LA HERENCIA
Don
Martín Salazar, como todo anciano, al finalizar la tarde se dirigía durante
todos los días a su oficina, acompañado y sostenido por su viejo bastón de
huayacán tallado; su caminar lento daba muestra de que su cuerpo estaba ya
cansado de llevar encima los largos años de su vida.
Don
Martín, desde muy joven, se sometió a los más pesados trabajos en el campo,
empezando como cuadrillero de caballería, hasta llegar a ser uno de los más
prósperos hacendados de la región.
Cuando
aún no conocía la opulencia económica, conoció a María, la mujer con la cual se
casó y llegó a tener cuatro hijos. Justamente, cuando esperaba a que naciese el
quinto, el destino cortó la felicidad de Martín, pues María inevitablemente se
moría.
El
último adiós fue un suspiro acompañado de un apretón de manos, mientras don
Martín lloraba, sin importarle cuántas personas lo miraran con compasión. El
ejemplar matrimonio se disolvía. Don Martín suplicante imploraba con dolor al
divino creador.
-Llévame
también a mí, mi vida sin María no es vida -lloraba como un niño-. El consuelo
de los demás no era suficiente para calmar ese hondo dolor, y todo el pueblo lo
miraba resignado sin poder hacer nada.
En
este momento se allegó a él doña Pascuala, una vieja sincera, sin pelos en la
lengua, y más impositiva que la palabra.
-Martín,
escúchame. Vos sabés que lo bueno no dura, vos sos joven y con mucho dinero,
podés buscarte una buena moza joven y del lugar.
-No -decía
Martín-. Amor como el de María no encontraría ni acá, ni en la otra vida.
Con
el tiempo, los conocidos de Martín contemplaban con lástima como ese hecho lo
fue consumiendo por un largo tiempo.
Cuando
Martín salía por las mañanas a contemplar el sol, agarraba una flor y
conversaba con ella, la apegaba a su nariz y la besaba como si fuera su propia
María. Al ver ese hecho, la gente que pasaba lo miraba y lo miraba, cuidando
con esmero el viejo jardín.
Las
habladurías no cesaban. Unos decían que Martín estaba loco, otros murmuraban
que en su casa conversaba solo. Pero Martín no era ni lo uno ni lo otro, él se
detenía por las noches a contemplar la luna para ver sonreír a María.
Ella
se murió justo cuando todo empezaba a florecer, y lo que la gente no sabía, era
que desde el día de ese cruel incidente, Martín, en un esfuerzo, y mirando a
sus cuatro hijos aún pequeños, se convirtió desde ese día en padre y madre de
los cuatro pelaos.
Así,
durante todos esos años de orfandad, parecía que desde el cielo lo alentaba su
amada María.
Martín
progresaba rápido y con grandes éxitos en su trabajo y en su negocio, con
clientela de todos los lados del país; le llegaban grandes pedidos sobre su
mercadería y productos. Eran los más cotizados del mercado y todo lo que sus
manos realizaban adquiría un valor incomparable.
Eso
era el éxito. Además, para qué decir sobre el valor humano de Martín. No era
una persona que concurría a la iglesia, de hecho, casi nunca iba, aunque eso
pusiera malo al cura, pero su alto valor de sensibilidad lo colocaba como a una
persona muy caritativa.
La
gente comentaba: «¿Cuándo hubo un día en que los pobres no recibieran su ayuda?
El necesitado siempre encontró las puertas abiertas en la casa de Martín, el
hambriento siempre encontró pan para saciar su hambre, el triste recibía
consuelo de las sabias palabras de Martín, el solitario, compañía, y el
forastero, hospitalidad donde pasar la noche y reposar su cuerpo».
Esa
tarde en especial, mientras caminaba, sus ojos contemplaban el cielo nublado,
opaco, triste; las flores, con sus pétalos abiertos, absorbían la fresca brisa
de la tarde.
El
sol aparecía por momentos, saludaba y volvía a esconderse tras las nubes; el
estado de ánimo de Martín era malo como el tiempo. De pronto sintió que el
suelo giraba a su alrededor y perdió el equilibrio, sintió caerse al suelo,
pero su mano se sostuvo fuerte del bastón, y una vez más, el fiel amigo lo
libraba de desplomarse por el suelo.
Preocupado
Martín por la frecuencia y forma en la que le venían los mareos, se apresuró a
abrir la puerta, y una vez dentro se sentó sobre la silla Luis XV de su
escritorio, cuyas patas tenían talladas en madera formas de águilas. Apoyó su
esquelética espalda sobre el respaldo y su mirada se clavó fijamente en un
cuadro antiquísimo de alto valor, y una vez mas leyó el recuerdo que se
encontraba escrito sobre la parte inferior: «En las buenas y en las malas,
hasta que la muerte nos separe».
Bellos
en sus años juveniles, el matrimonio y los cuatro hijos transmitían vida.
Volvió a llorar como siempre, pero ahora lloraba de felicidad y alegría ya que
sabía que le quedaba poco tiempo para su largo viaje. El anciano pensaba en
silencio:
-Me
está llamando, siento que por las noches se postra sobre mi cama y me susurra
al oído, y con palabras suaves que me dicen: «te espero desde hace años Martín,
acá en nuestro nuevo lecho de amor, no te detengas, mas allá de las estrellas,
donde hermosas aves cantan suaves melodías, desde el amanecer hasta el
anochecer, y donde las flores crecen todo el año repartiendo su perfume con la
brisa. Te espero en este lugar por los dos soñado, donde la primavera nunca
termina».
Llegado
a ese punto, decía Martín:
-¡Ah,
esta cabeza! -y se agarraba con los delgados dedos su atormentada cabeza.
Se
cubría los oídos con sus manos, pero al rato, como si sus sentidos le exigieran
seguir escuchando las volvía a bajar.
-Puede
ser -se decía-. Esa voz es la misma de mi María.
Presentía
que lo llamaba con desesperación; entonces Martín se paraba, paseaba y se
sentaba.
-¿Será
que me necesita para empezar otra vida lejos, tal vez, del dolor? ¡Pero si así
es, o tuviese que ser, yo me tengo que apurar!
Desde
ese momento empezó a dejar todo listo. Se preparó como todo hombre de negocios
y organizó todo para dejarlo en manos de sus hijos, los nuevos herederos. Y
claro está, que eso le llevaría poco tiempo. Lo tenía todo casi listo desde
mucho tiempo atrás, y él mismo, con su puño y letra, redactó los testamentos
que a cada hijo le tocarían.
Todo
el dinero del banco estaba a nombre de sus cuatro hijos; joyas, animales,
mercaderías, casas y también las tierras. Todos los sirvientes, cambas y
cunumis, serían liberados de toda clase de servidumbre y se quedarían con la
casa después de la muerte de Martín. Sólo ellos se quedarían por su propia
voluntad, si así lo desearan. Esa noche fue la más larga de su vida; no pegó
ojo ni un sólo minuto durante esa noche y los párpados se le dilataron.
El
amanecer lo agarró con sus rayos color oro. Era el inicio de un nuevo día. Se
podría ver a la gente caminar por las arenosas calles en busca de lo cotidiano;
en el desayuno de ese día tuvo que esperar a que se levantase el último de sus
hijos y por poco no se dan las doce del medio día.
Esos
eran sus hijos, los hijitos de papá; nunca comprenderían el alto valor del
sacrificio, los años que tardó en construir y acumular toda esa fortuna.
Tampoco
se preocuparon alguna vez de agarrar una pluma o una hoja, y tampoco
aprendieron el negocio del padre, por más que el padre se esforzara por
encaminarlos. Ellos miraban cada día la vida como si recorrerla fuese lo más
hermoso.
Aunque
claro, aparte de dormir hasta el mediodía después de una pesada noche de
lujuria, era cada día más fácil conseguir dinero de la billetera del padre,
pues Martín nunca se les resistía, siempre les daba lo que ellos necesitaban, y
siempre que esto sucedía, Martín sonreía en su interior. Los cuatro cambas
vagos admiraban el valor y el ejemplo del padre.
Admiraban
que Martín, aún siendo analfabeto, consiguiera acumular un gran éxito
económico. ¿Ellos harían lo mismo llegado el momento de enfrentar solos su
destino?
De
esta manera llegó el inesperado pero anhelado día; se realizaba esa improvisada
reunión, y los cuatro hijos prestaban mucha atención a las palabras del anciano
padre.
Ese
silencio era absoluto, no se escuchaba ni el volar de un mosquito. El corazón
de los muchachos latía a todo ritmo, la emoción los embargaba. El gran día
había llegado.
El
anciano padre no paraba de hablar, sólo se detenía por momentos, debido a su
agitada respiración. Primero los sermoneó con los consabidos consejos de padre,
después se inclinó hacia el suelo, sacó una maleta de mano, antigua y hecha con
cuero de vaca. Abriéndola, sacó unos papeles muy limpios y bien conservados.
Mojó
la pluma en el tintero y muy ceremonioso, por orden de edad, los llamó para que
cada uno firmara la conformidad de lo que iban a heredar. Primero paso Saúl,
después Raúl, luego Pedro y finalmente el menor, Ronald. En el testamento
faltaba saber quién iba a heredar a los cambas y cunumis.
Por
fin uno de ellos preguntó:
-¿Los
cambas estos con quien se quedan, papá?
El
anciano respondió:
-Ellos,
los cambas y cunumis, desde este momento son libres.
Otro
preguntó.
-¿Y
esta casa?
El
anciano respondió:
-Esta
casa pasará a ser de ellos, con la salvedad de que yo me quedaré en ella hasta
que termine mis últimos días de vida; después vendrán ellos y tomarán posesión.
-Papá
-dijo otro-, en esta repartición tampoco figuran las tierras de la llamada
Herencia.
-Así
es, hijos míos. Eso es lo único que queda conmigo hasta que yo disponga qué
hacer con ellas, son apenas cinco hectáreas.
Los
hijos callaron, flotaron en el aire dudas y preguntas que no se animaban a
hacer al padre, y en la mirada de cada hijo existía una sed de respuesta.
¿Será
-pensaron-, que nuestro padre guarda esas tierras para otro hijo que tal vez
tenga fuera de nosotros cuatro?
Otros
pensaban:
-¿Serán
ciertos los rumores que vertía la gente sobre esa pequeña extensión, llamada la
Herencia? Aquella, la de Paso.
Paso,
fue la primera que en su juventud compró Martín. Los buenos vecinos decían que
tuvo mucha suerte puesto que se había encontrado con una gran veta de oro.
Así
que muchos de los envidiosos vecinos hacían vigilancia cerca de su casa y muy
de madrugada seguían a Martín sin dejarse ver con éste. Martín no se daba
cuenta, trabajaba sin cesar, hasta terminar su tarea, y solía dejar pasar la
hora de almuerzo. Luego la cena, con tal de avanzar en el chaqueo de su
terreno. Los curiosos y los envidiosos también retornaban sin poder pillar el
secreto de Martín. Volvían defraudados, y por ello, en algunas ocasiones,
solían murmurar que en ese mismo lugar selvático vieron que Martín invocó el
poder del Diablo y que ahí mismo pactaron, y que el diablo le concedió suerte y
fortuna a cambio de algo más preciado que su vida, y que éste a cambio le cedió
la vida de su amada María.
En
esa ocasión, a Martín le tocaba quemar su chaco, labor que debía realizarla de
noche. Los curiosos cambas lo seguían, protegidos por la oscuridad nocturna, y
entonces los rumores venían de ellos, de quienes aseguraban haberlo visto
adorar a una sombra con forma de mono.
Otros
decían que no lograron ver nada. En fin, todo eran puras habladurías.
Pero
volviendo al gran momento, la cuestión era que ese día don Martín volvía a ser
el mismo de antes. Primero se quedó sin su mujer y ahora se quedaba sin dinero;
sólo le quedaba la Herencia y viviría en esa casa el resto de sus pocos días.
Pasó
un largo tiempo y los nuevos ricos se enaltecían. La nueva posición económica
los mareó, unos se dedicaron a viajar, otros buscaron darse a conocer y hacerse
fama de mujeriegos.
La
banda de música sonaba todos los días en diferentes casas, y donde vivía alguna
buena moza, allí estaban. Otros frecuentaban las casas de juegos; en fin, el
despilfarro era tal, que nunca tuvieron tiempo de visitar a su padre, de ver
cómo estaba.
Tampoco
pensaron que algún día lo que no se activa se apaga, y el cura de la iglesia
era tan pecador como ellos, puesto que los llegaba a casar en secreto dos, tres
y cuatro veces, todo a cambio de una fuerte suma de dinero.
La
vida de truhán y bohemio reinó en estos jóvenes pecadores, ciegos a todo
aquello que no sea diversión y buena vida.
No
muy tarde llegó el día en que se dieron cuenta de que no les quedaba plata ni
para hacer rezar a un ciego; entonces fue cuando pisaron tierra y se acordaron
del viejo Martín: su padre. Pero algo los hizo detenerse; tal vez la vergüenza.
¿Cómo llegarían de nuevo a sus casas, con las manos vacías, y sin ningún
dinero?
-¿Estaría
vivo Martín? -pensaron por fin.
-¡Pero
qué hicimos todo este tiempo!
Se
hicieron varias preguntas entre ellos, pero no hallaban respuesta. Entonces, el
orgullo les hizo pensar diferente; empezarían con lo poco que disponían de sus
herencias y tomarían el mismo ejemplo del padre. Saldrían a enfrentar la vida
con el tiempo tal y como se presentara, bajo el sol, bajo la lluvia, el frío y
el viento. No pararían de trabajar, y decididos, marcharon para la iglesia a
pedir la bendición del cura, quien primero los sermoneó.
Pasaron
pocos días cuando la tristeza los volvió a desesperar, los negocios no andaban
bien, decían entre ellos, como no encontraron la salida al éxito, se juntaron
nuevamente como aquellos guerreros que huyen despavoridos del combate con su
capitán herido. Pero en aquella ocasión tampoco se animaban para ir a buscar al
padre.
Pese
a intentar hacer todo, en todo fracasaron. Saúl el mayor de los hermanos, tomó
la iniciativa y dijo:
-Hermanos,
escuchen, tenemos que hacer algo. Ustedes han visto que hemos intentado hacer
tantas cosas y nada nos ha salido bien, será mejor ir y buscar a nuestro padre.
-Si
es que aún lo encontramos con vida -dijo Raúl.
-Nadie
más que él conoce también el arte del negocio.
-Yo
estoy seguro de que nos va a encaminar -agregó Pedro, demostrando su admiración-.
Sí… Además, no nos olvidemos que a nuestro viejo todavía le queda un poco de
terreno.
-¿Qué
terreno? -preguntó Ronald.
Pedro
les recordó aquella parte de la llamada la Herencia. Todos, en ese momento, se
miraron sorprendidos por esa valiosa sugerencia.
-No
les dije yo -decía Saúl-, que cuatro cabezas piensan mejor que una.
Era
muy cierto que esas tierras de cinco hectáreas existían. ¿Pero qué importancia
tenían cinco hectáreas?
No
era tanto el interés de las tierras, sino más bien lo que encerraba la tierra,
la Herencia, y los rumores acerca de que en ese lugar existía una explotable
veta de oro, o que también podía ser que ese era un lugar frecuentado por
Lucifer.
Sí,
se decían los desesperados muchachos, no hay duda, no por nada nuestro taita no
nos la dio por temor a que nosotros descubramos el misterio.
Y sin
más pérdida de tiempo, los cuatro fracasados hijos partieron con dirección a la
casa de su viejo padre. No bien llegaron y estaban por entrar, cuando algo en
su interior los detuvo, y mirando su antigua casa, la tristeza los invadió.
Las
viejas paredes parecían hablarles, reprochándoles. El viento dejó de soplar en
los jardines donde de niños solían jugar, donde ellos aprendieron a dar sus
primeros pininos sostenidos por esas viejas manos de una cunumi que hacia de
alzadora de cada muchacho, uno a uno y a su tiempo.
Todo
estaba abandonado; la casa sucia, la hierba imperaba cubriendo todos los lados
por completo. De las viejas y delicadas plantas de rosas, jazmines, gladiolos,
helechos y papies, algunas de ellas quisieron sonreír a los muchachos pero se
encontraban viejas y sin fuerzas, todas morían en el más absoluto silencio.
Todo daba muestras de estar en la más triste orfandad.
Se
pararon sobre la puerta indecisos, hasta que uno de los muchachos decidió
empujar la puerta. Sonaron las viejas bisagras, la puerta rechinó como un grito
de dolor. Después entraron, y cuando llegaron al interior; buscaron al padre.
Pero fue grande su sorpresa al ver a Martín tendido en el suelo. Un lago de
sangre lo rodeaba, y sobre la mano derecha sostenía el bastón y en la mano
izquierda llevaba algunos de los viejos cuadros de la familia o de lo que un
día fue una gran familia.
Tal
vez esos recuerdos lo martirizaban día y noche. Inmediatamente Martín fue
levantado por los hijos.
Los
golpes no fueron nada graves. El naturista vino a casa, hizo su trabajo y
ordenó que reposara. Desde ese día fue acompañado por los hijos, quienes, con
el pretexto de cuidarlo, se quedaban a dormir cada uno en sus antiguos cuartos.
Por
las noches, uno de sus hijos quedaba a su lado. Se turnaban. Martín aprovechaba
esos momentos para hacerles preguntas de cómo iban sus negocios, y sonriendo,
los alentaba.
-Yo
sabía que mis hijos progresarían como progresó su padre -decía con orgullo, y
levantaba su débil brazo ceñido de secas venas y los palmeaba en la espalda o
sobre la pierna y suspiraba como aliviado pensando que sus herederos eran
responsables y cumplidos.
Pasaron
tres días y Martín les dijo:
-Hijos,
ya creo que me siento mejor. ¿No será mejor que cada uno de ustedes marche para
sus hogares y vean sus negocios? De mí no se preocupen, que yo he vivido lo
suficiente.
-¡Oh!
No padre, ¿cómo nos puedes pedir eso? -dijo uno de los hermanos.
-Para
eso hay tiempo, queremos quedarnos a hacerte compañía los últimos días de vida
que te quedan.
El
anciano padre sonrió complacido. Él los había criado, fue madre y padre a la
vez, él los conocía. En silencio volvió a dormir.
El
cura también venía a verlos, oraba por Martín y luego se marchaba.
Mientras,
los hijos no hallaban el comienzo de una charla para confesarle al padre todo
el fracaso y el derroche de dinero que hicieron hasta quedarse yescas. Pero
Ronald, que era el menor, y que siempre gozó de más consideración del padre, en
una de esas noches en las que se quedó haciéndole compañía, no aguantó más la
situación, y tuvo que confesarle todos sus fracasos y los vanos intentos que el
grupo de hermanos hicieron por salir adelante.
Martín,
después de escuchar todo, le contestó a Ronald:
-Mi
hijo, no quiero que se preocupen, si yo, su taita, sabía cuán mal estaban
haciendo, los rumores llegaban hasta mí, pero en fin, qué le vamos hacer, por
suerte ustedes están sanos y completos, y sólo tienen que mirar donde nace y
muere el mismo sol, para al siguiente día volver a brillar.
-Así
es, taita.
-Así
es hijo -decía Martín.
-Pero,
taita, eso no es todo. Nuestro hermano y yo hemos decidido pedirte la última
oportunidad. Mañana nos reuniremos, y queremos pedirte las tierras de la
Herencia.
Se
hizo un silencio. El anciano tragó saliva, después movió la cabeza como
acordándose de algo y exclamó:
-Claro,
muy cierto, muy cierto. Tenemos todavía esas tierras, sí, sí, sí. «Je, je, je» -reía
Martín.
-¿Es
cierto, padre, que esas tierras esconden un valor altísimo para vos? Según
hemos escuchado desde niños, esas tierras encierran tus secretos. De ahí tú,
taita, saliste y te hiciste rico.
-Sí,
eso es muy cierto. Esas tierras esconden algo muy significativo en mi vida, fue
la primera parte de terreno que yo y tu difunta madre, que Dios la tenga en los
cielos, nos compramos, y sin esperar nada. Pero para sorpresa nuestra,
encontramos el tesoro de nuestras vidas. Es cierto que el terreno es chico,
pero esconde una riqueza invaluable jamás vista en otra zona.
Ese
corto diálogo terminó sumiendo en el sueño al padre y al hijo.
Al
siguiente día, una vez reunidos los hermanos para relevarse, Ronald contó toda
la conversación de la noche anterior con su taita. También les dijo que hasta
podría ser que su padre les concediese la tierra de la Herencia, y que también
les revelaría los misterios y les mostraría dónde se encontraban sus riquezas.
Los otros hermanos escucharon muy sorprendidos.
El
cuarteto de irresponsables dispuso sin más pérdida de tiempo reunirse con el
padre, y, como siempre, Saúl, el hermano mayor, sería el encargado de tomar la
palabra y tendría que narrar todo lo ocurrido. Y así fue, reinó un silencio de
tristeza.
Los
hijos, cabizbajos, pedían los más sabios consejos y con ellos una nueva
oportunidad, también prometían, que de darse, la vida de ellos cambiaría, sería
otra, pues ahora, estaban seguros de que conocían el sabor amargo de la
necesidad y la pobreza. Del mismo modo hablaron los otros hermanos.
Martín
los escuchó muy atento, sin interrumpir nada, y tras finalizar de contarle
todos los hijos los pormenores y los mayores inconvenientes, Martín dio un
suspiro profundo.
Esta
realidad le quitaba los últimos días de vida, se sentía incapaz de crear ideas,
y menos posible sería volver a ser el mismo padre de antes: trabajar, acumular
dinero… Miró a sus hijos, vio en sus rostros la incapacidad, se los imagina a
todos cayendo en la perdición, mendigando un plato de comida o borrachos,
caídos en el fango, o tal vez tirados sobre el pasto de algún potrero.
Qué
puedo hacer, pensó Martín, mientras los hijos miraban al padre esperando algo o
alguna solución que los levantase; entonces Martín les habló con autoridad como
lo hacía antes, y gracias a que la fe que le tenían los hijos era tan grande,
se volvieron a sostener y a creer en ese hombre que era su padre y que se
estaba muriendo.
-Bien,
bien, hijos míos -dijo Martín-. No está muerto quien suspira, y la vida es una
constante batalla donde mueren solos y desamparados los débiles; tomen el
ejemplo del hornero, él solo construye su casa con barro y paja para defenderla
del viento, o ¿alguna vez sintieron que el viento sople para abajo, o para
arriba?
¡Oh!,
pensaban los hijos, qué sabio es el taita, y Martín les seguía hablando.
-¿Saben
ustedes quién es el que fracasa?, -y el mismo les respondía-fracasa quien nunca
intentó nada; así es mis hijos, y les pido que este error sea sólo una
enseñanza o supongamos que sea una batalla perdida de esta vida.
Pero
no se ha perdido la guerra, y después, más calmado les pedía tener paciencia;
pronto conocerían el verdadero secreto del sacrificio, conocerían el misterio
de la Herencia.
A
pesar de los muchos intentos que los hijos hicieron por saber qué encerraba la
Herencia, la única respuesta del padre era que tuviesen paciencia, que pronto
conocerían el misterio. En esa larga espera, los días resultaban largos y por
momentos la desesperación cundía en el ánimo de los hermanos.
Los
hijos se preguntaban hasta cuándo esta situación. Entonces sucedía que mientras
ellos mantenían latente la expectativa y cuidaban día y noche del padre, se
veían privados de todo gusto y lujuria por esperar el gran día para recibir la
noticia.
En
esa larga espera cayó Martín sin ninguna posibilidad de restablecerse; cayó
definitivamente enfermo, de día y de noche presentaba ardor de fiebre; visitaba
a sus antepasados, conversaba con su padre, con su madre, después se ponía a
conversar con su María, en ese largo diálogo donde sólo las almas tienen ese
don de encontrarse en ese diálogo silencioso.
Se le
escuchaba sonreír y suspirar con un suspiro leve, tierno y con nuevas risas
entre sus labios; los hijos esperaban a que volviese en sí, que su alma
retomase su cuerpo; Martín pronto se sobreponía a la muerte, luchaba como un
león contra ella.
Cuando
volvía en sí, en esos cortos segundos, era para mirar a sus hijos, quienes
desesperados se colocaban cerca del enfermo para preguntarle dónde se
encontraba la riqueza de la Herencia o cuál era el misterio. Pero justo cuando
la respuesta estaba por ser dada a conocer, Martín volvía a perder la razón de
esta vida y empezaba a articular palabras ininteligibles. Era como si le
gustara esa introducción a la muerte. Todo estaba perdido para los desesperados
hijos, hasta que Raúl dijo:
-¡Hermanos!
¿No será mejor traer al cura y de una vez hacemos que nuestro padre se
confiese?
-¿No
será que su alma está penando porque quiere decir algo? -dijo otro de los
hermanos.
La
sugerencia fue muy bien recibida. Dos de los hermanos salieron a buscar al
cura, y de paso le pidieron que le sacase a su padre el secreto acerca de dónde
estaba la riqueza de la Herencia.
Cuando
aquella mañana llegó el cura a donde Martín estaba enfermo, éste dormía
plácidamente sus últimos minutos de vida. El cura le miró, sintió la pieza fría
como de muerto. Pensó el cura: «se nos va Martín», de ver al enfermo con la
piel amarillenta, y los párpados cerrados. El rostro era piel y huesos.
-Ya
no le quedan más horas de vida, si es que no se me adelantó.
El
hombre fornido y macizo de tiempos pasados, hoy era sólo una acumulación de
huesos y piel. De pronto, como si retornara de un largo viaje, olvidándose de
algo, el cuerpo de Martín volvió en sí.
Cada
retorno desconocía más la necesidad de este mundo, sólo esta vez movió la
cabeza y miró al hombre de la sotana; sonrió mostrando sus secos y
deshidratados maxilares, la lengua pesada le impedía hablar, pero logró
hablarle:
-
Padre, padre, ya sé a que viene.
-Así
es hermano, vengo a confesarte antes de que te reúnas con tus antepasados allá
en el otro mundo, en ese mundo lleno de misterios y que sólo los muertos pueden
conocer.
-¡Ay
padre!, tal vez era a usted al que yo esperaba, por eso mi alma se resistía a
hacer este largo viaje.
-Así
es hermano Martín, y para no cansarlo -le decía el cura agarrándole la mano-,
¿empezamos de una vez?
-Bueno
padre, diga usted, -decía Martín.
El
cura preguntaba de nuevo.
-¿Tiene
alguna deuda de culpa, Martín?
-¡No
padre! ¡Sólo la deuda de no corregir a tiempo el error de mis hijos!
-¿Algo
que la Iglesia pueda hacer por usted en la tierra?, ¿algún hijo, infidelidad,
avaricia?
-No,
padre -decía Martín.
-Bueno
-decía el cura-. Hermano Martín, soy el padre evangelista. ¿Me reconoce? -preguntaba
el cura para cerciorarse del sano juicio del moribundo.
-Sí
padre, respondió Martín.
-Bueno
hermano, entonces cuénteme, y diga la verdad sobre la veta de oro que mantiene
en secreto en la Herencia, o lo que sea.
-Bueno
padre, sólo quiero que mis hijos cambien de vida.
-Hombre,
Martín -interrumpió el cura-, no malgaste su corto tiempo hablando otra cosa, o
es que no se da cuenta de que el tiempo es oro. Cuénteme sobre esa veta.
-Está
bien, está bien -decía jadeando Martín.
El
cura volvía a insistir:
-¿Es
o no verdad, hermanito?
Martín
por toda respuesta y viendo el interés del cura le contestó:
-¿Sabía
usted padre, que en cada pedazo de tierra existe un tesoro escondido? ¡Es
problema del hombre descubrirlo!
-Ave
María Purísima, gracias a Dios, yo pensé que en verdad usted mantenía un pacto
con el diablo, hermano Martín, tal como decían los comentarios de la gente del
pueblo.
El
enfermo volvió a hacer un esfuerzo por estirar sus secos labios; y con rezo
pausado dijo al cura:
-Esa
es mi preocupación padre, que ante esa búsqueda insaciable ciegue la ambición a
mis hijos.
-No
se preocupe por eso, Martín.
-Bueno
padre, yo sólo quiero que mis hijos cambien el tipo de vida que llevan a estas
alturas y por eso, prométame usted que los va a ayudar, prométaselo a un
muerto, para que mi alma descanse en paz.
-Que
en este momento logremos la paz y que sean sus hijos los que escuchen su último
deseo -decía el Cura-. Y saliendo él, hizo pasar a los cuatro hijos, que se
encontraban esperando fuera, ansiosos por los resultados del cura.
El
hombre de la sotana hizo las recomendaciones del caso y de paso recomendó
también no olvidarse de las aportaciones para la Iglesia, y cuando todo estuvo
acordado los empujó para adentro, a la pieza del enfermo. Martín los miró
lejanos y borrosos, casi ya no hablaba, el aire que respiraba no llegaba a su
estómago. Cuando se volvía, intentó hacer una señal que fue muy bien
interpretada por los hijos, quienes se sentaron alrededor del padre, mientras
el cura permanecía parado con la sotana rozando el suelo.
-Bueno,
Martín -habló el cura-, aquí están los muchachos, ya puede usted decir lo que
quiera, ellos lo oirán. Y ante todo, está la palabra de la Iglesia de que todo
saldrá bien, y así también su alma descansará en paz.
Entonces
el enfermo dio un suspiro profundo y sacando fuerzas habló:
-Es
verdad, hijos míos, que aquella, la Herencia, llamada así por su difunta madre,
encierra una verdadera riqueza. Su madre y yo, después de levantarla, nos
establecimos en este pueblo y no volvimos más a ese lugar. Pero lo que esas
tierras nos dieron fue más que suficiente para acrecentar nuestra riqueza, que
ustedes finalmente derrocharon en poco tiempo; y usted padre, dijo dirigiéndose
al cura, escuche bien: tiene que ayudar a mis muchachos a buscar esa veta, pues
yo, debido a los años en que no volví nunca más a ese lugar, no recuerdo
exactamente dónde queda. Y mis fuerzas ya no me son suficientes para caminar.
Pero padre, prométame que los va ayudar.
El
cura contestó:
-Puede
estar seguro de que los ayudaré en su búsqueda, pero, ¿no recuerda nada,
hermano Martín?
-Nada
padre, sólo recuerdo que mi María y yo cavamos poco menos de medio metro bajo
un árbol seco.
-¿Dónde
papá?, ¿dónde papá? Díganos dónde queda -preguntaban los hijos.
Demasiado
tarde. Martín dejó escapar un último suspiro, tan lento que duró una eternidad,
y su alma voló para reunirse con su amada María y sus antepasados.
De
esa manera quedó abierta la posibilidad de encontrar la veta de oro para volver
a ser ricos, mientras el cura no dejaba de pedir las futuras aportaciones para
la Iglesia.
Después
de cumplir con todos los sacramentos de cristiana sepultura, cuando quedaron
solos, se miraron unos a otros, y como si recibieran una orden, partieron rumbo
a la Herencia, que no quedaba muy lejos del pueblo. Marcharon en silencio los
cuatro, más el cura; eran cinco. Cuando llegaron a la zona miraron el monte
verde como una manta. Todo era una planicie, las plantas eran más robustas que
las de otro lado, hojas grandes, y el suelo húmedo. Se podía notar la
diferencia, comparándolo con los terrenos vecinos.
Los
cinco hombres miraban desesperados, ansiosos buscaban y rebuscaban los árboles
secos. Al descubrir el primer árbol, uno de ellos se dirigía al tronco.
Caminaban desesperados, tropezaban con todo nerviosismo, y hasta parecía que el
árbol seco caminaba alejándoseles del lugar.
Pero
cuando miraron a su alrededor, descubrieron un nuevo árbol, y otro de los
hermanos dijo:
-Por
acá está, nos estamos equivocando, es éste.
-No -interrumpió
otro-. Está por acá -dijo mostrando otro árbol-. Luego vieron otro; hasta que
se dieron cuenta de que el tiempo y los años habían marchitado los árboles.
Meditando
se quedaron acerca de que tal vez esos árboles también fueron jóvenes como
Martín, su padre. Todos estaban secos y con huecos bajo la raíz. Recorrieron
cada uno de los troncos que encontraron en las cinco hectáreas.
Todos
los troncos estaban rodeados de yerbas, bejucos, malvas, otros tenían bajo el
tronco huecos cavados por algún tatú. Desesperados los observaban sin darse
cuenta de que el día se marchaba.
A uno
de los hermanos le vino una idea y se la comunicó a los otros. Propuso que,
como era lunes, se dieran una semana para encontrarlo, y que empezaran al día
siguiente, machete en mano.
Así
lo hicieron, rozando las cinco hectáreas. Todo quedó raso, y sólo quedaron en
pie los troncos más gruesos.
Así
pasó la primera semana y no se veía señal de la veta; sentados bajo la sombra
de un árbol con las manos protegidas por una venda para no sangrar, pensaban
los hermanos: «¿Nos habrá mentido nuestro padre?». Pero después volvían a
recordar la ampulosa riqueza que ellos mismos conocieron y disfrutaron, y con
esa fe insaciable que lleva todo hombre desesperado, se trazaron una nueva
meta.
Remover
toda la tierra. Si era preciso, las cinco hectáreas, y para esto hablaron con
el cura para ver si el satanudo se animaba a sostener sobre sus manos un
azadón, o picota o pala, y no sólo a pedir y pedir de lo que se estaba por
descubrir.
Esa
noche, cuando apareció el cura, escuchó, y por el rostro se podía saber que no
le era de mucho agrado la propuesta, pero recordó que de por medio había
empeñado su palabra y a la Iglesia misma para apoyar a los muchachos, así que a
regañadientes aceptó su parte del trabajo.
Removería
una hectárea, aunque, eso sí, puso como observación una cosa. Esta no sería
ninguna competencia, y el que terminase primero ayudaría a su compañero, y él
entraría un poco más tarde y se iría más temprano que todos ellos, observación
que fue aceptada por los hermanos.
Así
empezó la pesada jornada y cada uno cubría su zona, pero el sacrificio no daba
sus frutos; sólo la esperanza los mantenía en pie. Llevaban tres días cavando y
removiendo la tierra, tal como les había dicho al final de su vida su padre.
Hasta que uno de los muchachos topó con su picota con algo duro, y entonces
llamó a sus hermanos. Cavaron alrededor, pero el desgano se adueñó de ellos
cuando vieron que era un pedazo de tinaja vieja y mugrienta.
En
fin, así continuaron la pesada jornada. Algunos terminaron primero, y esos
ayudaron a los otros; el cura fue el último en terminar de cavar, y de esa
manera, el terreno que ayer fue una alfombra verde de monte, hoy se encontraba
desnudo y desierto.
Los
árboles verdes y secos fueron todos derrumbados, la tierra removida quedó
suelta, y por la tarde, al caer el rocío, desprendió un árbol aromatizado un
olor a humo.
Tierra
totalmente fértil. Esa mancha era diferente a otras.
Los
hijos y el cura miraban en silencio, resignados a la suerte. Todas las
esperanzas estaban perdidas. El misterio de la veta era una falsedad.
Desilusionados
se marchaban del lugar, cuando a lo lejos vieron que se le acercaba un hombre
de avanzada edad, y cuando estuvo cerca de los muchachos los saludó y de paso
les preguntó:
-Jóvenes
¿Se puede saber que harán con esa tierra?
Los
muchachos, que no tenían nada en mente, desconsolados contestaron:
-¡Nada,
sólo la limpiamos!
El
anciano volvió a hablarles:
-Yo
que ustedes la sembraba y como está tan removida, dentro de muy poco tiempo
cosecharían los mejores productos de esta época.
-Sí,
sí, -pensaron los jóvenes.
Y sin
perder más tiempo empezaron a sembrar el producto de la época. No habían
transcurrido cuatro meses, cuando vieron las espigas de maíz. Todos quedaron
impresionados por el tamaño. Cuando llegó el día de la cosecha, el rendimiento
fue tal que todos los clientes que compraban no hacían más que comentar la
buena calidad del maíz.
De
esa forma les compraban en los puestos de venta, como muchos años atrás lo
hubiera hecho don Martín, y es que en verdad, los hijos no comprendieron el
verdadero mensaje del padre:
Que
removiendo ese terreno, después de producir unos años, volvería a rendir como
años atrás. Y, si bien no se hicieron ricos como antes, ahora sí cuidaban con
mucho esmero el dinero que ganaban con el sudor de su frente, y también hacían
llegar los aportes, que por convenio le correspondían a la Iglesia, donde el
cura daba misa feliz de haber cumplido su promesa.
FIN

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