La multitud cacareante había formado
círculo alrededor de una cosa espantosa, cubierta con un grasiento trozo de
lienzo.
Las miradas se fijaron un instante en la
forma humana que podía adivinarse bajo el sucio embozo, y luego se alzaron
hacia el piso superior de un triste inmueble, cuya destartalada fachada
mostraba un cartel de «Por alquilar» en descomposición.
-¡Mirad, la ventana está abierta! ¡Ha
caído de allí!
-¡Ha caído… o ha saltado!
El amanecer era desapacible, y algunos
faroles ardían aún aquí y allá. La multitud se componía principalmente de
personas que tenían que levantarse muy temprano para acudir a la fábrica o a la
oficina. A pesar de que desembocaba en Cornhill, la calle no era muy animada;
transcurrió bastante tiempo antes de que los bobbies descubrieran el cadáver,
que permanecería allí, en su ridicula postura de muñeco desarticulado, hasta
que llegara el comisario. Éste no tardó en aparecer por la acera contraria,
acompañado por un joven de rostro inteligente.
El comisario era bajito y tripudo, y no
parecía haberse despertado aún del todo.
-¿Accidente, asesinato, suicidio? ¿Cuál
es su opinión, inspector White?
-Es posible que se trate de un asesinato.
De un suicidio, tal vez, aunque el motivo no está demasiado claro.
-Para mí es un caso sin importancia
-afirmó lacónicamente el comisario-. ¿Conocía usted al muerto?
-Sí, se llamaba Bascrop. Soltero y
bastante rico, vivía como un ermitaño -respondió White, el cual se esforzaba en
adoptar el tono seco de su implacable superior.
-¿Vivía en esta casa?
-Desde luego que no, ya que está por
alquilar.
-En tal caso, ¿Qué hacía en ella?
-Este inmueble le pertenecía.
-¡Ah! Bien, será una encuesta sin
importancia, inspector White. No creo que le ocupe mucho tiempo.
Cuando el jurado hubo descartado la
eventualidad del asesinato, White reanudó la investigación por su cuenta. Nada
permitía, en efecto, excluir la posibilidad de que se tratara de un crimen.
El joven oficial de la policía había
quedado particularmente impresionado por la expresión de indescriptible
angustia que había conservado, en la muerte, el rostro del poco sociable
Bascrop.
Había entrado en la casa vacía, había
subido la escalera hasta el tercer piso y había entrado finalmente en la
habitación misteriosa, cuya ventana había quedado abierta. Al pasar, había
observado que todas las habitaciones estaban completamente desprovistas de
muebles. En aquella, de todos modos, había varios objetos de aspecto mísero:
una silla destartalada y una mesa de madera blanca. Sobre esta última se erguía
una vela, que una corriente de aire debió apagar, poco después del drama.
Una capa de polvo cubría la mesa, que
sólo estaba limpia en tres lugares. En efecto, el polvo llevaba las marcas de
dos pequeños círculos y de un rectángulo completamente regular. White no tuvo
que reflexionar mucho para descubrir la causa.
-Bascrop -se dijo- se sentó a leer a la
luz de la vela. En el lugar de aquel rectángulo debía encontrarse el libro; en
cuanto a los dos círculos, sin duda fueron formados por los codos del difunto.
Pero, ¿Dónde está el libro en cuestión? Nadie más que yo ha entrado en esta
casa, después de la muerte del propietario. Por lo tanto, el desdichado lo
tenía seguramente en la mano en el momento de su caída.
White continuó su razonamiento. Por un
lado, la calle desembocaba en Cornhill, efectivamente; pero, por el otro
extremo, iba a parar a un laberinto de callejones de muy mala fama. En la
mayoría de las puertas podía leerse esta inscripción trazada con tiza: «Llamar
a las cuatro».
En los alrededores, pues, tenía que vivir
un vigilante nocturno, y era posible que aquel hombre supiera algo.
El vigilante nocturno era un viejo sucio
y repugnante que olía a alcohol a la legua y que recibió a White con evidente
desagrado.
-No sé nada, absolutamente nada. Me
contaron que un hombre cansado de la vida saltó desde el tercer piso. Son cosas
que pasan.
-¡Vamos! -dijo secamente White-.
Entrégueme el libro que encontró cerca del cadáver, si no quiere verse
complicado en un asesinato.
-Encontrar no es robar -se burló el
viejo-. Y, por otra parte, yo no estuve allí.
-¡Cuidado! -amenazó White-. Ese libro
puede ser el principio de una cuerda que acabe alrededor de su cuello…
El viejo vaciló unos instantes y terminó
por murmurar, de mala gana:
-Bueno, ese libro podría valer un chelín.
-¡Aquí tiene su chelín!
Así fue cómo White consiguió entrar en
posesión del libro que buscaba.
* * *
-¡Un libro de magia, y que data del siglo
XVI! -gruñó el inspector-. En aquella época, los verdugos no dejaban de quemar
esta clase de obras, y hacían perfectamente.
Empezó a hojearlo lentamente. Una página
doblada por uno de sus extremos llamó su atención. Se puso a leer con creciente
interés. Cuando hubo terminado, su rostro tenía una grave expresión.
-¿Por qué no habría de intentarlo también
yo? -murmuró.
Poco antes de medianoche se dirigió a la
calle desierta, empujó la puerta de la siniestra mansión y trepó por la
escalera en medio de las tinieblas.
La oscuridad no era absoluta: una luna
llena barría el cielo con sus rayos fríos y enviaba suficiente claridad a
través de los cristales polvorientos de las ventanas.
Al llegar a la habitación del drama,
White encendió la vela, ocupó el lugar de Bascrop y abrió el libro por la
página previamente señalada. En ella podía leerse:
«Encended la vela a las doce menos cuarto
de la noche y leed la fórmula en voz alta».
Se trataba de un texto en prosa, muy
oscuro, del cual el inspector no comprendía nada. Pero cuando hubo terminado la
lectura y tosió ligeramente para aclararse la garganta, oyó que el reloj de un
campanario daba las doce campanadas fatídicas.
White levantó la cabeza y profirió un
espantoso grito de horror.
* * *
White no ha podido describir nunca con
precisión lo que vio en aquel momento. Hoy, todavía, duda de haber visto
realmente algo. Sin embargo, había experimentado la sensación de ver avanzar
hacia él a un ser sombrío y amenazador, que le obligó a retroceder hacia la
ventana.
Un miedo indecible inundó su corazón.
Pensaba que tenía que abrir aquella ventana, que tenía que continuar batiéndose
en retirada, y que finalmente se arrojaría a la calle para ir a estrellarse
contra el pavimento, tres pisos más abajo. Una fuerza invisible le impulsaba a
hacerlo.
Su voluntad le abandonaba, se daba
perfecta cuenta. Pero una especie de instinto -el del policía que tiene que
luchar por su vida- permanecía despierto en él. Un esfuerzo sobrehumano le
permitió apoderarse de su revólver. Apelando a todas las fuerzas de que podía
disponer aún, consiguió apuntar el arma sobre la sombra misteriosa y apretar el
gatillo.
Una seca detonación desgarró el silencio
nocturno, y la vela voló en pedazos.
White perdió el conocimiento.
* * *
El médico que estaba a la cabecera de su
lecho cuando se despertó, sacudió la cabeza, sonriendo:
-¡Bien, amigo mío! -exclamó-. Nunca había
oído decir que pudiera derribarse al diablo por medio de un simple revólver. Y,
sin embargo, eso es lo que hizo usted.
-¡El diablo! -balbució el inspector.
-Mi joven amigo, si no hubiera alcanzado
usted la vela con aquel disparo, no cabe duda de que su final hubiera sido el
mismo que el del desdichado Bascrop. Ya que el nudo del misterio era la vela,
precisamente. Su antigüedad se remonta a cuatro siglos, como mínimo, y fue
fabricada con una cera empapada en alguna materia volátil terrible, cuya
fórmula poseían los brujos de la época. La longitud del texto mágico a leer
estaba calculada de tal modo que la vela tuviera que arder durante un cuarto de
hora, lo cual es más que suficiente para que toda una habitación se llene de un
gas peligroso, destinado a emponzoñar el cerebro humano y a despertar en la
víctima la obsesionante idea del suicidio. Confieso que esto no es más que una
suposición, aunque no creo que se aparte mucho de la realidad.
White no sentía el menor deseo de
entablar una discusión sobre la materia. Por otra parte, ¿Qué otra hipótesis
hubiese podido emitir? A menos que… No, era preferible no pensar más en aquel
asunto.
FIN