole los cabellos, como decimos, dijo:

-Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino que iré por tus hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego que vengan por ti y que hagan lo que crean que corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa ten por cierto que no estarás nunca más.

Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él solo. Cuando doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había ido, abrió la alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba, donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la arregló toda y la puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado allí esa noche, y volvió a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si todavía no se hubiese acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba aquello.

Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que le sintieron y abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender las luces vinieron a su encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo último que encontrado y hecho había, se lo contó; y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso en las manos, añadiendo que viniesen por ella y que le hiciesen lo que creyeran que correspondía a su honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.

Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con intención de jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver ni saber nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con ella y haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido aquello porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde pequeñita, y muchas otras cosas semejantes.

Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro, comenzaron a subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:

-¿Quién anda ahí?

A quien uno de los hermanos repuso:

-Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.

Dijo entonces doña Sismonda:

-¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame!

Y poniéndose en pie, dijo:

-Hermanos míos, bienvenidos; ¿qué andan buscando a esta hora los tres aquí dentro?

Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había dicho que la había dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu de su ira, y le preguntaron cómo había sido aquello de lo que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.

La mujer dijo:

-No sé qué deba decirles, ni de qué tenga que haberse quejado de mí Arriguccio.

Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado, acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos en la cara y la había arañado y le había hecho todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y de todo.

La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:

-¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.

Arriguccio comenzó a decir:

-¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos golpes y cortado los cabellos?

La mujer repuso:

-En esta casa no te acostaste anoche tú, pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y vengamos a lo que dices que me pegaste y cortaste los cabellos. A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay aquí y tú también, fíjense en mí, si en todo el cuerpo tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que, por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.

Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía, sino enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a decirle a Arriguccio:

-¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste a decir que habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.

Arriguccio estaba como quien soñase, y quería hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar no era así, no se atrevía a decir nada.

La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:

-Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que les cuente sus miserias y su maldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que les ha contado le haya pasado, y oigan cómo. Este hombre de pro, a quien por mi mal me dieron por mujer, que se dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que un religioso y más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no vaya emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con aquella enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el amanecer esperándolo de la manera que me han encontrado. Estoy segura de que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías que dice, y por último volvió a ella y le pegó y le cortó los cabellos; y no habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía, que estas cosas me las había hecho a mí; y si se fijan bien en su cara, todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se lo tomen en cuenta más que como a un borracho; y que como yo lo perdono lo perdonen ustedes también.

Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a alborotarse y a decir:

-Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse sino que debía matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un comerciantucho en heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas vestidos de pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en cuanto tienen tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, que tan honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un pedazo de pan; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a medianoche que eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se le haría un escarmiento que lo pudriese.

Y volviéndose a sus hijos, dijo:

-Hijos, bien les decía yo que esto no podía ser. ¿Han oído cómo este cuñado trata a la hermana de ustedes, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto? Que, si yo fuese ustedes, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza!

Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas, volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que nunca se le han dicho a ningún malvado, y por último dijeron:

-Te perdonamos esta porque estás borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí en adelante no oigamos más noticias de estas, que si alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la pagarás por esta y por aquella.

Y dicho esto, se fueron.

Arriguccio, que se quedó como estúpido, no sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si lo había soñado, sin decir una palabra más dejó a su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca más.

FIN


Séptima Jornada, Narración octava,
El decamerón, 1353

LA MALDICIÓN DE LA CASA SOLARIEGA .-John Flanders


LA MALDICIÓN DE LA CASA SOLARIEGA

 

John Flanders

 

Los viejos londinenses que quieren mandarle a uno al diablo cortésmente, dicen:

-¡Váyase a Berdmonsey!

Con una parte de la población de Kent, de Surrey y de Middlesex, las gentes de Berdmonsey forman la clase estúpida de Londres. Se caracterizan por una gran facilidad para la resignación.

-No somos malos, pero tenéis que aceptarnos tal como somos -declaran, sonriendo de un modo que obliga a perdonarles su falta de seso.

También Horace Hyslop era un pobre imbécil. No sólo porque había nacido en aquel barrio, porque vivía en él y pensaba acabar en él sus días, sino sobre todo porque era un solterón impenitente. Y ello a pesar de las rubias de ojos azules de Berdmonsey, muchachas que sin duda no brillaban tampoco por su inteligencia, pero que eran bonitas.

Para dirigirse desde la Abbey Street a Dockhead hay que atravesar todo un laberinto de callejones de muy mala fama. En una de ellas tenía su tienda de comestible Horace Hyslop.

Era una tienda sin pretensiones, pero en ella podía adquirirse a precios razonables todo lo que era útil o comestible: salmón salado o cordones de zapatos, bizcochos azucarados o pinceles de todas clases, papel matamoscas u hojas de afeitar baratas…

Cuando empieza esta sombría historia, M. Horace había sobrepasado ampliamente el medio siglo. Sus cabellos adquirían el color del viejo pergamino, y unos filamentos blancos como la nieve plateaban ya su barba. Tenía los ojos bondadosos de un fiel setter escocés y una nariz achatada, cuyo color rojizo daba lugar a unas declaraciones escépticas acerca de la sobriedad de su propietario.

Sin embargo, aquellas acusaciones no podían ser más injustas, ya que M. Hyslop sólo tomaba, por la noche, un modesto ponche compuesto de azúcar, mucha agua caliente y muy poco ron.

Una vez por semana, no obstante, se permitía un pequeño extraordinario en el figón de Abe Grummer, donde los diversos platos y bebidas eran alabados por medio de versos perfectamente rimados, como:

«Hasta los niños de teta conocen nuestras croquetas.»

O:

«En casa de Abe, en la esquina, el mejor vino se empina.»

Al morir, su padre Dave le había legado la tienda y un sólido capital amasado chelín a chelín, penique a penique. Pero M. Horace había heredado también de él su aversión a las viudas y a las solteronas, ya que la amada esposa del difunto M. Hyslop no había hecho nunca la vida fácil ni agradable a su marido.

Pero lo que el difunto no pudo desarraigar de su hijo fue su pasión por la lectura. Una pasión insensata la que experimentaba el joven Horacio, ya que la biblioteca Richards de la Tanner Street exigía dos peniques por semana por un volumen prestado, un gasto que cualquiera podía abstenerse de hacer en Berdmonsey.

Por la noche, después de haber cerrado la tienda y atrancado puertas y ventanas, M. Horace se retiraba a su estrecha cocina, atiborraba su pipa con uno de esos tabacos baratos de Kent, preparaba su modesto ponche y se ponía a leer unas obras cuyos títulos le prometían unas horas emocionantes: El Secreto de la Tumba, El Castillo de la Luna sangrienta, etc.

He aquí todo lo que hubiera podido contar sobre M. Horace Hyslop el más sabio de los historiadores de Berdmonsey.

No hay mucho que decir a propósito de su casa, excepto que la tienda no era muy grande -aunque atestada de mercancías como puede estarlo de comida el estómago de un avestruz-, que un estridente timbre estaba fijado en la puerta de entrada y que, en cuanto caía la noche, se encendía en el establecimiento una pequeña lámpara que proyectaba una claridad mortecina.

En la cocina, que servía también de trastienda, la calefacción quedaba asegurada por una pequeña estufa avarienta y la iluminación por un mechero de gas que suscitaba en las paredes mil sombras demenciales. Al fondo, en el rincón de la izquierda, una empinada escalera de caracol conducía al insalubre dormitorio del dueño de la casa.

-Exiguo, aunque suficientemente espacioso para vivir con una honorable esposa -murmuraban con aire decepcionado las damas de Berdmonsey que aspiraban al matrimonio.

Una noche de otoño húmeda y fría, en el preciso instante en que el tendero se disponía a cerrar el establecimiento, entró una mujer y pidió azúcar cande.

M. Horace no la había visto nunca. Pensando que podía convertirse en una nueva cliente, omitió el ejercer la habitual e indelicada presión sobre la balanza. La mujer recibió así una onza de azúcar más de lo que M. Horace solía entregar por una libra.

Con su abrigo negro y ajustado y su pequeño gorro de piel adornado con una pluma, la desconocida estaba muy elegante.

Pagó y salió de la tienda dando las buenas noches con una voz seca y, no obstante, melodiosa.

Aquella noche, M. Horace sorbió su ponche como de costumbre, pero soltó un momento Las Aventuras del Pirata Enmascarado para pensar en la enigmática desconocida.

-¡Tiene unos ojos inmensos! -se dijo-. ¡Y una extraña palidez!

Al día siguiente, la bruma del crepúsculo corría por las sinuosas callejas de Berdmonsey cuando la desconocida reapareció y compró media libra de bizcochos al jengibre y otros tantos macarrones.

-¿La señora vive en el barrio? -inquirió M. Horace.

Ella respondió negativamente y se marchó. En el umbral de la puerta se detuvo, volvió la cabeza y dijo:

-Buenas noches, M. Hyslop.

-¡Sabe mi nombre! -murmuró M. Horace, alzando los ojos hacia el mechero de gas-. En realidad, no tiene nada de sorprendente. Lo habrá leído en el letrero de la calle.

En voz más baja, añadió:

-¡Tiene unos dientes blanquísimos! ¡Y la tela de su abrigo es de una calidad superior!

No volvió a verla hasta al cabo de tres días. La desconocida se presentó a la misma hora y pidió dos onzas de queso y la misma cantidad de higos secos.

Fue el momento que escogió Betty Bleacher para entrar y pedir manteca de cerdo, sal y café.

La misteriosa desconocida depositó el importe de su compra sobre el mostrador y salió.

-¡Betty! -exclamó M. Horace, despechado-. Pudo usted aguardar un momento a que hubiera terminado de servir a esta dama. Ni siquiera he podido envolver adecuadamente sus mercancías.

Betty le miró con unos ojos redondos como platos.

-¿Qué dama? -inquirió, asombrada-. Yo no he visto a nadie. ¡Creo, mi querido Horace, que ha apurado usted ya su ponche vespertino!

La señorita Bleacher había tendido numerosos anzuelos con la esperanza de atrapar a M. Hyslop, pero sin duda los había provisto de cebos poco apetitosos, ya que todos sus esfuerzos habían resultado inútiles.

-¡Vieja loca! -gruñó M. Horace, cuyos pensamientos se volvieron inmediatamente hacia la dama vestida de negro-. ¡Qué mujer tan hermosa! -suspiró-. ¡Y tan elegante! Demasiado hermosa y elegante para vivir en estos alrededores.

No sabía que desde hacía unas noches los perros vagabundos de Berdmonsey se regalaban con azúcar cande, con bizcochos al jengibre, con macarrones, con queso y con higos secos, que una mano desenvuelta dejaba caer en las callejas del barrio.

Había cerrado ya puertas y ventanas cuando llamaron.

Fuera, el tiempo era tormentoso. El abrigo negro de la dama brillaba con mil gotas de lluvia.

-¿No quiere usted calentarse un momento junto a la estufa? -se arriesgó M. Horace.

Ella aceptó sentarse, pero en cambio rechazó el humeante ponche que le era ofrecido; permaneció inmóvil y silenciosa al lado de la estufa.

-Un tiempo asqueroso, ¿verdad? -dijo M. Hyslop-. No me extrañaría que nevara.

Ella inclinó la cabeza en señal de asentimiento, se puso en pie, le entregó un chelín por el paquete de chocolate que había comprado y luego desapareció en la tenebrosa calleja, cuyos dos únicos faroles había apagado el viento, como si se tratara de dos vulgares velas.

Un poco más tarde, tres perros famélicos se disputaban unas pastillas de chocolate caídas sobre el fango.

M. Hyslop continuaba ignorando este último detalle. Pero ahora la dama se presentaba cada noche, pedía alguna cosa, pagaba religiosamente su cuenta y se sentaba unos instantes cerca de la estufa avarienta, ya que el tiempo seguía siendo áspero y brumoso.

-¿Qué es lo que quiere de mí, en realidad? -se preguntaba M. Horace-. Apenas me dirige la palabra y, sin embargo, me da la impresión de que aquí se siente como en su casa. ¡De todos modos, no puede negarse que es hermosa y elegante!

Apenas se asombró cuando ella le dijo, una vez:

-Después de tanto tiempo, tendríamos que pensar en casarnos, Horace.

Y, como subyugado, M. Hyslop respondió:

-Sí.

Entonces se enteró de su nombre. Se llamaba Elfrida. Elfrida Smith.

Se unieron una mañana, muy temprano, en una pequeña capilla de la Green Street.

No era aún de día, y el clérigo tuvo que encender un cirio para poder leer un fragmento de la Biblia.

M. Hyslop le entregó la licencia de matrimonio, y su esposa le pagó la suma de quince chelines.

-¿Volvemos a casa? -inquirió M. Horace.

-A casa, sí -respondió ella-, pero a la mía.

-¡Ah! ¿Dónde vives, Elfrida?

-En el Middlesex -dijo ella, deteniendo con la mano un taxi que pasaba.

M. Horace la siguió, dócil como un cordero. Hubiera querido hacerle más preguntas, pero no pudo: su lengua estaba como atacada de parálisis.

En la estación de Paddington subieron a un tren que silbaba ya anunciando su próxima salida. El viaje fue relativamente corto.

La última estación que sobrepasaron antes de apearse fue la Yeading.

Abandonaron el tren en un lugar sórdido y desagradable; un viejo vagón en desuso servía a la vez de despacho y de sala de espera.

El encargado de recoger los billetes parecía desempeñar también las funciones de guardabarrera, de farolero y de jefe de estación.

-Buenas tardes, caballero -le dijo a M. Hyslop-. Un tiempo de perros, ¿verdad?

«¡Qué descortés! -pensó M. Horace, mientras el hombre se retiraba apresuradamente a su garita-. Ni siquiera ha saludado a mi esposa.»

Ésta seguía ya con paso rápido un angosto camino que serpenteaba entre unas tierras de barbecho y una enmarañada maleza.

-¿No hay modo de obtener un vehículo, querida? -preguntó M. Horace, visiblemente preocupado por su abrigo negro y su reluciente sombrero de copa, cada vez más empapados.

-No vamos muy lejos -dijo ella.

Bordearon todavía un bosquecillo cuyos árboles estaban atestados de graznantes cornejas. Luego alcanzaron una verja desarticulada y completamente oxidada, que emitió un espantoso chirrido cuando Elfrida la abrió, sin esfuerzo aparente.

-He aquí mi casa -dijo ella súbitamente.

M. Hyslop apenas daba crédito a sus ojos.

-¡Pero, es un castillo! -exclamó

-Un castillo, en efecto.

«Ya me parecía a mí que era una gran dama -pensó el tendero-. Pero, un castillo…»

En realidad se trataba de una casa solariega espantosa y desagradable, casi en ruinas. Los amorcillos crecían en abundancia al pie de las murallas que ocultaban su decrepitud bajo una espesa capa de musgo gris y fangoso. Un ambiente de tristeza invadía los alrededores.

-Los criados no están enterados de nuestra llegada -declaró Mme. Hyslop-. Entraremos por una de las puertas laterales.

Precedió a M. Horace en un pasadizo estrecho y oscuro, que olía a humedad y a madera podrida. Treparon por una oscura escalera que crujía y gemía bajo sus pasos, y desembocaron finalmente en un espacioso vestíbulo.

En un amplio hogar ardían unos troncos. M. Hyslop tuvo por un instante la sensación de que se habían encendido en el preciso momento en que ellos penetraban en la estancia, pero aquello había sido una simple ilusión, naturalmente. No obstante, aquel fuego no desprendía ningún calor. Un aire frío y húmedo flotaba en la inmensa sala.

En el centro se alzaba una gran mesa de ébano, rodeada de altos sillones de cuero.

-Sentaos -dijo Mme. Elfrida-. Voy a llamar al mayordomo para que prepare la cena. Pero antes permitidme que os sirva un poco de vino.

Sacó de una rinconera una panzuda botella y un vaso de fino cristal.

-¡Delicioso! -opinó M. Horace-. ¡Nunca lo había bebido mejor!

En su tienda vendía una especie de clarete al que bautizaba sucesivamente con los nombres de Mâcom, San Emilio o San Esteban, pero se preguntó inútilmente con qué nombre habría podido bautizar aquel excelente vinillo.

-¿Es oporto? -inquirió.

-Amontillado.

-¡Ah! Tendré que comprar de este amontillado -dijo M. Horace, vaciando su segundo vaso.

Paseó la mirada a través de la sala y la detuvo finalmente sobre un gran retrato que colgaba de la pared, al lado del hogar.

El retrato representaba a un hombre vestido a la antigua, con una especie de miriñaque, un ajustado chaleco con galones plateados y una gorguera de encaje.

El personaje tenía una cabellera rizada, una nariz aguileña y unos ojos melancólicos.

-¡Bien, bien! -exclamó M. Hyslop, que había vaciado ya la mitad de su tercer vaso-. Si la vista no me engaña, ese elegante personaje tiene un raro parecido conmigo… ¿No os parece?

-Es Sir Horacc Crofton -dijo Mme. Hyslop.

-¿Y se llama también Horace? ¡Que divertido! Servidme un poco más de este exquisito vino, querida. Decíais, pues, que se llamaba Sir Horace…

-Crofton. Le ahorcaron en Tyburn, el año 1663.

-¡Ahorcado! -exclamó el tendero-. ¡Pobre muchacho! ¿Y por qué motivo?

-Por el asesinato de su esposa, que está allí.

Señaló con el dedo otro retrato, colgado en la pared de enfrente.

-Lady Elfrida Crofton -añadió.

-Elfrida, ¿eh? ¡Extraordinario! ¡Realmente curioso! Pero, ¿son los efectos del vino o los de la luz crepuscular? ¡Podría jurarse que habéis servido de modelo al artista que pintó ese retrato!

-Sir Horace Crofton mezcló veneno con el vino de su esposa -continuó Elfrida-, y ella murió en la flor de su juventud.

-¡Espantoso! -dijo M. Horace, estremeciéndose-. Yo también conocí a un hombre que estuvo a punto de ser ahorcado. Se llamaba Bram Mudd. Le acusaban de haber administrado a su esposa una buena dosis de matarratas. Pero en el último momento se descubrió su inocencia.

El vino empezaba a subírsele peligrosamente a la cabeza. Súbitamente quedó como sumergido en una leve bruma.

-Un poco más de amontillado -balbució.

Pero su esposa no estaba sentada ya a la mesa. Creyó verla de pie contra la pared. M. Horace se levantó trabajosamente y se dirigió hacia ella, con paso titubeante.

-Amor mío… Casi había olvidado que estamos casados… Y ni siquiera he recibido un beso…

Se precipitó con los brazos extendidos hacia la pared, contra la cual chocó violentamente.

Había tomado por su esposa al retrato de Lady Crofton.

-¡Elfrida!

-¡Ah, ah, ah! -le respondió el eco.

Vio el cordón de una campanilla que colgaba de la pared. Tiró de él con una mano húmeda, pero la cuerda estaba podrida y quedó entre sus dedos, sin que hubiera resonado ningún campanillazo en la mansión. El fuego estaba apagado, en el hogar sólo quedaban unas cenizas negras y frías.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, M. Hyslop empezó a luchar contra los efectos embrujadores y diabólicos del vino. Se repuso lo suficiente como para arriesgarse a abandonar la sala y a visitar el castillo.

En el curso de aquella visita su asombro se acrecentó sin cesar, hasta convertirse en horror. Doquiera que dirigía sus pasos sólo encontraba estancias vacías y desiertas, techos decrépitos, escaleras en ruinas, muros cuarteados.

En vano trató de regresar al vestíbulo de los retratos, donde había bebido el amontillado.

-Y, sin embargo -gimió-, me he casado con ella. Esta misma mañana… ¡Oh, ese maldito vino!

Y, de repente, las tinieblas se espesaron a su alrededor.

Dándose cuenta de que la tienda llevaba algún tiempo cerrada, los vecinos avisaron a la policía, la cual descerrajó la puerta.

Horace Hyslop estaba colgado del sólido brazo del mechero de gas.

La muerte debía remontarse a varios días, ya que en la trastienda flotaba un espantoso olor a cadáver.

-¡Estaba loco! -exclamó el hombre que había acompañado a la fuerza pública al interior de la casa-. Tenía que estar loco para disfrazarse así.

En efecto, M. Hyslop llevaba una especie de miriñaque, un ajustado chaleco con galones plateados y una gorguera de encaje.

-Lleva encima más de cien libras de telas finas y metales preciosos -dijo uno de los agentes-. ¿Por qué se ha suicidado, pues?

-No se trata de un suicidio -declaró el inspector encargado de la investigación-. ¿Cómo hubiera podido atarse de ese modo, sin la ayuda de nadie?

Mientras pronunciaba aquellas palabras, señaló las cuerdas que apretaban fuertemente los brazos y las piernas del muerto.

-¡Qué coincidencia! -continuó el inspector-. Así es como antaño el verdugo de Tyburn ataba a los criminales para conducirlos a la horca. Incluso los nudos son iguales que los que se hacían en aquella época. En todo caso, esto sólo puede ser obra de un maníaco perfectamente enterado de cómo se llevaban a cabo los ajusticiamientos en los siglos pasados.

Las ruinas del castillo de Crofton no han vuelto a recibir, desde hace años, la visita de los derechohabientes que huyen como de la peste de la casa solariega maldita.

En la antigua sala de honor continúan tal cual los retratos de Sir Horace Crofton y de su esposa Lady Elfrida.

A la luz amarillenta del crepúsculo, los dos personajes se miran fijamente con sus ojos muertos, en los cuales, no obstante, brillan aún el enojo, el odio y la desesperación.

 

FIN

 


 

María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz 2025

 


María Corina Machado, la líder opositora venezolana, ha sido elegida como ganador del Premio Nobel de la Paz 2025. Este año ha estado marcado por la brutal guerra en Gaza y Oriente Medio, pero también los fracasados intentos de una paz en Ucrania o las miles de violaciones de derechos humanos en Sudán. Ha sido, sin embargo, la lucha política de Machado contra Nicolás Maduro lo que ha sido reconocido por el comité de los Nobel.

El comité noruego del Nobel —formado por cinco selectos miembros elegidos por el parlamento del país— ha anunciado el ganador de los Nobel más polémicos este viernes a las 11.00 en Oslo.

María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz 2025

Un hombre en busca de su Nobel: Trump se apunta ya "siete guerras resueltas" para su mayor obsesión

A. Alamillos

Según el deseo de Alfred Nobel, creador de los premios, el Nobel de la Paz debe reconocer a quienes hayan contribuido "a la eliminación o reducción de armamento, al hermanamiento de los pueblos y contribuir a la paz en el último año". Una instrucción que con el tiempo ha sido interpretada de manera más abierta, apuntalando, entre otras, la nominación de Greta Thunberg u organizaciones internacionales, como el ganador del Premio Nobel de la Paz de 2020, el Programa Mundial de Alimentos, o incluso activistas más alejados del escrutinio de la historia, como Nihon Hidankyo, organización japonesa activista por la abolición de las armas nucleares, Premio Nobel de la Paz 2024.

Por su alto componente político, el Nobel de la Paz es especialmente polémico, con ganadores como el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed Ali, que pocos años después se vio inmerso en una guerra civil contra los rebeldes de la región del Tigray y sobre el que incluso pesan acusaciones de genocidio y limpieza étnica, la birmana Aung San Suu Kyi, que pasó de activista a ignorar —o incluso justificar— las desdichas de la minoría rohingya en su país, o Barack Obama.

A lo largo de su historia, y quizá para intentar alejarse de la polémica, el Nobel de la Paz se ha entregado también a reconocidos activistas, como Desmond Tutu, Andrei Sajarov o Teresa de Calcuta. En 2023, la ganadora del Premio Nobel de la Paz fue Narges Mohammadi, activista iraní proderechos de la mujer, mientras que en 2022 el premio recayó en activistas ucranianos, bielorrusos y rusos, en un año fuertemente marcado por la invasión rusa de Ucrania.

La inclusión de activistas entre los galardonados por el Premio Nobel de la Paz —una decisión que ya de por sí trajo cierto debate por el cambio de rumbo en lo que se había entendido siempre como la intención original de Nobel— comenzó en 1952, cuando el ganador fue Albert Schweitzer, fundador de un hospital en Gabón. Posteriormente, se han dado también a organizaciones, como el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (Acnur), o, incluso, activistas medioambientales, como en 2004 a la keniana Wangari Maathai o —compartido— al exvicepresidente estadounidense Al Gore en 2007, por sus "esfuerzos en propagar el conocimiento sobre el cambio climático creado por el hombre".

El Premio Nobel de la Paz incluye este año un monto de 11 millones de coronas suecas, unos 947.413 euros. Según el Instituto del Nobel, este año han sido nominadas 338 candidaturas, de las cuales son 244 personas individuales y 94, organizaciones, pero no se conocerá la lista completa hasta dentro de 50 años. La fecha límite para la presentación de nominaciones al Premio Nobel de la Paz de 2025 fue el 31 de enero (quizá motivo para las prisas de Trump de conseguir una tregua inicial en Gaza o arreglar la guerra de Ucrania "en 10 días"). Los miembros del Comité Noruego del Nobel podrán añadir más nombres a la lista durante su primera reunión, que este año se celebró el 28 de febrero.

María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz 2025

La higuera

 


[Poema - Texto completo.]

Juana de Ibarbourou

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos:
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se visten…

Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
«Es la higuera el más bello
de los árboles en el huerto».

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo, le cuente:
¡Hoy a mí me dijeron hermosa!